Despuntaba la primavera la primera vez que Lucía me mató. Lo recuerdo por el aroma dulzón de los azahares, que se colaba desde la calle, inundando todos los ambientes del departamento.
Yo gozaba de los primeros días de mi jubilación y andaba con el tiempo ancho y vacío, aburriéndome un poco.
Aquel día repasaba el Clarín en el sofá de la sala, frente al ventanal del balcón inmenso, cuando de repente sentí un metal frío en el cuello. El filo de la hoja del cuchillo me provocó piel de gallina. No me moví, sólo incliné un poco la cabeza y descubrí el mango de asta de ciervo, apenas oculto por una mano delgada, que yo conocía bien. Mi esposa empuñaba el Muela que me regalaron los compañeros del banco, y se reía a mis espaldas.
Ella hundió la hoja en mi carne. Con pasmosa serenidad dibujó una “u” perfecta y la sangre brotó a chorros.
Me tajeó de lado a lado.
Fue mayor la sorpresa que el dolor. A pesar de la urgencia de lo que me acontecía y del espanto y del mareo que me iban ganando, alcancé a vislumbrar una sospecha: Lucía se vengaba de todas las que le hice.
La sangre fue un río torrentoso que manchó la base de la mesa ratona, la alfombra persa, las patas de la vitrina con las fotos de los nietos y el borde bajo de la cómoda, donde exhibíamos los trofeos de judo de Gonzalo.
Lucía se paró frente a mí y permaneció quieta, con el cuchillo chorreante. Me observaba en silencio.
Intenté incorporarme y las piernas se me aflojaron y el piso me golpeó la cara. Mis ojos permanecieron abiertos, pero mucho antes de eso yo supe que estaba muerto.
No respiraba, no percibía mis músculos. Lo único que aparentaba vivir se revelaba en una suerte de pensamiento. Y no se trataba del pensamiento mismo, pero de alguna manera debo llamarlo.
No con mis ojos que ya no servían, pero sí con cierto sistema de visión que nunca logré explicar, observé cómo Lucía se perdió a través del pasillo que comunicaba con la cocina. Al rato volvió, con la mesita del desayuno. Se sentó frente a mí, abrió el frasco de mermelada de fresas, untó las tostadas y encendió el televisor.
Tenía los zapatos y el camisón manchados de sangre.
Después de un rato se levantó con fastidio y regresó con los implementos de limpieza. Me arrastró hasta la habitación. Me quitó la ropa ensangrentada que arrojó en el cesto de lavar. Me dejó tirado en el piso y salió.
Yo oía —de alguna forma debo decirlo— desde la pieza, cómo trapeaba aquí y allá, cómo iba aseando toda la casa.
Luego de un silencio prolongado, en el que sólo el tic tac del despertador lastimaba el silencio de la mañana, Lucía apareció. Llegó envuelta en una toalla, el pelo mojado evidenciaba la reciente ducha. El aroma a almendras del champú aparentaba surgir desde todos lados. No lo registraba mi olfato, por supuesto. Esa clase de pensamiento nuevo, que me conectaba con el mundo, me lo indicaba así. No sé explicarlo de otro modo. Tendrían que morir como yo para comprenderlo.
Ella se quitó la toalla y abrió el armario, se puso el vestido rojo, con florcitas azules, que a mí tanto me gustaba, y volvió a salir.
En ese momento comencé a sentir mi cuerpo otra vez. Tuve la certera impresión de que un nuevo caudal de sangre, con descomunal fuerza, invadía mis venas, para llenarlas de flamante energía.
Pude mover un brazo, y parpadeé.
Me incorporé despacio, y me toqué el cuello. Corrí hacia el baño y pasé por al lado de Lucía, que me ignoró totalmente. Mi cara se reflejó en el espejo del botiquín. La herida había desaparecido, como si nunca hubiese existido. No entendía lo que acababa de sucederme. Lo que sí resultaba claro era la sensación en mí de un gran vigor, una fortaleza superior a la de antes de mi muerte. Lucía llegó y me besó en la boca, como en los viejos tiempos, como cuando andábamos pletóricos de juventud y los chicos no habían nacido.
No pensé. Sólo respiré hondo. Tomé a mi esposa de los brazos y la arrojé sobre la alfombra de toalla, al lado de la bañera. Levanté su vestido, me subí encima y le abrí las piernas. Le arranqué la bombacha de un manotazo. Me ahorraré detalles; sólo diré que al culminar permanecimos extenuados, el uno al lado del otro, con la mirada perdida en el techo. No me pregunté otra cosa. No indagué acerca de los mecanismos que operaron para que se produjera el milagro de mi muerte y posterior resurrección. Lo acepté lisa y llanamente, como tantas cosas que se aceptan en la vida. Tal vez envalentonado por esa potencia nueva que dominaba mi ser.
Lucía se levantó, se miró en el espejo, arregló su vestido, el peinado, me tomó de la mano y me llevó otra vez a la sala. Todo se veía reluciente.
—¿Viste, Atilio? —me susurró al oído— esto es para que no te aburras, ahora que vas a estar en casa.
Y así empezó el juego.
Había batallado más de treinta años en el Nación, Casa Central. Me dediqué desde siempre a impulsar mi carrera derribando obstáculos circunstanciales. Llegué a ocupar importantes cargos, de gran responsabilidad. Ese trabajo me permitió comprar el departamento en Belgrano, donde vivíamos, sobre la calle Cuba, una de las más arboladas del barrio: amplio balcón terraza, parrillita, un octavo piso para que el ruido de la calle no nos contaminara ni a nosotros ni a los chicos. Vecinos tranquilos.
En ese departamento crecieron Mariela y Gonzalo. Transitaron la infancia y la adolescencia, hasta que ella se casó con un compañero de facultad y Gonzalo recaló en España, buscando horizontes nuevos.
Nunca les hice faltar nada, ni a Lucía ni a los chicos. Conmigo lo tuvieron todo: vacaciones en Mar del Plata —alquilábamos siempre la misma casita en Punta Mogotes, cerca de la playa. Aunque en los noventa ya pudimos comprar en Cariló—, salidas al cine, al teatro, el mejor colegio de Belgrano.
Lo único que me hacía perder la cabeza se relacionaba con las integrantes de ese género capaz de —con una sola palabra o un gesto esquivo— derribar fronteras, derrocar reyes y torcer destinos: las mujeres.
Aquel berretín no lo pude evitar nunca, ¿existe pecado en eso? Todos los hombres se tiran una canita al aire de vez en cuando, y eso no significa que no quieran a sus esposas.
Las mujeres me gustaban, y mucho. Yo presumía de buen mozo de joven —algunas chicas no dejaban de resaltar en mí esa distinción—, y ostentaba fama de picaflor, y de virilidad.
Muchas compañeras del Nación pueden dar cuenta de mis dotes de amante, y Lucía, que siempre sospechó —sobre todo cuando la mandé a ella y a los chicos de vacaciones sin mí—, nunca me dijo nada.
Llegué a disponer de dos amantes en la misma cama y en la misma noche. Y después de eso también cumplí con mi esposa, que en verdad no poseía muchas virtudes para el sexo, pero se las arreglaba bastante bien en otros menesteres. Ella me recibía siempre, al volver de mis salidas, y no le importaba. Inteligente y sumisa, comprendía las necesidades de un hombre.
También ayudaron mucho en mis conquistas los importantes cargos que fui asumiendo a lo largo de toda mi carrera. Y cuando uno alcanza puestos jerárquicos —que tantos sacrificios y privaciones le costaron— ¡vamos! debe hacerlos valer, ¿o no?
Lucía nunca me lo reprochó, como ya dije, y eso que fueron años de afanarme en aventuras. Todas sin importancia, por supuesto, salvo Andrea —aún puedo verla, gimiendo con la camisa abierta y aferrada a la baranda de la escalera, en aquel entrepiso del Nación— y Patricia —desnuda, siempre lo hacíamos sobre el escritorio repleto de papeles—. De ella recuerdo que una vez tuve que colocarle el pañuelo en la boca para que no gimiera, y me lo dejó inservible. También, si ejercito mi memoria, aparece alguna otra que duró más de lo debido. ¡Ah! Si los rinconcitos del banco se pusieran a contar esas historias…
A Andrea costó bastante conquistarla, se resistió al principio. Llevaba cinco años de casada y tenía un hijo de muy corta edad. Yo conocía al marido, de alguna reunión de fin de año, y parecían muy enamorados. El puesto que yo ostentaba entonces me permitía mover influencias para realizar traslados al culo del mundo o para promover convenientes ascensos. No le quedó otra que ceder, y mal no le fue, como ella misma me lo confesó. Una gerencia de sucursal y un amante ardiente no se conseguían todos los días. Fue muy duro cuando llegó el momento de dejarla. Porque, eso lo supe desde el principio, hay un punto en que uno debe concluir, si no las cosas se van de madre.
Patricia en cambio resultó más dócil. Joven y hermosa, apenas si tuve que recurrir a alguna artimaña velada, alguna amenaza medio inocente. Ambiciosa, enseguida se entregó. Resultaba atractivo estar con ella, porque su novio trabajaba de pinche en el archivo. Y mientras yo me la tiraba sobre el escritorio de mi oficina, me gustaba imaginarlo al pibe, metido en ese inmundo sótano repleto de carbónicos y expedientes, con su mejor cara de estúpido —y de cornudo—, ignorando que estaba dando cuenta de su futura esposa. Años después hice que lo despidieran, ya no recuerdo qué macana se mandó.
Muchas mujeres pasaron, menos memorables quizás, pero siempre muy hermosas. Inclusive clientas que necesitaban resolver inconvenientes. A veces se podía en el mismo banco. Otras, en alguno de esos telitos baratos de Bouchard. Me gustaba hacerlo allí, en aquellos antros, a espaldas de la ciudad ruidosa. De día no tenía problemas. De noche inventaba excusas, sin preocuparme demasiado por si resultaban creíbles o no. Ya expliqué que eso no acarreaba la menor importancia.
Sin embargo, y a pesar de la anuencia de mi mujer, cuando sentí el filo del cuchillo en aquella primera muerte, tuve la sensación de que Lucía estaba acometiendo una venganza.
Aparté aquella idea apenas resucité, ya que nuestro matrimonio, desde ese momento, no sólo se tornó apetecible en cuestiones de lascivia sino que se encaramó a una cotidianidad repleta de sorpresas.
El descubrimiento de que ella podía asesinarme y yo resucitar cuantas veces quisiera, nos entusiasmó. A partir de ese momento, Lucía no escamoteó degüellos, cuchilladas, electrocuciones. La pericia que adquirió en esa tarea impresionaba, como si se hubiese preparado toda la vida para este juego. En nada se parecía ya a aquella mujer abnegada con la cual me había casado y criado a nuestros hijos. Si hasta una vez, de madrugada, me sorprendió con varios disparos de la veintidós que yo guardaba en la mesita de luz. El ruido, en un edificio tranquilo como el nuestro, provocó alarma entre los vecinos.
—¡Nada, Oficial, aquí está todo bien! —fue la explicación que tuve que inventar, a través del portero eléctrico—. Debió haber sido en otra parte.
Hubo de todo: desde asfixia con almohadones hasta hundimiento de cabeza en la tina de baño. Yo volvía de aquellas muertes renovado, rejuvenecido, y cada vez más fuerte.
Un día se me ocurrió invertir los roles, para ver qué pasaba. Mi mujer pelaba unas papas en la cocina. Yo me acerqué muy despacio, desde atrás, sin que se diera cuenta. Cuando la tuve a tiro me lancé sobre ella con un grito, y le cubrí la cabeza con una bolsa de nylon. Lucía se sacudió, pataleó, rompió con sus patadas el vidrio de la puerta del horno. En aquel forcejeo frenético arrastrábamos ollas, tazas y platos que se iban rompiendo sin remedio. Tiramos al piso el microondas, que quedó hecho pedazos. Ella logró soltar un brazo y trató de arañarme. Pero yo no cedí. No la solté hasta que cesó de moverse, y de respirar. No sentí miedo. Sabía que pasaría lo que finalmente pasó: a los pocos minutos, Lucía volvió a la vida.
Lo disfrutamos en grande. Recuerdo que descorchamos un Barón B que aguardaba en el freezer una ocasión propicia, y la ocasión llegó. Ahora el placer nos arrastraba hacia un deleite mutuo, ni siquiera cuando noviábamos habíamos alcanzado semejante grado de pasión.
Planeábamos cada asesinato individualmente, minuciosamente. El goce fundamental se manifestaba en sorprender al otro. Ahí radicaba el verdadero vértigo, la adrenalina a flor de piel. Sorprenderlo mientras leía o miraba la televisión y estaba distraído. Aparecer de golpe, con un pesado martillo o con un hacha, como en las películas. Envenenar la sopa, el café.
Matar y morir.
Lo engorroso de los métodos violentos consistía en limpiar el departamento después de cada juego. Ya se sabe: la sangre se rebela al accionar de detergentes y abrasivos, y la masa encefálica aparece dispersa por todas partes. En cambio, nuestros tejidos y nuestros órganos se regeneraban solos. No existía necesidad de costuras y los cuerpos parecían mejorarse cada vez.
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Ilustración: Valeria Uccelli
Mariela a veces venía a visitarnos y nos traía a los nietos. No notaba nuestra metamorfosis, el rejuvenecimiento. Aunque después me dí cuenta que se hacía la que no lo notaba. Siempre nos encontraba deseosos de que se fuera pronto. Jugar se había convertido en nuestra única obsesión.
Gonzalo nos llamó una tarde desde España, para ver si todo marchaba bien. Sin dudas, Mariela le contó que nos vio raros:
—Todo bien, hijo. ¿Vos por allá?
Conversamos vaguedades: Madrid naufragaba en el delirio, Buenos Aires en la humedad. Nos reímos. ¡Qué ocurrencia! Y encima mamá le dijo eso, ¿te das cuenta? Le pasé con Lucía. Llueve cada dos por tres aquí. ¿Y el trabajo? Bueno, bueno. Quedó convencido de que sólo se trataba de impresiones de su hermana.
Lucía se mostraba cada día más radiante. El juego la había transfigurado: se la veía hermosa, sensual, como nunca. Pensé que si ella se hubiese comportado siempre así, yo no habría necesitado del calor de otras mujeres.
Una tarde la observé, recostada contra la baranda del balcón, como una gata en celo, bronceándose al sol de la tarde. Se había convertido en una jovencita. Miré las piernas duras, perfectas, que asomaban por debajo de su pollera de cuero negro. Los brazos fuertes, el cabello despeinado, oscuro y salvaje. Yo creo que fue de ella la idea, porque no existieron palabras, pero sí acuerdo. Sonrió al ver que yo la miraba de esa manera, me guiñó un ojo e inclinó su cabeza señalando la calle. No lo podía creer. “Lucía, qué buena idea”, pensé.
Me acerqué. Se rió y abrió los brazos. Le besé la boca, el cuello, le acaricié el pelo, los pechos, le levanté la pollera y la aferré de los muslos, y después de las nalgas. Yo me sentía potente, como en mis mejores años. ¡Ella se reía tanto! Se reía mucho, a carcajadas, enroscaba sus brazos en mi cuello sin dejar de reírse.
En un momento intentó apartarse, pero la apreté con firmeza y la miré a los ojos. Y entonces la arrojé, la arrojé al vacío. Vi como rebotaba en la baranda del quinto piso, y contra la rama de un árbol que cedió a su peso. Oí su grito, angustiante, y presentí el duro golpe de la cabeza contra el asfalto. Me reí. Desde el edificio de enfrente me miraban con estupor: les hice un corte de manga. Imaginé el espanto de la gente allá abajo, cuando vieran cerrar las heridas de Lucía y ella se levantara lo más campante para volver al departamento. Pero nada ocurría. Me asomé apenas, mi esposa continuaba quieta. En la calle comenzaron a sucederse los gritos de horror de los transeúntes, las sirenas de la policía o de las ambulancias. Me mantuve quieto, no se cuántos minutos, el tiempo se transformó en una cosa ajena a mis percepciones. Después de un rato me asomé un poco más, justo en el momento en que cubrían a Lucía con un lienzo. Un charco de sangre ya ganaba el cordón de la vereda. Alguien me vio y me señaló. El portero se prodigaba en ademanes. Me tiré para atrás. Enseguida golpearon la puerta:
—¡Abran, la Policía!
Yo permanecí inmóvil, observando la escena que sucedía ocho pisos abajo, sin poder apartar mis ojos.
—¡Vamos, Lucía! — grité—. Levantate de una vez.
Pero no se movió.
Oí pasos a mis espaldas, gente que andaba por el departamento, pero algo dentro de mí no dejaba que me diera vuelta. No se trataba de miedo, ni de vergüenza: más bien un abandono a la perplejidad y a las circunstancias.
De pronto una poderosa mano me retorció el brazo, y un frío metal se cerró en mi muñeca.
Me bajaron por las escaleras a los empujones, a las patadas.
Vi, cuando salíamos del edificio, el montículo blanco que formaba el cuerpo de Lucía debajo de la sábana. Escuché la palabra “asesino” de boca de algunos curiosos que se escandalizaban frente a unas cámaras de televisión, que vaya uno a saber cómo llegaron tan rápido. Otros me tomaban fotos con sus celulares, como si yo fuera una rareza de circo. Después me metieron dentro de un patrullero.
Me ha quedado de todo esto una inquietante duda que no he podido resolver: ¿qué falló en el juego para que mi esposa no volviera a la vida? ¿Hicimos algo mal? ¿Algún paso en falso? ¿Obviamos una parte en el procedimiento? Ahora es demasiado tarde. Jamás lo sabré.
Gonzalo vino desde España. Quise hablar con él cuando me lo permitieron, pero no logré mucho. Se aferró a las solapas de mi saco y sólo pronunciaba, incisivo, una pregunta: ¿Por qué?
Mariela ni siquiera quiso verme.
El juicio fue breve, la evidencia en mi contra resultó contundente y precisa. La mención del componente lúdico —en el cual fundamenté mi coartada— en lugar de salvarme, empeoró las cosas: los jueces pretendieron que yo quería pasar por un demente. Las pericias psicológicas determinaron todo lo contrario. Pero no bastó.
Fui condenado a perpetua en relación al vínculo. No perdí tiempo en leer el expediente, tampoco me detuve en los consejos de mi abogado. Batán sería mi destino.
Dos policías de civil y un chofer uniformado me llevaron en un camión celular. El viaje resultó tedioso y largo, un calor infernal embotaba el aire y lo infestaba de mosquitos.
Nos recibió un guardia gordo y grasoso, que me dijo riéndose:
—¡Acá vas a saber lo que es bueno, viejo puto!
Lo miré. Un extraño brillo asomó en sus ojos.
Avanzamos. El guardia nos seguía unos pasos más atrás. Nos detuvimos ante una pesada puerta de hierro, en cuya parte superior resaltaba un vidrio grueso. Me observé fijamente, y lo que vi casi me hace gritar. La cara que se reflejaba en ese improvisado espejo aparecía atravesada por incontables arrugas: la inequívoca cara de un anciano.
2 comments:
Este cuento sdalió publicado originalmente en Revista Axxón.
Sergio Bonomo
Ahí queda la información, estimado Sergio, para todos los amantes de la lectura que deseen revisitar tu texto. Abrazos fraternales.
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