Como todas las mañanas desde que la infernal ballena blanca le arrancara la pierna junto a un pedazo de su propia alma, el capitán Ahab bajó de su hamaca con el pie izquierdo. Aquel gesto se había integrado tanto en su rutina que se había convertido en un acto reflejo muy conveniente para su equilibrio. Solo cuando tenía bien afianzado el pie sano podía acompañar a este la pata de marfil que sustituía al miembro amputado. El golpe seco que daba esta en el tablazón del camarote era la señal de que la caza se reanudaba —si es que, de algún modo, se había detenido durante la noche-, de que la vida, aun en condena, seguía su curso. Era un tañido que, irremediablemente, le robaba una sonrisa feroz.
Se aseó y se vistió con febril parsimonia, con la mente puesta en el fantasma del sanguinario animal como una inquietante extensión de sus propias pesadillas, y todavía se tomó un momento para recortarse la barba y afeitarse el bigote y bajo los pómulos. Aquel día iba a necesitar toda su presencia para imponerse a la tripulación. Lo sabía como buen lobo de mar que ha aprendido a leer en las señales que siempre, si se sabe dónde buscarlas, se encuentran a bordo. Los marineros, pensaba, son como libros abiertos para quien ha aprendido a leer en ellos. Gentes de carácter. Supersticiosos. Como él mismo. No podía ser de otra forma, ya que se encontraban constantemente afrontados a las profundidades abisales...
Desde hacía una semana corrían rumores por la cubierta de que había un Jonás en el Pequod. Aquella era la explicación que encontraban tanto marineros como arponeros a la desoladora escasez de cetáceos. La pesca estaba siendo particularmente mala: apenas avistaban ballenas y, cuando por fin siete días atrás consiguieron alcanzar una, esta se revolvió de tal manera que destrozó una de las lanchas y por poco no dejó sepultados en el mar a tres de sus hombres. Suerte tuvieron de que los remos los mantuvieran a flote el tiempo suficiente. Buena suerte, no mala como les quería hacer creer el carpintero, ese cura malogrado que mataba su soledad en alta mar.
Poco importaba. Desde aquel incidente cualquier nimiedad se había convertido en un funesto presagio. Si las gaviotas se obcecaban en seguir al Pequod aun lejos de tierra firme, seguramente atraídas por el olor de los despojos, era un mal augurio. Si el viento llega racheado y timorato, incapaz de impulsarlos más hacia el oriente alguien leía un futuro de perdición en los cielos. Cuando las ballenas no daban señales de vida era la señal inequívoca de que los perseguía la mala fortuna, siempre un paso por delante. Si daban con una y conseguían darle muerte, de que más les valdría poner proa al primer puerto y exorcizar el navío con agua bendita o la ayuda de algún santero.
Pero él sabía que lo único que iba un paso por delante de ellos era su némesis, Moby Dick. Era ella la culpable de que las otras ballenas rehuyeran al navío, de que se mostrasen más feroces y nerviosas que de costumbre. La ballena blanca los había marcado, reservado para ella, y sus congéneres no osaban contradecir sus designios pues no atrevían a medirse con aquella asesina blanca. Él, Ahab, lo sabía, lo notaba en los huesos que le quedaban, en los quebrados y en sanos. Por eso era el capitán. Por eso los conduciría a su destino final contra viento y marea.
Lo haría aunque el destino no le pusiera las cosas fáciles, porque entendía a los marineros, los conocía, y por eso sabía cómo hablarle y cómo tratarles. No podía culparlos por sus habladurías, ni siquiera contradecirlos. ¿Creían que había un Jonás a bordo? Él haría que se olvidasen de él: con su propia mano había clavado en el mástil una moneda de oro, la recompensa para aquel que viese en primer lugar la ballena blanca. Aquello haría que toda su atención se volcase en el ancho océano, ahí donde sus ojos habrían de descansar.
No dudó tampoco cuando una de las gatas dio a luz una extra camada de siete gatos negros. Aun penándole el sacrificio, ya que sabía cuan útiles les hubieran sido aquellos cachorros a bordo, negros o no, para combatir las inevitables plagas de ratas, dio orden de arrojarlos por la borda. Y cuando la marinería se mostró renuente, quien sabe movidos por qué temor ancestral, él mismo se encargó de ahorcarlos de la verga del trinquete cuando lo izaron, como todos los días, para que vigilase las aguas en busca de su némesis. Constituían un macabro contrapunto, siete marionetas deshechas mecidas por el viento, al ataúd que Queequeg había colgado a popa.
Aquellos siniestros pendones reconfortaban a Ahab. En los laberintos de su mente desquiciada eran la prueba palpable de su conocimiento de la tripulación, una concesión a su ignorancia, un arbitrario tributo a ese corazón primigenio que, desde la noche de los tiempos, late en el pecho de todo hombre.
Pero el capitán Ahab, con su sonrisa feroz, exultante bajo los cielos tempestuosos que azotan los siete mares, distraído con su persecución impía, con su venganza insaciable, no había prestado la suficiente mención a los rumores sobre jonases que recorrían el Pequod.
No debería haber mezclado hierros para forjar un arpón, murmuraba el carpintero. Menos aún templarlo en sangre pagana. Nos traerá a todos la ruina, escupía alguien a barlovento. Otro miraba el palo herido por la moneda y meneaba la cabeza. Un tercero se exclamaba: ¡Ha mancillado el espíritu de la nave!, y pensaba que más hubiera valido una cruz de hierro que espantase a los malos espíritus que el impuro oro que atrae a los espectros codiciosos.
Fueron largos días los que transcurrieron desde que una orca destrozase la tercera lancha del Pequod, largas jornadas en las que frotar la cubierta mientras se descifran los signos que la Providencia deja a la vista de los hombres, eternas horas de duda hasta que el luciferino capitán subió a bordo con una camada de gatos negros en el regazo.
Lo izaron entonces en la red hasta lo alto del trinquete, como tantos otros días, aunque un nuevo temor vibrase en los ojos de la tripulación. Aunque en aquella ocasión más de uno hubiera deseado haber ajustado la soga a su cuello con el mismo nudo marinero que el viejo mutilado brindó a todos y cada uno de los cachorros. Fue en aquel momento cuando Ahab selló su destino por segunda vez, pero en esa ocasión no vio ningún navio fantasma encarnado en ballena blanca para advertirle de que sus hombres habían encontrado al Jonás. Para advertirle, aunque fuera en vano, que iban a ajusticiarlo como solo son capaces los balleneros asustados.
Lo sepultaron en el mar pasada la medianoche, cuando la clepsidra de guardia marcó la hora en que los muertos favorecen las venganzas y los ángeles miran hacia otros infiernos. Un relámpago solitario fue todo su epitafio.
A la mañana siguiente, como todas las mañanas desde que la mefistofélica ballena blanca le arrancara la pierna junto a un pedazo de su propia alma, el capitán Ahab bajó de su hamaca con el pie izquierdo. En aquella ocasión, sin embargo, el tañido vengativo sonó desde el primer paso, la piel y la carne roída ya por los peces abisales.
El viejo no tuvo valor de contemplarse al espejo antes de subir a cubierta, sino que se limitó a abrocharse la casaca y se encaminó al puente dispuesto a enfrentarse a la tripulación insubordinada con la mente todavía liada en preocupaciones y anhelos que parecían enredarse con sus sempiternas pesadillas. Cuando por fin aferró la rueda del timón, en los cielos restallaban relámpagos como ígneos dedos de muerto y las aguas estaban cubiertas por una capa de niebla tan densa que era imposible ver a dos brazas de distancia. Sin embargo, Ahab supo que no era por ello por lo que no había ni un solo marinero a bordo.
No, sabía que habían desertado al sentir el olor de la muerte.
Lo sabía porque los conocía.
Gentes supersticiosas.
Como él mismo.
Solo que él, y aquella era la clave, tenía una determinación en mente que le hacía sobreponerse a cualquier mal presagio, a cualquier temor. Incluso al de navegar en un navío fantasma, convertido en un holandés cualquiera.
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