Tales of Mystery and Imagination

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Elia Barceló: Embryo


Acababa de nacer y, aunque todavía no sabía dónde ni cómo era, se sentía feliz de haber nacido. No sabía cuánto tiempo había durado su sueño pero, desde luego, era ya tiempo de comenzar. Era su cuarta vez y se alegraba de formar parte de ese experimento, se alegraba de tener conciencia de su pasado en cada renacimiento. Eso, a veces, hacía las cosas más difíciles pero en las circunstancias verdaderamente graves resultaba muy confortador. El hecho de saber que, pasara lo que pasara, una vez muerto en este mundo
regresaría al suyo propio con toda su información, era también enormemente tranquilizador. Lo único que le molestaba era que nunca sabía a qué punto del gran Universo lo habían enviado en cada ocasión. No le importaba demasiado ni la forma física, ni la lengua, ni las costumbres de cada nuevo pueblo porque él nacía entre ellos, era parte de ellos y ellos le enseñarían todo lo que debía saber, pero siempre podía haber grandes sorpresas y no siempre resultaban agradables.

Estaba empezando a ponerse nervioso. Ya había pasado bastante tiempo desde que había adquirido conciencia de estar vivo en un nuevo entorno y nada había ocurrido desde entonces. Nadie le había dado la bienvenida o una indicación de lo que tenía que hacer. Se revolvió inquieto en la tibia oscuridad. Por lo menos no se hallaba privado de movimiento. No podía apartar de su mente el hecho de que nadie se hubiera comunicado con él: era realmente extraño. A menos que le hubieran hecho nacer en algún pueblo de primitivos y, en ese caso, no había forma de saber lo que podía ocurrir.


El era uno de los cuatro exploradores de su mundo y eso sólo significaba hasta el momento quince misiones realizadas con un éxito muy irregular. Casi siempre se había tratado de mundos muy evolucionados con exceso de población y un fuerte control de natalidad. Por eso había que correr riesgos e intentarlo con mundos más primitivos sobre los que carecían de información pero donde podían darse las afortunadas circunstancias que permitirían a su gente sobrevivir Un mundo donde aún no se practicara el control de nacimientos y, a ser posible, con abundancia de zonas despobladas. Su pueblo sobreviviría en cualquier parte, sólo necesitaba un mínimo espacio vital. El sistema que llevaban hasta ahora estaba bien, pero no podían seguir así indefinidamente. Si continuaban de esa forma, cada ciudadano perdería más de un tercio de su vida en la muerte que se había impuesto para salvaguardar el bienestar social.

Se volvió a mover, despacio; aún no controlaba bien sus movimientos. Se esforzó por saber si tenía algún tipo de órgano de visión; quería echar una mirada a su entorno. Lo intentó varias veces hasta que tuvo éxito. Borrosas sombras rojizas aparecieron a su alrededor. Matices líquidos y calientes del negro al naranja, suaves membranas traslúcidas débilmente pulsantes, sonidos amortiguados, regulares, relajantes. Una atmósfera muy adecuada para un nacimiento, pensó. Debería ocurrir así en todas partes. Al parecer, en este mundo dejaban que el nuevo ser se acostumbrara lentamente a su entorno y explorara por sí mismo sus posibilidades. Bien, se pondría a ello de inmediato. Lo intentó primero con la visión. No. El mero hecho de ver parecía ser el límite que podía alcanzarse, al menos por el momento. Examinó sus capacidades para moverse. No eran muchas, apenas había espacio. Intentó ver su cuerpo y la sorpresa casi lo paralizó; era
increíblemente pequeño. Era lógico que apenas pudiera moverlo. Tal vez era ésa la razón de que estuviera flotando en un líquido; era una forma de desplazamiento tan buena como cualquier otra. Dirigió su atención al sentido del oído con tan poco éxito como con el de la vista. No parecía poder llevar su capacidad más allá de esos pocos sonidos graves y distantes. O bien en este mundo no había nada que oír o él no era capaz de superar la dificultad, todavía. Comenzó a estudiar sus posibilidades de comunicación. Recorrió lentamente su nuevo cuerpo buscando el centro que le debía permitir coordinar ideas y emitir mensajes. El proceso fue largo y bastante trabajoso pero, al fin, lo encontró localizado en uno de los extremos de su cuerpo. Comenzó a estudiarlo amorosa, delicadamente; encontró que la posibilidad existía pero no estaba desarrollada. No podía saber si eso era una característica de la especie o algo que cada nuevo ser debía superar por sí solo. Se decidió por lo segundo. En todo caso siempre prefería que un error lo llevara por encima de la generalidad que por debajo. Poco a poco, débilmente al principio, empezó a captar algo. Quería estudiar primero lo exterior antes de atreverse a emitir por sí mismo. Los pensamientos de alguien muy cercano a donde él se hallaba le llegaban de modo intermitente pero con una enorme intensidad. Intentó desesperadamente descifrarlos pero no pudo; o eran simbólicos o estaban en clave; le llegaban expresados
en signos que no conocía. Confiaba en que alguien se tomaría la molestia de enseñarle el código. Dio una vuelta completa en su líquido sustentador y, de improviso, algo le llegó desde el exterior. Dos mensajes, muy distintos, tanto que incluso podrían ser contradictorios. Los investigó con cuidado. No eran mensajes como los anteriores. Estos iban dirigidos a él y la clave era menos compleja. Después de reflexionar sobre ellos, los interpretó como emociones, no pensamientos y, por su naturaleza contraria, decidió establecer que se trataba de dos ideas básicas enfrentadas, en el mismo sentido que bien-mal. Estaba casi seguro de que se trataba de eso, pero no tenía modo de saber cuál era cuál, ni qué significaban, ni quién las había emitido.

Estaba ya empezando a convencerse de que su nuevo mundo iba a ser siempre así cuando, de repente, empezaron a llegarle mensajes de todas partes. Todas las pulsaciones se aceleraban, los sonidos se hacían más fuertes y su ritmo más rápido, las emociones que recibía eran de una intensidad casi insoportable. Por un momento fueron tan claras para él que, olvidando la regla básica de su entrenamiento, no dudó en
interpretarlas como terror. Esto le produjo de inmediato un desequilibrio nervioso y un inmenso deseo de escapar, de huir a alguna parte, a donde fuera. Miró a su alrededor. Los colores, las formas dulces, palpitantes, rojizas, le marcaban un camino, una especie de túnel acolchado muy oscuro pero con una cierta luminosidad grana; el único camino.

Su lógica le decía que no podía escapar por ese lado, que era una trampa, un túnel demasiado estrecho incluso para su cuerpo diminuto. Sin embargo, algo en su interior le forzaba a decidirse. Estaba seguro de que algo le había sido inoculado para conducirlo así. Sintió miedo pero se dejó llevar. Quienquiera que estuviera dirigiendo las operaciones sabría cómo había que hacerlo; lo mejor sería colaborar. Después de todo, no era la primera vez.

Se colocó de modo que la parte más gruesa de su cuerpo entrara primero en el túnel; no quería encontrarse atascado en la oscuridad. Dirigió una última mirada a la sala que había sido su hogar hasta entonces y, laboriosamente, se introdujo en el túnel: sus paredes lo acogieron y, por primera vez en su nuevo mundo, sintió dolor. Se revolvió en las tinieblas y se maldijo mil veces por haber aceptado el desafío. Ahora estaba seguro de que desembocaría en algo que acabaría con él, así que, poniendo a contribución todas sus fuerzas, se aferró a las paredes. Si conseguía volver a la sala, estaría a salvo; si no, por lo menos no consentiría que lo arrastraran a la salida. Lucharía hasta el final.

La pulsación de las paredes del túnel era casi insoportable; sentía que si cedía a su presión, lo aplastarían. Una vez algo entró por el extremo del túnel y lo tocó. La sensación casi le hizo perder la consciencia. La idea de que aquello, fuere lo que fuere, llegara a atraparle le producía la mayor sensación de horror que había tenido en sus vidas. El terror no le permitía pensar y, por un momento, le atrajo la idea de abandonar y entregarse a lo desconocido. Ahora brillaba una débil luz allá abajo y eso le atraía de una forma especial
pero no se dejó engañar por ello. Era una forma tan burda de condicionamiento psicológico que no podría engañar a nadie, a menos que fuera una criatura totalmente primitiva. ¿Qué mente evolucionada, en estas circunstancias, podría creer que una luz en la oscuridad era otra cosa que una trampa? El torrente de emoción rugía de tal manera en sus centros de mensajes que ni siquiera podía encontrar la manera de cerrarlos. La intensidad era tan fuerte que sólo podía provenir de una máquina. Ninguna criatura orgánica podría emitir con tal potencia, con una intensidad tal que amenazara a un miembro de su especie. Sintió que algo se movía por encima de él, algo que avanzaba a través del túnel, cortando las paredes hasta donde él se encontraba. Sintió algo frío, una horrenda ola de violenta emoción se abatió sobre él, se vio envuelto en algo líquido, viscoso, espeso, caliente y, de repente, el túnel se abrió por encima de él, algo entró por la abertura, algo inmensamente grande que lo cogió con firmeza inaudita, tiró de él y lo arrojó fuera del cálido túnel contra algo frío y duro. Medio muerto de terror, abrió los ojos. La despiadada luz blanca le hirió el cerebro y, con un grito agudísimo que le desgarró la mente, se hundió en la oscuridad. Débiles y lejanos, escuchó unos sonidos cuyo significado no pudo comprender:

—Enhorabuena, señora. Es una niña preciosa.
—Mírala, Marta, es divina. Mira a nuestra hija. La niña más preciosa del mundo.

Marta levantó apenas los ojos de la colcha de flores y miró hoscamente a su marido. Sí, para él era muy fácil emocionarse así. El no había tenido que soportar todas las molestias durante nueve meses; no había sentido la terrible angustia por las mañanas cuando parece que al vomitar la leche del desayuno todo tu estómago se va a ir con ella, poco a poco, pedazo a pedazo. Y la espantosa sensación cuando el niño se mueve dentro como una rata encerrada buscando una salida. Y las visitas al médico, con todas esas mujeres deformes, asquerosamente gordas, y el olor a desinfectante y luego el médico de sonrisa hipócrita: «pase, pase, señora, ¿cómo va eso?, la veo muy bien, échese, por favor». Piernas abiertas, mirada perdida en la pared, por favor, por favor, que acabe pronto, sus manos entre las piernas, los ojos cerrados, por favor, por favor. Verse cada mañana en el espejo y reconocerse menos cada día. Y cada minuto más cerca del final. Del dolor.

Cerró los ojos fuertemente y suspiró. No quería pensar en ello. Miró hacia la ventana, donde estaba la cuna. Óscar la miraba con tanta devoción, ¡qué estúpidos son los hombres! Incluso ahora que sólo podía ver su espalda inclinada sobre la pequeña se apreciaba su orgullo por la niña. Y él quería que ella compartiera ese orgullo. Ella que conocía mejor que nadie al pequeño monstruo que yacía entre pañales y sábanas bordadas a mano por su suegra. El diminuto monstruo asesino que había estado a punto de matarla y que, estaba segura, todavía lo haría si pudiera.
Óscar insistió:
—Vamos, Marta, acércate. Mira a Viviana.

Ella había elegido el nombre contra la opinión de todos porque alguien le había dicho que era nombre de bruja. No se movió de la cama. Él se le acercó y la cogió por los hombros; ella reprimió un escalofrío. Desde el paño no se sentía bien cuando la tocaba. Sólo saber que la niña estaba ahí la hacía sentirse como si estuviera desnuda en público. Se acercaron a la cuna. La luz de la ventana la iluminaba suavemente a través de las cortinas color crema.

—Mira qué manitas —decía él—. Mira su pelo, mira qué nariz más graciosa.

Pero ella sólo podía mirar sus ojos, esos ojos donde brillaba algo sobrenatural, malvado, esos ojos que no eran las bolitas brillantes y ciegas de todos los bebés: esos ojos que veían y que la seguían por la habitación y que sabían que ella no quería a su hija y que había tratado de matarla cuando era sólo un embrión y que, más tarde, se había sentido frustrada cuando, después de sentirla moverse en su vientre, no se había estrangulado con su cordón umbilical.93

—Cariño, ¿qué ocurre? ¿No te encuentras bien? Estás muy rara últimamente. ¿No estás orgullosa de nuestra hija?

—Trató de matarme —dijo ella sin apenas mover los labios. Él fue a contestar pero su mujer lo interrumpió, casi gritando:

—Tú sabes que yo no quería. Sabías muy bien que yo no quería quedarme embarazada; sabías que no quería tener hijos. Tú me obligaste. Yo traté de impedirlo y eso —dijo señalando al bebé, que sonreía abstraídamente— trató de matarme a mí. Y yo no voy a tener a un asesino en mi propia casa. La mataré, Osear, te juro que la mataré.

Dos secas bofetadas detuvieron el torrente de odio y miedo con toda efectividad.

—Lo siento, Marta, estás muy nerviosa. No podía dejar que siguieras. Te daré un calmante y llamaré a tu madre. Si no me doy prisa, no llego a trabajar.

Él recogió todas las emociones y las clasificó ordenadamente. Ahora ya lo hacía bastante bien y cada vez tenía menos miedo a equivocarse. De modo que ésa era la fuente del terror y el odio que había sentido al nacer. Su propia madre. Le había llevado cierto tiempo darse cuenta de que había tenido un nacimiento vivíparo y que, por tanto, desde que adquirió conciencia de su existencia hasta la horrible experiencia del túnel, había estado viviendo dentro del cuerpo de otro ser. Precisamente ese terrible episodio era lo que la comunidad consideraba nacimiento. Se alegraba de no tener que volver a pasar por ello.

Estaba aprendido mucho. Había observado que si alguna vez salía de su estado de casi inmovilidad, las reacciones de los demás eran hostiles. Una vez había levantando la cabeza para ver mejor y la persona que le tenía abrazado amorosamente le soltó con un grito. Así que ahora se limitaba a moverse poco y a pensar. Durante los períodos de ausencia de luz, cuando todo el mundo desaparecía, se entrenaba para poder usar su cuerpo del mejor modo posible.

Comprendía que al ser del que había nacido no le gustara la idea de tenerlo allí como hijo suyo, pero él no iba a permitir que Jo mataran así como así. Su vida era importante, y no por él mismo. Al parecer, en este mundo la mayoría de la gente se alegraba cuando nacía un nuevo ser, luego existía una posibilidad para los suyos. Si eso era así, muchos podrían nacer en este mundo y llevar una vida plena y feliz. Pero para saber si estaba en lo cierto, él tenía que vivir, crecer, aprender. Costara lo que costara, esa madre suya no
iba a matarlo. Y, para cumplir su misión, estaba dispuesto a todo. Incluso a matar. La madre de Marta hacía punto en un sillón frente al televisor. Marta, en la cocina, preparaba la cena. Se había metido en la cocina antes de tiempo para poder estar sola, pero las palabras de su madre llegaban a toda la casa. Le había preguntado miles de veces si de verdad le parecía lo mejor que la pequeña estuviera sola en su habitación en
lugar de estar en la salita con ellas. Marta había respondido otros miles de veces algo aprendido en un manual de psicología infantil, pero la abuela seguía insistiendo. Claro, ella no podía saber. Ella estaba contenta y orgullosa de la inteligencia de su nieta. ¡Inteligencia! Perversidad, eso era. Si dejaban que esa niña creciera... La voz de su madre le llegaba desde la sala de estar:

—Hija, deberías ir a verla. Cuando son tan pequeños pueden darse una vuelta en la cuna y ahogarse. Hay que vigilarlos continuamente.

Marta dejó caer el cuchillo con el que partía los tomates para la ensalada. Eso era. Fácil y limpio. Casi no requería valor. Era sólo entrar en su cuarto, coger al bebé y darle la vuelta de modo que su nariz y su boca quedaran bien apoyadas en la almohada. Luego era sólo cuestión de esperar.

Se oyó a sí misma contestando:

—Sí, mamá, voy enseguida; puede que tengas razón.

El pasillo estaba a oscuras pero prefirió no encender la luz; tal vez no se despertara, así sería más fácil. Avanzó lentamente, sin hacer ruido, hasta la habitación y giró la manivela lentamente, conteniendo el aliento. Ya no pensaba en nada. Nada era importante, ni Oscar, ni sus padres, ni lo que la gente pudiera pensar. Tenía que acabar con eso que estaba ahí echado plácidamente en la cuna entre sábanas bordadas. Ella
siempre había sabido que no era un niño como los otros, que no era un ser normal, pero nadie había querido creerla durante el embarazo y había acabado por no volverlo a nombrar. Por eso ahora tenía que hacerlo, antes de que fuera tarde.

Abrió la puerta y lo que vio le cortó la respiración. La pequeña no estaba en la cuna; no estaba indefensa entre sus sábanas. Estaba sentada en la alfombra, en el centro de la habitación, mirándola fijamente.

Su mente se negaba a aceptar que una criatura de veinte días, por monstruosa que fuera, pudiera estar sentada en una alfombra como un adulto. Pero allí estaba, mirándola a los ojos. Hizo un esfuerzo por no gritar, por no desmayarse, por no volverse loca y avanzó hacia la niña con las manos extendidas. Ya no bastaba volverla en su cuna; tendría que estrangular a aquello con sus propias manos. Él lo sintió de inmediato. El odio era tan fuerte que dolía como algo físico. Supo que era un momento decisivo. Tenía que hacer algo, y rápido. Sin embargo, sabía con toda certeza que su fuerza física no bastaba para contener a aquella fiera asesina. Por primera vez desde que llegara a aquel mundo, emitió un mensaje. No tenía práctica y sabía que su control no era bueno, pero no tenía otra salida. Concentró todas sus fuerzas y emitió.

Los ojos de Marta se abrieron desmesuradamente, se llevó las manos a la cabeza y quiso gritar. La niña tenía los ojos cerrados y apretaba fuertemente sus puños diminutos. Marta se tambaleó. Las convulsiones la sacudieron mientras se acercaba lenta, dolorosamente a la ventana. Él emitió una orden salvaje, estridente, definitiva.

Marta saltó. Su cuerpo voló catorce pisos y se estrelló contra la nieve que empezaba a cubrir la acera. Arriba, en un dormitorio con la ventana rota, un bebé comenzó a llorar. Un bebé que, dieciséis años después, una vez aprendidas las estructuras básicas de conducta, cuando, según la buena gente que acudió al entierro, «empezaba a vivir», saltó por la misma ventana del piso catorce. Una muerte segura, rápida y no muy dolorosa. Después de todo, ¿qué es la muerte para quien va a volver a vivir?

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