Aún
aturdido, no me atrevo a moverme; para qué, si la luz que penetra en el cuarto
a través de los agujeros de la persiana me dice que aún no es hora de
levantarse, para qué si sin moverme sé de Sandra, de su presencia que ahueca
las sábanas y deja un vacío, una frontera de nada, un rasguño de aire entre su
espalda y la mía. No, mejor quedarme quieto. Mirando la pared frente a mí puedo
imaginar que vuelo sobre un mar helado. Permanezco inmóvil, como dormido, como
muerto, como ella que parece también dormida, no se le oye ni respirar. De un
tiempo a esta parte dice que no concilia el sueño si no es tras estar un buen
rato paseando a solas en su mitad del colchón. A saber en qué pensará, si en
ovejas o en nosotros, en este vacío, este frío que crece y nos separa y nos
arroja a cada uno a un extremo del colchón, lindando el abismo, las zapatillas
al fondo como peces muertos que, barridos por las corrientes, rodaran en las
profundidades. Eso pienso, que las zapatillas son como peces muertos, cuando de
pronto y sin previo aviso una voz dentro de mí dice: eh, imagina que está
muerta. Imagínalo por un segundo: ella de espaldas, el pecho inmóvil, la piel
cerúlea asomándose al escote del camisón de satén verde, los ojos abiertos que
miran sin ver los dígitos rojos del despertador, y tú aquí haciéndote preguntas
estúpidas, imaginando que vuelas sobre un mar helado, soñando con muñecas
rotas. Eh, imagínalo durante un segundo, únicamente por probar qué se siente,
aunque sea mentira.
Porque sé que es mentira. Si no oigo sonido alguno en la habitación es
porque Sandra no ronca, sino que tan sólo emite una respiración débil y
acompasada. Lo recuerdo de cuando ella todavía recostaba su cabeza sobre mi
pecho para dormir, y escuchar su respiración era como oír el batir suave de las olas en una
playa tranquila. Claro que no ha muerto, aunque...
tal vez sí haya muerto.
Ahora que he pensado en
ello no puedo quitarme de la cabeza la
idea de que realmente ha muerto durante la noche , asfixiada
por algo que, en sueños, no pudo arrojar a tiempo, tal vez el sushi de la cena;
que de madrugada (cosas así pasan a diario) una
inopinada burbuja de ácido estalló en su
estómago e impelió al
trozo asesino de pescado —crudo, viscoso, translúcido— esófago arriba hasta quedar atascado en
la garganta, haciendo de Sandra una muñeca que se precipita en la oscuridad;
que sus ojos hace horas que no parpadean; que un salobre hilillo de baba
gelatinosa cuelga de sus labios.
Pero claro que no está muerta. Qué tontería, pienso. La gente no muere
por un repentino espasmo estomacal, y menos aún a nuestra edad. Los ancianos
tal vez, por eso duermen en camas separadas, pero, ¿los jóvenes? Si no la oigo
respirar es simplemente —¿cuántas veces he de decirlo?— porque su respiración
es imperceptible. Trato de convencerme de que no ha muerto, que el mundo es un
reino de cordura, una bola de marfil rodando en una mesa de billar perfecta,
que cosas como ésa no le pueden suceder a cualquiera, en cualquier momento:
despertar un buen día y encontrarse con que el cadáver de su esposa yace a
escasos centímetros de sus labios.
Aunque
si lo que de verdad quiero es salir de dudas, pienso que muy bien podría
deslizar un pie entre las sábanas, despacio, muy despacio, hasta tocar su
talón; o, mejor aún, darme la vuelta y contemplar el movimiento de su espalda
al respirar, tocar su hombro, susurrar su nombre mientras la zarandeo
suavemente.
Salvo que podría hacerlo y descubrir que está muerta, y eso es algo
para lo que no estoy preparado. Y, de todas formas, sus pies podrían estar fríos y eso no significar nada. ¡Tantas
veces, en el pasado, enroscaba sus piernas en las mías para calentarlos! Y
podría tocar su hombro y ella no notarlo. Y al final sólo una cosa restaría por
hacer: tirar de ella, obligarla a bascular hacia mí hasta quedar boca arriba
para descubrir así su rostro azulado, la baba adherida a sus labios
entreabiertos, los ojos vidriosos que miran al país de Nunca Jamás; escuchar el
volumen muerto de su seno rodando bajo la seda del camisón, su cabello
repiqueteando contra la almohada, su cuerpo enredándose en las sábanas. Y eso
es algo que no quiero hacer, porque si lo hiciera, si descubriera el cristal
opaco de sus ojos perdido sobre mí, gritaría, gritaría como jamás en mi vida lo
he hecho, pero es que además es absurdo porque lo más probable es que no haya
sucedido nada, no puede faltar demasiado para que suene el despertador: a
juzgar por la luz, apenas un cuarto de hora, y cuando suene ella lo apagará con
la mano y me despertará como siempre hace: rozándome con sus pies bajo las
sábanas. Y aunque sus pies estén fríos —fríos como peces fríos, fríos como
cadáveres bajo tierra, fríos como los dedos de John Lennon— yo no gritaré ni un
escalofrío recorrerá mi cuerpo, ni mi corazón botará en el pecho, porque eso
significará que está viva. Sólo queda por tanto esperar.
Aunque, ahora que pienso en ello, quizá
anoche no pusimos el radio-despertador, de modo que el día seguirá creciendo
tras lá persiana, y no habrá movimientos en este lado del mundo, no habrá nada
salvo este silencio opresivo, subacuático. Pero —¡espera!—, sí que lo puse. Lo
hice mientras Sandra se lavaba los dientes en el cuarto de baño, con la cabeza
inclinada hacia el lavabo porque la desquicia encontrar puntitos de dentífrico
en el espejo. Quería desayunar viendo el telediario y después cortar el césped
del jardín, así que lo programé para que sonara a las ocho y media, de modo que
en breve sonará porque, caramba, llevo ya más de media hora despierto y la luz
que atraviesa los agujeros de la persiana es algo que no admite discusión. Así
que vamos a ser un poco positivos: sonará y ella lo apagará con un gesto de la
mano y me levantaré y será como cualquier otro domingo de verano. Hablaré con
ella, y la besaré, y sus labios no tendrán el color cianótico de los cadáveres,
y sus ojos brillarán y no habrá más silencio.
¡Ahí suena por fin! Ya se oye la voz del locutor radiofónico
informándonos de que son las ocho y media, el momento perfecto para preparar
las toallas y la sombrilla e ir a coger sitio a la playa. Son las ocho y media,
lo son ya. Sandra abrirá los ojos ahora, despertará, reparará en el hilillo de baba que cuelga de sus labios, en
las arrugas que la almohada talló en su rostro, alargará con exquisita languidez
su brazo para apagar la radio y me despertará rozándome con sus pies helados.
Enseguida.
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