Si te cuento
esto es sólo porque en este mes y medio te he cobrado aprecio y no quiero que
ni tú ni los tuyos acabéis mal. Haz que tu hermana se deshaga de él, Carlos.
Que lo despeñe por un acantilado, o que envenene su comida. Lo que sea, pero
que se deshaga de él.
Yo tenía un
gato como ése. Quiero decir que Paula lo tenía y, por extensión, yo también. Se
lo regalé cuando aquel doctor nos dijo que no podíamos tener hijos. Yo temía
que mi mujer cayera en una de esas depresiones de las que se sale con sobrepeso y
adicción al Prozac, de modo que me escapé de casa se lo compré en
la tienda de mascotas del pueblo.
Por entonces
llevábamos... Déjame pensar... Unos tres años liados, más dos de novios... En
total cinco años juntos. El entresuelo que habíamos comprado en las afueras,
cerca de la fábrica, estaba ya casi completamente amueblado. Teníamos televisor,
tres lámparas y un DVD de esos con siete altavoces que, si quieres que te diga la verdad, son
el mayor avance de la humanidad desde que se inventaron los
condones lubricados.
Aquello sí
que era como estar en el cine, y no la mierda que nos ponen aquí los viernes
por la noche. En fin, lo que quiero decir es que lo teníamos todo, ¿vale? Y que
podríamos haber continuado así por los siglos de los siglos de no ser porque un
día vuelvo de la fundición y Paula me sale con que quiere un crío que lo ha
estado pensando y cree que es el momento adecuado Y yo con los ojos como
platos. ¿Qué me estás contando? Si a ti nunca te han gustado los críos. Sí que me
gustan, sólo que no podíamos tenerlos, pero ahora... Ahora, ¿qué? Bueno, ahora que nos
sobra una habitación y tú tienes trabajo fijo...
¿Me sigues? ¿Cómo iba yo a decir que no?
¡Si en mi vida fui capaz de negarle nada! Protesté un rato, claro que sí, tenía
que dejar clara mi opinión al respecto, pero por último accedí. En realidad
pensaba que se le olvidaría enseguida, como siempre se le habían olvidado los
proyectos a largo plazo. Paula era así, ¿sabes? De
las que derrochan su energía en los primeros compases de
carrera y, cuando antes del final se desfondan, le echan la culpa al viento.
Así había sucedido hasta entonces, como cuando se
apuntó al gimnasio y a las dos semanas tiró la toalla o cuando se matriculó en
la academia de peluquería y mes y medio después abandonó el bolso con los
peines y las tijeras al fondo del armario, donde permaneció cubierto por la
ropa vieja hasta el día en que murió. Yo confiaba en que con el crío ocurriera lo
mismo, pero me equivocaba.
Paula no lo olvidó. Se consagró a ello
con un interés que rayaba la obsesión. No hablaba de otra cosa, todo cuanto
hacía, decía o pensaba a lo largo del día estaba única y exclusivamente
orientado hacia el embarazo. Compró una cuna y un capazo, toallitas, libros y
revistas con títulos como Ahora que vas a
ser madre, La luna y tú, almanaque de la fertilidad o (el más inquietante de todos) Ahora que ÉL
va a ser padre. Incluso me obligó a
comprar placas de pladur para hacerle al bebé unas estanterías donde guardar sus juguetes. Y total, para nada, porque al
final todos aquellos trastos se quedaron acumulando polvo en la habitación libre cuando el especialista nos dijo
que no podíamos tener hijos, que ella y yo éramos incompatibles.
¿Que si
teníamos otras opciones? Joder, claro que sí. Hoy en día lo que sobran son
opciones, siempre que estés dispuesto a vender un riñón, hipotecar el otro y no
te importe tener trillizos. ¡Opciones! Paula me las enumeró todas y cada una
durante el trayecto de regreso desde la consulta: tratamientos de fertilidad,
donantes de semen, fecundación in vitro... incluso me habló de adoptar. Yo, sin
embargo, me mantuve firme: ni tratamientos ni pollas en vinagre. Cuando la cosa
no está de quedar en estado..., ajo y agua, ¿no te parece?
Bueno, pues
ella se lo tomó fatal: se pasó el día llorando, y una semana después todavía
estaba hecha una Magdalena.
Una noche,
en la fundición, un compañero que trabajaba en la zona de verificación visual
me dijo que debería comprarle un gato a mi mujer, y la verdad es que me pareció
un consejo cojonudo, porque cuando un gato es un cachorro hay que cuidarlo como
a un bebé, y eso era precisamente lo que necesitaba Paula; y, además, cuando
crece no hay que dejarle el coche ni pagarle la universidad. La noche
siguiente, mientras vertía el caldo en las coquillas que desfilaban ante mí (y
de las que más adelante salían bombines de freno y recambios para lavadoras),
le daba vueltas a la idea, y cuantas más vueltas le daba, más me gustaba.
Cuando a las seis de la mañana salí de la fábrica, ya lo había decidido: esa
misma tarde, antes de que cerraran los comercios, me presenté en la tienda de
mascotas del pueblo y lo compré. Y maldita la hora, te digo. Maldita la hora.
2
Al principio
todo fue como la seda. Era un cachorro cariñoso y juguetón, un gatito persa de
color gris ceniza como el que sostiene tu hermana en la foto. Paula se
encariñó con él desde el primer momento, y lo mimaba... Madre mía, cómo lo mimaba:
le calentaba la leche, le daba el biberón, lo llamaba su «bebé». Cuando más
adelante no pudimos permitirnos comprar chuletas de ternera a diario, al
maldito animal nunca le faltaron sus latitas individuales de comida. A veces,
si había coliflor para comer o alguna otra porquería por el estilo, miraba el
cuenco de Fifí (así le puso al gato, manda huevos) y te juro por Dios que me
daban ganas de darle el cambiazo.
En muchos
aspectos fue como si Paula hubiera tenido el hijo que deseaba, aunque sin las incomodidades
del parto. Se dedicó a él en cuerpo y alma, y a mí me dejó de lado como hacen
tantas mujeres al dar a luz. Todos los mimos se los llevaba él, todas las
atenciones. Paula ya nunca se reía conmigo, pero, joder, ¡era ver al gato
perseguir un papelajo por el pasillo y saltársele las lágrimas de la risa!
Bueno, y si
ni siquiera se reía conmigo, del sexo olvídate. Se acabó lo que se daba. Se
quedaba hasta las tantas en la sala viendo la tele con Fifí sobre sus rodillas,
de manera que cuando por fin venía a la habitación decía que era demasiado
tarde, que estaba cansada, que era uno de esos días... y se metía directa mente
en la cama dándome la espalda. Al cabo de unos meses acabé por resignarme y me
la pelaba casi a diario en el baño, como cuando tenía trece años.
Y sin
embargo yo la quería. ¿Puedes creerlo? A mí, hoy en día aún me cuesta, pero es
cierto: la quería. A pesar de que me ignorara, a pesar de su frialdad y su desdén
(que cerca del final fueron insufribles), yo estaba enamorado de ella hasta los
huesos. Cada día, al levantarme, la veía bajo la luz encarnada del despertador, con
el rostro relajado y en paz, tan guapa que dolía mirarla, y me
preguntaba cómo... Cómo demonios había sucedido todo, cómo era posible que
nuestra relación se hubiera ido al carajo así —¡zas!— sin
avisar, cómo era posible que ella hubiera llegado a despreciarme de aquel modo
en tan poco tiempo.
A veces,
sabes, sobre todo al final, por la noche, antes di cerrar los ojos, me
concentraba en el ronroneo de Fifí, que dormía con ella, y pensaba para mis
adentros: «Matar al puto gato, matar al puto
gato», porque se ha dicho que repetir algo hasta quedarte dormido es el mejor
método para soñar con ello. Y en alguna ocasión lo logré, como lo oyes: soñé
que lo metía en la bolsa de deportes con la muda y el bocadillo, me lo llevaba
a la fundición y, una vez allí, arrojaba la bolsa en la cuchara llena de acero
fundido. Luego, al volver a casa, me encontraba a Paula llorando porque Fifí
había desaparecido. Entonces yo la abrazaba y la consolaba diciendo que así es
como son los gatos, y acabábamos haciendo el amor sobre la alfombra de la
sala, como dos recién casados.
3
Estoy convencido de que si las aguas
hubieran seguido su cauce yo habría
acabado por hacerlo, ya sabes, llevarme el gato en la bolsa y todo lo demás.
Una vez una idea así se te ha metido en la cabeza no hay manera de hacerla
salir. Sin embargo, al poco de comenzar a considerarlo seriamente, el sector
del acero atravesó un mal momento. Un bache, dijeron los soplapollas de siempre, algo
temporal, pero lo cierto es que se las arreglaron para prejubilar a todos los
que pudieron y liquidar a los más jóvenes en dos regulaciones de empleo que se
sucedieron como ráfagas de ametralladora.
Total, que
de buenas a primeras me vi en la calle con una indemnización ridícula, veinte
años de hipoteca por delante y una mujer y un gato a los que alimentar. Tocaba
apretarse el cinturón y vaya si nos lo apretamos. Que yo recuerde no volví a
comer en condiciones hasta que ingresé en prisión, con eso te lo digo todo. Y
mientras comíamos basura y llevábamos la ropa remendada, mientras a cada
entrevista de trabajo le seguía un mayor silencio, ¿qué crees que hacía el
señor marqués? Comer, comer como un cabrón aquellas latitas de comida para
gatos. Mil veces intenté convencer a Paula de que no podíamos permitírnoslo,
que Fifí tendría que arreglárselas con lo que sobrara en nuestros platos y en
el fondo de la olla, pero ella como si nada, que no, que su bebé no iba a pasar
hambre, que él no tenía la culpa (y agárrate, porque esto me lo dijo así, con
todas las letras, la noche antes de que..., bueno, la noche antes), que él no
tenía la culpa de que a su dueño le hubieran echado del trabajo y fuera un vago
de mierda al que nadie quería contratar.
Comenzamos a discutir. Gritamos los dos,
pero la que llevo la voz cantante fue ella. Supongo que casi todos mis
reproches se los llevaba el agua del inodoro cada mañana, pero los suyos habían
ido fermentando en su interior a lo largo de varios años y aquella noche
afloraron a la superficie como cadáveres mal enterrados. Me acusó de haber arrojado
su vida a la basura, de tenerla encerrada en aquel entresuelo de las afueras,
tan cerca de las fábricas que no podía tender la ropa en la calle sin que se volviera a
ensuciar, de condenarla a una vida «mediocre y sin esperanza»... ¡Como si el
mundo girara a su alrededor, como si yo lo estuviera haciendo mal a propósito,
como si yo no viviera también en aquel pisito inmundo y comiera la misma mierda
que ella día tras día!
Al cabo de
un rato no pude soportarlo más. Comenzaba a sentir esa especie de succión en la
boca del estómago, así qui antes de cometer una estupidez agarré la chaqueta y
me marché dando un portazo.
En la calle
hacía frío, pero a mí me daba igual. Alcé el cuello de la chaqueta y comencé a
caminar soltando vaho por la nariz como un toro bravo, con los puños cerrados en los bolsillos.
Todavía me parecía escuchar los insultos que Paula mi había
dedicado al salir retumbando en mi interior, rebotando en mi cabeza como la
pelota que Steve McQueen hacía rebotar en la
pared de la celda de castigo en La Gran Evasión: en un vago —-¡pam!—, un inútil
de mierda —¡pam!—, un ignorante —¡patapam!—. ¿Cuánto tiempo hacía que Paula pensaba eso de
mí? No podía dejar de hacerme esa pregunta. Las cosas habían
cambiado entre nosotros, de acuerdo, pera ¿hasta ese
punto? ¿O es que habían sido así desde el principio? ¿Pensaba eso Paula cuando
dio el sí quiero, cuando nos luimos a vivir juntos, cuando me dijo que
tendríamos un bebé? Yo creo que no. Lo creo ahora sentado aquí contigo con la
misma intensidad con la que lo creí entonces, mientras entraba y salía de los
charcos de luz que proyectaban las farolas en las aceras humedecidas por la
helada. Ella me quería, sólo que el gato había conseguido que se le olvidara.
Calladamente, sin llamar la atención, había ido llenando todos y cada uno de
los silencios de Paula con su ronroneo gris ceniza hasta conseguir que en su
pecho no hubiera sitio para otro amor que el amor maternal.
La sangre
latía con fuerza en mis oídos mientras caminaba hacia el
centro en pleno acceso de violencia. Eran las once y media de la
noche. Las calles estaban desiertas, a excepción de algún coche que pasaba
dejando una nube blanca tras de sí, pero si
alguien me hubiera salido al paso —y en los tiempos que corren
no es algo tan difícil, incluso en un pueblo tranquilo como el mío— creo que le
hubiera matado allí mismo con las manos desnudas por el simple y puro placer de
hacerlo.
Al cabo de
veinte minutos me encontré enfilando la calle que bordeaba el colegio y llevaba
hasta la tienda de mascotas. Pensaba, ¡qué se yo qué pensaba! Liarme a
patadas con la puerta, cargarme la luna a hostias..., dar salida a toda aquella
mala leche antes de que se agriara en mi interior. Ya estaba mentalmente
preparado para ello, tenía incluso apretado el puño alrededor del llavero
metálico, por eso me dolió de aquel modo cuando vi que habían cerrado el
negocio, como cuando cierras el grifo en mitad de la meada: el mismo escozor,
sólo que en la cabeza en lugar de en la polla.
Habían
desmontado el cartel luminoso y cubierto la luna del escaparate con papel de
estraza. En la puerta, donde hacía casi un año te recibía una pegatina en forma
de perro con la palabra «Abierto» saliéndole de la boca, ahora se veía una hoja
de papel cuadriculado pegada con cinta adhesiva. En ella alguien había escrito
con un rotulador fosforescente: «Centro de belleza Marilín. ¡Disfrute
con su hija de nuestros bonos familiares!
¡Abriremos en breve!».
Me quedé
allí unos minutos con el estómago lleno de plomo fundido
mientras leía una y otra vez el dichoso papelito, sintiéndome
pesado y desinflado como un globo viejo, muriéndome de ganas de sentarme en el
bordillo de la acera y..., no sé, romper a
llorar o simplemente cerrar los ojos y dejarme morir No sé si sabes a qué me
refiero.
Pasado un
tiempo, giré sobre mis talones, le escupí en el ojo a una
papelera y reemprendí el camino de regreso, todavía con ideas de
muerte en mi cabeza. Pensaba en lo que todo el mundo piensa en los malos
momentos: lo que había hecho mal en la
vida y lo que no había hecho bien, que casi nunca es lo mismo; el tiempo
perdido; las mentiras dedicadas a lo demás y las que se dedica uno a uno mismo
para seguir adelante sin
volverse loco. Ese tipo de cosas... Pero, sobre todo pensaba en lo estúpido que
era por no haberme llevado al gato a la fundición cuando todavía trabajaba
allí. ¡Hubiera sido tan fácil hacerlo a las cinco de la madrugada! Ahora en cambio era imposible.
Paula se pasaba el día en casa, enchufada al televisor con Fifí rondando
siempre a su alrededor como un puto satélite gatuno. Adivina quién se encargaba
de la compra desde que me echaron del trabajo.
En algún
punto entre el futuro centro de belleza Marilín y nuestro
bloque de pisos en las afueras, aquel batiburrillo de sentimientos
encontrados alcanzó un equilibrio interno. Y comencé a pensar con claridad, a
buscar una solución para el único impedimento que tenía para matar al
gato y recuperar así a Paula. Al final, cuando ya estaba abriendo la puerta del portal, se
me ocurrió el modo en que podría hacerlo, tan claro tan sencillo, que cuando me
metí en la cama todavía tenía la carne de
gallina.
4
Aquella
noche volví a soñar que mataba a aquella asquerosa bola de pelo, pero esta vez
no lo hacía en la fundición, sino en casa. Apretaba mis manos alrededor de su
cuello y lo hundía boca arriba en la bañera. Mis brazos parecían
extremadamente largos y delgados en mi sueño, como ramas. Fifí se agitaba bajo
la superficie revuelta del agua, abriendo y cerrando la boca. Yo gritaba, pero
mi voz sonaba grave; las palabras, ininteligibles. Y entonces me daba cuenta de
que era yo quien estaba bajo el agua, que aquellos brazos no eran los míos
alargándose hasta el cuello del gato, sino las patas del gato alargándose hasta
mi cuello, salvo que va no era Fifí, sino Paula, Paula inclinada sobre la
bañera, Paula sujetándome desde las alturas, las puntas de su cabello arañando
la superficie, y yo gritando, y el agua penetrando en mi boca, en mis oídos, en
mis ojos, y la luz del techo tremolando tras el rostro difuso de mi mujer, que
sonreía mientras yo me ahogaba.
Desperté
bruscamente, sudando, solo en la cama. El reloj de la mesita marcaba las diez y
media, hacía meses que Paula no me despertaba para que desayunáramos juntos. Me
quedé quieto unos segundos con los codos apoyados en el colchón y la respiración
entrecortada, reviviendo cada detalle de la pesadilla. Me sentía aturdido,
mareado. En mi confusión, tanteé incluso la entrepierna del pijama para
comprobar si estaba mojado, como cuando era crío.
Al cabo de
unos minutos logré serenarme y me levanté. Paula
trajinaba por el piso. El televisor inseminaba la casa con la estupidez catódica. Subí la persiana y
fui a darme una ducha. Cuando, desde el cuarto de baño, escuché maullidos en la
cocina, estallé.
Lo haría.
Sí, señor, lo haría. Mataría al puto gato. Lo ahogaría en la bañera, como en
el sueño. Sanseacabó, kaput, a tomar por culo.
En cuanto
tomé la decisión, me sentí mucho mejor, todo cobró sentido. Tenía algo que
hacer, ¿comprendes? Un propósito, un
plan. Con la barbilla hundida en el pecho y el agua caliente
cayéndome en la nuca, lo repasé todo tal y como se me había ocurrido la noche
anterior al volver a casa, visualizando paso a paso cada etapa. Mientras lo
hacía, sentí el inicio de una erección, pero abrí el grifo del agua
fría antes de que la cosa pasara a mayores.
5
A la hora de
comer, cuando Paula volcó el contenido de otra latita en el cuenco de Fifí, di
el primer paso para alejarla de casa: le pedí disculpas por mis comentarios del
día anterior. Aquello la desequilibró. Dejó la lata sobre la encimera y se
volvió para mirarme. Habíamos pasado toda la mañana sin dirigirnos la palabra y
no esperaba que a aquellas alturas le pidiera disculpas. Es posible incluso que
pensara que era ella quien me las debía a mí. Aproveché su turbación para
decirle de nuevo que me parecía injusto que su gato comiera aquellas latitas, que el cinturón
debíamos apretárnoslo todos y que, sin fuentes económicas adicionales, él no podría
seguir dándose la vida padre indefinidamente.
En cualquier otra ocasión —lo sé— Paula se hubiera lanza do a mi
yugular; aquel día, en cambio, no lo hizo. Pensó en lo que yo le decía, o al
menos simuló hacerlo. Sin embargo, antes de que mi mujer pudiera meter baza,
ataqué de nuevo.
Quizá si
ella encontrara algún trabajo... Le hablé de la tienda de mascotas que había
cerrado, y del centro de estética qui abriría en breve. Tal vez buscaran
empleados. Paula no había terminado sus estudios de peluquería
pero, joder, siempre si necesita a alguien para barrer el pelo del suelo, ¿no?
¡Ojalá la hubieras visto entonces,
Carlos! ¡Cómo se le iluminaron los ojos, cómo se le encendieron las mejillas!
Comenzó a hacer planes y más planes con aquel entusiasmo inicial del que antes
te hablé. Sacó del armario el bolso con los peines y las tijeras, eligió su
mejor traje para ir al futuro centro de belleza aquella misma tarde. Confiaba
en que encontraría a alguien, que ese alguien le haría una entrevista, que de
la entrevista saldría con un contrato bajo el brazo. Volvería a matricularse en
la academia, y esta vez —dijo, mirándome a los ojos—, nadie le impediría
terminar. Yo sonreía todo el tiempo, sintiéndome un poco mareado. La contemplé
mientras se cambiaba en el cuarto. Estaba guapa, Carlos, más guapa de lo que la
había visto en el último año y medio. Y, lo mejor de todo, ni rastro del gato.
El resto del
tiempo hasta la hora en que salió lo invirtió en repasar el estado de las
tijeras, limas, peines y demás utensilios que habían languidecido durante años
en el fondo del armario. Los limpió uno por uno y, cuando por fin sonó la
campanada de las cuatro y media, se levantó, se abrochó su chaqueta beige y se preparó
para salir. Yo la acompañé hasta la puerta, embobado, totalmente embobado,
como un adolescente que ve por primera vez a su chica desnuda.
A veces creo
que si aquel día Paula me hubiera dado un beso antes de salir yo no hubiera
hecho nada de lo que hice después, y en consecuencia ella aún estaría viva.
Quizá con otro, pero viva. A veces todo pende de un hilo, todo se balancea
sobre el filo de una navaja muy afilada, tan afilada y aguda como un silencio o
una sonrisa vista de través, y aquél fue uno de esos momentos. Sin embargo,
nada de aquello sucedió, porque cuando mi mujer estaba a punto de abrir la
puerta, sonó el llanto de Fifí en la habitación libre y, en el momento en que
vi cómo Paula me apartaba de su camino para ir a ver qué quería, supe que ya no
había vuelta atrás. Que definitivamente lo haría.
Desde la
entrada escuché cómo Paula le decía al gato que no se preocupara, que mamá
volvería pronto y que hasta entonces papá —¡yo!— cuidaría de él. Al poco salió
de la habitación, pasó a mi lado y, sin dirigirme media palabra, se marchó. Yo
me quedé en el recibidor hasta que escuché el sonido de la puerta del portal al
cerrarse. Entonces me giré y lo vi allí encima, lamiéndose las pelotas. Como
hay Dios. Había salido de la habitación y ahora estaba en el sofá, con las
patas estiradas y la cabeza hundida en la entrepierna, dale que te pego, ¿qué
te parece? El puto rey de la casa.
No dije
nada. No grité, no gemí, ni siquiera jadeé. Simplemente fui al baño, puse el
tapón en la bañera y abrí al máximo el grifo del agua caliente. Cuando la
bañera estuvo llena, volví a por él, que seguía a lo suyo en el sofá, y me lo
llevé sin que opusiera resistencia.
No hizo nada
cuando vio la bañera, de la que brotaba una nube lenta de vapor como la bruma
que flota de madrugada sobre las marismas. Eso de que los gatos odian el agua
es una chorrada, un mito. Toda la vida Paula lo bañó una vez por semana (bañaba
a su «bebé») y Fifí jamás montó una escandalera. Claro, que en aquellas
ocasiones el agua apenas le llegaba a la altura de la panza y estaba tibia. En
cuanto aquel día sus patas rozaron la superficie y descubrió que el baño que yo
le había preparado era muy distinto, la cosa cambió. ¡Qué forma de retorcerse,
qué manera de arañar! Me dejó las muñecas y los antebrazos
marcados como un mapa de carreteras, pero a la larga yo sabía que llevaba las
de ganar.
Sumergí su
cuerpo bajo el agua una y otra vez, ignorando el dolor, ciego de rabia. El
vapor empañaba la ventana, el espejo, los azulejos. De vez en cuando se me
escurría y conseguía sacar la cabeza durante unos segundos; entonces maullaba
como hacen los gatos desesperados, con ese maullido ronco como llanto de bebé
capaz de enloquecer a cualquiera, pero yo rápidamente volvía a sumergirle. No
sé cuánto tiempo estuve allí arrodillado tratando de ahogar al puto gato,
aunque muy bien pudieran haber sido diez o quince minutos. Se dice pronto. pero hay
que vivirlo: quince minutos luchando contra un manojo de tendones y músculos
tensos y flexibles, todo zarpas afiladas, dientes agudísimos, mientras el agua
rebosaba y caía sobre el
suelo del baño.
Pasado aquel
tiempo, dejó de forcejear entre mis manos y si quedó inmóvil a media profundidad.
Respiré hondo mientras contemplaba cómo su pelo se mecía bajo el agua. Cuando
me tranquilicé, lo saqué de la bañera para meterlo en una de las bolsas que
había llevado al baño, una de esas bolsas de basura negras con asas rojas de
las que hay que tirar, como los cordones de unos pantalones deportivos.
Mientras lo hacía, el agua que goteaba de su cuerpo tableteó contra el suelo
como..., no sé, algo extraño y perturbador que me hizo sentir náuseas: puñados
de tierra sobre la tapa de un ataúd o pasos a tu espalda en un callejón
oscuro... Y de pronto me pareció escuchar de nuevo el mismo maullido
desgarrador, dentro, profundamente enterrado en mi cabeza, como si nada
hubiera cambiado, como si matar al gato no hubiera solucionado ni uno solo de
mis problemas. Aquella furia, aquella rabia incontenible no había desaparecido
al ahogar al gato, sino que seguía aumentando más y más, mi cabeza como una
puta olla a presión a punto de explotar, y aquel chillido, aquel llanto
insoportable...
Tenía que
acabar, acabar de una vez por todas, de modo que metí al gato en la bolsa, me
levanté y... En fin.
7
No es que me
sienta muy orgulloso de lo que hice entonces, pero supongo que ya daba igual.
Al fin y al cabo, ya estaba muerto; «tranquilícese, ya estaba muerto», como le
dijo la comadrona del chiste al padre tras golpear una y otra vez al bebé
recién nacido contra la pared del dormitorio. Es un chiste cruel y, desde
luego, no es ninguna excusa, pero ilustra bastante bien lo que ocurrió. Joder,
es exactamente lo que
ocurrió. Comencé a darle patadas a la bolsa. Tímidamente al principio, pero
después cada vez más fuerte. Una patada tras otra, una y otra vez, una y otra
vez.
Con cada
patada me sentía mejor, la presión se aliviaba y en conjunto la sensación era
tan parecida a un interminable orgasmo que tiempo después, cuando todo
terminó, busqué en mis calzoncillos restos de semen. La bolsa volaba por el
cuarto de baño (los cordones rojos flotaban detrás, como hilos de sangre),
chocaba contra la pared con estrépito, se deslizaba por los azulejos verdes
hasta el suelo encharcado. Yo me acercaba de nuevo hasta ella y le propinaba
otra patada, y otra, y otra, mientras gritaba. Sentía a través de las
zapatillas las partes del cuerpo que golpeaba: la dureza del cráneo, el vientre
blando y receptivo, la espina dorsal... La bolsa iba de un lado a otro: de la base del lavabo hasta
la taza; desde allí, hasta el bidé; desde el bidé, a chocar
contra la pared de la bañera. Seguí golpeándola hasta que hacerlo
fue como patear un saco lleno de muñecas rotas de porcelana, y entonces lo hice
aún más fuerte. Pasado un tiempo —puede que diez minutos, puede que más—, caí
al suelo de rodillas y comencé a llorar, totalmente vacío, desinflado, como el
día anterior frente al centro de belleza Marilín.
Allí me
quedé un buen rato, pero por último me rehice. Iba a levantarme
a recoger todo aquel estropicio cuando, de pronto, me parece ver algo por el
rabillo del ojo, una mancha bicolor, un movimiento. Me vuelvo y allí me la
encuentro.
¿A quién va a ser? A Paula en la puerta
del baño, con los ojos muy abiertos, respirando agitadamente. No hacía ni tres cuartos de hora que había salido de casa, era imposible que hubiera ido hasta
la antigua tienda de mascotas y vuelto en tan poco tiempo, pero allí estaba.
Dicen que las mujeres tienen un sexto sentido para esas cosas, y quizá sea
cierto. Aún llevaba puesta la chaqueta beige y los
zapatos de tacón; ni siquiera había dejado el bolso en la sala al entrar, como
solía hacer. No sé cuánto tiempo haría que estaba allí viéndolo todo. No mucho,
imagino, porque de lo contrario habría gritado nada más verme sacar el cadáver chorreante de la bañera, pero quizá sí el suficiente para
presenciar los últimos estallidos de rabia y hacerse una idea aproximada
de lo que había ocurrido.
Entonces,
mientras trato de pensar una excusa, veo que su rostro se desencaja, que su
mandíbula cae unos milímetros y sus ojos se apagan, se entrecierran en una expresión de auténtico odio, y un instante después comprendo que se va a abalanzar contra mí.
Intenté
levantarme, pero resbalé en el suelo mojado y caí de espaldas entre la bañera,
el lavabo y la taza del retrete. Desde aquella posición vi cómo los tacones de
su zapatos chapoteaban en el suelo encharcado acercándose hasta que, de pronto,
la tengo encima, sentada a horcajadas sobre mi cintura como hacía año y medio que
no se sentaba, chillando, arañándome, abofeteándome, y yo sin hacer nada, sin
responder, hasta que por fin consigo reaccionar y la empujo hacia atrás con
todas mis fuerzas, apartándola de mí.
Paula cayó
cerca de la puerta. Su cuerpo se deslizó unos centímetros antes de detenerse,
con el contenido del bolso, que se había abierto durante la caída, desparramado
a su alrededor. Yo me levanté por fin, pero estaba atrapado entre el inodoro y
la bañera. Con la espalda contra la pared vi cómo Paula apoyaba una mano en el
suelo para levantarse y sus dedos tropezaban con las tijeras de peluquera. Las
blandió como si de un puñal se tratara y cargó contra mí.
Por un momento pensé que resbalaría en el
suelo mojado. Joder, con aquellos tacones tendría que haber resbalado. Pero no,
no resbaló. Avanzó hacia mí desde el vano de la puerta, inexorable como el
otoño, apuñalándome con la mirada como, supongo, deseaba hacer con las
tijeras. Sólo fue un paso, pero se me grabó a fuego en la memoria, y, si me lo
propongo, aún hoy soy capaz de recordarlo todo, como a cámara lenta: Paula con
las tijeras alzadas, la boca entreabierta mostrando los dientes, aquella
expresión de odio en sus ojos. Se le había mojado el pelo en la caída, y ahora
las puntas se separaban en mechones oscuros que bailaban cruzándose ante su
cara. Recuerdo aquel paso con total claridad porque no hubo un segundo. Su pie
tropezó con la bolsa de basura, que se deslizó hasta la base del lavabo por
efecto del golpe, y Paula cayó. Cayó hacia delante, hacia mí que nada podía
hacer, perdido todo el control, intentando aún alcanzarme con las tijeras pese
a ser evidente que ya no podría hacerlo.
Se desplomó
de frente y su sien derecha impactó contra el borde del inodoro con un sonido
similar al de las sandías maduras antes de caer toda ella al suelo, boca abajo,
entre la taza y el lavabo, a escasos centímetros de mis pies. Al cabo de unos
segundos vi brotar la sangre bajo su rostro, formando una nube cuyos bordes se
deshilachaban al contacto con el agua.
Y eso es lo
que pasó.
8
Llegado a
este punto, Esteban dejó de hablar. Sacó otro Ducados de la arrugada cajetilla
que guardaba en el bolsillo de su camisa, se lo llevó a los labios y lo
prendió con una de esas caladas tan profundas que te hacen pensar en el
suicidio.
—Eso es lo
que pasó... —repitió en un susurro, exhalando el humo con los ojos
entrecerrados.
Estábamos en
el patio de la prisión, haciendo tiempo hasta la hora de la comida. Era un estupendo
día de septiembre, uno de los últimos buenos del año, con el cielo azul, el
sabor del mar flotando en el aire y algunas gaviotas posándose de tanto en
tanto para picotear las briznas de hierba que crecen en las grietas del
hormigón. Nos habíamos sentado en uno de los destartalados bancos junto al muro
norte para tomar el sol como los lagartos que por obligación teníamos que ser
de diez a dos. Yo había sacado un libro de la biblioteca unos días atrás, pero
aquella mañana no me apetecía leer, por eso en cuanto nos sentamos le enseñé la
fotografía que me había traído mi madre la semana anterior, esa en la que
Carolina, mi hermana pequeña, sostiene frente a la cámara la gata que mamá le
había regalado al poco de empezar mi proceso, para que le ayudara a no pensar en lo de Rex.
Apenas Esteban la vio, comenzó a hablar, sin más interrupción que la necesaria
para sacar otro cigarrillo arrugado de la cajetilla y prenderlo, como si
hubiera esperado desde hacía tiempo una excusa, cualquier
excusa, para contar su historia.
—En
resumidas cuentas —dije yo para tirarle de la lengua—, que tú no la mataste.
Esperaba que
Esteban enarbolara a continuación la bandera de su inocencia, pero no ocurrió
así. Se giró hacia mí y, al mirarle, comprendí que la ira ardía en su interior
con la misma intensidad con la que ardió instantes antes de emprenderla a
patadas con la bolsa de basura. De pronto me sorprendí deseando que no hubiera
advertido el sarcasmo en mi voz, porque el muro norte distaba un trecho de las
galerías cuya planta baja constituía el límite sur del patio y Esteban
dispondría de algún tiempo para encargarse de mí antes de que los vigilantes
llegaran hasta nosotros. Eso, si tenían un buen día y querían evitar la pelea
en vez de limitarse a mirar hacia otro lado y dejar que dos asesinos convictos
se mataran entre sí.
Afortunadamente,
nada de eso ocurrió. Esteban parpadeó y la ira desapareció tan rápidamente como
vino. Dejó caer el cigarrillo al hormigón bañado por el sol y lo aplastó con el
tacón del zapato. Luego recogió las siete u ocho colillas y se las llevó a una
de las papeleras en el otro extremo del patio.
Durante
varias semanas, su historia no se fue de mi cabeza. Aunque él no volvió a sacar
el tema (ni ningún otro tema en realidad, fue como estar solo en aquella
celda), yo le daba vueltas y más vueltas. Entendía que lo que él me había
contado era, en todo caso, su versión de los hechos, pero si pese a las tergiversaciones
inevitables era fundamentalmente cierta (y algo en mi interior gritaba que así
era), ¿por qué había sido condenado a prisión por asesinato en primer grado, y
no por homicidio involuntario? Y, ¿por qué demonios me lo había contado de
aquel modo, casi sin pausa, como si lo estuviera vomitando?
Los días
pasaron y se hicieron más cortos; la lluvia hizo su aparición en la región. El
carácter de mi compañero de celda cambió también: se volvió más reservado y
taciturno que de costumbre. Una noche de tormenta particularmente desagradable,
su voz, un murmullo grave y casi inaudible, llegó hasta mí desde la litera de
abajo.
—Paula
odiaba la lluvia, decía que sólo debería llover sobre los pantanos —sus
palabras sonaban monocordes y apagadas—. Yo tenía que añadir siempre «y sobre
los campos». Ella nunca se acordaba de los campos.
Miré la
esfera fosforescente de mi reloj de pulsera. Eran las once y veinte. El viento
ululaba tras los muros. La luz de los relámpagos que entraba por la ventana
delineaba las aristas de la habitación, dejando en nuestras retinas la silueta de la celda en
negativo, como una radiografía.
—En una
ocasión, uno o dos veranos antes de que todo se fuera al carajo, pasamos cinco
días en San Juan de Luz, a unos quince kilómetros de Irún. A Paula le
encantaban esos mejillones con salsa que ponen en Francia. ¿Los has probado
alguna vez?
—No
—respondí—. Esta prisión es lo más lejos que he esta do de Valladolid en toda
mi vida.
—Son unos
mejillones diminutos. Te los sirven acompaña dos de un bol con patatas fritas. Moules
frites, creo que los llaman. Paula se pasó todo el viaje comiéndolos. Los devoraba —Esteban rió
y lloró a la vez. Se puede llorar y reír a un tiempo—. Yo no quería ir, pero
ella se emperró. Cuando algo se le metía en la cabeza no paraba de darte la
tabarra hasta salirse con la suya. El caso es que al final lo pasamos bien
allí. La recuerdo en un restaurante junto al puerto, comiendo aquellos moules
frites, con la salsa blanca escapándosele por las comisuras de la boca. Nos
meábamos de la risa.
Un trueno
grave y profundo rodó sobre la prisión de norte a sur, como una bola lanzada
bolera abajo. Yo le escuchaba con las manos cruzadas tras la nuca sin saber qué
decir. Trataba de encontrarle un sentido a lo que Esteban me contaba, sin
conseguirlo. Al cabo de unos minutos, sonó de nuevo su voz, ahogada y rota.
—Yo la amaba,
joder. La amaba y está muerta, pero no fui yo,
¿entiendes? Lo único que yo quería era hacerla feliz, por eso nunca pude
negarle nada. Nunca fui capaz de decirle que no.
Nunca fui
capaz de decirle que no. Sus palabras se quedaron llorando en la
penumbra de la celda como una confesión hasta que, de pronto, supe de qué
asesinato había sido acusado Esteban. Lo supe todo, y al imaginar la bolsa de
basura volando por el cuarto de baño con el cadáver deshecho en su interior,
sentí deseos de vomitar.
—Me crees, ¿verdad? —dijo al cabo de un
rato Esteban—. Que lo único que ahogué aquel día en la bañera fue el gato,
quiero decir. Lo crees, ¿verdad?
—Claro que
sí, hombre —mentí, sintiendo un escalofrío.
No le creía,
pero, ¿qué otra opción me quedaba? En aquellos momentos yo era su única
familia, y él la única mía. Dormíamos juntos en aquel camareto de dos por dos,
noche tras noche. Si yo me tiraba un pedo en la litera de arriba, a él le
tocaba olerlo en la de abajo. Si cualquiera de los dos necesitaba utilizar el retrete
en la otra esquina de la celda, al otro no le quedaba otro remedio que
escuchar sus gemidos al empujar. No, claro que no le creía, pero no me quedaba
otro remedio que fingir que sí lo hacía.
—Gracias,
Carlos —dijo—. Tu opinión es importante. Para mí es importante.
No, no le
creía, pero sí le entendía, o al menos creía entenderle. Lo que yo pensara era
importante para él, como para cualquiera es importante lo que de él piense su familia. Por eso me lo había contado
todo (o, al menos, cuanto fue capaz) aquel día en el patio, porque necesitaba
que yo le aceptara, aunque para ello tuviera que fingir que creía su historia.
A veces es necesario mentir para no volvernos locos, había dicho en aquel
banco, y tenía razón. A veces es necesario volver la cabeza hacia otro lado y
fingir que ese pedo huele a rosas, sacrificarse y tragarse bolas enormes por
el bien de la familia. De eso siempre han sabido mucho las madres y, aunque
ahora las cosas estén cambiando, supongo que siguen haciéndolo: «Sí, hijo, la
hamburguesa te sentó mal»; «sí, mi vida, te echaron algo en el vaso»; «sí,
cariño, la reunión se prolongó hasta tarde y claro que no es de carmín
esa mancha en tu cuello». Por el bien de la familia hay que tragar toneladas de
cicuta y clavos oxidados.
Escuché un
nuevo chasquido del mechero y una vaharada de humo acre ascendió hasta mí. El
silencio se extendió por la celda, por toda la prisión, en realidad, como una
manta helada. Pasado un tiempo, vi los dedos temblorosos de Esteban junto al
borde de la litera, ofreciéndome un pitillo y su encendedor. El cigarrillo
—blanco, retorcido— brillaba en la penumbra de la celda como un signo de
interrogación.
Dudé durante
unos segundos, pero por último lo acepté, me lo coloqué entre los labios y lo
prendí. Luego le devolví el mechero y comencé a contarle mi historia: cómo
murió Rex bajo las cuchillas de la cosechadora. Al principio vacilaba, perdía
el hilo constantemente y me iba por las ramas, pero luego adquirí fluidez y lo
solté todo de un tirón, como quien arroja una cena en mal estado arrodillado
frente a la taza del váter. Y en ningún momento (de esto me siento
particularmente orgulloso)..., en ningún momento necesité mencionar a mi padre.
2 comments:
Este relato está incluido dentro de mi libro "El hombre divergente", que podéis encontrar en este enlace.
Espero que os guste.
Un saludo y feliz lectura,
Marc R. Soto
No nos cabe duda; la buena literatura siempre se disfruta. Fraternales saludos.
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