En
diciembre terminé el curso en la Guardería y no me quedó más remedio que
pasarme por la Central. Firmé las seis copias de los comprobantes, me
acerqué a la administración a recoger mis atrasos y terminé en la cafetería
con una taza de café en las manos asintiendo distraída mente a los chismes que
me contaba Aldo Esteban. Era lo último que me apetecía, después de seis meses
intentando hacer comprender a dos docenas de hombres y mujeres el tipo de
mundo cruel, brillante y, a veces, aburrido que les esperaba allí fuera. Como
de costumbre, dudaba de haberle conseguido. Los idealistas ingenuos seguían
siendo idealistas ingenuos, los mercenarios ansiosos no habían perdido el
brillo de hambre en los ojos, los adictos a la información seguían deseándola
como si les fuera la vida en ello, y los escasos fanáticos patrioteros
continuaban usando la bandera para envolver sus sueños más húmedos. Sólo los
años podrían cambiarlos, y quizá con el tiempo recordaran mis palabras; era
poco probable, y en el fondo no me importaba. Creo que hubo una vez en que mi
trabajo en la Guardería me pareció interesante; más aún, en alguna época lo
consideré esencial. Ese tiempo había pasado. Me había ido convirtiendo en un
instructor derrotado que repelía su cantinela con una desesperación monótona
que nadie salvo yo mismo conseguía captar.
Qué más
daba. Al menos la Guardería me permitía mantenerme apartado durante medio año
de la Central, de sus zancadillas y comadreos, de las sonrisas obsequiosas que
apuñalaban por la espalda, y de la eterna burocracia que parecía ser la única
constante en el universo del espionaje. Cuando el curso terminaba volvía a la
Central y procuraba irme de allí lo más pronto posible. Casi siempre tenía
suerte, pero había ocasiones en las que caía en las redes de algún antiguo
conocido, y la buena educación, la cobardía o ambas me impedían deshacerme de
él.
Así que
allí estaba, calentándome las manos en la taza de café mientras Esteban desgranaba
sus chismes intrascendentes intentando convencerme (y convencerse) de que era
un tipo importante, que estaba al tanto de todo y sabía bien lo que se cocía en
los pasillos del mundo secreto. De vez en cuando yo asentía distraídamente o
dejaba escapar un gruñido carente de significado. Eso le bastaba a Esteban,
cuyo auditorio solía ser mucho menos complaciente.
-¿Recuerdas
a Vaquero, el ciberpirata? -dijo de pronto-. Cono, claro que lo recuerdas.
Fuiste su instructor, ¿no?
Aquello me
despertó de mi estado de espectador abstraído.
-Sí. Pero
es historia antigua. Hace años que nos dejó.
-Y aflora
ha dejado al resto del mundo -dijo Esteban, con una risita entre dientes-.
Quemado por completo.
-¿Cómo?
-Provocó
las iras de una IAC allá en la Peonza. Después de eso, la primera que
vez que intentó enchufarse a la red recibió una microdescarga que le fundió
todas las sinapsis. Un vegetal. Quemado, chico, quemado del todo.
-Cuéntame
-dije, procurando no sonar excesivamente interesado. Si Esteban creía que su
información valía algo era capaz de hacerme sudar para conseguirla.
No se dio
cuenta de mi interés, así que fue dejando escapar la historia con su voz
monótona. Como narrador, Esteban resultaba tedioso e insoportable; como
informador era una joya: no había un solo detalle, por trivial que fuera, que
no hubiese guardado en su memoria.
La
historia de Vaquero tenía algo ridiculamente trágico. Después de renunciar en
el Servicio se había ido a la Peonza, la estación espacial de la Convergencia,
y había permanecido allí durante siete años, trapicheando con la
información que conseguía robar de las redes de datos. Lo irónico del asunto es
que su destrucción vino motivada porque, sin saberlo, se involucró con un
agente bajo cobertura que llevaba diez años en la Peonza. El agente estaba en
dificultades: una de las inteligencias artificiales conscientes de la estación
se había metido en un juego de poder, y para ella el agente no era más que un
peón sacrificable. Vaquero intentó ayudarlo a escapar y tuvo cierto éxito, lo
que motivó que cayese bajo las iras de la IAC. Su venganza fue tan cruel como
efectiva: j cuando Vaquero se enchufó los cables de conexión a la red en la
ranura bajo su oreja derecha, la IAC le envió una descarga de microamperios que
le fundió la mayor parte del cerebro y lo dejó convertido en un vegetal.
Algo no
acababa de convencerme en aquella historia. Vaquero no era ningún novato, sabía
muy bien que la IAC tenía que estar esperando el momento oportuno para
vengarse, y pese a ello se había conectado sin tomar la menor precaución. Luego
recordé lo que
conocía de su carácter, y no me
sorprendió tanto: siempre hubo una vena autodestructiva en su forma de ser. El
modo que eligió de morir (pues, aunque su cuerpo físico todavía respondía a los
estímulos, su mente se había ido para siempre) no era mas que un suicidio
complicado y rocambolesco.
Cuando
Esteban terminó de contarme la historia hacía tiempo que el café se había
enfriado. Lo arrojé al reciclador de desechos, murmuré una excusa sin sentido,
y dejé a Esteban allí sentado, en busca de otra víctima a la que atormentar con
sus trivialidades.
La cabina
de transporte me dejó junto a mi casa. En realidad, era el último sitio en el
que quería estar en aquellos momentos. Para ser exactos, era el último sitio en
el que había querido estar en los últimos años, desde que Sara decidió que no
aguantaba más la vida a mi lado y desapareció una tarde de abril sin la menor
explicación. No era necesaria: llevaba tiempo viéndolo venir.
Abrí la
puerta y me enfrenté con la prosaica realidad de unos muebles que no me
gustaban y unas paredes que proclamaban a gritos mi fracaso. No había comido
nada desde hacía al menos ocho horas, pero me dejé caer vestido en la cama, me
tomé un par de sedantes, y dormí el resto de la noche sin sueños que pudiese recordar.
El
amanecer, como siempre, fue igual que una promesa frustrada. Me levanté y
permanecí la mayor parte de la mañana sumergido hasta los hombros en agua
caliente y burbujeante. A medida que me iba hundiendo poco a poco en ¡a paz
triste de la bañera, la imagen de Vaquero, tal y como lo había conocido nueve
años atrás, se fue haciendo más nítida en mi cabeza.
Recuerdo
perfectamente lo que dije en mi primera clase. No es extraño: iniciaba cada
curso soltando la misma parrafada que a mí mismo empezaba a sonarme estúpida.
-Esto que
ven no es una persona virtual. Mi cuerpo no es un holograma. Si me pinchan
sangro, si sufro lloro, y, si me agravian, ¿por qué no vengarme? -La cita del
viejo Shakespeare no era correcta del todo, pero eso no importaba-. Se
preguntarán ustedes por qué. Llevan tres meses atendidos por los más eficientes
auto-maestros que nuestros especialistas en software han podido programar.
Ahora les envían un viejo, cansado e ineficiente humano. ¿Qué motivo puede
haber para eso? La respuesta oficial es que hay cosas que una máquina, por bien
diseñada que esté, no puede enseñarles como lo haría un ser humano. Eso es una
tontería. La verdadera respuesta es que el Servicio, como toda máquina burocrática,
es lenta e ineficiente en el cambio y tiende a conservar las cosas más allá de
su utilidad. No crean que no se lo agradezco. Gracias a eso tengo un trabajo.
En esos
momentos hacía una pausa para encender mi pipa y contemplar disimuladamente a
mi auditorio. Las respuestas podían ser tan variadas como predecibles, y eso
me permitía hacer una rápida catalogación de mis alumnos: desde el que se reía
con disimulo al que me miraba despectivo, pasando por los pocos que habían
encontrado en mis palabras una crítica al sistema y dudaban entre tratar de
llevarme por el buen camino o echar a correr en busca del censor más próximo
para denunciarme.
Aquel
curso, sin embargo, me encontré con una reacción que se salía de los patrones
establecidos. En un pupitre del fondo, un individuo vestido de forma
estrafalaria me miraba pensativo, mientras acariciaba con la mano derecha las
anchísimas alas de un sombrero. Dudó unos instantes, levantó la otra mano y,
cuando hubo captado mi atención, dijo:
-Quizá lo
que las máquinas no nos pueden enseñar es que las cosas suelen sobrevivir a su
utilidad.
Al
principio lo tomé por una simple salida ingeniosa, aunque no tardaría en saber
que, en cierto modo, estaba hablando de sí mismo. Pero en aquellos momentos lo
único que hice fue consultar con mi base de datos unipersonal en busca de su
nombre, y responderle:
-Señor
Velasco, su comentario, aunque no carente de ingenio, es en realidad un
oxímoron. Si las máquinas no nos pueden enseñar eso, ellas mismas están
sobreviviendo a su utilidad.
-Quizá sea
así -apostilló, sin darse por vencido.
En mi
interior no tuve más remedio que asentir. Pero no dije nada en voz alta. Me
limité a enarcar una ceja en un gesto divertido y continuar con la clase. La
verdad es que me sentía regocijado. Había encontrado lo que todo maestro ansia
y raras veces consigue: un hereje. Di gracias al cielo en silencio y pensé que
aquel curso iba a resultar realmente interesante.
Volví a la
Central ese mismo día. Firmé mi entrada y tomé el turboascensor hasta los
sótanos, en dirección a los archivos. Después de unos minutos de charla
intrascendente con el encargado me perdí en el laberinto de informes impresos y
deambulé entre los anaqueles como si no tuviera en mente nada concreto. Si
alguna vez hubiera necesitado alguna confirmación para las palabras con las que
empezaba cada curso, la habría encontrado allí. El Servicio tiene uno de los
sistemas informáticos más avanzados de la Confederación, y, no obstante, allí
estaban aquellos cientos de miles de papeles apilados en estantes de madera, como si von Neumann aún no
hubiera inventado a su terrible criatura.
No
necesitaba consultar el expediente de Vaquero para refrescar mi memoria.
Recordaba cada detalle de su historia, al menos de la parte que había vivido a su
lado, y no dudaba de que lo contado por Esteban fuera más que suficiente para
no necesitar averiguar más sobre lo que había hecho después de dejarnos. Pero
releer un expediente que ya conozco es para mí una forma más de pensar, así
que cogí el de «Velasco, Andrés (a. Vaquero)» y me senté en el rincón
más alejado y silencioso que pude encontrar.
No me
interesaba mucho lo que allí había consignado sobre sus antecedentes, aunque
sin duda éstos explicaban la clase de persona que era cuando llegó a nosotros.
Odio la psicología de salón, y no necesito un doctorado para comprender que una
infancia solitaria puede empujar a un niño al mismo tiempo hacia la informática
y la pedantería.
Las
páginas interesantes empezaban unos seis meses antes de su reclutamiento, con
el fallido atentado terrorista que le dio en bandeja la presidencia de la
Confederación a Mijail Katanawe. Claro que Vaquero no habría estado muy de
acuerdo en considerarlo fallido. La bomba destinada a acabar con la vida de
Katanawe falló por un pelo en su objetivo, pero eso no le impidió llevarse por
delante sin la menor consideración a media docena de inocentes espectadores
que tuvieron la mala suerte de estar cerca del coche en aquellos momentos.
Entre aquel amasijo de cadáveres irreconocibles estaba el de Lois Lamartine,
quien llevaba algo más de año y medio viviendo con Vaquero.
Una cosa
lleva a la otra, como se suele decir. Vaquero pasó seis meses encerrado en su
apartamento, convertido en una figura desaliñada y pálida que sólo dejaba de
trabajar en su proc cuando el agotamiento ío hacía desmoronarse y caer sobre la
holopágina de códigos para roncar sonoramente mientras su ceño se fruncía y
pesadillas inconfesables hacían girar sus ojos a velocidades vertiginosas.
Pasados
los seis meses se afeitó, se cortó el pelo al cero y, después de un baño
interminable, salió de su casa y se las arregló para ponerse en contacto con
nosotros y ofrecernos sus servicios. Caímos sobre él con verdadera voracidad;
llevábamos mucho tiempo tras él y sus increíbles habilidades, y la propia Lois
nos lo había recomendado como un excelente material para un agente de campo.
Al fin y al cabo era su deber: ella era uno de los nuestros.
Estaba
firmando mi salida del edificio, cuando el vifono junto al funcionario de
guardia emitió su irritante pitido. Dejé que el registrador raspara las células
superficiales de mi dedo índice y comparara mi código genético con el que
tenía almacenado en sus ficheros mientras, con el rabillo del ojo, seguía la
conversación del funcionario de guardia con la persona que había al otro lado
de la línea. Al fin la máquina dio su visto bueno a mi ADN, y ya me disponía a
salir cuando el hombre colgó y, volviéndose a mí, dijo:
-Señor
Highsmith.
Me detuve
y lo miré.
-Desean
verlo en el quinto piso.
No
necesitaba preguntar en qué parte de él. El temor reverente que había en su voz
era más que suficiente. Sin embargo, una vida llena de frases intrascendentes
destinadas a ganar tiempo me hizo abrir la boca:
-¿Quién me
llama?
-Él -dijo,
como si el monosílabo fuera explicación suficiente.
Lo era. Di
media vuelta, tomé el ascensor y descendí hasta el sótano. Una vez allí
emprendí el ascenso interminable por la estrecha escalera de caracol que me
llevaría al despacho del hombre que durante varias décadas (y según algunos
rumores, no por estúpidos menos inquietantes, durante varios siglos) había
estado rigiendo en la sombra los destinos de la Confederación.
Al fin
llegué al quinto piso, me identifiqué ante la puerta y ésta se abrió en
silencio. Crucé un largo pasillo en penumbra y me detuve frente a una nueva
puerta, que estaba entreabierta. Entré sin llamar y me encontré en un pequeño y
espartano despacho iluminado por un único foco a un lado de la mesa.
Un rostro
humano entraba parcialmente en el cono de luz. Allí estaba Control, como si no
se hubiera movido del sitio desde la última vez que lo había visto. Su rostro,
inexpresivo y anguloso, no había cambiado en absoluto, como tampoco lo habían
hecho sus ademanes de pajarillo indeciso.
-Siéntese,
Highsmith -me dijo con una voz suave y cansada.
Hice lo
que me pedía. Control había estado al frente del Servicio desde mucho antes de
mi ingreso en él. Como he dicho, algunos rumores insensatos afirmaban que
llevaba en el quinto piso cerca de mil años, y que el actual Control era el
mismo hombre que había ordenado el exterminio de los multis y el genocidio de
Tierra de Nadie en el 2997, Aunque el rumor era de por sí absurdo, no tenía
nada de imposible. Un cuerpo humano no puede vivir tanto tiempo, pero es fácil
diseñar un clon, acelerar su crecimiento hasta la madurez en pocos meses, y
luego trasplantar a él los recuerdos de su donante. Claro que era ilegal pero,
si el Gran Titiritero no podía hacerlo, ¿quién más hubiera podido? Por
supuesto, lo que el rumor ignoraba con verdadera cabezonería es el simple hecho de que un cerebro humano no está
capacitado para albergar mil años de recuerdos y experiencias. Ah, pero
incluso eso tenía una explicación, como oí contar a alguien cuando, en medio
de una conversación sobre el tema, expuse mis objeciones: filamentos de
memoria. Reemplacemos parte del cerebro con filamentos de memoria y tendremos
una capacidad para el almacenaje y manejo de información casi ilimitada. Claro
que los filamentos de memoria se habían desarrollado hacía poco más de
trescientos años, así que el Control original no podía haberse beneficiado de
ellos.
No es que
me importase mucho. Lo que hubiera ocurrido en Tierra de Nadie hacía once
siglos no era asunto de mi incumbencia. Presentía que tampoco lo era de la de
Control. Aunque fuese realmente el hombre que había manipulado la opinión
pública para exterminar a la única especie alienígena inteligente que habíamos
conocido los humanos y destruir un planeta cuyo único pecado era ser distinto
del resto de la Confederación, aquel asunto ya no ocupaba un lugar importante
en su mente. A veces pienso que jamás lo ocupó. Por supuesto, con ese
pensamiento estoy dando implícitamente carta de autenticidad al rumor.
Mientras
me sentaba y mi mente repasaba todo esto, Control apenas se movió. Sus ojos, lo
único vivo de su rostro, brillaban en la penumbra, y a sus facciones de estatua
asomaba lo que casi parecía una sonrisa.
-¿Qué tal
el curso? -preguntó al fin.
Me encogí
de hombros.
-Como
siempre.
Una vez
había intentado agradecerle lo que había hecho por mí. Control era inmune a la
gratitud. Se había limitado a ponerme en un lugar donde todavía podía serle
útil al Servicio. De no haber encontrado ninguno me habría echado a los
perros. Así de sencillo. Nunca estuve muy seguro de creerle.
-¿Repasando
antiguos casos? -preguntó de repente, cambiando de tema con la brusquedad con
que solía hacerlo cuando le interesaba ir al grano.
-Nada
interesante. Revisando algunos expedientes.
-El de
Velasco, por ejemplo.
Sabía que
mis huellas dactilares habían quedado impresas en el material sensible que
cubría la carpeta del expediente, y que el pequeño chip que lo controlaba las
había enviado al registro central. Lo que me sorprendía era que todavía pudiera
interesarle a Control que alguien hurgara en el expediente de Vaquero.
-No es que
no lo esperase. Suponía que, en cuanto se enterara de lo ocurrido, iría a los
archivos. En realidad, es lo que deseaba.
Aquello no
me hizo sentir mejor. No me gusta que me encajen en uno de los planes del Gran
Titiritero. Una tontería: había estado encajado en ellos desde que ingresé en
el Servicio. Quizá desde antes.
—Míreme,
Highsmith. No es necesario que me diga lo que ve: una araña en el centro de su
tela, tirando de los hilos y recogiendo suculentos cadáveres. Conozco todos y
cada uno de los rumores que circulan sobre mí: algunos resultan divertidos,
otros triviales, y unos pocos frustrantes. Todos ellos, sin embargo, han
contribuido a hacer de mí un mito y, con un poco de suerte, a mi sucesor le
pasará lo mismo. Soy Control, el Gran Titiritero, y lo que yo manipulo queda
atado para siempre. Estoy libre de error. En realidad, no soy humano. Todo eso
me conviene. Se puede atacar a un hombre. Luchar contra un mito resulta más
difícil. Y eso me ha permitido aferrarme a este sillón durante más de
cincuenta años... o algunos dirían mil. -Sonrió, ahora de forma abierta. Era
la primera vez que lo veía hacer algo así, y tuve la impresión de que su rostro
no estaba diseñado para una hazaña de ese calibre-. Pese a todo, soy humano. No
soy más que un hombrecillo que ha escalado con esfuerzo hasta donde está. Un
pequeño burócrata que ha encontrado su parcelita de poder y espera morir
dentro de ella.
Esa
confesión me hizo sentir más incómodo aún. No dudaba de su sinceridad; pero, si
alguien es capaz de utilizar la verdad para sus propios fines, ése es Control.
-¿Y a qué
viene esto? Quizá a nada. Quizá a mucho. Míreme bien, Highsmith, sí, vuelva a
mirarme. ¿Podría encontrar dos hombres menos parecidos que su Vaquero y yo?
¿Cómo hacerle comprender lo que sentí cuando nuestros investigadores me trajeron
el material que habían obtenido sobre su pasado? Parecía mi hermano gemelo. ¿Se
sorprende? La soledad forja los caracteres de formas muy distintas. A Vaquero
lo convirtió en un pedante y en el mejor pirata informático de la
Confederación. También hizo de él un hombre irracional, que confiaba más en el
instinto que en la lógica. No es sorprendente: Vaquero se rebeló contra la
soledad y luchó toda su vida contra ella. En cierto modo creo que tuvo éxito.
Yo me... Iba a decir que me conforme, pero la expresión no es adecuada. No, la
acepté, la admití como el destino natural del ser humano y aprendí a convivir
con ella. Sin embargo... a veces pienso qué habría sido de mí si me hubiera
rebelado como hizo Vaquero.
-Quizá
estaría muerto. -La frase había surgido de forma tan automática que no tuve
tiempo de arrepentirme de haberla dicho.
-Quizá
-dijo él, sonriendo de nuevo-. Pero también es posible que, pese a todo,
hubiera merecido la pena. —Comprendo.
No era más
que una palabra vacía para llenar el silencio, pero Control pareció sopesarla
como si realmente tuviera algún sentido.
-¿Comprende?
Sí, creo que sí. Usted también es parecido a nosotros dos, Highsmith. No hay
dos opciones frente a la soledad, sino tres. Podemos aceptarla, como hice yo, o
luchar contra ella, como Vaquero. O también podemos resignarnos a que nos acompañe
toda nuestra vida pese a que lo que en realidad deseamos es tomar la segunda
opción. Sólo que nos falta valor.
Asentí. En
aquellos momentos era incapaz de decir nada.
-Siempre
ha sido un espectador, Highsmith. Nunca ha intentado manipular la vida como
yo, o vivirla como Vaquero. Se ha limitado a contemplar lo que pasaba. Bien,
quiero que haga eso una última vez para mí. Éste es un encargo directo y
confidencial del quinto piso. No necesito decirle lo que eso significa.
No, no
hacía falta. Podría interrogar a quien quisiera, meter las narices donde me
apeteciese, y nadie podría decirme una palabra. Control acaba de convertirme en
su brazo ejecutivo.
-Quiero la
vida de Vaquero. Quiero tener un retrato suyo, completo, total, hasta el
último detalle. Si ha entendido mi pequeño discurso no necesita preguntar por
qué. Si no lo ha hecho, es inútil que lo pregunte. Bien, eso es todo. Buenos
días.
Control
pareció haberse olvidado de mi presencia. Yo me levanté y me fui de allí.
Descendí lentamente por la escalera de caracol. En cierto modo, lo que acababa
de pasar no me parecía real. Me sentía como si hubiera entrado en los parajes
prohibidos de un sueño que no me pertenecía.
No es que
tuviera importancia. Como había dicho Control, siempre he sido un mirón. Creo
que ése es el verdadero motivo por el que Sara me abandonó; no por mi
pertenencia al mundo secreto, por haberme convertido en lo que ella llamaba
«un guardián del miedo», sino por no haber tenido jamás el valor suficiente
para vivir. Incluso mi relación con ella había sido sólo eso: otra historia que
yo había contemplado, una película que se desarrollaba ante mis ojos, más
cercana a mí y por eso mismo más fascinante, pero en el fondo ajena.
Control
acaba de ponerme en bandeja la oportunidad perfecta: una vida que contemplar,
que escudriñar, una historia que debía desvelar hasta en el más pequeño y
trivial de sus acontecimientos. Sentí un impulso de gratitud hacia él. Luego
recordé un antiguo dicho: «Cuando los dioses quieren destruirnos primero nos
vuelven locos, luego nos conceden nuestros deseos».
-El amor
mata, ¿sabes, profe? -me dijo hace tiempo Vaquero. Curiosamente, su forma
ampulosa y pedante de hablar parecía haberse suavizado-. Drena lentamente el corazón, recorre las venas como
cromo fundido, y todas esas majaderías con las que los adolescentes se llenan
la boca. Pero es cierto, mata. Para él no hay reglas, nunca pagará las
facturas, jamás resultará ser culpable de nada; se acercará a la menle como una
barra de acero helado y, cuando la haya atravesado, no quedará nada detrás. Es
así de simple. Mata. Y cuando abren el cadáver lo único que encuentran los
médicos es arena fina depositada en el corazón, tal vez dos gotas de lluvia en
los pulmones. Nada más. ¿Entiendes de qué hablo, profe, tienes la menor idea de
lo que estoy diciendo, oh ínclito y sapientísimo maestro de espías novatos?
Quizá sí. Tengo la curiosa impresión de que sí. De que sabes muy bien que el
amor mata, que es un animal dañino, rabioso, una de las criaturas más feroces
que deambulan por la selva. Curioso. No está mal para algo que según algunos
ni siquiera existe, que no fue más que un invento de Leonor de Aquitania para
tener a su maridito bien sujeto por los adminículos reproductores, vulgo
huevos, peladillas, pelotas, cojoncillos, bolas, nueces, albondiguitas... Sí,
curioso. Porque, si no existe, entonces soy un cadáver andante que se ha muerto
de nada, de nada en absoluto. Tiene gracia.
Sí, la
tenía, pero no como él pensaba. No me sorprendían sus palabras. Al fin y al
cabo aún no tenía veinticuatro años, y es normal que a esa edad se
piense todavía en el amor como en una fuerza de la naturaleza. El lado gracioso
del asunto es que yo ya había cumplido los cuarenta y siete y, aunque
jamás se lo dije, pensaba exactamente lo mismo que él. Sin duda el amor mata.
Tal vez por eso jamás me permití experimentarlo, como no fuera de la misma forma
distante y abstraída en que experimentaba todo en la vida. Así que me había
salvado: no estaba muerto. Claro que tampoco había estado vivo jamás. ¿Cómo
podría afectarme la muerte entonces?
Creo que,
en cierta forma, eso es lo que nunca comprendió Vaquero (¿o quizá lo hizo?; a
veces me gusta pensar que sí). Sólo lo que ha vivido puede morir. Los
vegetales, los mirones, las rocas, los eternos espectadores somos inmortales.
No, creo que Vaquero jamás se dio cuenta de lo afortunado que era.
Había una
vez un hombre que estaba enamorado y era correspondido. Algo no muy original,
me temo. Esa situación, tan tópica como almibarada, desapareció para siempre la
mañana en que el atentado contra la vida de Mijail Katanawe falló en su
objetivo y en lugar de eso provocó la muerte de media docena de espectadores
inocentes, entre ellos la mujer a la que Vaquero amaba. A partir de aquel
momento la vida de nuestro hombre se llenó de nuevos tópicos: algunos lo
acompañaban en el sentimiento, otros se limitaban a expresarle cuánto lo
sentían, y había quien afirmaba que el mundo era absurdo e incomprensible y,
por supuesto, injusto.
Vaquero
sabía perfectamente todo eso, pero no le servía de gran cosa. Las palabras de
consuelo y las miradas de comprensión resultaban inútiles frente a la furia
ensordecedora que le quemaba las tripas y que era incapaz de soltar
porque no había lugar alguno contra el que dirigirla. Todo lo que podía hacer
era encerrarse en su habitación, pelearse con los muebles y despellejar sus
manos contra la pared, para acabar tan vacío como al principio. El rencor
seguía allí, convirtiendo sus entrañas en acero fundido, y por mucha rabia que
soltara seguía quedándole más dentro.
Sí, sin
duda el mundo era absurdo, incomprensible, injusto; y, lo que era peor, Vaquero
se negaba a dejarse derrotar por él. Después de año y medio de compartir hasta
la menor de las nimiedades de su vida se negaba a creer que de nuevo estaba solo,
que la mano tibia que interrumpía sus pesadillas era ahora un fantasma sutil,
que la risa desganada ante sus chistes malos se había convertido en un eco
distante, que cuando alguien lo llamaba imbécil no había ninguna ternura en el
insulto.
Sólo podía
hacer una cosa. De haber tenido inclinaciones artísticas, es probable que
hubiera pintado un cuadro grandioso, o compuesto una sinfonía indescriptible, o
quizá escrito un poema inacabable. En lugar de eso conectó su ordenador e hizo
lo que mejor sabía: programó. Usó cada uno de sus recuerdos para construir una
personalidad virtual, utilizó hasta la más trivial de las memorías que tenía de
ella para simular de nuevo su existencia, atrapada para siempre en el código
de un programa. Después de todo puede que Vaquero sí tuviera ciertas
inclinaciones artísticas, porque el resultado fue una obra maestra. Quien
hubiera conocido a Lois Lamartine cuando aún estaba con vida no habría podido
encontrar la menor diferencia entre ella y la personalidad virtual que las
habilidades informáticas de Vaquero habían recreado. Salvo quizás una, que a
Vaquero nunca le pareció demasiado relevante: su creación no tenía cuerpo.
Eso no es
del todo cierto. Igual que recreó su personalidad había recreado su voz,
sus rasgos y sus ademanes, y cuando el proyector dibujaba el holograma de
la mujer que había amado, su cuerpo parecía tan real como el que había tenido
en vida. Es verdad que no lo podía tocar, que se escurría de entre sus dedos
como la más tenue de las nieblas, pero eso no importaba demasiado. El sexo
está sobre-valorado, pensaba Vaquero, sin comprender que lo que en realidad
había descubierto es que el sexo no tiene nada que ver con los actos aparatosos
y, a veces, gratificantes con los que estamos acostumbrados a identificarlo.
Ni
siquiera en eso Vaquero resultó ser demasiado original. Muchos antes que él
habían perdido lo que más querían, deseaban o necesitaban y habían huido a su
propio interior en su busca. Con el tiempo algunos conseguían engañarse lo
suficiente para pensar que lo habían encontrado, y terminaban encelándose en su
mundo particular de ilusiones. La diferencia está en que Vaquero, en lugar de
encerrarse con su fantasía, la sacó al exterior y la convirtió en algo
objetivo, mensurable, palpable.
Era la
compañera ideal. No porque fuese perfecta. Vaquero era un programador demasiado
concienzudo para no dar lo mejor de sí mismo, y al hacerlo no pudo evitar
recrear a Lois tal y como había sido, con todos sus tics, miserias y defectos.
El peligro era evidente: un fantasma perfecto que jamás nos, desengaña acaba
hastiando, y terminamos por comprender que algo así no puede ser real. La Lois
virtual era tan imperfectamente humana como lo había sido su modelo, y Vaquero
se enamoró de ella con la misma candidez y apasionamiento que la primera vez.
De hecho, desde punto de vista, seguía amando a la misma persona. Quizá fuese
cierto.
Estábamos
dispuestos a abalanzarnos sobre Vaquero en cuanto se pusiera a nuestro alcance.
Al fin y al cabo, Lois había sido nuestra, y sus informes indicaban que sería
un agente de campo casi perfecto cuando lo hubiéramos despojado de los
prejuicios a través de los
que contemplaba el mundo, para sustituirlos por los nuestros. Sin embargo, no
hizo falta. Fue él mismo quien nos buscó con tanta intensidad que al principio
creímos que era una trampa.
Tuvo que
llegar Control y poner las cosas en su sitio.
-Claro que
nos busca -dijo, con aquella voz casi inaudible-. ¿A qué otro lugar podría ir?
Así que le tendimos la mano y lo recogimos como
al hijo largamente esperado que parecía ser. El mundo del espionaje se abrió
de piernas ante él: era joven, arrogante, increíblemente pomposo en su forma de
hablar, y sus ademanes parecían los de un chulo no demasiado seguro de su
papel. Pero conocía su trabajo como nadie y, una vez que se le había metido
algo en la cabeza, lo perseguía de forma implacable basta conseguirlo. También
era de una fragilidad tremenda, y yo tenía que encargarme de que, después de
haber pasado por mis expertas manos, fuera tan indestructible como una cinta de
monofilamento.
Además de
ser el director ejecutivo de la Guardería me ocupaba del entrenamiento
informático de los espías novatos. Con Vaquero aquello era como si alguien
quisiera explicarle el Big Bang a Hawking. Enseguida me di cuenta de que yo no
tenía nada que enseñarle y que estaba tan por encima de mí que poco podía
aprender de él.
Pero
también me ocupaba de las clases de moral. Ignoro de quien fue la idea; a veces
creo que alguien lo comentó medio en broma y terminó convirtiéndose en oficial
sin que nadie supiera muy bien cómo había ocurrido. Pero así era. No sólo
teníamos que hacer que nuestros muchachos supieran vivir de acuerdo con su
cobertura, sabotear los sistemas más complejos o asesinar de treinta y nueve
formas distintas usando exclusivamente las manos. También teníamos que
explicarles, no, que convencerlos de que lo que hacían era por el bien de la
Confederación y, en última instancia, de la humanidad. Sorprendentemente
algunos de ellos terminaban creyéndolo. Como agentes su utilidad solía ser
limitada, pero como asesinos no tenían precio. Jamás cuestionaban una orden y
la cumplían con la fría eficiencia del fanático entregado a su causa. La
mayoría, sin embargo, salían del curso de moral tan escépticos como habían
entrado, y unos pocos, más aún que antes de haberse metido en nuestro mezquino
mundo secreto. Ésos solían ser los mejores. Cuando la venda se les caía de los
ojos y su rosada ingenuidad desaparecía, estaban listos para ser moldeados y
convertidos en lo que nosotros quisiéramos.
Las
palabras con las que iniciaba mi primera clase de moral eran tan heréticas como
las que abrían el curso de informática:
-Algunos
de ustedes se convertirán en agentes de contraespionaje y se pasarán la vida
vendiendo al Mandato Sáver falsos secretos. Otros pasarán tras sus líneas y
corromperán a sus ciudadanos para que nos entreguen secretos verdaderos.
Algunos se integrarán en la sección antiterrorista. Puede que muchos de ustedes
acaben tras la mesa de un despacho, firmando justificantes de pago, o poniendo
orden en los historiales de agentes retirados. Eso no importa. Les aseguro que
ningún trabajo es trivial en el Servicio. Todos ellos son necesarios para que
nuestro sistema se mantenga. La pregunta a la que responderá este curso no es
cómo. Tienen otros maestros que les explicarán esa parte mucho mejor que yo.
No, la verdadera cuestión es por qué. Un arma no necesita saber el motivo por
el que es apuntada y disparada. Desgraciadamente para nosotros y al
contrario que un arma, ustedes tienen algo vagamente parecido al cerebro dentro
de su cráneo y eso, que a veces puede ser una ventaja, también se puede
convertir en una auténtica molestia. Una pistola obedece cuando su dueño
aprieta el gatillo. Ustedes no, a menos que sepan lo que están haciendo,
conozcan el motivo y estén de acuerdo con él. Mi tarea es que comprendan por
qué es necesaria la existencia de algo como el Servicio. La suya, una vez
comprendida, es aceptar vivir de acuerdo con esa necesidad. Así pues, la única
pregunta de todo este curso es por qué. Y, si creen que la respuesta es fácil,
más vale que presenten su dimisión, firmen el acta de secretos oficiales y
vuelvan a sus vidas ahí fuera. Usted, Karzinsky -dije, volviéndome a uno de los
estudiantes, aparentemente al azar. En realidad había estudiado los
historiales de todos ellos (en aquellos mismos instantes estaba interactuando
con mi base de datos personal) y sabía que Karzinsky era del tipo oficialista:
aceptaba lo establecido porque creía que así debía ser, sin preocuparse mucho
de los detalles-, dígame por qué debemos espiar al Mandato Sáver e intentar
llenar sus redes de la mayor cantidad de desinformación posible. Dígame por qué
hemos de evitar que los grupos terroristas instalen sus violentas utopías a
golpe de sangre.
—Eh...
yo... supongo que para impedir que nos destruyan, señor.
—Karzinsky,
quizá no lo sepa, pero ha puesto el dedo en la llaga. Efectivamente, para
evitar que nos destruyan. Pero de nuevo pregunto: ¿por qué? Quizá sea bueno
que nos destruyan, quizá el modo de vida del Mandato sea mejor, más justo, más
equitativo. Tal vez esos sistemas disparatados que los grupos terroristas afirman
defender sean superiores al nuestro. ¿No lo cree?
-Por
supuesto que no, señor.
-Parece muy
seguro de sí mismo. Le confesaré una cosa, Karzinsky, se la confesaré a todos
ustedes. Yo no estoy tan segura. Después de todo, es posible que ellos
tengan razón y nosotros estemos equivocados. Además, puestos a hacer
confidencias, les revelaré otro
pequeño secretillo: no importa. No importa que su sistema sea mejor o no que el
nuestro. Esa cuestión es irrelevante. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué defender
nuestro modo de vida si ni siquiera estamos seguros de que sea el mejor de los
existentes? Aunque no lo crean (y no lo creerán, y algunos de ustedes seguirán
sin creerlo cuando este curso haya acabado), la respuesta es, en este caso, muy
sencilla: porque es el nuestro. Así de simple. Es el nuestro. Hemos decidido
vivir de esa forma y vamos a hacer cualquier cosa para impedir que nadie
la cambie. Sí, incluso iremos contra nuestro propio sistema con tal de
defenderlo. ¿Merece el sistema que lo hagamos, es tan bueno? Repito, no
importa. Es el nuestro, y por eso y no por otra razón lo hacemos. Cuando
comprendan eso y lo acepten, dejarán de ser novatos y comenzarán el largo
camino que los convertirá en habitantes del mundo secreto. -Aquí siempre hacía
una larga pausa, calibrando la reacción de mi público-. Puesto que es la
primera clase, hoy no hablaré más. Pueden irse.
Entonces
me sentaba y fingía enfrascarme en la lectura de unos impresos. Generalmente,
los estudiantes tardaban un rato en comprender que la clase había terminado y
se ponían lentamente en pie, rumiando e intentando asimilar mis palabras. En
aquella ocasión la reacción no se apartó demasiado de lo que esperaba. La
única diferencia fue el breve guiño que el ojo derecho de Andrés Velasco,
comúnmente apodado Vaquero, lanzó en mi dirección. Hice caso omiso del desafío
y seguí leyendo los impresos mientras mi hereje abandonaba la sala y se dirigía
a su cuarto.
Aún no
había transcurrido un mes desde el inicio del curso cuando vi por
primera vez a la Lois virtual. Durante aquellos veinte días, la arrogancia de
Vaquero había ido creciendo en las clases, posiblemente alimentada por mi
actitud cínica ante sus comentarios. Un hombre como Vaquero puede soportar que
le contradigan o lo den la razón, pero no podrá evitar enardecerse cada vez que
alguien se limite a mirarlo y sonreír como si hubiera dicho algo moderadamente
gracioso pero no demasiado interesante. Así que, para regocijo del resto de los
novatos, Vaquero se había convertido en el disidente oficial.
Lo curioso
es que eso hizo que nuestra relación se fuera estrechando con rapidez.
Enseguida comprendió que mi actitud no era más que una pose y que en realidad
me interesaba lo que decía. Su forma de comportarse en las clases no cambió en
apariencia, pero algo sutil se había introducido en sus comentarios, un cierto
toque de complicidad entre él y yo que sus compañeros no compartían. De forma
inconsciente alimenté esa complicidad, y no tardé en encontrarme a su lado en la cafetería, sentado con una taza humeante
en las manos y discutiendo de los temas más peregrinos. En realidad yo apenas
abría la boca; Vaquero (por aquel entonces aún lo llamaba Andrés) no necesitaba
gran cosa de su público, y yo sabía perfectamente cuándo enarcar la ceja en un
gesto escéptico, sonreír con aires de superioridad o llevarle la contraria sin
mucha convicción. De hecho, estaba fascinado ante los extraños derroteros por
los que su mente solía llevarlo. Tenía un cerebro curioso: ágil y despierto
como pocos, pero al mismo tiempo increíblemente caótico, lo que hacía que
muchas veces él mismo se perdiera en medio de un razonamiento. En
ocasiones lo sorprendía manteniendo una opinión totalmente contraria a la que
había sostenido al empezar a hablar. Por supuesto, enseguida se daba cuenta
de ello, pero, en lugar de volver a su posición original, seguía argumentando
por el nuevo camino. Una tarde terminó confesándome que a veces discutía por
el simple placer de discutir y que tomaba una postura u otra según pareciera
irritar más o menos a su interlocutor.
-Me
importa poco si fue moral o no invadir Tierra de Nadie, pro-fe -me dijo-.
Después de todo este lapso, ¿a quién puede concernirle un asunto tal?
-Entonces
eres un sofista.
-Lo sería
si me ganase mi peculio con estas disertaciones que tanto parecen gracejarte
-respondió tuteándome. Usaba el «tú» o el «usted» indistintamente, según
estuviera de un humor más o menos pedante-. No es más que un divertimento, una
distracción.
-¿Y no hay
nada en lo que creas de verdad?
-Posiblemente
sí, profe. Y supongo que tarde o temprano acabaré dando con ello.
Sonrió y
me guiñó un ojo. No pude evitar devolverle la sonrisa. Había algo contagioso en
él cuando se encontraba de buen humor. En aquellos momentos no aparentaba sus
veinticuatro años; parecía un adolescente que de pronto hubiera descubierto
que el universo es un lugar luminoso y magnífico, y que es estupendo estar
vivo. Con el tiempo iría conociendo sus aspectos menos agradables y
descubriendo que, en sus momentos bajos, podía ser la persona más
autodestructiva y mezquina que jamás he conocido.
La tarde
en que me presentó a Lois lo había estado buscando, no recuerdo muy bien el
motivo. No lo encontré en ninguno de sus lugares habituales, y acabé llegando
a la conclusión evidente de que debía de estar en su cuarto. Dudé antes de ir
hacia allí. Las habitaciones eran los únicos lugares prácticamente inviolables
que poseían los novatos durante su estancia en la Guardería y, por mucho que
Andrés y yo nos llevásemos bien, era probable que no le apeteciese que un
profesor metiera las narices en su intimidad. Al final, no sé por qué, acabé
decidiendo arriesgarme.
Tardó un
rato en abrirme la puerta, y yo vacilé unos instantes en el umbral antes de
decidirme a pasar.
-Puede
trasponer mis dominios con toda impunidad, profe. Así lo hice. La habitación
era un auténtico caos, pero aquello no me sorprendió. Andrés estaba sentado en
la estrecha litera junto a la ventana, con la cabeza parcialmente vuelta en mi
dirección. Bajo su oreja izquierda sobresalía un conector de red, y contemplaba
algo que había tras la puerta con una mirada que yo jamás había visto en sus
ojos. La puerta se cenó a mis espaldas, y entonces pude verla.
Por
supuesto, conocía perfectamente el historial de Andrés y sabía de su relación
con Lois. Aun así, no pude evitar sorprenderme al ver aquella figura femenina
medio oculta entre las sombras, y mi torpe reacción fue volverme de espaldas a
ella y encararme con mi alumno.
-Tranquilo,
profe -dijo Andrés-. Al contrario que usted, si la pinchan no sangra. En
cuanto a vengarse si la agravian, es algo que aún no he podido comprobar.
-Una
persona virtual -dije, aunque eso era evidente. -Tremendamente agudo, profe. No
me extraña que nuestro siempre alerta Control, nunca lo suficientemente
ponderado, haya decidido que comparta su profunda sabiduría con nosotros, pobres
novatos.
-¿Es Lois?
-pregunté.
Me
constaba que Vaquero sabía que yo había leído su historial, así que la pregunta
no tenía por qué tomarlo por sorpresa. No lo hizo; se encogió de hombros y
dijo: -¿Por qué no se lo pregunta a ella?
Volverme
de nuevo me costó un tremendo esfuerzo. Al fin lo hice. Sí, sin duda era Lois
Lamartine, o lo más parecido a ella que se podía conseguir en aquellos
momentos. El holograma había reproducido con absoluta fidelidad la calidez de
sus ojos, y el mohín de felino jugando con su presa parecía tan natural que
apenas pude reprimir un estremecimiento.
-Buenas
tardes, señor Highsmith -me dijo. Su voz era la misma voz suave que había
tenido la Lois real, y Vaquero había conseguido transmitirle ese tono tan
cercano a la sumisión que, sin embargo, no lograba ocultar del todo su
cualidad terca y, a veces, implacable.
-Buenas
tardes -conseguí responder, aunque lo que en realidad deseaba era huir de
allí-. Veo que Andrés ha hecho un magnífico trabajo.
-¿De
veras? -preguntó ella. Hablaba y me miraba como si no me conociera, lo cual era
cierto. Pero, por otra parte, no lo era en absoluto-. Es importante para mí
saber que mi comportamiento es el adecuado. Oh, Vaquero dice que sí, pero ya
sabe cómo es. -Sonrió brevemente.
-No traté
mucho con tu... con tu homólogo de carne, pero hasta donde recuerdo no hay la
menor diferencia.
-¿De
veras? -La sonrisa se ensanchó y al mismo tiempo algo triste brilló en sus
ojos-. Vaquero es un pedante, pero sus palabras eran ciertas: si me pinchan no
sangro.
Miré a
Andrés por el rabillo del ojo. En apariencia estaba tranquilo, pero se mordía
mínimamente el labio con un canino. -¿Es eso una gran diferencia?
-No lo sé
—dijo ella—. Posiblemente no podré saberlo nunca. Apenas recuerdo nada más de
lo que se dijo después. Sé que la conversación derivó enseguida por un camino
menos peligroso y que pronto hablábamos los tres como si lo hubiéramos estado
haciendo siempre. Lois parecía perfecta para Vaquero: sabía exactamente en
qué momento pincharlo y en cuál animarlo y a veces, cuando creía que yo no
miraba, sus ojos lo devoraban como si no hubiera visto nada tan apetitoso en
toda su vida.
Cuando
volví aquella noche a casa no respondí de la forma habitual a los comentarios
de Sara. No le reproché su incomprensión ante la forma de vida que había
decidido llevar, ni le eché en cara sus comentarios ácidos. Me limité a
quedarme mirándola con los ojos nublados y luego me abracé a ella de una forma
tan desesperada que yo mismo me sorprendí. Al principio Sara no supo cómo
reaccionar; posiblemente tan atónita como yo. Luego dejó que me sumergiera en
ella, con el misino desamparo con que lo había hecho la primera vez.
Poco a
poco Lois fue creciendo, como cualquier otra criatura. Cuando la conocí no era
más que el equivalente digital de una adolescente sofisticada que intentaba
impresionar a su usuario. En pocos días, y con toda la red del Servicio para
poder navegar por ella, se fue convirtiendo en una mujer tan espléndida como
inalcanzable. Y Vaquero, atrapado por su hechizo, apenas era capaz de hacer
nada sin consultarla.
Lois
estaba en ejecución continua, perpetuamente encajada en la ranura de conexión
de la oreja derecha de Vaquero, lanzando sus finísimos tentáculos infrarrojos
para conectarse a la red de información, que recorría en busca de nuevos datos
con que alimentarse. Incluso entraba en los corredores más prohibidos del
espacio terabit y descubría ios más ocultos
secretos de este mundo de secretos ocultos. Vaquero la había diseñado tan bien
que podía merodear por donde quisiera, entrar donde le apeteciese, y a su paso
las alarmas no sonaban y los fagocitos del sistema no se activaban. En poco
tiempo devoró todos los datos que había a su alcance en la red del Servicio, y
empezó a extender sus tentáculos por las demás redes a las que estábamos
conectados. Pero no fueron los terabits que absorbió lo que la hicieron madurar
y convertirse en aquel ser irresistible y mágico. Vaquero no se limitaba a
tenerla continuamente conectada; tras unos momentos iniciales de reticencia no
tardó en presentarla a todo el mundo. Incluso en la clase no era raro que Lois
interviniera como una alumna más. A menudo sus comentarios eran mucho más
agudos que los de Vaquero.
No sabía
qué pensar. Desde luego, Vaquero nunca se habría recuperado de la muerte de la
Lois real sin ayuda de todo aquello, pero no estaba muy seguro de que a la
larga no resultase tan destructivo para él como si se hubiera encerrado en una
habitación y se hubiese negado a salir de ella para el resto de su vida.
Además, tenía otras razones para sentir temor: si deambulaba el tiempo suficiente
por la red, Lois acabaría descubriendo tarde o temprano la verdad sobre su
origen, el engaño que había tras su relación con Vaquero. No sabía cómo
reaccionaría entonces, pero cada vez que pensaba en ello sentía pavor.
En cierto
modo creo que Vaquero era consciente del peligro. Aquella definición del amor
que me dio una tarde, un par de semanas después de haberme presentado a Lois,
era una forma tácita de reconocerlo. Me estremecí: el hecho de que pudiera ver
su situación con la suficiente claridad para definirse a sí mismo como «un
cadáver andante que se ha muerto de nada» y al mismo tiempo siguiera adelante
con aquella farsa resultaba escalofriante. Nunca le dije lo que pensaba, pero
creo que él se daba cuenta de que yo lo sabía.
Eso nos
acercó más. Posiblemente yo era la única persona con la que hablaba sin que la
presencia sutil de Lois revolotease a su alrededor.
-A veces
tengo la sensación más bien inquietante de estar contemplando un microscopio
desde el lado equivocado, profe -me dijo una vez-. Y tú eres el científico loco
que me escudriña desde el otro lado.
No
respondí. ¿ Oué podría haberle dicho? Muchas cosas, supongo; incluso podría
haber seguido las enseñanzas de Control y haber utilizado una parte de la
verdad para mentirle sin el menor escrúpulo. No lo hice, y no es que eso me
haga sentirme mejor, porque Vaquero tenía toda la razón: quizá yo no era ningún
sabio chiflado,
pero desde luego el había sido mí
experimento, desde el principio hasta el final.
Lo que más
me aterraba de todo no era que estuviese superando todas mis expectativas. No.
Era lo satisfecho que me sentía con ello.
No sé por
qué (supongo que no quiero saberlo), pero una tarde decidí invitarlo a cenar a
mi casa. Tenía la sensación de que a Sara le gustaría, y había muy pocas cosas
que a Sara le gustaran de mi mundo para desaprovechar la oportunidad.
Estuvo
perfecto desde el principio. Desempolvó sus expresiones más arcaicas y
ampulosas y, quitándose el sombrero, se inclinó hacia Sara y te besó
suavemente el dorso de la mano.
-Así que
ésta es la encantadora dama a la que el ínclito profesor dedica sus requiebros,
y que oculta celosamente de las miradas de sus inexpertos pupilos. Soy su más
humilde servidor.
La cena
transcurrió como un sueño. Vaquero llevaba el peso de la conversación y fue
hilvanando una anécdota tras otra. Sara parecía fascinada, y llegué a sentirme
celoso en más de un momento. No pude evitar darme cuenta de que Vaquero no
hizo la menor alusión a Lois durante toda la noche, salvo en el momento en que
Sara le preguntó sí él no tenía «ninguna dama a la que requebrar».
Una sombra
pasó fugaz por el rostro de Vaquero mientras respondía:
-Me temo
que tal tópico pertenece a lo que el bardo de Stradford calificaba como ala
materia de la que están hechos los sueños», o tal vez a esas cosas «en el cielo
y la tierra con las que nunca pudo soñar la filosofía». -Esbozó a medias
aquella sonrisa que seguro que había hecho que las madres de sus amigos quisieran
comérselo cuando era pequeño, y enseguida se las apañó para desviar la
conversación por otros terrenos.
Sara se
disculpó después del segundo café, y Vaquero y yo nos quedamos solos, mirando
en silencio la ventana abierta tras la que se desparramaban las chillonas luces
nocturnas de la ciudad. Estuvimos así un buen rato, cada uno inmerso en sus
propios pensamientos. Al fin, Vaquero se levantó, recosió su sombrero, le sacudió
el polvo que no tenía y, mirándome de una forma peculiar, dijo: -No deberías
hacerlo, profe, de veras que no. -No sé a qué te refieres. -Y en aquel momento
era cierto: mis pensamientos me habían llevado por senderos demasiado extraños,
y su comentario me había traído de vuelta al mundo real con excesiva
brusquedad.
-Mi señora
Sara es lo mejor que te ha pasado en tu insulsa vida de educador de espías
novatos, o lo sería si te tomases la molestia de dejarla entrar en ella.
-Vaya,
Andrés Vaquero Velasco, espía, pirata informático y consejero
sentimental. Tienes facetas insospechadas,
-Ser
mordaz sólo se te da bien en clase, profe. Te lo digo en serio y sin
prosopopeya. No lo hagas.
-¿O qué? ¿Lo lamentaré el resto de mi vida?
¿Gritaré su nombre arrepentido en mi lecho de muerte? Además, en cualquier
caso, será ella la que me deje a mí.
-No,
profe. Tú la obligarás a dejarte.
Sonrió de
nuevo y se puso el sombrero.
-Y con
esta perla de sabiduría me retiro a mis cuarteles de invierno. Buenas noches,
profe.
-Hasta
mañana, Andrés.
De camino
a la puerta dio media vuelta y me guiñó un ojo.
Más tarde,
con las luces de la sala apagadas, saboreé lentamente dos dedos de vodka
mientras me imaginaba la plácida respiración de Sara en el cuarto de al lado.
¿Había
sido un acierto invitar a Vaquero a cenar? No importaba gran cosa. Nada
importaba gran cosa. Llevaba media vida espiando y enseñando a otros a espiar.
Estaba demasiado acostumbrado a mirar a los demás desde la parte de arriba del
objetivo del microscopio, y Vaquero tenía razón: terminaría consiguiendo que
Sara me dejase. Y posiblemente me daría palmaditas mentales por lo bien que me
las había apañado para llevarlo todo: estaba seguro de que Sara, cuando se
fuese, lo haría sintiéndose culpable. De ella saldrían las recriminaciones,
los gritos, los lamentos. Hasta el último instante yo me mostraría conciliador,
no perdería los estribos, intentaría calmarla y hacer que viera la situación
de otra manera: basta trataría de convencerla de que no se fuese. Y ella no
sería capaz de ver que cada una de mis palabras eran otros tantos pasos en el camino
que la alejaba de mí, que hasta el último de mis gestos estaba destinado a
conseguir que se fuera. Pobre Sara, pensé esa noche. No me compadecí a mí
mismo, sin embargo. Tendría tiempo de sobra para ello más adelante.
Por fin el
curso se acabó y, tal y como todos esperábamos, Vaquero terminó por optar a la
sección antiterrorísta. Su expediente lo calificaba prácticamente para
cualquier acción de campo, y todos (desde Control hasta él mismo) sabíamos lo
que elegiría.
No hubo
ninguna ceremonia, ninguna entrega de diplomas, lo que no deja de ser extraño,
teniendo en cuenta el gusto del Servicio por la burocracia. Tan sólo una comida informal de todos los graduados
y algunos instructores, a la que yo, como todos los años decidí no asistir.
Día tras
día, mis manos habían moldeado el carácter de Vaquero sin forzarlo nunca,
aprovechando las vetas naturales de su persona para ir tallándolo de acuerdo
con nuestras necesidades. Lo que hiciese a partir de aquel momento, recuerdo
que pensé, era tan inevitable como un chaparrón el día que uno se olvida de
llevar el paraguas. Acabábamos de forjar el instrumento perfecto y, con un
poco de suerte, cumpliría sin problemas la misión para la que lo habíamos
destinado y jamás sería consciente de nuestras manipulaciones. Por supuesto,
olvidé que el universo rara vez se ajusta a nuestras expectativas y que,
cuando un instrumento es lo suficientemente bueno, tiende a hacer cosas que
sus diseñadores no habían previsto.
Nos
separamos amistosamente, aunque me dio la impresión de que no esperaba volver a
verme. Tampoco yo lo esperaba y, poco a poco, su estrafalaria imagen fue
convirtiéndose en un retrato nebuloso en la parte más polvorienta de mi
memoria. A veces recordaba alguna de sus frases o actitudes, o mi imaginación
se veía asaltada por la mirada de absoluta adoración con la que contemplaba a
Lois.
-Dale mis
parabienes a la encantadora dama Sara -dijo al despedirse.
Yo agité
la mano en un gesto vago y poco comprometido, y él echó a andar pasillo abajo.
-¿Sabes,
profe? -me dijo, volviéndose de pronto-. El corazón es un animal hambriento. Y
no se sacia nunca. -Yo lo miré con la dosis exacta de escepticismo que él
esperaba-. Sí, el tuyo también, profe, el tuyo también.
Siguió su
camino, mientras el fantasma holográfico de Lois se materializaba a su lado y
caminaba junto a él. Parecían estar susurrándose esos secretitos idiotas a los
que sólo los enamorados encuentran sentido. El rostro de Lois se volvió
fugazmente, y vi un destello de compasión pintado en sus ojos.
Pasaría
mucho tiempo antes de que volviese a ver a ninguno de los dos.
De vuelta
en la Central. Otra vez paseando por aquellos pasillos impolutos y grises,
anodinos. Recorriendo expedientes, buscando más retazos del pasado de Vaquero.
El hombre que le había hecho de Papi en su primera misión de campo, la agente
con la que mantuvo una breve relación sexual y a la que jamás susurró una palabra
de afecto, su compañero en los días tensos y breves en que estuvieron
vigilando a algunos de los miembros del Brazo de Elohí mientras intentaban
decidir a cuál de ellos se acercarían. Con algunos no pude hablar directamente
y tuve que conformarme con una breve charla a través del vifono; con otros fue
imposible ponerme en contacto: ya habían muerto, o estaban en medio de una
misión y, por mucho que yo fuera ahora el brazo ejecutivo de Control, no iban
a abandonar la cobertura de la que dependía su vida para responder a unas
preguntas sobre alguien a quien habían conocido vagamente.
De todas
formas, los datos que pude recoger de todos ellos, aunque interesantes, no
resultaban demasiado reveladores. Me aportaban nuevas perspectivas sobre
Vaquero, sí, puntos de vista sobre su forma de ser que yo jamás habría
observado por mí mismo, pero su relación con él había sido demasiado
superficial y no había dejado la huella suficiente en ellos para que lo que me
dijeran fuese de mucha utilidad.
Hubo una
entrevista que pospuse durante varios días. Hacía tiempo que conocía a Yarik
Edouard, pero nunca había podido acostumbrarme a su presencia. No eran las
cicatrices del lado izquierdo de su rostro, que él se negaba obstinadamente a
reparar. Ni siquiera sus modales, a mitad de camino entre la amargura y el
desafío. Lo que me inquietaba era un brillo frío y distante en lo más hondo de
sus ojos que me hacía sentirme como un insecto bajo la mirada profesional y no
demasiado interesada de un entomólogo. Control podía contemplarme como un dios
manipulador, y eso me convertía a mis propios ojos en una criatura impotente,
inútil, sin más propósito en la vida que servirle de marioneta. Aun así, no me resultaba incómodo estar con
él, no de la misma forma que con Edouard, Ambos actuaban como si tuvieran poder
de vida y muerte sobre mí y pudieran aplastarme con un mínimo movimiento del
dedo. La diferencia era que Control sólo lo haría si yo resultara ser una
marioneta desobediente o inservible. Edouard era capaz de hacerlo tan sólo para
combatir el aburrimiento de una tarde de lluvia.
Había sido
el jefe de la sección antiterrorista durante varias décadas, antes de dimitir
del Servicio y encerrarse en una concha privada de la que se negaba a salir,
rodeado siempre de sus libros y su amargura hacia nosotros, hacia él
mismo, o hacia todos. También actuó como adiestrador de Vaquero en tácticas
antiterroristas, después de que éste se graduó en la Guardería. Yo había intentado preparar su conciencia (y
había fracasado, pensaba la mayoría de las veces) para la vida que le esperaba,
y Edouard hizo lo mismo con su mente y buena parte de su cuerpo. Debió de tener
éxito, porque Vaquero salió con vida de la misión para la que el Servicio lo
había estado preparando incluso desde antes de reclutarlo, y el Brazo de Elohí
quedó convertido en cuatro fanáticos sin rumbo que habían perdido sus
objetivos y los medios para llevarlos a cabo.
Edouard
llevaba retirado unos cinco años. Se había comprado una pequeña casa solariega
no muy lejos de Primer Planetizaje, y su primer acto como dueño de sus dominios
había sido inhabilitar la cabina de transporte instalada en el jardín. Así que,
si uno quería visitarlo, no le quedaba más remedio que subirse a un vehículo y
recorrer veinte monótonos kilómetros de naturaleza domesticada para llamar al
timbre.
Eso fue lo
que hice, después de varios días de vacilaciones y un par de intentos inútiles
de comunicarme con él usando el vifono.
La pantalla de la verja no se iluminó, aunque
era evidente que la cámara estaba llevando mi imagen al interior de la casa,
porque enseguida la voy desagradablemente cascada de Edouard me dio la
bienvenida.
-Vaya,
vaya, el chico de los recados del bueno de Control. Supongo que querrás pasar.
La verja
se hizo a un lado y, siguiendo mis instrucciones, el vehículo se internó en un
sendero de gravilla en dirección a la casa austera y rodeada de árboles que
había al fondo. Me detuve frente a ella, bajé del coche y, antes de que pudiera
llamar a la puerta, esta se abrió. No había nadie al otro lado. Me vino a la
mente la comparación con un holo de terror barato, y no pude reprimir una
sonrisa.
-Por el
pasillo hasta el fondo y luego a la derecha -graznó un altavoz sobre mi
cabeza.
Seguí las
instrucciones y terminé desembocando en una amplia sala. La luz entraba por una
enorme puerta ventana, y las paredes estaban completamente cubiertas de
estantes llenos de libros. Y cuando digo libros quiero decir exactamente eso:
papel, tinta y cuero.
-Te daría
la bienvenida, pero no eres tan tonto como para creer que sería sincera.
Me volví y
vi a Edouard frente a la puerta ventana, con su desagradable rostro cruzado
por una sonrisa fría y un cigarrillo a medio consumir entre los labios. Me
recordaba una imagen que había visto una vez en un museo: un dibujo extraído de
un cómic anterior al Interregno que mostraba un individuo con la mitad de la
cara desfigurada y que parecía obsesionado con el número dos. Pero, al
contrario que el personaje de ficción, las cicatrices en el rostro de Edouard
no mostraban ninguna dualidad en su persona, sólo la voluntad de resultar
desagradable y de hacer sentir incómodos a cuantos estuvieran en su presencia.
Lo conseguía conmigo, y a veces pienso que también lo había conseguido con Control,
y que éste había suspirado de alivio cuando Edouard decidió dimitir.
-Hola,
Yarik. Siento invadir tu intimidad, pero tu vifono debe de estar estropeado.
-Hace años
que lo rompí. Si alguien me considera tan importante como para hablar conmigo,
lo menos que puede hacer es venir hasta donde yo estoy.
Asentí con
la cabeza, pese a que aquello era una contravención de las normas del Servicio.
Jubilado o no, un agente tiene que estar siempre localizable. Aunque, siendo
estrictos, Edouard lo estaba: jamás salía de su casa.
Me miraba
con un frío asomo de diversión que podía trocarse en aburrimiento en cualquier
instante. Aspiró una larga bocanada de humo, contuvo apenas la tos y me indicó
un asiento frente a él. Me senté y traté de encontrar la forma más adecuada de
plantearle la cuestión que me había llevado allí, mientras contemplaba el cenicero
junto a él, lleno de una pirámide de colillas apagadas que se mantenía en pie
de puro milagro. El olor de la ceniza húmeda inundaba la habitación.
-Necesito
algunos datos sobre Vaquero -dije al fin, yendo directo al grano. Sabía que
ésa era la mejor forma de actuar con él. Si quería darme la información me la
daría y, si había decidido no hacerlo, ninguna diplomacia, sutileza o chantaje
lo harían cambiar de opinión.
-¿Vaquero?
—Aquello pareció tomarlo por sorpresa—. Santo Dios, Vaquero. —Empezó a reírse,
pero un acceso de tos le cortó las carcajadas por la mitad. Apagó el cigarrillo
(la brasa casi le llegaba a los dedos, amarillentos de nicotina) y encendió
otro mientras dejaba de toser-. Así que Vaquero. Qué pasa, ¿el chico ha
derribado al Mandato Sáver él sólito y le vais a dar una medalla? No veo mucho
las noticias últimamente.
-Vaquero
está quemado -dije, usando la misma expresión con la que Esteban me había dado
la noticia-. Y hacía años que no trabajaba para nosotros. -Edouard tenía que
saber de sobra aquello: aún no había dimitido cuando Vaquero nos dejó.
-¿Vosotros?
¿Control ha hecho una ampliación de capital y tú has comprado unas cuantas
acciones? ¿O te ha nombrado su heredero? No, entonces no estarías aquí;
habrías enviado a algún buró-Pasé por alto sus pullas como mejor pude, pero me
sentía incómodo y sabía que Edouard lo notaba. En realidad sus aguijones
verbales no eran más agudos que los que yo aguantaba todos los años por parte
de los chicos que entrenaba en la Guardería, y ellos nunca habían conseguido
hacerme perder el control. No eran sus palabras, sino la inquietante sensación
de que yo para él era menos que nada y que hablar conmigo le costaba el mismo
esfuerzo que estrangularme.
-Así que
quemado. No, no quiero que me cuentes cómo fue. Tarde o temprano habría acabado
así. -Asentí de forma automática y vi brillar en sus ojos un destello de
complacencia-. Lo que no entiendo es qué utilidad tiene ahora para » vosotros»
-recalcó la palabra con desprecio-, si hace años que os había dejado.
Estuve a
punto de decir que no era asunto suyo, pero preferí seguir en silencio.
-De
acuerdo -dijo Edouard tras un buen ralo-. Supongo que no es asunto mío. Al fin
y al cabo seguís pagando mis cuentas, y lo menos que puedo hacer por vosotros
es ayudaros a engrosar con unas cuantas páginas otro expediente.
Terminó el
nuevo cigarrillo y encendió otro. Antes de ir a verlo había leído su legajo y
sabía que era el tercer par de pulmones que usaba en los últimos cinco años.
Siempre tenía un recambio creciendo en los tanques de clonación de un banco de
órganos. Quizá pese a todo sí hubiera algo de dual en su persona: tal vez su
manía de fumar de forma tan desesperada no era más que un intento de suicidio,
y los recambios en el banco de órganos la forma en que se arrepentía en el
último momento. Tuve la sensación de que algún día decidiría no usarlos y
permitiría que el cáncer acabase con él para siempre.
-¿Qué
quieres saber?
Habíamos
llegado por fin al meollo del asunto, y yo no sabía cómo planteárselo. Hablar
con los compañeros de promoción de Vaquero o con los que habían compartido misiones con él había resultado
fácil. No tenía más que agitar la orden ejecutiva de Control frente a sus ojos,
y contestaban a mis preguntas sin cuestionarlas. Edouard no reaccionaría así.
—¿Qué
opinabas de él? ¿"Cómo os llevabais? -pregunté, tratando de sonar lo más
protocolario posible.
-Por Dios,
esto sí que es nuevo. Puedo comprender que el pobre chico os interese después
de todo este tiempo, pero ¿yo? ¿Que demonios os puede importar si me caía bien
o mal? -No estoy autorizado a decírtelo.
-Claro. No
esperaba menos de ti, Peter. Así que cómo nos llevábamos. Trabajamos bien
juntos. Era el mejor agente de campo que he tenido bajo mis órdenes, aunque
siempre he creído que él tenía sus propios planes y que sólo por pura
casualidad coincidían con los míos o los del Servicio, o al menos que eso era
lo que él pensaba. -Me miró, como si intentase decirme que yo era transparente
a sus ojos y que no lo engañaba ni por un momento-. Qué más da. Era de una
eficacia mortal. Sabía lo que se esperaba de él y corno hacerlo y lo hacía sin
vacilaciones, hasta las últimas consecuencias. Era implacable. Una vez que
estaba convencido de cuál era su misión, la ¡levaba a cabo, y no importaba
cuántos civiles no involucrados cayeran por el camino. ¿Qué opinaba de él? Era
arrogante, insufrible, pomposo y una de las personas más frágiles que he
conocido. Siempre a cuestas con su programa de simulación, hablando con
aquella Lois igual que un colegial enamorado. Yo podría haberlo destruido,
¿sabes, Peter? -Su voz se dulcificó repentinamente-. Sabía muy bien qué
resortes tenía que tocar en su mente para hacer que se derrumbara por completo.
No lo hice, eso es evidente, pero no fue porque le resultara útil al Servicio,
ni siquiera porque fuera mi mejor agente y me sintiera orgulloso de él. No lo
hice precisamente porque podía hacerlo. Dios, era un chiquillo. No era más que
eso, un crío que había perdido todo lo que quería y que no sabía qué
hacer para seguir adelante sin ello. Podría haberlo destruido, y lo que en
realidad quería era consolarlo. Sólo que no sabía cómo. Nunca he sabido. Quizá
porque nadie me ha importado nunca lo bastante para aprender a hacerlo. Ah,
Dios. Y tenias que venir aquí y recordármelo. Vaquero... -Sonrió, y había un
deje nostálgico en su sonrisa. El brillo frío y burlón de sus ojos se había
apagado. Para entonces creo que ni siquiera me miraba-. Vaquero, ojalá
hubieras podido ser feliz con tu Lois y no nos hubieras conocido nunca. Tarde o
temprano tu amor se habría convertido en rutina y tu vida se habría deslizado
hacia la misma plácida estupidez en la que vive el resto de la humanidad. Pero
nosotros no podíamos dejarlo en paz, ¿eh, Peter? -Volvió a mirarme, pero no había nada de superioridad en
sus ojos, sólo amargura-. No, encajaba demasiado bien en nuestros planes para
salvar el mundo. ¿Cómo íbamos a dejarlo en paz?
Encendió
un nuevo cigarrillo, pero no se lo llevó a los labios. Se quedó contemplándolo
con aquel rostro deforme (y yo no sabía cuál era su lado más desagradable, si
el cubierto de cicatrices o el intacto) mientras el humo subía lentamente hacia
el techo, enroscándose en tenues espirales, construyendo una escalera de
caracol por la que nadie podría ascender.
Me levanté
y le di las gracias. Él no me oyó. Siguió allí sentado, inmóvil, con los ojos
clavados en el cigarrillo que se consumía con una parsimonia casi infinita.
Sara me
dejó poca después de que Vaquero nos abandonara. Nunca he podido evitar
la sensación inquietante de que ambos acontecimientos estaban relacionados.
Por supuesto, es una tontería. Pero a veces pienso que la presencia de Vaquero
en nuestras vidas (aun cuando fuera una presencia distante, apenas perceptible,
más sutil incluso que el fantasma cibernético de su Lois) era lo único que hacía
que Sara no terminase de reconocer la derrota. Sólo cuando Vaquero dimitió del
Servicio y tomó la primera nave que pudo conseguir que lo alejase de nosotros,
Sara fue capaz de aceptar lo inútil de sus esfuerzos y encontró el valor suficiente
para dejarme. Estúpido, sin duda, porque Sara no tenía forma de saber lo que
había pasado con Vaquero. O no tan estúpido, porque yo sí lo sabía. En cierta
manera es muy posible que no me atreviera a dar el paso definitivo, a
propinarle a Sara el último empujón que la hiciera irse, hasta que la presencia
de Vaquero no se hubo desvanecido de nuestras vidas.
No fue un
final fácil, pero supongo que ninguno lo es. Hubo llantos, y gritos, y
recriminaciones, todos por parte de Sara. Yo permanecí impasible, como una
roca, como una momia. De vez en cuando abandonaba mi trance de implacable
tranquilidad para dejar caer algún comentario conciliador que sólo conseguía
enfurecerla más: le pedía que se calmase, le decía que lo hablásemos como personas
racionales. Pero, en los escasos momentos en que Sara recuperaba el control de
sí misma e intentaba llegar a mí, yo volvía a mi postura de accidente
geográfico y lo único que salía de mi boca
Finalmente,
cansada de llorar y gritarme, cogió su maleta y echó a andar hacia la puerta.
Por unos instantes su figura abatida saliendo de mi apartamento me resultó
insoportable. Algo tiró de mí y me hizo levantarme de la silla. Imbécil, pensé.
Corre hacia ella,
no la dejes marchar-, haz que vuelva.
Conseguí dar un paso en dirección a la puerta. Fue todo lo que mi cobardía, mi
desgana férreamente forjada tras una vida entera dándole forma, me permitieron
hacer. Me quedé allí de pie, contemplando la puerta entreabierta como un niño
que ha perdido algo y no sabe demasiado bien qué, ni cómo recuperarlo, sólo que
era importante y ya no está. Se me escapó una maldición entre dientes y volví a
sentarme.
Bien,
pensé. Se había terminado. Había metido el dedo en la corriente para comprobar
lo que se sentía y, cierto, no estaba mal. Pero no era para mí. Regresaba a mi
sitial y desde allí seguiría contemplando el fluir el río. Al final, como
todos los ríos, se desparramaría en un laberinto de médanos y terminaría
muriendo, diluyéndose en un mar sin fronteras ni esperanzas. El mirón ha
vuelto. Debería haberme sentido satisfecho. Pero, por algún motivo que no
acababa de comprender, una rabia sorda e impotente iba llenando de ácido mis
entrañas.
En el
fondo no importaba. Una vez oí a alguien hablar de la regla del millón de
años. Es la regla perfecta cuando uno es un espectador que se ha involucrado
demasiado en los acontecimientos y éstos lo han salpicado más de lo que
pretendía. También es muy simple: si uno se siente mal, si ha ocurrido una
tragedia, si el mundo se cae en pedazos, hay que pensar que dentro de un
millón de años a nadie le importará. Lo malo de esa regla es que resulta muy
poco útil a corto plazo.
Su partida
de nacimiento lo identificaba como Alberto Morales, sin duda un nombre mucho
más prosaico y menos atractivo que el Barak ben Solomón con el que se había
bautizado a sí mismo años más tarde. Había sido durante mucho tiempo el señor
X, la sombra en la oscuridad que regía los destinos del Brazo de Elohí, quien
decidía dónde, cuándo y de qué manera se producirían los ataques contra el
corrupto y decadente sistema que afirmaban repudiar. Hoy no era más que el
recluso NHR-1024 del penal de Dármur, y lo único que lo identificaba como el
caudillo despiadado e inteligente de un grupo de fanáticos era su voz.
Me
presenté ante él con mi mejor aspecto burocrático. Sabía que eso lo irritaría.
Con absoluta frialdad, como si no me importara lo más mínimo lo que tuviera
que contarme, fui desgranando mis preguntas, ocultando mi verdadero objetivo
tras una nube de trivialidades: qué explosivos había utilizado en qué
atentados, cuántos hombres habían organizado tal secuestro, quiénes habían sido
sus lugartenientes más inmediatos. Cuestiones todas de las que conocíamos las
respuestas desde hacía años.
Poco a
poco, a medida que él se enfurecía ante mi aparente falta de interés, fui
acercándome a lo que había ido a buscar. De vez en cuando me detenía y le hacía
repetir un detalle carente de importancia, sólo para tenerlo a punto de saltar
de la silla y que no reparase en lo que realmente me interesaba. -Andrés
Velasco estuvo bajo su mando.
—¿Ése?
-Bufó su desprecio-. Un completo inútil. Bueno con los sistemas de información,
pero no servía para nada más. -Serviría para algo o se habrían deshecho de él
-dije. -Claro. Siempre se puede encontrar utilidad para un ciberpirata burgués
que cree estar salvando el mundo. Nos ayudó en un par de cosas, nada
importante.
Me alejé
de mi objetivo, rodeándolo para volver a él minutos más tarde, mientras pensaba
que después de tanto tiempo aquel imbécil aún ignoraba a quién debía su
estancia en la cárcel.
De esta
manera, avanzando como en medio de un laberinto, fui consiguiendo de él lo que
deseaba. Un retrato de Vaquero tal y como lo habían visto los otros
terroristas, o al menos su jefe. Un individuo pusilánime, bueno para
enchufarse un pin de conexión en la ranura bajo su oreja izquierda y bucear por
la red en busca de datos, bueno para manipular la información y lanzar una nube
de ruido a la cara de las autoridades, pero nada más. Completamente incapaz
para la acción de campo.
-Se habría
desmayado a la vista de la sangre -apostilló Ben Solomón.
Lo que él
no sabía era que, durante los siete meses en que Vaquero fingió ser miembro de
su organización, ésta no llevó a cabo un solo atentado. Vaquero programó las
más convincentes simulaciones mientras, uno tras otro, los terroristas eran
seguidos, controlados y numerados, hasta llegar a la cabeza que los guiaba.
Fueron siete meses durante los cuales el Brazo de Elohí vivió en medio de un
sueño digital, engañado por la intrincada y juguetona mente de Vaquero, que
siempre iba un paso por delante de ellos.
-Estuvimos
a punto de lograrlo -dijo Ben Solomón cuando ya llegábamos al final del
interrogatorio.
No lo
saqué de su engaño. No merecía la pena. Sin embargo, no pude resistir la
tentación de abandonar mi disfraz de burócrata aburrido por unos instantes y
responderle:
—Fracasar
siempre es fracasar. No importa por cuánto margen. Se detuvo en mitad de
camino Hacia su celda y me miro como si me viera por primera vez. Sus ojos se
entrecerraron, calibrándome. -Ya veo. Fue Velasco, ¿verdad?
Sentí una
punzada de admiración ante aquel individuo. Una sola grieta en mi disfraz, y
había sido capaz de deducir la verdad en apenas unos segundos. Quién sabe el
daño que nos podría haber causado una mente tan brillante de no haber
encontrado a Vaquero.
No le
respondí. Di media vuelta y abandoné la sala de interrogatorios. La
incertidumbre era el mejor castigo.
No sé muy
bien por qué pero al salir de la cárcel, en lugar de digitar las coordenadas de
mi casa en la cabina de transporte, pulsé una combinación que me dejó en el
centro de la ciudad, cerca de los restaurantes de lujo y las galerías
comerciales. Deambulé por allí toda la tarde, deteniéndome ante eseaparaies
vistosos que mostraban cuerpos perfectos embutidos en ropas inverosímiles mientras,
algo más allá, hombres gordos devoraban su comida como si la vida les fuera en
ello.
Regresaba
ya a casa cuando una voz conocida me hizo volverme.
-Peter,
¿eres tú?
Sí, era yo.
Sara me miraba, de pie junto a un individuo en el que por un momento creí
reconocer mi reflejo. Enseguida el entrenamiento de tantos años de Servicio me
desengañó: físicamente éramos parecidos, pero había en él un aire de
vitalidad, de iniciativa que yo jamás había tenido y que me resultó
insoportable contemplar en alguien que se me parecía tanto.
-¿Cómo
estás, Sara? -conseguí decir, intentando no mirarla, y sabiendo que era inútil,
que la memoria me la devolvía con total nitidez. Al fin, mis ojos se atrevieron
a posarse en su rostro mientras ella decía:
-Bien. Ya
veo que tú también.
Mentía, y
no con demasiada convicción. Yo seguí mirándola; había envejecido, por
supuesto, pero eso no importaba: su cara seguía manteniendo la misma mezcla de
dureza y dulzura que me había fascinado la primera vez que la vi. Me miraba con
un asomo de compasión en sus ojos claros. ¿Tan mal aspecto tenía?
-¿Qué
haces ahora? -pregunté, aunque lo que en realidad deseaba era irme de allí.
Ella
respondió algo, aunque no recuerdo qué. Estuvo a punto de devolverme la
presunta, pero vi cómo el pensamiento pasaba por su cabeza y lo hacía a un lado
casi enseguida. ¿Qué hago ahora? Soy un guardián del miedo, y espero en la
sombra contemplando lo que no me atrevo a tocar. Qué otra cosa.
Intercambiamos
alguna trivialidad más y por fin nos despedimos. No me presentó a su
acompañante y noté, con un vistazo fugaz por encima del hombro, que él se
inclinaba hacia ella preguntándole algo. «No es nadie, alguien a quien conocí
alguna vez»,
escuché en mi mente, tan claro
como si ella lo hubiera dicho en voz alta. No, pensé. Nunca
me conociste. Pero, si eso era cierto, ¿de quién había .sido la culpa?
Mi
investigación sobre Vaquero llegaba a su fin. Había reunido todos los datos a
mi alcance, había hablado con todos aquellos con los que podía hablar, y lo
único que me quedaba era darle una forma coherente a toda esa información y
presentársela a Control. Quedaban huecos en su historia, por supuesto, pero
un retrato completo nunca es posible, ni siquiera creo que sea deseable. El
exceso de información no lleva a una imagen más nítida, sólo más abigarrada.
Pese a
todo, había una parte de su vida a la que no había conseguido tener acceso:
sus años después de dejamos, su vida en la Peonza como ladrón de datos para las
redes de husmeo de la estación espacial. De todas formas, pensé, la imagen de
Vaquero que había obtenido era lo suficientemente completa para satisfacer a
Control. Y si deseaba averiguar algo más sobre sus años en la Peonza tenía sus
propios métodos para lograrlo. El informe estaba completo, al menos todo lo
completo que podía estarlo en aquellos momentos.
Después de
siete noches con el proc de palabras conectado y en blanco, llegué a la
conclusión de que no era cierto. Había una visión de Vaquero de la que no
disponía, y de la que posiblemente no llegase a disponer jamás: la suya propia.
Pero había otra que podía conseguir, y el solo
pensamiento de hacerlo me aterraba. Allí estaba ella, en el almacén del
Servicio. Llevaba siete años desconectada, tan sólo un chip inocuo, inofensivo,
una pequeña oblea de material sensible en la que se había codificado un
programa que intentaba imitar la vida. No tenía más que firmar su salida en el
registro, llevarla al proc más cercano con proyector de hologramas, y ejecutar
el fichero.
Ella había
conocido a Vaquero; sin la menor- duda, lo había conocido mejor que nadie en
el mundo, tal vez mejor que él mismo. Pero también me conocía a mí. Y yo, para
mi desgracia, para mi eterna condenación, la conocía mejor de lo que hubiese
querido.
Soy
demasiado concienzudo, incapaz de comprometerme cuando depende de mí, pero
incapaz también de abandonar lo que me han encargado antes de llegar al final.
Supongo que en eso me parezco a Vaquero. Y no sólo en eso.
No me
sorprendió encontrarme al día siguiente en el almacén, llenando por triplicado
el holoimpreso que me permitiría sacar de allí el chip efe Lois, Pensé en llevarlo fuera de la Central y ejecutar su programa en la soledad de mi cuarto,
en casa. No pude.
Pedí una
sala de conferencias vacía y, después de asegurarme de que el proc de la
habitación era seguro (todo lo seguro que podía ser, al menos, en el mundo de
intrigas y secretos sin sentido en el que vivía), introduje el chip en el
ordenador.
Recuerdo
la última vez que vi a Lois mientras Vaquero aún estaba conmigo. Fue poco antes
de que terminara el curso en la Guardería. Aquella tarde yo me había embarcado
en un discurso que parecía contradecir todo lo que había estado diciendo
hasta el momento; de pronto me había convertido en un defensor acérrimo de
nuestro modo de vida: no había nada comparable a la Confederación, nuestro
sistema político era superior a cualquier otro, pasado o futuro, la calidad de
vida era inigualable, y ninguna otra sociedad podía ser más justa que la
nuestra. Casi esperaba ver a Vaquero saltar del asiento y recriminarme tamaña
contradicción en su pintoresco estilo.
Esperé
unos segundos, pero la reacción de mi hereje no llegó jamás. Estaba sentado al
fondo, como siempre, pero tenía la vista clavada frente a él y no parecía
prestar atención a cuanto ocurría a su alrededor. Fue otro alumno el que
cogió la antorcha y dijo:
-Pero...
esto., señor Highsmith. ¿Qué hay de lo que dijo el primer día?
-Sí, ¿qué
hay? -respondí, mientras por el rabillo del ojo seguía contemplando a Vaquero.
-Afirmó
que no importaba si nuestro sistema era superior o no, que lo único
importante es que era el nuestro.
-En
efecto. ¿Y qué es lo que lo hace nuestro?
—Bueno,
hemos nacido en él.
—Ah, ya veo. Pero nada le impide pasar al otro
lado y solicitar la ciudadanía sáver, o intentar establecer su propia utopía y
buscar seguidores, bien sea de forma pacífica o viólenla. No, no es el nacimiento
lo que hace que este sistema sea el nuestro. Aunque reconozco que así resulta
ser para la mayoría de la gente, no puede serlo para ustedes. Todo lo que dije
el primer día sigue siendo cierto. No importa lo bueno o malo que resulte
nuestro modo de vida: sólo importa que es «nuestro» modo de vida. Pero lo es
porque así lo hemos decidido. Hemos elegido vivir de acuerdo con sus normas.
¿Y quién sino un idiota escogería deliberadamente vivir en un sistema que le
parece corrupto? Para los demás, la Confederación puede ser el lugar donde les ha
tocado vivir. Para ustedes «tiene que ser» aquel en el que han escogido
quedarse. Y eso sólo será cierto
si están convencidos de que es el adecuado. No importa que lo sea realmente o
no. Pero deben creerlo.
-¿Cómo?
-Pese a
las apariencias, no tengo respuestas para todo, Hendrick. Busque ésta usted
mismo. La clase ha terminado.
Poco a
poco, el aula fue quedando vacía, salvo por la presencia de Vaquero al fondo,
inmóvil y con el entrecejo fruncido. Me acerqué a él lentamente. No pareció
darse cuenta de mi presencia hasta pasados unos minutos.
-Hola,
profe -dijo-. Buen discurso. Los ha encandilado. -¿Te ocurre algo? -pregunté,
pasando por alto su comentario. -Nada serio. -Pero la expresión de su rostro y
su tono de voz lo desmentían-. Una vulgar riña de enamorados. -Cerdo -oí de
pronto a mis espaldas.
Me volví.
Lois se acababa de materializar. El holograma que le servía de cuerpo fingía
estar sentado en una silla, algo a la derecha de Vaquero.
-Me temo
que Lois no se volvió loca de regocijo al descubrir mi pequeño desliz
-dijo este, con una sonrisa que lo era Lodo menos alegre.
-¿Desliz?
—pregunté yo, sin dejar de mirar a Lois, que echaba chispas por los
ojos.
-Un mero
intercambio de fluidos corporales con Carmen. -Era una de sus compañeras de
curso-. Nada trascendental, se lo aseguro.
-Ya ve,
señor Highsmith. Parece que pese a todo sí va a resultar importante que no
sangre si me pinchan -dijo ella, en un tono de voz tan frío que podría haber
helado el infierno.
-Mierda de
toro -dijo Vaquero, perdiendo los estribos por primera vez desde que lo
conocía-. No tuvo la menor importancia. No fue más que la satisfacción de una
urgencia fisiológica sin más trascendencia que defecar o comer.
-¿También
jadeas y aullas cuando comes?
-Mierda de
Loro -volvió a decir él, ahora en un susurro. De pronto se llevó la mano al
bolsillo y extrajo de allí un papel doblado-. Hay algo que me gustaría que
hiciera por mí, profe. Lea esto en voz alta.
-¿Qué es?
-Léalo,
¿de acuerdo?
Lo
desdoblé. Estaba escrito a mano, con una. caligrafía preciosista pero firme.
Era un poema. También, en cierto modo, una disculpa. Nunca se me ha dado bien
leer en voz alta, y menos poesía, pero lo hice lo mejor que pude:
-A veces la huella de tu cuerpo
se desliza tan esquiva entre la noche
que mis dedos impacientes
sólo pueden encontrar
el roce inaplazable de tu ausencia.
No hay rastro de tu sombra en el silencio
y mi cuarto es un largo lamento sin final.
En la almohada
mi boca busca tu rostro y fracasa
y el aire no trae
tu denso aroma de selva.
En vano intento
cruzar el abismo delicioso de tu boca,
recorrer la frontera ilimitada de tu tacto,
la acerada suavidad de tu sonrisa,
el dulcísimo sendero entre tus muslos,
el enigma irresoluble de tu vientre.
Entonces despierto
y pienso que quizá en la distancia
tu cuerpo busca con urgencia mis caricias
y tus ojos se abren paso
a través de la noche interminable
tratando de encontrarme para siempre.
Cuando
terminé de leer, volví a doblar el papel y lo deposité sobre la mesa con
infinito cuidado. Me estremecí al oír un sollozo, pero no era Vaquero quien
lloraba. Me di la vuelta. Enormes goterones se deslizaban por las inexistentes
mejillas de Lois. El holograma que intentaba darle carne se incorporó y echó a
andar en dirección a Vaquero. Éste la miraba, sin decir una palabra, completamente
arrobado. Lois llegó junto a él y se inclinó con suavidad. Vaquero cerró los
ojos, pero los de Lois seguían abiertos mientras sus labios se acercaban a los
de él, en busca de un beso imposible que jamás se materializaría.
Ella
volvió a incorporarse, con la mirada húmeda y llena de amor.
-Te quiero
-dijo, como si las palabras le fueran arrancadas. Luego la mirada de gato
inquieto volvió a relucir en sus ojos y añadió-: Aunque seas un cerdo.
El
holograma se desvaneció lentamente, y Lois regresó a la red de datos.
Poco a poco Vaquero abrió los ojos. Sonreía y parecía feliz. Supongo que lo
era.
Y allí estaba ella de nuevo frente a mí. En sus
ojos no brillaba el amor, pero tampoco el odio, y no supe muy bien cuál de las
dos cosas me inquietaba más. Pareció desorientada unos instantes, como si
despertase de un largo sueño.
-Hola,
Peter -dijo al fin.
Ella nunca
me había llamado Peter mientras aún estaba con Vaquero, y supe al instante lo
que significaba el hecho de que ahora lo hiciera.
-Veo que
ha pasado bastante tiempo desde que Andrés nos dejó.
Supuse que
lo primero que había hecho al despertar había sido comprobar su reloj interno y
luego compararlo con el de la red, para ver durante cuánto tiempo había estado
desconectada. Seguramente, después de eso había buceado un poco entre la
información, lo suficiente al menos para saber qué había sido de Vaquero y del
resto del mundo durante aquellos años. Sus siguientes palabras me lo
confirmaron:
-No podías
dejarme descansar tranquila, ¿verdad? Bien, aquí me tienes. ¿Qué es lo que
quieres?
Durante
unos instantes fui incapaz de hablar, fascinado ante las maneras y actitudes
del Holograma que le servía de cuerpo. No estaba preparado para verla
otra vez, después de tanto tiempo, para oírla hablar, para sentir la llamarada
acusadora de sus ojos. No estaba preparado para que mi boca se quedara seca y
una bola amarga y afilada se deslizase por mi garganta al verla.
-Vaquero-conseguí
articular.
-Claro,
Andrés, qué otra cosa. Supongo que no fue suficiente con moldearlo a vuestra
imagen y semejanza. Ahora necesitáis tenerlo diseccionado en vuestros
ridículos expedientes. -No dije nada. No había nada que pudiera decir-. No sé
si Vaquero os perdonó después de descubrir lo que le habíais hecho. No es que
me importe. Soy yo la que no os perdono, la que no puede perdonarse a sí misma.
Ya sé que es una tontería. Yo no soy la Lois original y no soy responsable de
sus acciones. En realidad ni siquiera ella lo era. Pero eso no me impide
sentirme culpable.
Asentí.
Aquellas palabras confirmaban lo que yo siempre había sospechado: Vaquero era
un programador demasiado bueno para nosotros. Al proporcionarle a Lois una
conexión con nuestra red de datos, hizo algo más que ayudarla a crecer. También
le permitió averiguar la verdad sobre sí misma... y sobre su antecesora.
-Nunca le
dijiste nada a Vaquero -me oí decir a mí mismo.
-¿Cómo
podría haberlo hecho? Decirle la verdad hubiera sido destruirlo.
-Y tú lo
amabas. -Estaba hablando con una pieza de software, con un puñado de código
informático que fingía ser una persona.
Acababa de
afirmar que ese programa era capaz de sentir amor y no conseguía encontrar
ridiculas mis palabras.
-Yo lo
amaba. Y lo hubiera apartado de vosotros si hubiera podido. Pero me creó
demasiado bien. Me parecía demasiado a la Lois original. Es curioso, ¿no crees?
Vaquero ignoraba muchas cosas de mi homólogo de carne y, sin embargo, al
reconstruirla en mí, también reconstruyó lo que desconocía. Yo os pertenecía.
Supongo que os sigo perteneciendo.
Estuve a
punto de decir que lo sentía, pero algo me hizo callar. Lois tomó asiento a mi
lado. Ya no había acusación en sus ojos, sólo dolor y un destello de lástima.
¿Por mí, por ella misma? Quizá por ambos.
-Pese a
todo, creo que al final lo descubrió por sí mismo. Al menos parte de la
verdad.
Aquello me
sorprendió.
-¿No estás
segura?
-No,
Peter, no lo estoy. Nunca tuve acceso a sus procesos mentales, salvo a través
del pequeño canal que nos permitía intercambiar información. Compréndelo. Eso
habría sido destruir la ilusión. Las personas de verdad no se leen la mente. Yo
no sabía qué pensamientos pasaban por su cabeza, y él ignoraba los míos.
Asentí.
Era lógico. Si Vaquero había querido recrear a su amor muerto no podía ser de
otra forma. Los amantes se comunican con los ojos, con la boca, con el cuerpo,
pero en el fondo siempre ignoran lo que yace en la mente del otro. Supongo que
es una de esas cosas que hacen que la relación funcione, el hecho de que uno
tenga que suponer, que nunca esté seguro, que la duda lo asalte a veces y se
pregunte si ella es realmente suya, si hay algo que se le escapa.
-Bien,
¿qué quieres saber, Peter? ¿Si Vaquero descubrió vuestros embustes, si fue
capaz de atravesar la trama que habíais tejido en torno a un hombre inocente y
averiguar la verdad? Te lo diré, y luego tú me desconectarás y me dejarás
volver a la nada en la que he estado sumida todos estos años. Y, si hay una
pizca de decencia en ti, Peter, destruirás el chip que contiene mi código y me
permitirás descansar para siempre.
—Yo...
-empecé a decir.
Pero no
pude continuar. De pronto Lois se incorporó en la silla y se volvió hacia mí.
Sus ojos echaban chispas.
-¿No te
imaginas lo que es sentir que tu diseñador, tu usuario, el hombre al que amas
se libra de ti, te desconecta? ¿Puedes comprender lo que es despertar de
pronto, sin tener conciencia de que haya transcurrido tiempo alguno hasta que
compruebas tus relojes internos? No, claro que no. Cómo vas a comprenderlo,
cómo vas a comprender lo que es que te roben siete años de tu vida, que
descubras que, durante ese vacío, Vaquero se ha ido y no volverá más, que ahora
no es otra cosa que un vegetal de mirada perdida en un hospital aséptico y
frío. Oh, sí, Peter, no soy más que un puñado de instrucciones grabadas en un
chip, sólo una serie de variables, unos cuantos bucles y algunas rutinas de
randomización, ¿no es cierto? Pero te aseguro que si me pinchan sangro, si
sufro lloro, y si me agravian intentaré vengarme. -Yo... -dije de nuevo.
-Cállate,
Peter. Te daré tu información, pero no lo haré yo. -¿Cómo?
Sonrió,
pero era una sonrisa amarga.
—Poco
antes de desconectarme e irse. Vaquero dejó algo grabado en mis ficheros de
datos. Un mensaje. Dirigido a ti. No me preguntes qué contiene. Está demasiado
bien protegido y no he podido acceder a él. Tan sólo puedo ejecutar la rutina
que lo activa. E incluso entonces no conoceré su contenido. Vaquero se aseguró
de ello. Aun así, creo saber más o menos lo que te dirá y por qué se tomó
tantas molestias para asegurarse de que no pudiera acceder a él. Nunca estaré
segura, claro. Pero, si los motivos de Andrés no son los que yo creía, por
favor, no me saques de mi error.
-No lo
haré -dije. Además. Estaba seguro de que Lois no se equivocaba. Pese a todo,
pese a que seguramente Vaquero había descubierto la verdad, o al menos parte
de ella, había sido considerado con Lois hasta el último momento. Las
protecciones que rodeaban el mensaje estaban destinadas a no causarle dolor a
la mujer que amaba. Ah, Vaquero, Vaquero, pensé. Cómo podías ser tan magníficamente
estúpido. Sentí envidia hacia él, no por primera ni por última vez.
Luego no
pude seguir pensando. El fantasma virtual de Lois se desvaneció y en su lugar
tomó forma la conocida imagen vestida con un largo guardapolvo y el enorme
sombrero de ala ancha. E1 holograma era deliberadamente defectuoso, como si
Vaquero hubiera querido asegurarse de que yp
no me engañaría respecto a su verdadera naturaleza, que no correría para
estrecharle la mano o abrazarlo.
-Hola,
profe. No te molestes en responder. Esta rutina apenas tiene capacidades
interactivas. Lo suficiente para ser consciente de tu presencia y de algunas de
tus reacciones. Pero no puedo embarcarme en un verdadero diálogo. Así que será
mejor que escuches con atención. No habrá repeticiones y, en cuanto haya
terminado de ejecutar el mensaje, éste se borrará. ¿Preparado?
No pude
evitar asentir, y el holograma se rió brevemente. -Supongo que has dicho que
sí. Somos animales de costumbres, sin la menor duda. Perdona esta pequeña trampa.
-Había algo extraño en sus palabras. Sin duda era Vaquero, su voz, sus
actitudes, pero toda pretensión de pomposidad había desaparecido de él-. Ignoro
cuánto tiempo pasará antes de que se te ocurra preguntarle a Lois. A lo mejor
no lo haces nunca, quizá no se te pase por la cabeza el que yo te pueda haber
dejado un último mensaje de despedida. No lo creo. Tarde o temprano lo harás.
No sé qué será de mí para entonces aunque, de una manera u otra, ya no estaré
en vuestro Servicio y Lois no estará conmigo. Pese a todo la sigo queriendo,
¿sabes, profe? Aunque sé de qué forma usasteis a la Lois original para
manipularme, la sigo queriendo. Supongo que en el fondo no amamos a los demás,
sino a la imagen que nos forjamos de ellos. No importa.
Calló un
instante, mientras parecía mirar algo por encima del hombro. Luego se volvió a
mí y siguió hablando.
-Fuisteis
muy listos, condenadamente inteligentes. Y supongo que la mano de Control
estaba detrás de todo. De cualquier forma eso lo averiguaré pronto, por lo que
no necesitas responderme. Además, no te oiría, así que sería un desperdicio.
Pero sí, muy inteligentes. Me hicisteis creer que Katanawe estaba detrás del
supuesto atentado del que se había salvado milagrosamente, que él lo había
preparado todo para que la opinión pública se volcase a su favor y le diera la
victoria en las urnas. Qué sutiles. Nadie me dijo nunca nada sobre eso, dejaron
que yo lo averiguara por mí mismo. -Así que, cuando me infiltré en el Brazo de
Elohí, mis propósitos eran algo más que simplemente desmantelar una
organización terrorista. Iba a derribar al hombre que ocupaba el sillón del
poder. . Me iba a vengar de los que habían puesto la bomba que había matado a
Lois, pero también del individuo que había preparado todo el montaje para su
propio beneficio y al que no le había importado la muerte de los inocentes con
tal de salir beneficiado.
Así que
Lois tenía-razón. Vaquero lo había averiguado.
-Durante
los meses que conviví con esa escoria, todas las pistas parecían llevarme en la
misma dirección: el actual presidente de la Confederación de Drímar había
alcanzado su puesto preparando un falso atentado del que había salido indemne.
Control es un maestro de la intriga, sin la menor duda. No es que los miembros
del Brazo de Elohí creyeran que Katanawe era su líder en la sombra; algo así
habría sido demasiado burdo. Pero los indicios, las pistas que encontraba
siempre terminaban remitiéndome a él.-Piqué como un imbécil. A medida que iba
sumiendo a aquellos estúpidos fanáticos en la red de ilusiones que habíamos
preparado para ellos (y te aseguro que enseguida empezaron a causarme lástima;
¡era tan ridiculamente fácil engañarlos!) también fui acumulando pruebas
contra Katanawe, que era lo que vosotros pretendíais. Entré en sus bases de datos, navegué por su
vitaespacio camuflado como una inspección rutinaria de Hacienda, seguí los
movimientos de sus cuentas bancarias, las anotaciones ocultas de su agenda.
Investigué a sus colaboradores más cercanos, y todo encajaba.
Hubo otra
pausa, esta vez deliberada, como la de un mal actor aprovechando el momento
cumbre para mantener el suspenso entre el público.
-Pero
encajaba demasiado bien. Sí, tú y Control (porque no lo dudo, profe;
Control pudo haber diseñado el plan, pero necesitaba un informático de primera
para llevarlo a cabo, y ése sólo pudiste ser tú)... Mierda de toro, chico,
acabo de perderme. Sí, decía que tú y Control habíais hecho un trabajo de
primera, en realidad demasiado bueno. Y eso, permíteme que te lo diga, profe,
os delataba como aficionados. El verdadero genio nunca se atreverá a consumar
la perfección. La realidad es chapucera, está llena de contradicciones e
incoherencias. Y vuestro plan era demasiado bueno. ¿ Sabes? En mis
momentos de benevolencia pienso que eso fue deliberado, que lo hiciste así
para que yo tuviera una oportunidad de descubrir el fraude.
Mis labios
modularon un «gracias» silencioso al que Vaquero no reaccionó.
-Eso no
importa. Deliberado o no, el trabajo resultaba demasiado bueno, y eso me llevó
a sospechar. Sí todo era una trama, si Katanawe era inocente, ¿quién podía
haberlo hecho? Era evidente que, de una manera o de otra, la intención del plan
nunca había sido matar a Katanawe. El atentado había sido medido con tal precisión
que era imponible que recibiese el menor rasguño. ¿Entonces? Podía haber sido
uno de sus colaboradores, o tal vez algún grupo de poder al que le interésala
catapultar a Katanawe a la presidencia. O también podía haber sido una forma
retorcida y brillante de acabar con él. Sigue mi pensamiento, profe, y no te
quedará más remedio que llegar a la misma conclusión que yo. Si deseas
destruir a un político (por la razón que sea, eso es irrelevante) no lo matas
y lo conviertes en un mártir, porque entonces el partido al que pertenece
utilizará su imagen de héroe caído para vencer. Así que lo transformas en un
héroe, sí, pero un héroe triunfante, y le permites sentarse en el sillón del
poder durante un tiempo. Pero luego te las apañas para que alguien descubra
que todo es un fraude, que el acto de heroísmo no es más que un montaje publicitario.
Un montaje, además, en el que han muerto varias personas inocentes. ¿Qué
ocurre cuando todo eso llega a oídos del público? No sólo has acabado con el
hombre, sino que has destruido con tanto cuidado todo lo que representa, que
nunca podrá alzarse de nuevo. Brillante, ¿no crees? Ahora te pido que sigas mi
razonamiento un poco más. No me pregunté quién tenía interés en destruir de
esa manera a Katanawe. Eso era lo de menos. No, la pregunta clave era quién
tenía los medios para hacerlo. Y la respuesta no podía ser otra que la que fue.
Vosotros. Nosotros. El Servicio.
Sentí
ganas de aplaudir, pero no lo hice.
-Me llevó
tiempo descubrirlo. Eh, digamos, unos tres meses. Pero seguí adelante con la
misión. Desmantele ese ridículo grupúsculo terrorista y volví a la Central para
recoger mis. fel¡citaciones. Y, mientras tanto, algo se fue cociendo en mi
cerebro. Yo era el arma inconsciente destinada a averiguar la «verdad» que
habíais montado en torno a Katanawe. Me habíais estado utilizando todo este
tiempo, moldeándome, dándome forma de acuerdo con vuestros planes para que al
final apuntase a donde os interesaba. Y sólo pudisteis hacerlo de una forma:
si Lois no hubiera muerto en ese atentado, yo jamás habría entrado en contacto
con vosotros. ¿Ves adonde lleva todo esto? Qué pregunta más estúpida, claro
que lo ves.
La pausa
que siguió a estas palabras se me hizo interminable. Los ojos de Vaquero
estaban clavados en los míos y no había en ellos el menor sentimiento, la menor
emoción. Sentí un escalofría mientras el seguía allí, inmóvil y borroso, como
si deliberase consigo mismo lo que debía hacer a continuación.
-No te
guardo rencor, profe. Creo que tú mismo te ocuparás de tu castigo, y que éste
será mayor de cuanto a mi se me pudiera ocurrir. En cierto modo te compadezco.
Has sido una marioneta de Control, igual que yo, igual que todos. La diferencia
es que has sido una marioneta consciente de quien tiraba de tus hilos y cómo.
Debe de haber sido terrible. Pienso que lo seguirá siendo. Ahora voy a ver al
Gran Titiritero. No porque crea que puedo vencerlo. Pero al menos puedo
arrebatarle la victoria. Ya es algo, aunque no mucho. No sé qué haré después,
aunque no tengo muchas opciones. Si Sara continúa contigo dale mis parabienes.
Si se ha marchado ya, espero que sea feliz dondequiera que esté. Tengo la
impresión de que tú también lo esperas. Un último favor, la última gracia del
condenado: no le cuentes a Lois lo que he descubierto. Adiós.
El holograma
se desvaneció y quedé solo en la habitación durante unos instantes, basta que
Lois volvió a materializarse frente a mí. No dijo nada, pero en sus ojos había
una pregunta.
-Te amaba
-dije-. Incluso al final.
Ella
asintió y fue diluyéndose lentamente. Me incorporé, saqué del proc el chip que
la contenía y apagué el aparato.
De nuevo
estaba solo, mientras digería las palabras del último mensaje de Vaquero, con
el chip en mis manos. Aún no se había acabado. Activar el programa de Lois no había sido el último paso,
quizá ni siquiera el penúltimo. Arriba, en el quinto piso, me esperaba Control
para completar la historia, y yo no quería subir.
Recordé
las últimas palabras de Vaquero: «Espero que Sara sea feliz dondequiera que
esté. Tengo la impresión de que tú también lo esperas». Se equivocaba.
Descubría ahora, demasiado tarde como siempre, que no le deseaba a Sara la
menor felicidad, salvo que fuera junto a mí. También descubría que, en el
fondo, no la quería a mi lado.
Hice girar
el chip de Lois entre mis dedos. ¿Lo Había hecho, Había descubierto Vaquero
toda la verdad, o sólo la parte de ella que fue capaz, de creer? Si no por otra
cosa, necesitaba hablar con Control para averiguar eso. La investigación que
me había encargado carecía ya de importancia: lo único que deseaba era
satisfacer mi propia y malsana curiosidad. El mirón quería llevar su oficio hasta
las últimas consecuencias.
Vaquero
tenía razón, por supuesto. Yo mismo terminé ocupándome de mi castigo, y fue
adecuadamente tortuoso y dolió como había esperado que doliese. ¿Fue
suficiente? Lo ignoro, y supongo que no lo sabré nunca.
Hablé con
Control. Tuve mi pequeña charla con el Gran Titiritero y até los últimos cabos
de la trama sólo para descubrir que no había estado escudriñando en la historia
de Vaquero, sino en la mía propia. Creo que Control lo sabía desde un principio
y, en cierta forma, yo también.
Pero no
fui a ver a Control inmediatamente. En lugar de eso pasé varios días en
casa, con el chip de Lois siempre entre los dedos, sin atreverme a
actuar y, mucho menos, a no hacer nada.
Durante
esos días hablé con Memo vía hiperondas. Era el último ser humano que había
visto a Vaquero en plenitud de facultades, antes de que la vengativa
Inteligencia Artificial lo transformara en un vegetal con la mirada
perdida. Era un adolescente de corta estatura y gesto desafiante, y no pude
evitar el pensamiento de que Vaquero a su edad había sido igual. El que Memo
tuviera la mitad del cerebro sustituido por filamentos de memoria era un
detalle sin importancia.
No me dijo
nada que no conociera, pero no eran los datos lo que me interesaba. Memo
hablaba de Vaquero casi con adoración y lo echaba terriblemente de menos,
aunque ni una sola de sus palabras aludía a ello. Conocía lo suficiente de su
historia para comprender que Vaquero había sido para el chico como una especie
de hermano mayor.
La imagen
que me dio de él fue sorprendente, en cierto modo. En lo exterior
Vaquero no parecía haber cambiado. Su forma de expresarse, sus construcciones
ampulosas, la distante ironía con que se lo tomaba lodo: en eso seguía siendo
el Vaquero de siempre. Pero durante su estancia en la Peonza, y sobre todo en
los últimos días que había pasado con Memo, su actitud había cambiado. En
cierta forma había conseguido reconciliarse con la vida, había encontrado su
lugar en el mundo, aunque hubiera tenido que ir a buscarlo a una disiante
estación espacial en Lina región perdida de la galaxia.
O quizá no
había cambiado tanto. Al final, los hábitos de una vida pueden más que
nosotros, y Vaquero había terminado dejándose llevar por su fatalismo y había
consumado su suicidio a manos de una inteligencia artificial que buscaba
venganza. Recordé de nuevo lo que me había dicho la tarde en que me definió el
amor: «El amor mata, ¿sabes, profe?». Y las palabras con las que había
terminado su discurso: «Soy un cadáver ambulante que se ha muerto de nada». Sí,
Vaquero era un cadáver desde mucho antes de que le fundieran las sinapsis,
desde mucho antes de dejarnos. Lo era desde el día en que entró en maestros
planes y empezamos a manipularlo para que se ajustase a ellos.
La
entrevista con Memo me dejó un extraño sabor de boca. Amargo, y al mismo tiempo
dulce. Vaquero no había podido escapar a sus tendencias autodestructivas;
pero, pese a lodos los intentos para hacer de él una máquina a nuestro
servicio, había conseguido encontrar por sí mismo su camino. Un camino que lo
llevaba a la muerte, pero lo había recorrido de forma consciente, no como una
marioneta, sino como un ser libre. Al menos yo prefería considerarlo de esa
manera.
La
entrevista también me dio el valor necesario para llamar a Control y quedar en
verlo al día siguiente.
De nuevo
subía la interminable escalera de caracol. Siempre me he preguntado por el
motivo de esta absurda peregrinación. Según la rumorología local, fue algo
decidido por el Control de la época de Tierra de Nadie, una especie de viaje
iniciático de cura de humildad para aquellos que quisieran hablar con él.
Ignoro si es cierto o no, pero la tradición se había mantenido sin cambios
durante los últimos mil años.
Control me
esperaba imperturbable, como siempre. No inició él la conversación, y durante
varios minutos (sentado enfrente de él, contemplando aquellos ademanes de pajarito
y aquel rostro de bebé arrugado) tampoco yo lo hice.
-Creo que he llegado al final -dije al fin, y él
asintió, como si eso fuera exactamente lo que había esperado oír-. Ya he
introducido mis investigaciones en la red. Puede acceder a ellas cuando desee.
-Así que
ha terminado.
-No del
todo.
—¿Entonces...?
—¿Mi orden
ejecutiva sigue vigente?
Aquello
pareció tomarlo por sorpresa.
-Por
supuesto. Si la investigación aún no ha llegado a su fin, sigue vigente.
—Entonces
aún tengo que ver a una última persona.
No dije
nada. No era necesario.
-Vaquero
vino a verlo el día que presentó su dimisión, y le comunicó que había
descubierto la trama en la que intentamos hacer caer a Katanawe. Al menos tenía
esa intención.
—No sólo
la tenía. Lo hizo.
-Necesito
conocer el contenido de la conversación.
Control
esbozó un asomo de sonrisa.
-Lo
necesita. Una expresión curiosa. No es que sea necesario para la investigación
que le he encargado, no. Usted lo necesita. Me parece que se ha involucrado
demasiado en esto, Highsmith. Un buen mirón deber mantenerse siempre distante.
-Quizá yo
no sea tan buen mirón como ambos pensábamos.
-Oh, lo
es, sin la menor duda. Pero también es humano, supongo. Se siente culpable,
¿verdad? -No dije nada-. Sí, ése ha sido siempre su gran problema. Un mirón con
conciencia, pero sin el valor suficiente paní guiarse por ella. A veces me
pregunto que habría hecho si después de su fracaso en Pardaterra no le hubiéramos
permitido seguir en el Servicio. Puede que entonces hubiera encontrado el
coraje que necesitaba; aunque, si he de serle sincero, lo dudo. -Se detuvo de
pronto y me miró, intrigado, unos segundos-. No lo veo demasiado cooperativo.
-Quizá es
que ya estoy harto. -Las palabras se escaparon de mi boca sin que yo pudiera
detenerlas.
-Es ya un
poco tarde para eso, ¿no le parece? No importa. A los buenos perros se les
recompensa, y usted se ha ganado su hueso. -Abrió el cajón de su escritorio y
sacó alijo de él-. Tenga, disfrute de él.
Tomé lo
que me tendía. Era un chip de interacción total.
-Adelante.
Conéctelo.
Lo miré,
indeciso. Conocía demasiado bien a Control para ignorar que siempre había algún
motivo oculto tras sus acciones, y más cuando éstas no parecían tortuosas. Al
final, la curiosidad pudo más, e inserté el chip en la ranura bajo mi oreja
derecha.
Al
instante la habitación desapareció, sólo para ser sustituida por ella misma.
Control seguía tras la mesa del despacho, pero sentado en mi silla había otro
hombre: Vaquero. Hacía demasiado que no me conectaba un chip de interacción total,
y pasé unos instantes desorientado, tratando de acostumbrarme a ser un
fantasma sin cuerpo. Ni Control ni Vaquero se movieron un milímetro mientras me
adaptaba a la situación. Al fin, cuando me encontré preparado, di una orden
mental y la escena empezó a fluir ante mis ojos.
Sólo que
en realidad no era ante mis ojos. El chip me permitía moverme a mi antojo por
el escenario, cambiar la perspectiva, acelerar o ralentizar los
acontecimientos; incluso podía tocar los objetos, sentir la textura de la mesa
bajo mis dedos inexistentes, oler el tenue desodorante de Control, saborear el
aire caliente que subía desde la estufa. Me había convertido en la moviola
perfecta y podía analizar cada elemento de la escena sin el menor esfuerzo. En
cierto modo era un dios, al menos a una escala limitada.
Los
primeros minutos de la entrevista no me interesaban demasiado. Pero no me los
salté. Mantuve un primer- plano simultáneo de Control y Vaquero mientras este
último le informaba de que había descubierto su intriga y no iba a permitir que
siguiera adelante.
Control no
le preguntó cómo pensaba impedirlo. Era demasiado inteligente para eso, y
reconoció su derrota con deportividad. Vaquero era lo suficientemente hábil
para haber alimentado la red con un virus benigno que infectase todos los
ficheros de noticias con la historia de nuestra sórdida trama, y Control no lo
ignoraba. El caso sería archivado, y Katanawe podría continuar siendo presidente
de la Confederación.
-Me
gustaría saber por qué -dijo Vaquero.
-No es que
sea de su incumbencia -le respondió Control-, Aunque no me importa decírselo.
La facción de Katanawe es partidaria de un mayor contacto con el Mandato Sáver.
Eso a la larga nos debilitará. No puedo permitirlo. -Era una forma de decir
que no se daba por vencido, que la derrota había sido parcial, sólo una batalla
más de una guerra interminable.
Vaquero
asintió con la cabeza.
-Suponía
algo así. Me alegro de no haberme equivocado. Me hubiera incomodado
sobremanera descubrir que usted actuaba bajo las órdenes del anterior
presidente.
Control
encontró tremendamente divertido aquel comentario.
-Gásver es
un incompetente, siempre lo ha sido y siempre lo será. Pero es un incompetente
útil.
-No lo
dudo.
Noté, casi
en la periferia de mis percepciones, que Vaquero había extraído algo del
bolsillo y lo hacía girar entre los dedos. Amplié la imagen para que su cuerpo
entrara en el campo, y vi que tenía un chip en la mano.
-Hay otra
cuestión -dijo, tras un rato de silencio.
-Dígame.
-Lois. Si
fui manipulado para servirle de instrumento eso sólo puede significar que Lois
era su agente. Dudo que fuera tan estúpida como para suicidarse en el atentado,
únicamente para conseguir que yo accediera a ustedes (o ustedes a mí, no
importa)
-¿Y?
-Quiero
verla. Supongo que la bomba no mató más que un clon sin mente. Quiero ver a la
verdadera Lois.
Control no
respondió. Había en sus ojos una mirada indescifrable, mezcla de compasión y de
crueldad.
-Me temo
que eso es imposible. No, déjeme terminar, antes de que se ponga a sí mismo en
ridículo y me amenace con hacer pública toda la historia si yo no le permito
ver a Lois. No se trata de que yo no quiera: simplemente es imposible. Lois no
existe.
-No puedo
creer...
-Lo que
crea usted o no, no me importa, señor Velasco. Pero es cierto. Lois no existe.
De hecho, la mujer que usted conoció como Lois Lamartine no ha existido jamás.
Sentí una
urgencia inexplicable de introducirme en la escena, de abalanzarme en mitad de
aquella conversación e intervenir, de taparle la boca a Control, de
decirle a Vaquero que aquello no era cierto, que Lois había existido, claro que
sí, por favor, no le creas, está mintiendo, Vaquero, escúchame, escúchame, por
favor. Detuve el flujo temporal, avancé hacia Control convertido en un dios
lleno de ira, dispuesto a impedir como fuera que pronunciase aquellas palabras.
Fue inútil; y mientras poco a poco hacía que el tiempo volviera a fluir de
nuevo comprendí que, aun cuando hubiera logrado cambiar la escena, no habría
conseguido cambiar nada. Todo cuanto veía estaba fijado de antemano, ya había
ocurrido y no había nada que lo pudiera alterar.
-No somos tan buenos programadores como usted,
quizá, pero lo que usted hizo nosotros lo hicimos antes.
Vi que
Vaquero comprendía lo que Control quería decir, pero que se negaba a
entenderlo. Agitó la cabeza de un lado a otro, de una forma casi espasmódica,
mientras su mano se apretaba en un puño alrededor del chip.
-Sí, señor
Velasco. La Lois que convivió con usted durante año y medio fue una impostura,
incluso mejor que la usted construyó después, porque ésta tenía un cuerpo que
podía ser acariciado.
-No...
-Sí. -La
voz de Control era suave, como el tacto de unos dedos en un cuerpo que
desearnos. También era implacable-. Un poco de ADN humano para desarrollar- un
clon. Luego, acelerarlo hasta la madurez y extraerle el cerebro. Sustituir las
neuronas por filamentos de memoria. Y, en ellos, un programa que rigiera el
comportamiento de su cuerpo. Un programa para crear a la mujer perfecta para usted, tan perfecta que no pudiera
soportar su perdida cuando ésta llegara. Como ve, fue muy sencillo.
-No...
-volvió a decir Vaquero.
Allí
seguía yo, impotente, mientras Control, en una venganza mezquina, destruía al
hombre que había elegido como instrumento y que lo había desafiado, que lo
había vencido. Lo irónico, lo terrible, era que lo estaba destruyendo
concediéndole exactamente lo que Vaquero había pedido: la verdad.
-Lois
jamás existió. Y usted creó un fantasma basado en otro fantasma y se enamoró de
él. Eso es lo que ocurrió, señor Velasco. Si lo desea puedo ponerlo en contacto
con e! donante del ADN que usamos. Aunque no creo que quiera.
Ninguno de
los dos hizo el menor movimiento durante un tiempo tan interminable que creí
que la grabación se había detenido de nuevo. Vaquero se levantó al fin y avanzó
hacia la mesa tras la que estaba sentado Control. Sus movimientos eran pesados,
vacilantes, como un zombi mal programado. Lo oí murmurar mi nombre, «Peter,
Peter», y me maldije a mí mismo mientras se detenía junto a la mesa y miraba a
Control. Abrió la boca y cada palabra le costó una agonía.
-Entonces
supongo que esto es suyo -dijo, dejando caer el chip sobre la mesa. La pequeña
oblea negra rebotó en la superficie de cristal y luego quedó inmóvil. Control
no intentó cogerla.
Vaquero
dio media vuelta y salió de la habitación, tambaleándose como un animal
agonizante.
La
grabación terminó, hubo un destello de luz, y me encontré de nuevo en el mundo
real. Parpadeé, confuso, mientras me desconectaba del chip de interacción.
Control me
observaba inexpresivo, y yo no era capaz de decir nada. ¿Parecido a Vaquero?
¿Lo había sido realmente? Sí, lo habían sido, estaba seguro, y en determinados
momentos de sus vidas habían elegido opciones distintas. También estaba seguro
de que en el fondo Control creía que la opción correcta era la de Vaquero y no
la suya.
-¿Por qué?
-conseguí preguntar al cabo de un rato.
-¿Por qué
no? -fue toda la respuesta que obtuve de Control.
En
realidad no hacía falta otra respuesta. El simple hecho de que Vaquero hubiera
tenido éxito donde Control había fracasado condenaba al primero a la
destrucción. La investigación que yo había llevado no era más que un modo de
asegurarse de que ésta había sido completa.
Sentí
ganas de gritarle a Control que aquello no era cierto, que al final Vaquero
había encontrado lo que buscaba y había sido feliz con ello. No pude hacerlo.
Yo mismo no conseguía creerlo del todo.
Creo que
también me tambaleaba mientras dejaba el cuarto. No estoy seguro.
Recuerdo mis puños apretados, la rabia con la que miré a Control. Y luego,
mientras descendía por la escalera de caracol, ésta se fue desvaneciendo. No,
Control no había destruido a Vaquero, al menos no lo había hecho solo, y su
gesto mezquino de venganza no había sido más que el último eslabón de la
cadena. Desengáñate, Peter, pensé mientras llegaba al sótano y tomaba el
ascensor. Hay un solo responsable en todo esto. Y eres tú.
El chip de
Lois gira entre mis dedos, como giraba entre los de Vaquero. Estoy solo, en mi
apartamento, y las paredes me miran tan frías como el corazón del infierno. A
lo lejos, más allá de la ventana, la ciudad se mueve como un organismo en
plena actividad, pero esa actividad no me alcanza.
Por
primera vez en toda mi vida ya no me siento como un mirón, ni siquiera como
una marioneta. Y la sensación es insoportable. Una y otra vez intento alejarme
de todo, contemplar la vida con el mismo frío desapasionamiento con el que
siempre lo hice, pero ya no es posible. He dejado de ser una roca, me he
convertido en un ser vivo, y eso significa que he perdido mi inmortalidad. Lo
irónico es que he empezado a vivir demasiado tarde para hacer otra cosa que no
sea lamentarme por el tiempo perdido.
Duele. Por
primera vez en mi vida todo duele. No consigo decidir si es una sensación
grata o desagradable. En realidad no consigo decidir nada.
Pienso en
Vaquero. Pienso en Sara. A veces pienso en mí mismo. Pero sobre todo pienso en
Lois. Está aquí, todo lo que tendré jamás de ella. La copia de una copia. No,
eso no es exacto. La copia de una impostura. De una impostura tan perfecta, tan
hermosa, que cualquier hombre se habría enamorado de ella. ¿Cómo podría haberse
resistido Vaquero? ¿Cómo podría haberme resistido yo mismo a medida que la iba
creando, adaptando su personalidad fingida a las necesidades de Vaquero?
Control tenía razón: Vaquero y yo nos parecíamos demasiado. ¿Y él? ¿Se parecía
él lo suficiente a Vaquero para enamorarse de Lois? Quizá, pero también era lo
bastante inteligente para no caer en la trampa.
Creo que
me enamoré de Lois mucho antes de que empezase a programarla. Me enamoré de
ella en la fase de diseño, mientras iba decidiendo sus rutinas de interacción,
su comportamiento, el mohín de sus labios o el brillo socarrón de sus ojos. La
diseñé para Vaquero, pero también la estaba diseñando para mí, tomando un poco
de aquí y de allá: la mirada profunda y triste de Sara, su sonrisa de niña,
sus enfados sin sentido; tomando de cientos de mujeres a las que yo había
contemplado durante estos años todo lo que me había atraído de ellas.
En toda mi
vida sólo dejé de observar dos veces, sólo intervine en los acontecimientos en
dos ocasiones. La primera vez desencadené la destrucción de un hombre (nada
importa que en aquel momento fuera una marioneta: veía los hilos y pude
haberme negado a moverme de acuerdo con ellos). Y la segunda, cuando intenté
evitarla, era demasiado tarde.
Sin
embargo, ahora, mientras el negro y minúsculo chip gira entre mis dedos
y la soledad es por fin un grito desesperado, nada de eso me importa. Ni la
mezquina venganza de Control, ni mis actos, ni la muerte de Vaquero. El proc
proyecta ante mí las páginas que he escrito estos días y veo la cantidad de
veces que he escrito esas palabras: «no importa». Ésa parece haber sido mi
marca de fábrica: no importa, nada importa, lodo es trivial, irrelevante. Y,
si lodo lo es, también debería serlo mi dolor, mi soledad, mi fracaso. Es
posible que sea así, pero eso no impide que duela.
Sólo
importa Lois, aquí, en mi mano, dormida. Sólo importa el que, por mucho que lo
desee, jamás podré despertarla. No podría enfrentarme a su desprecio, a sus
reproches. Porque ella lo sabe, supo mucho antes que Vaquero que yo la había
diseñado, que era su verdadero creador. Y no me lo perdonará nunca.
Pero
tampoco puedo destruirla. No puedo decidirme a hacer añicos el chip que
contiene a la persona que amo, a la única mujer con la que he estado dispuesto
a involucrarme hasta el final.
Sí, yo
mismo he encontrado mi castigo, y es adecuado. Estoy enamorado de un fantasma
y, aunque en mis manos tengo la posibilidad de devolverle la vida, no puedo
hacerlo. Creé a Lois de tal manera que no pude evitar amarla, pero la creé para
otro, y siempre le pertenecerá a él. A mi mente acude con demasiada claridad
la mirada de adoración con la que ella contemplaba a Vaquero, el brillo oculto
de lástima en sus ojos cada vez que se volvía a mí.
Pienso en
La regla del millón de años. No me sirve de mucho.
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