José María Merino retratado por Félix de la Concha |
En tres días se puso oscuro y frío, hasta que acabó por nevar. Él se había quedado dormitando en el sillón, como de costumbre, cuando Gregoria llegó corriendo.
—¡Nevando en junio! —voceaba—. ¡Nunca se viera cosa igual! ¡Despierte! ¡Nieva!
Se levantó, asustando al gato que dormitaba también tumbado a sus pies, y se acercó a los ventanales. Los copos pequeños, en masas nutridas, desaparecían de modo instantáneo al tropezar con
los tejados y la tierra de la calle. Por encima de aquel espeso torrente blanco, y a pesar de las nubes oscuras, la tarde resplandecía.
Salió a la huerta. Aquellos copos rápidos, que no cuajaban sobre las tejas, conseguían allí una breve permanencia, levantando pequeñas crestas en los bordes de las hojas de los árboles y de los rosales, tiñendo la hierba de un leve blancor. Y cuando dejó de nevar —del mismo modo súbito y extraño que había empezado— aquel blancor se apagó en unos instantes, devolviendo a la huerta sus colores naturales a través de una pasajera pero evidente sensación de oscuridad, como si la nieve al punto derretida hubiese sido un misterioso fulgor irradiado desde dentro de las ramas, de las flores y de las briznas.
Aquella incongruencia —la mueca del invierno cuando terminaba la primavera y el verano era irreversible— había traído a su ánimo una sensación desconsolada, y el fulminante apagón apoyó su desasosiego. El rostro súbito del invierno era algo más que un avatar climatológico: tenía algo de su propia actitud de tantos años, que culminaba en los últimos tiempos. Una especie de amargura postrimera en la que iba a verterse el caudal de una vida tan larga como solitaria. Con ese sabor de invierno volvió a la sala y, aunque Gregoria ya había eliminado, muchos días antes, toda la ceniza de la chimenea, colocando entre los morillos relucientes un enorme cóleo, le ordenó encender.
—¿Fuego? ¿A estas alturas? —exclamaba ella con una admiración que no conseguía ocultar el reproche.
—¿No nieva? A grandes males...
La oyó refunfuñar mientras se afanaba en la preparación de los leños, tras llevarse el tiesto a la galería. Sentado de nuevo en el sillón, contempló aquellos esfuerzos de la vieja con la frialdad de una comprobación científica, hasta descubrir en sus movimientos, cada vez menos ágiles, y en el lento arrastrarse, el reflejo también de algo propio, íntimo. Las llamas que brotaron al cabo entre los leños fueron transformando su melancolía en la sensación benefactora de los inviernos de la infancia, de vacaciones nevadas, peleas de bolas, avellanas y nueces cascadas al reverbero calurosísimo de las brasas.
—Ni que estuviésemos en Navidad —siguió refunfuñando Gregoria mientras se limpiaba las manos en el mandilón.
Las dos últimas Navidades habían reconstruido borrosamente aquellas de la infancia. Vinieron sus dos sobrinos con las mujeres y los hijos y la casa recuperó parte de los lejanos bullicios. Los niños corrían sobre la nieve, patinaban en los resbalizos, comían, también junto al fuego, las avellanas y las nueces y las castañas, jugaban con los regalos que, adelantándose a las fechas de su propia tradición infantil, les habían dejado los Reyes en la balconada. Iban a contemplar el modesto belén de la parroquia y, al regresar, le preguntaban por qué no ponía él también un nacimiento en casa.
—Ponedlo vosotros, si queréis. Yo no tengo con qué.
Los dos años, los niños hicieron proyectos fervorosos para construir un belén el año siguiente. Con la imaginación transportaban ya las piedras, las cortezas, las ramas, las arenas y los musgos que servirían de montañas, de prados, de carreteras y senderos, de palmeras, acopiaban ya el talco que se esparciría sobre todo como una sutil nevada.
Oyéndoles, sonreía. Aquellos sueños fulgurantes estaban
sin duda condenados a no hacerse realidad. Volverían en la siguiente
Navidad y recordarían entonces los proyectos olvidados,
con la enorme y pasajera decepción infantil.
Aquella misma tarde, cuando la nieve incongruente quedó totalmente deshecha por un crepúsculo anaranjado y risueño, concibió la idea del nacimiento. De joven, había sido hábil constructor de pequeños navíos que iba levantando poco a poco, en una entrega silenciosa y aplicada que la absorbía tardes y noches. Aquella afición se extinguió de pronto, con la inesperada muerte de su padre: la contemplación de la agonía y del último aliento, la conciencia súbita de lo irremediable de la inmovilidad paterna, forzaron su ánimo a una gran transformación y por la noche, cuando volvió a su alcoba, el galeón que, escorado a estribor, mostraba las cuadernas y los esbozos de tallas en la popa, le pareció un juego pueril y burlón, un engaño.
No terminó aquel barco ni construyó otros, pero tampoco volvió a disfrutar nunca de una paz tan completa como cuando los iba realizando poco a poco, ignorante del rostro de la muerte. De modo que revolvió en el armario de su alcoba juvenil hasta encontrar las herramientas, los pinceles, los tubos de color. Luego buscó en la leñera un trozo de madera de chopo y, sentado otra vez junto a la chimenea, donde un leve rastro de ceniza denunciaba el fuego de la tarde, comenzó a escarbar en él con los
pequeños cuchillos.
El nacimiento ocuparía una gran parte del desván y le servirían de base varias puertas viejas, sostenidas por caballetes. Lejos de la escenografía tradicional, el belén iba a tener un paisaje insólito: el mismo del pueblo y de su entorno, repetido en una escala minúscula, con casas de dos palmos y calles no más anchas que una mano. La colina en cuya ladera estaba el pueblo sería reproducida también y, en lo alto, el círculo de piedras semienterradas que daba testimonio de algún remoto asentamiento. El río, y sobre el río el puente, tendrían de igual modo su lugar en el belén, y parte de la colina que ascendía al otro lado del río. Recuperó, nuevo y completo, aquel entusiasmo absorto de los años mozos, cuando tallaba con habilidad el suave adelgazamiento de las vergas y del bauprés, o pergeñaba cuidadoso el mascarón de proa, el hueco de las cofas, el diamante del ancla, la tabla del timón.
Construyó primero su propia casa. Sola en la ladera del pequeño montículo —desnudo todavía de cualquier simulación de hierbas, rocas, caminos— tenía, sin embargo, una presencia singularmente verosímil.
La larga luz de las tardes del verano fue atravesando el hueco del ventanuco y él, entre el aliento caluroso que penetraba también por allí como una lengua cálida, entre el descanso de los murciélagos que colgaban de las vigas como frutos o embutidos extraños y oscuros, entre la quietud que hacían más exacta los ocasionales sonidos del exterior, iba obligando a crecer al pueblo: y junto a la suya, fue construyendo las otras casas, los portales, los corrales, los huertos.
Al atardecer, subía al castro y comparaba con mirada minuciosa la realidad verdadera del pueblo con su reproducción, levantando planos cuidadosos que marcaban la dirección de las fachadas, la altura de las tapias, la anchura de las puertas, el aspecto del empedrado, la proporción general de vanos y volúmenes. El otoño se anunciaba ya —el desván estaba frío y, a veces, penetraba por el hueco del tragaluz alguna hoja amarilla— cuando remató la espadaña de la iglesia, con dos pequeñas campanas de talco pintado. Luego fue preparando los montes, los huertos, los árboles y los senderos.
Para los Santos, pudo contemplar el nacimiento terminado. Sus manos habían conseguido reproducir, en una escala minúscula, el aspecto verdadero del pueblo, con los montes y el río. Se agachaba hasta meter la cara entre las casas y buscaba la inclinación que le permitiese la cercana visión de aquellas insólitas perspectivas vacías.
Lo solitario del paraje le sugirió la necesidad de unos habitantes y comenzó, con ánimo regocijado, la esquemática reproducción: el alcalde —que era al tiempo propietario de la tienda—, el guarda del coto, la maestra, el cartero de la villa en su moto, el cura, hombres, mujeres, rapaces, bestias. Los vecinos fueron saliendo de sus manos con una rapidez insospechada. Y gallinas, palomas, ovejas. Y Gregoria. Y él mismo, con su bufanda de los inviernos.
Diciembre llegó con lluvia. Una compleja red de cables sujetos al techo propició la instalación de varios portalámparas y las bombillas, ayudadas por botes vacíos y papeles de celofán de diversos colores, dieron al panorama del pueblo fingido, con las figuritas repartidas en calles, corrales y edificios, una atmósfera densa, una bruma opaca que se ceñía a las maquetas y a las figuritas como la niebla a las casas y a los hombres reales, cuando llegaba la noche.
La lluvia repicaba con fuerza en el tejado. Las perspectivas que tanto le asombraron otras veces por su extraño parecido con el pueblo verdadero, cobraban una gran nitidez: podía pensarse que éste era el pueblo y que el de fuera —envuelto en oscuridad y agua— era solamente su trasunto grandón e impreciso. Por una calle bajaba el afilador, ante el rostro blanco de una mujeruca que lo veía pasar desde un portal. Un perro olisqueaba la fachada de la tienda y, envuelta en sus capotes, una pareja de guardias civiles iniciaba la subida, buscando el cobijo de la casa cuartel. El cura, dentro de casa, por la ventana, miraba llover en la plaza.
El sonido de la lluvia sobre las tejas parecía resonar en el monte mínimo, sobre los senderos y los callejones de arena cernida, en los prados simulados con aserrín teñido y encolado, entre las ramas peladas de los pequeños chopos, sobre las aguas de mentira del río.
Movía la cabeza a un lado y al otro y, con el leve mareo causado por lo forzado de la postura de su cuello y el enfoque escaso de sus ojos, el espacio del belén se fue haciendo equívoco: la plaza, a la altura del suelo y desde la pared norte de la iglesia, tenía la misma inclinación que la plaza real; y la penumbra del desván, detrás de la figuración del castro, era la imagen misma de la noche de invierno; el puente, que cruzaba un jinete sobre su mula, se tendía encima de un río lleno de las espumas turbias de las riadas; la fachada de su casa, vista con los ojos asomados al tejado, tenía toda la apariencia de la casa verdadera, cuando se miraba hacia abajo desde el desván, por la claraboya del muro frontero.
Y, de pronto, dejó de llover. No fue consciente de ello hasta que se produjo el primer movimiento; pero cuando sucedió, le pareció que sus oídos se abrían a una nueva magnitud sonora, a un silencio preciso y extenso, sin lluvia ni otro rumor que el de las tablas del suelo crujiendo bajo sus pies.
Lo vio de reojo y quiso suponer que había sido una ilusión óptica. Sin embargo, después de que movió la cabeza para mirar directamente, el perro seguía correteando a lo largo de la orilla.
Retrocedió ante el inesperado descubrimiento y la sorpresa se convirtió en miedo —un miedo frío que se le enredaba con fuerza en el cuerpo— cuando su mirada abarcó una panorámica mayor del pueblo: porque todas las figuras se movían. Con el ritmo de la vida real, los hombres y las mujeres
cruzaban las calles, entraban y salían de las casas, escardaban en las huertas, se afanaban en los corrales. Por el silencio límpido empezaron a desparramarse unos murmullos suavísimos: como del río fluyendo, o de algún niño llorando; como de jatos mugiendo en las profundas cuadras; como de conversaciones en las cocinas.
Observó despavorido el nacimiento: en el centro del desván, el monte, las casas, la corriente, la chopera, parecían palpitar con una realidad incuestionable. Y su miedo se convirtió en horror. Reculó hasta la entrada, cambió de un manotazo el sentido de la clavija en el viejo interruptor y, sin atreverse a mirar la súbita oscuridad, cerró la puerta e hizo girar la llave.
La casa ofrecía su latido habitual, con Gregoria preparando la cena y el motor del pozo cargando el depósito. Fue recuperando la verdadera dimensión de las cosas y apartó de sí, con un esfuerzo firme, la horrenda sospecha que aquella apariencia de vida le había sugerido: que el belén era lo real y él sólo una gran figura inerte tallada de una astilla por unas manos hábiles.
A la mañana siguiente, la conciencia del despertar habitual, hecha a medias de cansancio y de pereza, puso los recuerdos en su lugar: sin duda su experiencia de la víspera había sido solamente una alucinación de los sentidos. Y cuando tras arreglarse y vestirse bajó a almorzar, la acedía de tantos años, que sólo su frenesí de artesano había logrado aplacar durante unos cuantos meses, lo atrapó de nuevo para devolverle a la gris pero segura paz de su viejo escepticismo.
Sin embargo, la cocina estaba vacía, la cafetera abierta y la mesa sin componer. Desconcertado por aquellas trazas poco usuales, llamó a la vieja criada.
—¡Gregoria! ¡Gregoria! ¿Qué pasa?
El grifo del fregadero goteaba con compás de péndulo. Chirriaron los goznes de la puerta del corredor, pero ninguna pisada se acercó. Entonces, tapando su boca con la bufanda, se encaminó al corral.
Sobre el empedrado, asomando de la oscuridad del lavadero como dos reproducciones de madera a tamaño natural, las canillas de la mujer, rematadas en las grandes alpargatas negras de felpa, anunciaban un percance. Cuando llegó a su lado, la sorpresa horrorizada no le dejó rebullir: el cuerpo de la vieja estaba tirado boca abajo, y su espalda aparecía abierta como un libro bajo las ropas desgarradas. Detrás de las costillas se adivinaba la masa de las vísceras. Inverosímilmente limpio, el escapulario del Carmen se posaba entre los jirones sanguinolentos.
Y estaba contemplando el cuerpo destrozado, preso todavía del estupor inicial, cuando comenzó a sonar el rebato de las campanas. Salió apresuradamente de casa y se encaminó a la plaza. En la mañana gris, la gente se estaba reuniendo en un corro. Por encima de las cabezas se alzaban los blancos penachos del aliento. Antes de que él hubiese podido hablar, le dieron la noticia de que, en la mañana, habían aparecido, también deshechos, los cuerpos de tres vecinos y de dos caballos.
Las jornadas, que transcurrían sin alteración ni sorpresa durante las horas de luz, adquirían durante la noche una dimensión pavorosa. Después de las muertes primeras, todavía hubo otras. Un pescador furtivo y dos perros, la primera noche; una familia entera de gitanos, instalados aquella misma tarde en la era con su tartana y sus bártulos, la segunda.
La rotunda desmesura de los degüellos sobrepasaba cualquier hipótesis y hacía callar a todos, como una invisible pero violentísima bofetada. Así, encerrada en sus casas, la gente del pueblo sentía empavorecida cómo el suelo temblaba, o escuchaba los gemidos de algún animal asustado que recorría las calles perseguido por un acoso inimaginable.
Solo ya del todo, al horror misterioso se unía la necesidad de asumir, en toda su amplitud, su propia subsistencia. La cama estaba cada vez más revuelta; la vaca pedía ser ordeñada; la cocina se iba desordenando y ensuciando progresivamente. El cuarto día, la imagen de un jamón mediado, sobre la mesa de la cocina, entre migas y restos de hogaza, en aquel conglomerado de platos y cacharros sin fregar, le dio la medida exacta de su situación.
La madrugada del quinto día, un viernes oscuro como una sartén, las campanas volvieron a retumbar entre la bruma. Una fuerza descomunal había destrozado la ventana de una casa. Los habitantes, un anciano matrimonio, yacían entre los restos de loza y madera como los muñecos olvidados después de una larga tarde de juego, y sólo la sangre, que lo embadurnaba todo, imprimía
en la escena el sello certero de lo real. Sin embargo, el marco arrancado de cuajo, con toda limpieza, con una facilidad sobrehumana, y la forma en que estaba rota la vieja mesa de pino, como si en su centro se hubiese apoyado una fuerza incalculable, le recordaron la fragilidad de los pequeños objetos que él mismo había tallado, y que tan sólo un ligero esfuerzo de sus dedos astillaba y desmoronaba.
Esa imagen no le abandonó ya a lo largo del día. La cocina destrozada de los viejos, con los propios cuerpos descoyuntados, se mantenía viva en su mente como una maqueta rota. Sobre el miedo y el hastío comenzó a cuajar entonces una determinación.
La noche había caído ya. Buscó en el trastero la llave y se dirigió al desván. Otra vez el suelo se movió y los muros parecieron temblar. Cuando llegó a lo alto de las escaleras y abrió la puerta, el brillo leve de la claraboya y del ventanuco acotaban la enorme masa oscura de la estancia.
Encendió la luz. Entre la pacífica inmovilidad de las casitas, en aquella bruma simulada por la mezcla de las luces multicolores, había un gran bulto. Era el gato. Sin duda había quedado encerrado en el desván. Estaba agazapado junto a la reproducción de su casa, los ojos fijos en la claraboya. Miraba a la pequeña figura, de cuyo cuello colgaban los rabos de una bufanda. Alargaba su zarpa.
La figurita corrió entonces por el desván, llegó hasta el borde del nacimiento, atrapó con sus manos al gato y, volviendo con él hasta la puerta, lo echó escaleras abajo. Revolvió luego en los baúles, buscó en las alacenas y las cajas amontonadas, hasta conseguir un montón de trapos —viejos capotes, estrambóticos vestidos, cortinas apolilladas, sacos— y cubrió con ellos todo el belén. Cuando terminó, cerró la puerta a sus espaldas, hizo girar la llave, bajó las escaleras, salió a la huerta —en la noche neblinosa brillaba un cacho de luna— y, después de levantar con esfuerzo las tablas carcomidas del antiguo pozo, arrojó dentro de él la llave que, tras un instante, chapoteó con eco leve en la húmeda negrura.
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