Fue en el castillo familiar, no muy distante de la abadía cisterciense de Flavan -cierto día en que Guillaume de Langres, primogénito de doce años, recibía lecciones de clavicordio con el preceptor a su espalda y vio pasar, entre el gabinete de teca y el orbe mecánico, a un carnero completamente desollado, sangriento, escapando con terribles balidos del dormitorio de su madre parturienta a la que las matronas acababan de aplicar un cataplasma con la piel caliente del animal-, cuando Guillaume tuvo la evidencia de que el pelo se le había vuelto blanco.
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