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Ahora que pienso en ello, no sé por qué, pero imaginaba de otra forma al dueño del Libro Negro. Desde luego, no esperaba encontrarme con un hombre fuerte y entrado en años, con algo que me recordaba a los tenderos de antes: uno de aquellos personajes de mandiles a rayas que conocían el nombre de sus clientes y que atendían el mostrador con un lápiz detrás de la oreja. Y, sin embargo, un hombre así fue quien respondió a mis llamadas.
–El Libro Negro –dije simplemente–.
–¿El Libro Negro? –me miró con expresión perpleja.
–El Libro Negro –asentí, sin dejarme confundir por su falsa ignorancia–, usted lo tiene.
Dudó un par de segundos, estudiándome pensativamente. Luego, con un gesto, me franqueó el umbral de su casa. Aquel hombre vivía con modestia, en un piso interior de paredes empapeladas. Le seguí hasta un salón minúsculo y sombrío, abarrotado de viejos muebles obscuros y macetas con plantas de interior. Me señaló una silla, cerrando los visillos de la ventana. Con el índice, se ajustó las gafas de gruesos cristales.
–Poca gente ha oído hablar del Libro Negro.
Acepté ese hecho con un vaivén de la cabeza.
–La primera vez que supe del Libro Negro, fue hace casi veinte años –entonces, recordé mis buenos modales–. Disculpe por presentarme de esta forma en su casa. Desde que tuve la certeza de que el libro existía, he dedicado mucho tiempo a descubrir su paradero, y no ha sido nada fácil. Por supuesto, usted no sabe nada sobre mí y...
Me interrumpió con un gesto, dando por buenas mis explicaciones.
–No soy bebedor, pero puedo ofrecerle un café.
–Gracias –decliné–, pero no se moleste por mí.
–Bien, un minuto –y se marchó por el pasillo.
Cuando volvió, sentí que el corazón me daba un vuelco. Entre las manos traía un tomo grueso y grande, como esos volúmenes que vemos expuestos tras las vitrinas de los museos y que solemos asociar con la antigüedad.
–El Libro Negro –dijo con cierta solemnidad, y lo depositó sobre la mesa.
Estudié atentamente el tomo. Le señalé las tapas de madera.
–Había oído, ejem –carraspeé–, me habían dicho que estaba encuadernado en piel humana.
–Piel humana, ¿eh? –volvió a ajustarse las gafas con gesto divertido–. A la gente le gusta exagerar. La actual encuadernación data del siglo XV y está realizada con planchas de madera, como puede usted comprobar. Los folios son de muchas épocas; pero, hasta donde yo sé, todos son pergaminos vulgares.
Se sentó frente a mí, colocando el libro entre ambos.
–Bien –dijo–, antes de nada y para evitarnos equívocos, ¿sabe usted que es exactamente el Libro Negro?
–Por lo que conozco, el Libro Negro es una especie de libro de honor, una especie de cuaderno de autógrafos, muy antiguo y dedicado a una clase de gente en particular.
–Correcto –abrió el libro–, el primer folio está rubricado por Marco Cómodo Antonino, un emperador romano...
–Sucesor de Marco Aurelio –le atajé– y famoso por su crueldad.
–Así es –pasó el folio–, inmediatamente tras él, tenemos varias anotaciones de la misma época, de personajes mucho menos conocidos, pero igual de feroces que Cómodo. Así fue como se creó el Libro Negro. Yo se lo iré mostrando: algunos pergaminos tienen muchos siglos y hay sellos de cera que se deterioran con mucha facilidad.
Comenzó a pasar lentamente las hojas. Folios y folios repletos de sellos, rúbricas y dedicatorias.
–Unos son personajes históricos, otros fueron famosos en su tiempo y algunos pasaron desapercibidos incluso en su época. Todos eran personajes sedientos de sangre, de una u otra forma.
–Hay algo que me intriga: parece difícil creer que tanta gente aceptara estampar su firma en un libro que es como un recuento de asesinos.
Aquel hombre volvió a sonreír divertido.
–Usted subestima la vanidad de la gente. Considere que estas páginas están rubricadas, de puño y letra, por emperadores, reyes, estadistas, figuras históricas y algunos ilustres desconocidos. La posibilidad de firmar el Libro Negro se le ofrece a muy pocas personas; es como un club muy exclusivo y, por tanto, su ingreso en él es un honor muy codiciado.
–Curioso.
Creo que pasamos horas ojeando el Libro Negro; su propio dueño, que debía conocerlo de memoria, acabó girando su silla para poder leerlo a la par que yo. Había inscripciones de todos los siglos y lugares, en una docena de alfabetos.
–Observará –me comentó– que las anotaciones del final, las de este siglo, son mucho mas abundantes.
–Ha sido un siglo sangriento –admití.
–Tonterías, le aseguro que, en este siglo, no hay nada que no haya sido hecho ya con anterioridad. No, la mayor proporción se debe a la mejora de las comunicaciones –volvió hacia atrás, para mostrarme un poema escrito en un alfabeto oriental–. Esta anotación es del siglo XVII, conseguirla significó un viaje de casi dos años. Con las comunicaciones actuales, eso ha cambiado.
–Y dígame –le pregunté–, en todo este tiempo, ¿el libro ha estado en posesión de su familia?
–No, claro –sonrió ante mi candidez–, dieciocho siglos pesan mucho. El Libro Negro pasa normalmente de padre a hijo, pero en todo este tiempo ha habido muchos cambios, la mayoría de las veces por extinción de líneas familiares... aunque se han dado casos más violentos.
–Bien –levanté mi maletín y lo dejé sobre la mesa.
Aquel hombre volvió a ajustarse las gafas, esta vez con gesto de asombro.
–Ni por todo el oro del mundo –balbuceó–, me desprendería del Libro Negro.
–No pensaba ofrecerle dinero –abrí el maletín y le mostré su contenido–. Orejas de mujer momificadas, todas del lado derecho; un centenar exacto, ni una de más, ni una de menos –puse sobre la mesa la libreta y el sobre–, fotografías, fechas, lugares, datos diversos...
Alzó la mano con gesto pensativo.
–No siga, no siga –sonrió, ajustándose las gafas–. Comprendo. Usted ha venido a firmar.
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