Sobre la mesa, allí estaba la multi, parpadeando suavemente en la penumbra del despacho. Su superficie estaba inmaculada, pese a que había cargado multitud de datos en su buffer. Se reía de mí, con su recién descubierta inteligencia de marioneta desahuciada. Apuré el cigarrillo, lo apagué en un cenicero cercano y me froté los ojos, doloridos de tanto esfuerzo de concentración sobre las líneas de código que me habían tenido ocupado durante las últimas doce horas de mi vida. Me acerqué a la mesa de trabajo, sin perder de vista el área satinada de aquel engendro con aspecto de folio antiguo. Todavía nada: la impresión de que se estaba burlando de mí, de nosotros, del mundo de los hombres en general, cada vez era más acentuada.
Me senté ante la vieja TFT, crují los dedos, y comencé a golpear el aire sobre el teclado holográfico. De cuando en cuando, mi mirada se desviaba hacia la multi, esperando ver aparecer un dibujo, un iconograma, una pizca de texto que me permitiera descubrir un atajo hacia la intrincada espuma cuántica que contenía, algo que me abriera el camino hacia el universo de nanocomponentes que ocultaba en su interior.
Nada. El horizonte cegador de la blancura.
Intenté acceder a ella ejecutando un programa que se camuflaba bajo el aspecto de un simple rastreador de puertos de comunicación. Cero. Frustración. Sentimiento de culpa. La empresa confiaba en mí. Los directivos habían apostado fuerte, habían proclamado a los cuatro vientos que la multi sería la solución empresarial del siglo, que contribuiría a un ahorro en consumibles que dispararía la cuenta de resultados, que con su presencia en el mundo corporativo las talas de árboles se reducirían en más de un sesenta por ciento en todo el planeta... lo creíamos, lo creíamos firmemente y de todo corazón; jamás había estado en nuestro ánimo engañar a nadie.
Habíamos comenzado el proyecto hacía menos de dos años, un hatajo de locos
recién salidos de la universidad pública, con la cabeza llena de ideas revolucionarias y
el bolsillo vacío, repletos de ideas que había de revolucionar la agostada sociedad en la
que nos había tocado vivir. Creíamos firmemente que son los pequeños avances los
que consiguen los mayores cambios, así que una cosa llevó a la otra y nos vimos
metidos hasta la frente en los primeros pasos de investigación nanotecnológica real.
Hasta entonces, casi todo lo que se refería al tema se había limitado a producir
toneladas de bits de literatura barata y unas cuantas aplicaciones primarias para la
ciencia de materiales, desde tejidos a superficies solares que absorbían directamente
los UV en lugar de usar el cambio de polaridad de los átomos de silicio para producir
calor y electricidad. Se intuía que la revolución llegaría tarde o temprano, y que muy
pronto términos tales como los fullerenos, las buckyballs, la geometría de nanotubos y
el resto de la jerigonza típica de la nueva ciencia serían tan accesibles para el gran
público como la tecnología láser, los microondas o la mecánica cuántica de andar por
casa. Era todo un continente desconocido el que se abría ante nuestros cerebros
cargados de serotonina (y otras sustancias de dudosa justificación científica): desde la
revolución de las terapias médicas inteligentes y autoactualizables hasta mecanismos
de una complejidad abrumadora que cabrían en una superficie no mucho mayor que la
cabeza de un alfiler. Sin embargo, nosotros dirigimos nuestros pasos hacia algo mucho
más cercano y prosaico: las técnicas de impresión.
Sin poderlo evitar, mi cabeza se giró hacia la multi en aquel instante, interrumpiendo
la cadena de pensamientos. Nada. Todavía. Siempre. Di un manotazo al aire,
atravesando el teclado holográfico, cerrando de golpe los procesos de la aplicación.
Una ventana de alerta apareció en la vetusta superficie de la pantalla. ¿Cómo
habíamos llegado a esto, por los crípticos y huidizos dioses del ciberespacio?
Podría parecer una tontería, pero todo surgió mientras nos quejábamos de lo poco
que recibíamos en concepto de becas de investigación y la cantidad de la asignación
que teníamos que desperdiciar en tinta y folios de papel.
-Deberíamos tener una especie de caja de Pandora de dos dimensiones –dijo Fran
medio en serio medio en broma-, un folio eterno donde cupiera toda la información de
miles de hojas de un mismo documento, o algo así… ¿no?
Todos le miramos en silencio. Recuerdo la mirada de Santi, y el tremendo olor a
bodega que se extendía por la habitación. Y entonces estallamos en carcajadas.
-Pero la idea es buena, joder, es de puta madre…
Y lo era, por supuesto. Estupenda, brillante por su simplicidad. Cuando escapamos
de la bruma alcohólica de aquella noche de viernes, todos coincidimos en que la idea
de Fran sería la primera piedra en el sólido edificio que íbamos a levantar. Cada uno en
su propio campo, comenzamos a perfilar lo que habría de ser la multi. Imaginen, con
una sola hoja de falso papel, sin tinta, podrían ustedes imprimir todo lo que les plazca,
leerlo cómodamente, guardarlo si quieren para consultarlo más tarde, y sin impresora,
a través de una conexión inalámbrica corriente y moliente. Fantástico, ¿no creen?
Nosotros estábamos seguros de que revolucionaríamos el mercado, de que todos los
bancos y corporaciones que estuvieran buscando startups donde invertir y blanquear
sus escandalosas cuentas de resultados se rifarían nuestro proyecto. Y no nos
equivocamos. Cuando tuvimos el primer prototipo de la multi arriesgamos todos
nuestros ahorros en contratar a unos tipos que nos diseñaran un campaña de
marketing a alto nivel, ya saben, videoconferencias, presentaciones multimedia, spam
en móviles corporativos, apertura de un portal en Internet… todo muy selecto, muy bien
llevado. Los responsables de la empresa de publicidad, verdaderos lobos en lo que a
tendencias se refiere ni siquiera nos cobraron un céntimo por su trabajo. Nos limitamos
a firmar un contrato en el que les otorgábamos el dos por ciento de las ganancias que
generara nuestro producto durante los diez años siguientes. Aquello nos confirmó que
habíamos dado con un filón, con nuestro El Dorado particular bajo la forma de
nanordenadores Von Neuman con capacidad para interactuar con el universo de
bucky-estructuras que les rodeaban.
La campaña de información se lanzó a los cuatro vientos, un anzuelo forjado de
sueños y esperanzas en mitad del océano de tiburones corporativo. Los japos, por
supuesto, fueron los primeros en picar. Los responsables de una editorial de mangas
vieron las posibilidades de la multi de inmediato: se acabaron los tomos como guías de
teléfono que acababan en cualquier papelera o vagón de metro de ese hormiguero
sucio y maloliente en el que se estaba convirtiendo Tokio; con una sola de nuestras
planchas inteligentes por lector se ahorrarían los costes de toda una década en tinta,
papel y gastos de impresión.
Y eso sólo era el principio.
Los japos vieron mucho más allá. Asistimos a una videoreunión donde nos
plantearon la posibilidad de la reproducción de imágenes en movimiento, la adaptación
de los códecs estándar del mercado, la posibilidad de un streaming codificado
directamente de la Red… Fue una torpeza por nuestra parte, pero dijimos que sí, que
no habría problemas, que sólo necesitábamos un poco de tiempo para adaptar el
software y el material de la multi a fin de que admitieran una cantidad mayor de
proceso de información en tiempo real. No pusieron muchos problemas, salvo intentar
apurar los plazos hasta el último segundo. Sobre mí, como especialista en lógica de
barras, fue el que cayó la peor parte, el trabajo más duro. La patata caliente…
Dejé de recordar por un momento, y eché otra mirada a la nívea y resplandeciente
superficie de la multi. La maldita cosa seguía mofándose de mí, y, a la vez, del mundo
entero.
Porque ya había muchas como ella, oh, sí, en cientos de factorías japonesas y
alemanas, de todos los tamaños y formas. Estaban llamadas a reemplazar las pantallas
de los cines, las vallas publicitarias, libros, revistas, trípticos, carteles, folletos, todo tipo
de documentos… los árboles estarían a salvo para siempre jamás, y con ellos el
verdadero pulmón de esta roca sobre la que habitamos. Pero, ¿a qué precio? Cuando
dimos carta blanca para el comienzo del procesado industrial nunca hubiéramos sido
capaces de imaginar lo que iba a ocurrir, nunca. O no lo hubiéramos hecho. Habríamos
seguido trabajando con los prototipos de laboratorio hasta haber estado completamente
seguros de que todo iba a desarrollarse según lo previsto. Sí, nos cegaron la codicia y
la borrachera de éxito, la nube de efímera gloria en la que estuvimos flotando durante
un tiempo.
Aquel lapso de tiempo, intenso y cálido como una tarde de verano, acabó en el
momento en que las multis dejaron de responder a las órdenes de nuestros programas,
en el instante en que se desentendieron de las peticiones de los hombres.
Ahora sé que yo fui el culpable, es algo sobre lo que no tengo ninguna duda. Soy
responsable de haber jugado a ser dios, y todavía no sé hasta dónde va a llegar el
alcance del castigo a mi soberbia. Al principio parecía una buena idea. Reproducir las
estructuras de distribución de información de los nódulos gliales del cerebro humano en
la complicada red de bucky-núcleos que conformaban el material de la multi. Era la
forma más eficiente de canalización de paquetes de datos con la que me había
encontrado a la hora de atacar el problema de la reproducción de material multimedia
en tiempo real, sobre todo teniendo el cuenta los exigentes cánones que la industria
exigía en aquellos momentos en cuanto a calidad. Perfecto. Fantástico. Aplaudan al
nuevo genio del siglo XXI. La teoría era intachable, sólo que parece que olvidé un
pequeño detalle.
No estábamos trabajando con sobre una simple malla de nanotubos que se
limitaban a conducir los clusters de datos por los canales adecuados.
La base de los componentes de la multi eran nanoprocesadores cuánticos con
capacidad para codificar complicadísimos algoritmos con operadores de lógica difusa,
capaces de ajustarse a nuevos entornos de información, de replicarse, de mutar si era
necesario dentro de los estrechos límites de su universo. Sí, es lo que están
imaginando: yo les dí la capacidad de aprender, de descubrir lo que había más allá de
su inmediata realidad. Sin ser consciente de ello, les otorgué las llaves del reino
macroscópico.
Una mañana, hace sólo unos días, a menos de dos semanas de la presentación
mundial, mientras me conectaba a la Red, coloqué la mano sobre el prototipo que
estaba utilizando. Sentí un calor intenso, efímero, que se extendía por la palma,
ramificándose hacia el resto del cuerpo. De repente, la sensación desapareció,
dejándome atrapado en un dejà vú. del que apenas pude salir con un parpadeo
acelerado. Me sorprendí respirando con angustia, los pulmones acelerados. De forma
inconsciente, mis ojos planearon sobre la superficie de la multi, emborronada desde la
noche anterior con gráficos tridi de una empresa de estadísticas en tiempo real que
operaba en Internet. Las líneas comenzaron a desaparecer ante mis pupilas atónitas,
hasta que la superficie de la multi quedó absolutamente limpia. Creí distinguir entonces
un leve fulgor, verdoso, en una longitud de onda que provocaba desasosiego. De
repente, el espacio en blanco comenzó a llenarse de caracteres en mayúsculas:
...AGTTAGTCCAGGTAAGTGAAGCCATAGGATTTC...
Tardé unos segundos en comprender qué era aquello. Al principio deseché la idea
por imposible, por descabellada, por intentar no caer en la locura que estaba a punto
de apoderarse de mí. Poco a poco, la razón se fue imponiendo al resto de los hechos,
para dejar paso a la verdad desnuda. Era una secuencia de aminoácidos, con toda
seguridad la de mi propio ADN. Aquella cosa había extraído mi información, lo que me
convertía en lo que soy, del simple contacto con mi piel, y lo había recodificado al
lenguaje humano. Puede parecer simple, pero les aseguro que esa operación es de
una complejidad inimaginable, y más tras haberse realizado en un lapso de tiempo tan
corto. Tuve miedo, un miedo cerval, arcaico, primigenio, y el mundo comenzó a dar
vueltas a mi alrededor, sobre todo cuando vi, con horror, que la sucesión de
mayúsculas volvía a difuminarse y que un claro esbozo de mi rostro ocupaba su lugar.
Más nítido que una fotografía, más vivo, con los labios curvados en una expresión de
pánico y angustia que debía corresponder a la que en aquel momento se dibujaba en
mi rostro.
¿Cómo podía saber el engendro, limitado en su nanouniverso de matemáticas
incomprensibles, qué estaba sucediendo a nivel macroscópico?
Creo que aquello podía interpretar la información de las feromonas que flotaban a su
alrededor. Quizá debiera haberme alegrado, tomarlo como un serendipity más en el
tortuoso camino de la ciencia y alegrarme por haber encontrado el decodificador
definitivo, el traductor universal, la estructura que eliminaría las barreras de los
lenguajes y los códigos. Pero no, de ningún modo, no había nada por lo que sentir
gozo. Al menos yo no lo veía.
Durante las horas siguientes, la multi desplegó toda una serie de contenidos
imposibles en su blanca pantalla, de forma tan rápida que acabo siendo sólo un oscuro
borrón que cambiaba de tonalidad de cuando en cuando. Cuando las primeras sombras
de la noche comenzaron a colarse por los ventanales del despacho, se detuvo.
Permaneció unos minutos en blanco, durante los cuales pude respirar con normalidad
después de todo un día conteniendo el aliento. Entonces, sin transición alguna, en su
superficie se formó la frase:
NO SOIS NADA
Fue en ese momento cuando me desmayé, incapaz de soportar tanta tensión.
Desperté horas más tarde, con el cuerpo dolorido por el golpe contra el suelo y por la
postura. Me acerqué a la multi. Su superficie volvía a estar en blanco, y ha
permanecido así desde entonces. He estado trabajando día y noche desde entonces
para intentar acceder a sus entrañas, pero mucho me temo que no voy a ser capaz de
hacerlo. Y, sinceramente, no sé lo que nos deparará el destino. No deberíamos tener
miedo de una simple superficie, de un pobre remedo de una inofensiva hoja de papel,
pero ustedes no están viendo lo que yo.
La espuma que está creciendo en sus esquinas, los diminutos filamentos que están
desarrollándose en sus bordes, el débil ronroneo que de cuando en cuando parece
inundar el silencio de mi despacho. Lo peor es que no me atrevo a tocarla, que sé que
no puedo destruirla. Al fin y al cabo, soy uno de sus creadores, la conozco, puedo
imaginar de lo que es capaz.
Dentro de poco habrá cientos de miles, distribuidas por toda la superficie del planeta,
colocadas a lo largo y ancho de la actividad humana. Estén preparados: el mundo tal y
como lo conocen no volverá a ser el mismo.
Ya no lo es.
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