Tales of Mystery and Imagination

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Marc R. Soto: Sushi



Despierto, y es como si jamás hubiera soñado con muñecas desmembradas.
Aún aturdido, no me atrevo a moverme; para qué, si la luz que penetra en el cuarto a través de los agujeros de la persiana me dice que aún no es hora de levantarse, para qué si sin moverme sé de Sandra, de su presencia que ahueca las sábanas y deja un vacío, una frontera de nada, un ras­guño de aire entre su espalda y la mía. No, mejor quedarme quieto. Mirando la pared frente a mí puedo imaginar que vuelo sobre un mar helado. Permanezco inmóvil, como dormido, como muerto, como ella que parece también dor­mida, no se le oye ni respirar. De un tiempo a esta parte dice que no concilia el sueño si no es tras estar un buen rato paseando a solas en su mitad del colchón. A saber en qué pensará, si en ovejas o en nosotros, en este vacío, este frío que crece y nos separa y nos arroja a cada uno a un extre­mo del colchón, lindando el abismo, las zapatillas al fondo como peces muertos que, barridos por las corrientes, roda­ran en las profundidades. Eso pienso, que las zapatillas son como peces muertos, cuando de pronto y sin previo aviso una voz dentro de mí dice: eh, imagina que está muerta. Imagínalo por un segundo: ella de espaldas, el pecho inmó­vil, la piel cerúlea asomándose al escote del camisón de satén verde, los ojos abiertos que miran sin ver los dígitos rojos del despertador, y tú aquí haciéndote preguntas estú­pidas, imaginando que vuelas sobre un mar helado, soñan­do con muñecas rotas. Eh, imagínalo durante un segundo, únicamente por probar qué se siente, aunque sea mentira.
Porque sé que es mentira. Si no oigo sonido alguno en la habitación es porque Sandra no ronca, sino que tan sólo emite una respiración débil y acompasada. Lo recuerdo de cuando ella todavía recostaba su cabeza sobre mi pecho para dormir, y escuchar su respiración era como oír el batir suave de las olas en una playa tranquila. Claro que no ha muerto, aunque... tal vez sí haya muerto.

Ahora que he pensado en ello no puedo quitarme de la cabeza la idea de que realmente ha muerto durante la noche, asfixiada por algo que, en sueños, no pudo arrojar a tiempo, tal vez el sushi de la cena; que de madrugada (cosas así pasan a diario) una inopinada burbuja de ácido estalló en su estómago e impelió al trozo asesino de pescado crudo, viscoso, translúcido— esófago arriba hasta que­dar atascado en la garganta, haciendo de Sandra una muñe­ca que se precipita en la oscuridad; que sus ojos hace horas que no parpadean; que un salobre hilillo de baba gelatino­sa cuelga de sus labios.
Pero claro que no está muerta. Qué tontería, pienso. La gente no muere por un repentino espasmo estomacal, y menos aún a nuestra edad. Los ancianos tal vez, por eso duermen en camas separadas, pero, ¿los jóvenes? Si no la oigo respirar es simplemente —¿cuántas veces he de decir­lo?— porque su respiración es imperceptible. Trato de con­vencerme de que no ha muerto, que el mundo es un reino de cordura, una bola de marfil rodando en una mesa de billar perfecta, que cosas como ésa no le pueden suceder a cualquiera, en cualquier momento: despertar un buen día y encontrarse con que el cadáver de su esposa yace a escasos centímetros de sus labios.
Aunque si lo que de verdad quiero es salir de dudas, pien­so que muy bien podría deslizar un pie entre las sábanas, despacio, muy despacio, hasta tocar su talón; o, mejor aún, darme la vuelta y contemplar el movimiento de su espalda al respirar, tocar su hombro, susurrar su nombre mientras la zarandeo suavemente.
Salvo que podría hacerlo y descubrir que está muerta, y eso es algo para lo que no estoy preparado. Y, de todas formas, sus pies podrían estar fríos y eso no significar nada. ¡Tantas veces, en el pasado, enroscaba sus piernas en las mías para calentarlos! Y podría tocar su hombro y ella no notarlo. Y al final sólo una cosa restaría por hacer: tirar de ella, obligarla a bascular hacia mí hasta quedar boca arriba para descubrir así su rostro azulado, la baba adherida a sus labios entreabiertos, los ojos vidriosos que miran al país de Nunca Jamás; escuchar el volumen muerto de su seno rodando bajo la seda del camisón, su cabello repiqueteando contra la almohada, su cuerpo enredándose en las sábanas. Y eso es algo que no quiero hacer, porque si lo hiciera, si descubriera el cristal opaco de sus ojos perdido sobre mí, gritaría, gritaría como jamás en mi vida lo he hecho, pero es que además es absurdo porque lo más probable es que no haya sucedido nada, no puede faltar demasiado para que suene el despertador: a juzgar por la luz, apenas un cuarto de hora, y cuando suene ella lo apagará con la mano y me despertará como siempre hace: rozándome con sus pies bajo las sábanas. Y aunque sus pies estén fríos —fríos como peces fríos, fríos como cadáveres bajo tierra, fríos como los dedos de John Lennon— yo no gritaré ni un esca­lofrío recorrerá mi cuerpo, ni mi corazón botará en el pecho, porque eso significará que está viva. Sólo queda por tanto esperar.
Aunque, ahora que pienso en ello, quizá anoche no pusi­mos el radio-despertador, de modo que el día seguirá cre­ciendo tras lá persiana, y no habrá movimientos en este lado del mundo, no habrá nada salvo este silencio opresivo, subacuático. Pero —¡espera!—, sí que lo puse. Lo hice mientras Sandra se lavaba los dientes en el cuarto de baño, con la cabeza inclinada hacia el lavabo porque la desquicia encontrar puntitos de dentífrico en el espejo. Quería desa­yunar viendo el telediario y después cortar el césped del jardín, así que lo programé para que sonara a las ocho y media, de modo que en breve sonará porque, caramba, llevo ya más de media hora despierto y la luz que atraviesa los agujeros de la persiana es algo que no admite discusión. Así que vamos a ser un poco positivos: sonará y ella lo apa­gará con un gesto de la mano y me levantaré y será como cualquier otro domingo de verano. Hablaré con ella, y la besaré, y sus labios no tendrán el color cianótico de los cadáveres, y sus ojos brillarán y no habrá más silencio.
¡Ahí suena por fin! Ya se oye la voz del locutor radiofó­nico informándonos de que son las ocho y media, el momento perfecto para preparar las toallas y la sombrilla e ir a coger sitio a la playa. Son las ocho y media, lo son ya. Sandra abrirá los ojos ahora, despertará, reparará en el hilillo de baba que cuelga de sus labios, en las arrugas que la almohada talló en su rostro, alargará con exquisita langui­dez su brazo para apagar la radio y me despertará rozándo­me con sus pies helados.
Enseguida.

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