El flash disparado por el mecanismo fotográfico oculto en las entrañas
de la máquina le deslumbró más de lo habitual cuando descargó sobre su rostro
los cuatro relámpagos seguidos. Luego le pareció recordar vagamente que una de
las veces había entrecerrado los ojos o fruncido el ceño, pero eso no
justificaba el hecho de que las cuatro fotografías ofrecidas en una tira de
cartulina barata todavía húmeda, que había sido literalmente vomitada por una
de las aberturas de la máquina, mostraran el rostro de un hombre distinto: no
se reconoció ni en las facciones, ni en el cabello canoso, ni en la expresión
asustada de la persona de las fotografías. Tampoco lo explicaba la molesta
sensación, mezcla de asco, angustia y temor, que había experimentado al
sentarse en el taburete y hacerlo girar para adecuar su elevada estatura a la
altura de la flecha negra que había marcada al lado de las instrucciones para
el uso de la máquina. Ni el olor repugnante, anormal, que le había agredido al
entrar en la cabina y que le había perturbado tanto como, creía, perturban los
olores de las habitaciones que se abren después de llevar cerradas varios años
y el peculiar olor de los cementerios en verano. Olía como se figuraba que
debían de
oler
los viejos panteones y las viejas criptas. Un olor absurdo, inexplicable,
porque el interior de aquella cabina de fotografía instantánea estaba
continuamente ventilado, pues sólo una cortinilla de tela negra aislaba el
interior del exterior, y porque no era verano sino invierno. Casi sonrió al
pensar que tampoco estaba en un cementerio, en una cripta o en un panteón.
Pero olía a rancio, a polvo acumulado y a materias orgánicas en descomposición.
Y las cuatro fotografías que le había entregado la máquina tras una especie de
gruñido no eran las suyas. La única explicación posible era que pertenecieran
al anterior usuario, ya que en esos aparatos automáticos las fotografías tardan
cierto tiempo en salir; a veces, incluso, muchos minutos: a él mismo le había
sucedido años atrás; un defecto del mecanismo, le dijeron. Quizás el anterior
usuario, el propietario de aquella cara envejecida, asustada, se había
marchado, cansado de esperar unas fotografías que no recibía y pensando que
debería efectuar una reclamación al nombre y al teléfono indicados en una
pequeña placa metálica. Hay máquinas defectuosas y otras que se averían, pensó
Elías, y ésta era una de ellas, lo cual podía significar que sus fotografías no
saldrían o, en el mejor de los casos, que aún tardarían varios minutos en
salir. Esperaría; no tenía prisa. Por unos momentos, la situación le pareció
divertida, pensando en la posibilidad de que la avería o el defecto de la
máquina estuviera obsequiando a diario a unos clientes con las fotografías de
otros.
La
cabina estaba situada en la entrada de una calle, junto a la Plaza Mayor,
habitualmente bastante transitada, al lado de un quiosco de periódicos y
revistas que a esa hora ya tenía echada la persiana, igual que también estaba
cerrado el bar que había enfrente de ella. ¿No había cerrado antes que otros
días? Hacía más frío que las noches anteriores: ésa podía ser la causa de que
Elías no viera a nadie a su alrededor; coches sí, los automóviles transitaban
a velocidades casi suicidas aprovechando el escaso tráfico. Mientras permanecía
con la mirada fija en la rendija por la que, si todo iba bien, debían caer sus
fotografías, expulsadas de las tripas de la máquina, Elías pensó que no debía
haber cedido a la tentación de hacerse esa noche, y precisamente en esa
cabina, unas fotografías que en realidad no necesitaba hasta el día siguiente.
Encendió un cigarrillo, nervioso, pendiente del sonido indicador de la llegada
de sus auténticas fotografías reveladas, y tiró las otras al suelo. Diez
minutos después se quedó convencido de que la máquina estaba realmente averiada.
Su primera reacción fue marcharse de allí; sin embargo, no lo hizo. Apartó las
cortinillas y, dominando a duras penas
su aprensión por el mal olor, volvió a efectuar la misma operación de antes,
comenzando por introducir en la ranura las monedas requeridas. Esperando los
estallidos del flash se sobresaltó al no reconocerse tampoco en el espejo: sus
ojos estaban más hundidos en sus cuencas y rodeados de ojeras; su cabello era
blanquecino y los rasgos que veía reflejados no eran los suyos. Notó una
opresión en el pecho, como le sucedía siempre que lo dominaba el nerviosismo,
y salió apresuradamente de la cabina después de los cuatro fogonazos
indicativos de que la nueva operación fotográfica seguía su curso. Le temblaban
las manos; unas manos arrugadas, de uñas largas y amarillentas. Hacía más frío
que antes y, sorprendentemente,
hasta los automóviles habían dejado de circular por la calle, sumida en el
silencio. No obstante, en la vecina Plaza Mayor el tráfico parecía normal, a
juzgar por el sonido de los vehículos. No cabía duda de que había sido víctima
de una ilusión óptica; las cuatro fotografías bajarían dentro de poco, serían
las suyas, las recogería y se alejaría de ese lugar olvidando el desagradable
incidente. La ansiedad casi dificultaba su respiración.
La cartulina bajó enseguida. Seguía
temblando cuando la recogió: el individuo fotografiado no era él, pero se
parecía mucho al rostro que acababa de ver en el espejo. “¡Qué tonterías estoy
pensando! —dijo en voz alta, como si quisiera justificarse ante un testigo
invisible—. El espejo no podía reflejar otro rostro que no fuera el mío. Yo era el ocupante de la cabina y era yo
también quien me estaba mirando.” Sí, él había
sido el modelo fotográfico, pero el
hombre fotografiado era un desconocido. El silencio que reinaba en la calle
empezó a pesarle; ni siquiera llegaba ya a sus oídos el tráfico de la Plaza Mayor. ¿Qué
debía hacer? ¿Marcharse de allí y buscar otro espejo en otra parte para
comprobar estúpidamente que seguía siendo el mismo? ¿Llamar por teléfono a
algún amigo para que acudiera a la cabina y fuera testigo de tan anómalo suceso
o corroborara que se trataba de una alucinación? La calle se había quedado a
oscuras; las farolas estaban apagadas y no surgía ni una sola luz de las casas,
como si el silencio y la oscuridad se hubiesen confabulado para hundir en la
nada ese fragmento de paisaje urbano. Ni siquiera se vislumbraba una débil
rendija de luz proveniente de un patio o de una ventana; ni el parpadeo de un
televisor en una habitación en penumbra. A pesar del deficiente alumbrado, la Plaza Mayor parecía,
vista desde donde se hallaba Elías, un decorado iluminado por los potentes
focos de un equipo cinematográfico en un rodaje nocturno. “Sólo me faltaba tener
que soportar ahora un apagón”, pensó para tranquilizarse. Podía entender un
apagón, igual que podía comprender que hubiera estado utilizando una máquina
averiada, pero ¿por qué no circulaba ningún vehículo por la calle? Y, sobre todo, ¿por qué la luz de la
cabina seguía encendida cuando todo a su alrededor estaba cubierto por un manto
de negrura?
Una fuerte ráfaga de viento frío impulsó a Elías a refugiarse en la
cabina. Desde dentro, conteniendo a veces la respiración a causa del
insoportable hedor, oyó cómo silbaba el viento armando tal estrépito que
parecía como si arrastrara a su paso toda clase de objetos. Cerró los ojos para
evitar caer en la tentación de mirarse otra vez en el espejo, pero no pudo
resistir el insano atractivo que el azogue ejercía sobre él. Lo que vio lo
horrorizó: el hombre al que veía en el espejo todavía era más anciano que
antes; carecía de cabello, sus ojos estaban hundidos, surcados por venillas
rojas y enmarcados con un círculo negro; su rostro arrugado había adoptado la
misma tonalidad de las ojeras. Elías se miró las manos: estaban más arrugadas,
las uñas eran largas y amarillentas. Al acariciarse el rostro, notó el tacto
áspero de la piel marchita. En el espejo, el desconocido anciano repetía los
mismos gestos suyos, como en una triste caricatura trazada sobre una luna
deformante. ¿Sería cierta la existencia de las criaturas de los espejos? Entre
tanto, el viento había arreciado, agudizando su concierto de silbidos malignos.
Elías, paralizado por el miedo, estuvo un rato escuchando las embestidas del
vendaval contra la cabina. Más tarde se asomó, apartando a un lado la
cortinilla, pero el intenso frío le hizo volver a refugiarse en el interior. No
obstante, sudaba, notaba las ropas adheridas al cuerpo.
Mecánicamente, introdujo otras monedas
por la ranura, movido por una morbosa curiosidad, por un extraño deseo de ver
reproducida en la cartulina la imagen que había visto reflejada en el espejo,
por un afán de negarse a sí mismo en el horror. Luego, tuvo que agarrarse a la
cortinilla, azotados ella y él por el viento, mientras esperaba la entrega
mecánica de la fotografía por cuadruplicado. Un ruido aún más fuerte que el
viento surgió de las entrañas de la máquina y la cartulina quedó depositada en
seguida en el lugar previsto. Al contrario que las otras veces, había caído por
el reverso, mostrando a la mirada de Elías su blancura enfermiza, provocadora.
Y aunque el viento era muy fuerte, la cartulina no se movió ni un milímetro de
donde había caído, como si estuviera sostenida por unas manos invisibles. Le
dio la vuelta. Las fotografías correspondían al mismo hombre de antes,
deformado por una vejez progresiva, pero era reconocible pese a todo. Fue como
una visión de lo que podría ser su propia ancianidad, la luz que iluminaba la
antecámara de la muerte. El viento cesó entonces, tan repentinamente como se
había levantado, y Elías pudo quedarse fuera de la cabina, aunque jadeante.
Respiraba con dificultad, debía de tener fiebre; sentía calor en la frente y en
las mejillas, pero cuando quiso comprobarlo llevándose una mano a ellas el
tacto de la piel reseca rechinando contra sus dedos arrugados le produjo tal
sensación de horror y asco que quiso gritar. De su garganta no surgió ningún
grito, sólo un estertor. Se pellizcó en una mano para que el dolor le
arrancara del mal sueño; se hizo daño, mas no despertó de ninguna pesadilla:
estaba despierto y notaba que se moría.
La calle seguía sumida en la oscuridad. Cerca del lugar donde estaba
Elías, las farolas de la
Plaza Mayor desparramaban su luz sobre el familiar lugar,
sobre vehículos, semáforos y casas, pero para él la distancia parecía haberse
centuplicado. Y sabía que aunque no fuera así tampoco echaría a andar hacia la Plaza: tenía que hacerse
otra fotografía para demostrarse a sí mismo que nada de lo que estaba viviendo
era real, o para demostrar al perverso monstruo de la máquina que no le tenía
miedo. Cuando volvió a entrar en la cabina no podía recordar su nombre ni era
capaz de saber por qué estaba allí, a esa hora tardía, haciéndose unas
fotografías instantáneas. Todavía le quedaban unas monedas sueltas para
introducir en la máquina. Las últimas. Se sentó en el taburete acondicionado
para su estatura y miró de frente, con valentía, a la figura del espejo, casi
un esqueleto con los huesos recubiertos por una piel cenicienta y vestido con
un traje del que pendía como si fuera una percha, como un maniquí aterrador.
Esta vez los cuatro flashes disparados por la máquina le produjeron una
especie de ceguera. Apenas pudo ponerse de pie y tuvo que agarrarse a la
cortinilla para salir fuera de la cabina. Así, agarrado a la áspera tela, esperó
la salida de las fotografías, que llegaron precedidas por el estrépito
acostumbrado. Las cogió con una mano, esforzándose, sin soltar la otra de la
cortinilla, y las examinó a la luz interior: las cuatro fotografías eran
iguales, no había ningún matiz que diferenciara a una de otra, y consistían en
instantáneas de una calavera, con las cuencas de los ojos vacías, con la
oquedad de la nariz, con la boca abierta en una estúpida sonrisa sin labios.
Elías cayó al suelo antes de que pudiera volver a mirarse en el espejo. El
tráfico se había reanudado, no abundante pero sí ruidoso. Lo último que vio
fueron los huesos de su mano derecha, que se había quedado torcida, en grotesca
postura, apenas a un palmo de su rostro, y dedicó su pensamiento postrero a imaginar
el titular con que el periódico daría la noticia de la extraña aparición de un
esqueleto vestido con ropa a la moda dentro de una cabina de fotografías
instantáneas.
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