El humo se acumulaba en el techo de la bolera. Los muchachos, confiados, lanzaron sus bolas como quien exprime un jugoso racimo de bayas y lo arroja lejos. Habían puntuado alto y ahora charlaban y fumaban tranquilamente, estudiando los ventiladores y el bruñido de la tarima. Mi turno. Entre las bolas vino rodando un cráneo, limpio y brillante. Los muchachos miraron con preocupación. Introduje los dedos en los orificios de los ojos. Sentí que se ennegrecían de sombra y de vacío de gruta. Era dolorosamente más ligero que las demás bolas corrientes. Ladeé la cabeza calibrando peso y distancia. Retrocedí unos pasos para tomar impulso. Al lanzarlo cerré los ojos y hubiera cerrado los oídos si éstos funcionaran de tal manera. El cráneo salió proyectado, describió una buena trayectoria y rodó por el centro de la pista percutiendo contra el suelo pulido, como un meteoro color crema a la deriva en la corriente de las probabilidades.
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