El Consejo del Mundo Humano avanzó por la Catedral, rodeando las capillas cerradas que guardaban celosamente con rejas oxidadas su interior oscuro y vacío de sacras figuras. Las vidrieras en lo alto habían sido, o bien sustituidas por cristal de rubí veteado, o bien teñidas de sangre fresca. La última posibilidad aguijoneó algunos estómagos y apartó rápidamente algunas miradas demasiado atrevidas. El grupo se deslizó un poco más rápido.
El gran órgano comenzó a quejarse cuando las figuras se apresuraron bajo él. Sus lamentos vibraron dentro de los oídos, en los pulmones agitados, bajo las pieles, recorrieron el trayecto hacia los nodos del árbol del miedo. El sonido de metal sincronizó con las redes nerviosas y aumentó las señales de histeria que habían comenzado a producir. Nadie pulsaba el teclado del órgano ni manipulaba sus registros. Ellos lo sabían.
Bailaba arriba y abajo la mancha oscura de los ropajes del Chambelán, encabezando el grupo, rozando desagradablemente el suelo descarnado. De vez en cuando saltaba torpe alguna de las pulidas losas de mármol negro que habían sobrevivido al saqueo, jadeando baboso al caer. Casi nunca miraba hacia atrás. Se le agradecía. Su rostro de lepra permanecía oculto bajo la capucha manchada de putridez.
El Consejo del Mundo Humano avanzó por la Catedral hasta llegar frente al altar, que ahora era el trono dorado de la Emperatriz, y continuó observando, pues poco más podía hacer.
El mantel blanco yacía sobre los brazos del supremo asiento. Una estola trazaba su franja púrpura sobre la perfecta palidez, acariciando el suelo polvoriento con sus flecos rubios. Los símbolos circulares eran interrumpidos por uno de los hombros nacarados, hombros que no acusaban la respiración, hombros cubiertos de oro derretido uno, y de hostias enhebradas en cabellos azabache el otro, hombros que parecían no necesitar músculos para demostrar poder.
Sobre los hombros crecía la terrible belleza del cuello esbelto, el mentón aguzado, los labios sorprendentemente carnosos, la nariz fina, los ojos de plata o mar ensombrecidos por las cejas gruesas, los cabellos libres en su exagerada longitud, ocultando el resto.
El Consejo del Mundo Humano se detuvo frente a la Emperatriz, Magna Viperia Morphis. En ese momento se percataron del delicado e irreductible sabor del néctar de miedo.
—Su Majestad, el Consejo.
El Chambelán sorbió ruidosamente y se alejó del grupo, resquebrajando la única barrera que los había separado de la Dama. Pronto se hizo evidente que ni siquiera esa tenue membrana había llegado a ser real. Se hallaban en el reino de la ilusión, Imperio Víbora.
La Emperatriz se alzó en su desnudez blanca interrumpida únicamente por la placa de oro de cáliz derretido y el collar de hostias impuras, y acercó la esbeltez perfecta hacia el Consejo, que no pudo evitar vacilar. La vacilación se generalizó cuando un golpe sordo estalló bajo las bóvedas. Nadie volvió la mirada hacia el bulto empequeñecido del Chambelán, que se levantaba torpemente de su no menos torpe caída.
El joven de la izquierda vaciló triplemente al verla acercarse a él.
La distancia entre ambos se convirtió en tiempo, luego en espacio elástico, luego en dolor, en placer, en gas de hiel, en amor y en distancia de nuevo, y por último en nada, pues los dedos larguísimos de la Dama se elevaban ya hasta el mentón de incipiente pelo recio y lo palpaban, y lo acariciaban, mientras el resto del cuerpo se aproximaba con el propósito evidente de llevar los labios deseables y deseados junto a los de él y dar palabras a la muerte.
—Ego te absorbo.
Una leve sonrisa de ironía ácida golpeó los oídos del muchacho con fuerza de carcajada justo antes, o en el mismo instante, en que ambas bocas se unían y la carne enjugaba los jugos de la carne, y los dedos enmarcaban la yugular palpitante y la otra mano tomaba sin dudas los genitales ya abultados y los sopesaba y los acunaba y los acariciaba.
Cuando los labios se separaron, el joven de la izquierda permaneció inerte, pero en su interior corría hacia el final del túnel sin poder evitarlo.
La Emperatriz se olvidó de él y caminó despacio ante el resto del grupo sin dejar de mirar a nadie ni dejar que nadie dejara de mirar sus senos impávidos, su sexo oscuro, sus piernas altas, su mano ondulando el aire. Sus ojos de metal gris o azul.
Al fin el aire fue roto en pedazos por la risa de río que brotó del cuello delgado.
—Hablad.
Eso, por supuesto, no suponía ninguna diferencia. Las palabras surgirían como si la orden se hubiera dado un instante antes. O en una eternidad pretérita.
—Señora, hemos venido para...
La mujer pelirroja mediocre detuvo su primera frase antes de terminarla, y al mismo tiempo que su terror se incrementaba conforme la distancia entre ella y la Dama disminuía, se preguntó si sería necesario acabarla, porque enteramente parecía que no.
—Espera. —Los dedos que momentos antes habían atraído la sangre y algo más a esponjosas cavernas de carne hicieron un veloz movimiento sobre su frente. Quiso sentir dolor, y lo sintió, pero luego se convenció de que sólo existía en su mente aterrada.
—Ahora estás mejor.
La mujer no pudo verse y no comprendió nada. Algunos cabellos habían sido apartados, otros dejados caer, en un movimiento que le recordó las manos de su madre muchos años antes, cuando iba a salir de casa a escuchar poesía.
—...para... —la fuerza se le escurría— ...haceros partícipe... de la decisión,... de la decisión unánime del Cons... —la fuerza— ...Consejo acerca de vuestra elección... —se le escurría.
—... de escoger esta... —imitó la Emperatriz, encogida la frente, temblando los labios, las manos casi ocultando los pechos en ridículo pero perfecto pudor— ...cat... catedral para establecer vuestra... —la fuerza de la mujer se escurría hacia la Dama, que la utilizaba para ser ella— ...residencia de... —un último encogimiento, un trémulo fin— ...invierno...
La mujer pelirroja se dio cuenta de que mantenía cada músculo en la misma posición que la Emperatriz. En ese momento pudo dejar caer los brazos, porque el espejo viviente había dejado lacios los suyos, y terminó la frase.
—...Señora.
La Señora le sonrió y le fueron perdonados todos sus pecados.
—¿No os gusta mi catedral? —La Emperatriz vertió una lágrima que recorrió no sólo su rostro, sino su cuerpo entero. Se dio la vuelta y caminó de nuevo frente al grupo.
El Consejo del Mundo Humano pareció desconcertado. Se miraron unos a otros. Hombres y mujeres. Nobles y burgueses. Músicos, poetas, artistas, gente mediocre. Sabios e incultos, que aunque no lo supieran habrían estado obligados a intercambiar sus actitudes. Líderes, hábiles urdidores de falacias. Conspiradores. Hipócritas. Desconocidos, al fin, para ellos mismos.
—Os creéis muy valientes al venir a decírmelo a mi propia casa —dijo la Dama de repente enfadada, gruñendo, encías rojas entre pálidos labios y nacarados incisivos, lengua viva gesticulando obscena por un instante—. Pero mirad:
La Emperatriz extendió los brazos delicadamente, en una figura de baile, y se sostuvo de puntillas como si no pesara, abriendo más aún su desnudez a su perturbado público.
—¿Quién es el valiente aquí, amados? —Su sonrisa creaba distancias inconmensurables—. Yo os muestro mi alma, oh, ¿y qué veo en vosotros? ¿Acaso esas corazas no ocultan la necesidad de cubrir podredumbres de igual volumen? Miradme bien. Yo soy la leona. Vosotros, las hienas.
Y diciendo esto inclinó el rostro dejando que la tersa inocencia que lo había inundado al hablar se trocara en diabólica astucia, y desapareció.
Sonó un estampido en el lugar en que había estado, al penetrar el aire súbito.
Y la Emperatriz, Magna Viperia Morphis, se abatió desde el aire como gris arpía sobre otra mujer, joven, rubia, de piel tostada, y la mordió en el cuello, en el vientre, entre las piernas, en la cabeza, la espalda, el trasero, las pantorrillas.
Claro, que poco de eso pudo verse dada la mortal rapidez de sus actos de amor.
En pocos segundos la mirada oblicua se alzó dejando ver la boca goteando sangre sobre los destrozados restos del cadáver. La Emperatriz se limpió con las manos, el rostro, la lengua y el cuerpo, y caminó altiva y despacio hasta su trono.
Al leve eructo le siguió una leve sonrisa.
Tal como su Excelencia conoce, y esto no satisface nuestra ansia de verdad. Sabed que en este año de gracia, primero de nuestro milenio, resulta un gran peligro para la Iglesia, en el mejor de los casos, este ángel caído que nos azota con sus maldades, sus herejías y sus actos caníbales. Algunos ven en él al Anticristo con forma de mujer, aunque a conclusiones tan atrevidas sólo puede llegar Su Santidad. Para un humilde fraile y filósofo, llegar a tanto supondría quebrantar varios hechos lógicos incuestionables. El diablo muestra pechos de mujer, pero ¿acaso no son las mujeres indignas de representar incluso al príncipe de los mezquinos? ¿Acaso han sido vistas las señales del Apocalipsis? Ella, maldito sea su nombre, se nos muestra desnuda; pues bien, muchos testigos hay que niegan la existencia de cualquier marca en su piel. ¡Ella misma ha hurgado entre sus cabellos, sonriente mientras nos mostraba el cráneo limpio del número maldito! Otros supervivientes han descrito esta misma carencia en las partes de su cuerpo más impuras. No. Permitidme adelantar esta idea con todo respeto: ella no es el Anticristo. ¿Quién es, pues, la que nos atormenta? ¿Otro de los seguidores de Satanás encarnado desde los infiernos? Si es así, ¿por qué no es portadora de las deformidades que en los libros secretos observamos? ¿Por qué no adora a su señor con aquelarres malditos? ¿Por qué parece tan libre de servidumbres?
Como veis, son legión las cuestiones que nos acucian. El abad nos presta toda su ayuda, pero ésta no puede ser sino escasa, y la Catedral, que ella ha tomado hace poco como residencia de Invierno, está demasiado cerca.
Nuestro mayor temor es que la chispa acabe prendiendo el bosque.
Que Dios nos ampare
—¡Chambelán! —gritó la Emperatriz cuando se hallaba sola y el crepúsculo ensangrentaba las piedras. El cojear ruidoso se acercó al instante. Había otros siervos en la Catedral, pero no estaban en su mente.
El Chambelán llegó ante el trono, jadeante, sudoroso y maloliente.
—No te cubras ante mí, apreciado bastardo —le ordenó con una cándida sonrisa blanca.
La capucha cayó arrastrando colgajos de piel y algunos mechones de pelo rubio. La Dama se irguió contoneando las caderas mientras deslizaba la lengua húmeda entre los labios.
—Desnúdate. Del todo.
El hombre tembló. Luego tembló más y dejó caer con lentitud la sotana oscura que había cambiado de color en tan poco tiempo merced a los productos de su enfermedad. El pus relucía en todo su cuerpo, pues no había más ropas. Su propio olor se expandió como una bofetada. La Emperatriz lo recogió con agrado, se acercó más, se relamió más, le empujó, él cayó al suelo, sonó un crujido de huesos rotos, casi se desmayó, la Dama se acercó, se puso a horcajadas, le tocó, le acarició, le lamió, le besó, y por último le montó.
Tardó poco tiempo en conseguirlo todo de él, principalmente porque había muerto de placer y dolor unos instantes después de comenzar la supurante cópula.
A pesar de eso continuó sola hasta saciarse, luego se levantó y se limpió toda con su propia lengua, y cuando su respiración descendió y el sudor dejó de perlar su piel, se fue.
—Esta noche no me esperes para cenar. Me apetece dar un paseo.
Los pies desnudos no hicieron el menor ruido al alejarse, aunque tampoco había nadie que pudiera no escuchar sus palabras por ello.
Corría por el tiempo y por el bosque sin dirección. La humedad de Europa la enfriaba. El sol bermellón desaparecía entre las hojas. Daba igual. Ella corría por el bosque y por el tiempo sin dirección: se perseguía a sí misma.
Aquella noche no cenó. Se bañó en el riachuelo, subió a los árboles más altos, se revolcó en el manto de la tierra, rió para sí y para todo lo demás, voló con la lechuza y cazó con el lobo, cediéndole a éste su presa. Se convirtió en cernícalo y al alba fue de nuevo mujer.
Acuclillada en la torre de la abadía se percató de los primeros movimientos. Cuando algunos monjes se apresuraron a sus tareas y oraciones, esperó. Cuando el que cuidaba del reloj se dirigió a su capilla del tiempo, esperó. Cuando el herbolario salió a por las tiernas hojas cubiertas de rocío, esperó, ella misma bajo una capa de escarcha. Cuando aquel a quien buscaba entró en su celda después del rezo, desapareció, y el trueno que produjo tras de sí se hizo portavoz de las nubes grises que se avecinaban.
El fraile levantó el crucifijo y se santiguó en silencio al distinguirla en el interior de las penumbras de su cuarto de piedra,
—Cierra la puerta.
pero se volvió obediente para cerrar la puerta de madera oscura, que se lamentó por el simple esfuerzo.
—Q... Quién eres.
Ella avanzó un paso para que algo de claridad pudiera reflejarla. Rió con suavidad. La escarcha estaba formando un charco en el suelo bajo sus pies.
—Soy una flor del amanecer —observó recogiendo con un dedo el agua de su vientre. Apagó la risa cálidamente y volvió a mirarle. Su rostro se torció hacia la derecha. Hacia la izquierda. Intentaba buscar un nuevo punto de vista. Sus ojos grises o azules llegaron mucho más allá del hábito y la túnica.
—Qué quieres de mí. No profanarás este templo.
En ese momento ella se puso muy seria. Parecía víctima de una tristeza abrumadora, casi lloró. Él mantenía en alto la vieja cruz. Vaciló.
El demonio desnudo se acercó como la brisa y le besó en la frente.
—Tú lo sabes, ¿verdad? —le preguntó, pero antes de que él pudiera recapacitar sobre alguna cosa, ya no estaba. La puerta oscilaba abierta.
Volvió al bosque, llorando libremente de alegría y de nostalgia. La esperanza se convirtió en impaciencia que se convirtió en carrera. En el claro se detuvo, cazó, despedazó, desgarró, mordió y desayunó liebre cruda.
Había escuchado el canto de la niña varias millas antes. Cuando llegó al estanque aún no había acabado la primera estrofa.
Los bucles de oro caían sobre el vestido sucio y bastante gris, adornado pésimamente con trazos negros y rosas, rompiendo con la vida que llevaba en su interior. Un pequeño chapoteo sonó en el estanque. La niña en el borde buscó algo en el suelo. Se giró a un lado. El rostro resplandecía al sol naciente. Era muy pequeña para estar sola.
La Dama no salió de entre los árboles hasta que la canción se hubo desvanecido.
Su cuerpo frío descendió junto al de la niña.
Se miraron hasta que la niña le habló.
—Hola. Yo me llamo Claudia. ¿Quién eres tú?
—No lo sé.
—No seas mentirosa. Mi mamá dice que es muy feo mentir, y que Dios te castiga cuando dices mentiras. Dame esa flor, por favor.
La Dama se volvió, enseñó los dientes y recogió la flor blanca. Se la dio.
—¿Por qué tiemblas? ¿Tienes frío?
—Tengo miedo.
—¿Y de qué tienes miedo? —insistió la pequeña Claudia mientras engarzaba la flor junto a las otras para terminar de formar algo. Los pies oscilaban al ritmo de la canción que volaba aún por su mente.
—De ti. De todos. De mí misma.
Claudia la miró dubitativa. Luego rió.
—Mira lo que estoy haciendo. Es una corona de flores.
—¿Quién SOY, Claudia?
—¿Quieres ser una Emperatriz? —le preguntó la niña a su vez mientras alzaba la corona para situarla sobre los cabellos negros. La desnudez de la Dama se encogió para que pudiera llegar tan alto, y allí encogida y oculta lloró levemente. Cuando las manos de la pequeña se retiraron, la recién coronada Emperatriz levantó el rostro sonriente y se tocó las flores lánguidas. Había dejado de temblar.
—¿Qué tienes en los ojos?
—¿Qué tengo en los ojos? —repitió la Dama creyendo que la preocupación de Claudia era fingida. No tardó en darse cuenta de su error cuando los dedos regordetes se acercaron curiosos.
—Tienes algo en los ojos. Déjame ver...
—¡No! —gritó de improviso levantándose bruscamente. Su rostro reflejó tantas emociones en un instante que ni ella misma pudo comprender qué estaba haciendo. Y lo peor: por qué.
—Tus ojos. Parece que...
La corona cayó flotando en el aire. La Emperatriz desnuda se alejó corriendo más desnuda que nunca; huyó aullando y espantando a todos los demonios del bosque. Pero los de su interior sólo rieron un poco más alto.
Cuando abrió los ojos grises o azules él la estaba mirando. Se irguió con calma en su trono, donde había estado durmiendo no sabía cuánto tiempo después de volver del bosque, y parpadeó lentamente. Pero estaba muy lejos de sentirse lenta: los sentidos se le habían aguzado al instante al verle de pie frente a ella.
La sorpresa que había sobrevolado el rostro del fraile alejó su sombra fugaz. Ahora la miraba a los ojos fijamente. Ella se puso en pie.
—¿Lo vas a hacer?
—Por qué viniste a mi celda.
La Emperatriz se alzó un poco más, dando la ilusión, o no, de flotar ligeramente por encima de las baldosas polvorientas, proyectando la luz blanca de su piel sobre el corazón encogido. Él respiró un poco más agitado; había poder dentro, a pesar del evidente miedo.
—Hace mucho tiempo que viajo —comenzó a hablar la Dama como si no quisiera contestarle, aunque realmente era eso lo que estaba haciendo. Le acarició los hombros con sus manos perfectas, acercó su rostro al hábito pasando tan cerca de sus labios que él pudo constatar perfectamente la inhumana falta de respiración en aquel cuerpo maldito. Ella olió las ropas del fraile: el bosque, la comida de la abadía, el aroma rancio de los libros. Luego se apartó no sin antes hacer rozar los bajos vientres sin disimulo. Se sentó de nuevo en el trono. Sus muslos se separaron dejando ver, con la más absoluta negación del pudor.
—Admitamos que pago tu pequeño precio, así que escúchame con atención —dijo sin apartar los ojos implacables del pequeño hombre, haciendo una breve pero perceptible flexión de sus labios carnosos para confirmar sus futuros actos—. He llegado aquí siguiendo los caminos de viento de mil soles, y diez mil mundos. Cuando tú no existías yo ya era. Provengo de una raza que tiene magníficas mentes de serpiente, sin embargo tuvimos que llegar a la amarga conclusión de que no sabemos realmente nada de nosotras. Quizás por eso cambiamos de forma constantemente, casi sin poder evitarlo.
El silencio cayó bruscamente para levantarse de nuevo. La Dama se movió preocupada, ligeramente, como en una ilusión. Parecía continuar en el mismo lugar y al mismo tiempo haber saltado hacia cualquier otro sitio con su velocidad atroz. Volvió a ser una realidad constante cuando su voz se volvió a elevar, decidida.
Ilustración: Marian
—Después de huir hasta aquí sólo se me permitió guardar ciertos recuerdos, extraños, enfermizos. Fue el castigo.
—De qué infierno te expulsaron.
Ella rió y el corazón de él se encogió luchando casi, casi, casi sin éxito contra un despiadado sentimiento de amar aquella amalgama: de abrazar el caos, fundirse en su bella carne, matar con ella, y luego acunarla en sus rodillas para protegerla del castigo divino que los devoraría a ambos. Le temblaron las piernas; se santiguó bajando la mirada.
El sol se movió apreciablemente tras las cristaleras. O quizás era otra ilusión cuyo único sentido era ser rota.
—Ven a mí ahora.
Las sandalias sucias dieron un paso imposible de detener con la voluntad de un dios, ni de cien mil, y otro paso, y otro más aún; saborearon el polvo de los escalones que subían hacia el trono. Llamas imaginarias brotaron a ambos lados dándole la bienvenida al infierno en la tierra. Se detuvo casi entre las piernas de ella, y supo que no había sido él quien había ordenado a sus músculos que dejaran de tensarse. Ni siquiera fue capaz de gritar, exhalar un último y gran No, y renunciar a vivir.
El fuerte olor del sexo de ella le mareó. Estuvo una eternidad contemplando la piel blanquísima perla, el vello oscuro como un umbral, la roja puerta al abismo entreabierta para él, dándole la bienvenida, exudando los jugos de Lucifer, la carne perversa palpitando al ritmo de su propio corazón.
No supo si lo había conseguido por puro azar, propia voluntad, o una orden inaudible de ella, pero sus ojos terminaron confundiendo el vello negro con las cascadas de cabello azabache, escalando por ellas durante un milenio como un lento insecto—sísifo despreciable y simbiotizante, hasta que finalmente los destellos de metal gris azulado de los iris le dieron la bienvenida a un extraño averno frío y duro como el hielo, uno de los muchos que albergaba aquel ser.
—La larga búsqueda ha esparcido todos los extremos de mi carne por las encrucijadas de los siglos, ha hecho sangrar mis poros y mutilado para siempre la conexión sagrada con mis hermanas, convirtiéndome en una disidente del NOSOTRAS. ¿Te estás dando cuenta de que te estoy suplicando?
Dios, la voz de ella era una cadena alrededor de su alma. Los círculos de sus ojos, bocanadas de enfermedad insaciables. Las pupilas, pozos sin regreso. La Emperatriz, Magna Viperia Morphis, acercó su aliento inexistente hasta fundir su calor con el de él, y le enseñó los dientes en un gruñido de bestia.
—Así que ni se te ocurra jugar conmigo.
Y entonces, por algún capricho infantil del destino, vio lo que había dentro de los ojos de ella.
—Dios mío, tus ojos...
El fraile cayó hacia atrás a causa del tremendo golpe. La tierra del suelo deshecho se elevó en una nube que se añadió al dolor súbito y le impidió distinguir nada. Luego sintió una leve presión en el vientre. Cuando el polvo se posó vio que ella estaba a horcajadas sobre su cuerpo.
—¿Las ves en mis ojos, despreciable trozo de carne? Ellas aún siguen ahí, lo sé.
Él la sorprendió con el aroma corporal de la aceptación última. Ella tuvo que frenar la muerte que acumulaba dentro. Era más fuerte de lo que había imaginado. Era la clase de persona contra la que sus ataques físicos serían inútiles.
Como desahogo le desgarró la piel del hombro de un mordisco, que se llevó parte de la vieja tela. Él no gritó.
—Veo el infierno detrás de tus ojos, todos tus hermanos demonios volando ahí dentro, esperando que regreses de tu cacería. Si quieres puedes llevarte esta presa, pero nunca seré tuyo, Satanás.
La Emperatriz tuvo un instante de duda. Luego acercó sus labios a la herida y la lamió acariciándola hasta el más profundo músculo desgarrado. Él no protestó, se arrebujó en una letanía como si estuviera muy lejos de allí.
—...debería condenarte al infierno, pero te veo mucho más allá de él. Podría perdonarte tus infinitos pecados para que pudieras alcanzar la gloria eterna, pero también de allí te escaparías. Sólo dime por qué viniste a mí y por qué piensas que yo puedo ayudarte.
—Te he buscado para que veas más allá. Navega dentro de mí, cariño —canturreó mientras su cuerpo se movía excitante—, navégame, navégame, navégame, extírpame a mis hermanas y enséñame lo que busco: quién soy sin ellas.
Él tragó saliva y notó el sabor de ella en el fluido que se internaba hasta sus entrañas. Se sintió imposiblemente ligado (un poco más aún) a aquella criatura. Tragó de nuevo, tragó otra vez. El sabor no se iba.
—Sois multitud. Y ninguna de vosotras sois una única meretriz. Pero tú has salido de cacería sola, te has escapado y ahora no sabes encontrar el camino de vuelta a tu Gehena.
—Te equivocas, querido: no deseo volver.
—No. Tú te has equivocado: no puedo mostrarte un camino. Ni siquiera el de vuelta.
Ella le miró con lágrimas en los ojos. La súbita humedad recorrió sus tersos pómulos, resbaló por su mentón, cuando la cabeza se alzó apuntando a la lejana cúpula el flujo transparente se deslizó por su cuello y entre sus senos, goteó hasta su sexo y finalmente empapó los jugos que allí empapaban los manchados hábitos. El líquido salado continuó fluyendo hasta que los ojos de metal volvieron a descender hasta los del fraile, sus manos le acariciaron las mejillas y sus labios besaron delicadamente los labios que nunca habían conocido aquel contacto.
—Está bien, no puedes hacer más. Pero yo también veo dentro de ti. Sembrarás tu semilla y crecerá en terreno fértil. Sembrarás criaturas que se conocerán a sí mismas. Algún día esas criaturas serán multitud, y luego una única cosa, y luego, o mientras, quizás podréis servirme de ayuda.
Las caricias se hicieron más firmes, los dedos afilados se hundieron en la carne. Los ojos de él se abrieron mucho. Las manos blancas presionaron hacia dentro, rodearon la frágil cabeza, empujaron y estiraron, arañaron y dibujaron con la sangre que derramaban. Hasta que golpearon con fuerza sirviendo de compás a los gritos que emanaban de la garganta tan joven.
Inesperadamente la Emperatriz detuvo sus ataques y se levantó brusca comenzando a correr por la Catedral. Aullidos, chillidos de ave rapaz en busca de su presa, ladridos deformes inundaban el aire cambiando con rapidez de un punto a otro. Algunas vidrieras estallaron y cayeron. El fraile pudo ver a través de las cortinas calientes de sangre que le resbalaban por los ojos cómo una de las rejas saltaba en pedazos al pasar junto a la capilla la sombra fugaz de la criatura desnuda. El suelo temblaba, los candeleros caían, los tapices se prendían. Consiguió levantarse con un gemido que no pudo evitar y que parecía surgir de sus costillas. Tenía la vista nublada, pero el olor a humo se intensificaba por momentos. La Catedral estaba en llamas. Tenía que salir de allí.
Entre el fuego el torbellino de la Emperatriz creaba bucles que se estiraban hasta alcanzar otros lugares aún a salvo. La madera crepitaba. Los tubos del órgano emitieron golpes al dilatarse cargados de temor metálico. Algunos cuadros comenzaron a arder, y el calor hizo que más cristales llovieran del cielo.
Intentó cortar la hemorragia de su cabeza haciendo presión con la tela de su hábito mientras procuraba apartar la vista de la sangre que se derramaba cálida. Corrió entre humo, calor y polvo. Los aullidos inundaban de furia y desesperación el templo.
Al fin la providencia le auxilió y se encontró de improviso corriendo hacia el bosque. Las heridas habían dejado de verter, pero fue entonces cuando comenzó a marearse y tuvo que sentarse junto a un árbol mientras observaba impotente la infernal destrucción.
Y sin saber cómo, supo que nadie volvería a ver a la Emperatriz en aquel mundo, viniese del mundo que viniese; fuese quien fuese o fuese lo que fuese.
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