Tales of Mystery and Imagination

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Carlos Abraham: La biblioteca de Alejandría




1
El ruido de los niños del pueblo y de los carruajes se había apagado a medida que el sol se ocultaba tras los montes que aureolaban San Salvador del Valle de Jujuy, quedando redu­cido a un murmullo sordo, como hormigas atrapadas en un paño o un caracol de mar llevado al oído. Las luces de la tarde aún entraban a través de los postigos entreabiertos, ilu­minando el piso de mosaicos carmesíes y las paredes de estuco pintado a la cal amarilla. Poco podían iluminar de las paredes, sin embargo, ya que éstas estaban cubiertas por lar­gos y serpenteantes anaqueles cargados con libros.
En el fondo de la sala, tras un escritorio de madera negra, don Francisco Joseph Pellicer y Lastanosa trazaba, con una leve sonrisa en los labios, las últimas líneas de su traducción de la Hieroglyphica. de Pierio Valeriano, por encargo del gobernador Herrera. Trabajo fortuito (aunque lucrativo), hecho para un autoproclamado degustador de la mitología clásica que ni siquiera dominaba el latín y el griego. Sin per­der su sonrisa, puso a secar la tinta del manuscrito sobre un atril y sacó del polvo de un cajón un infolio mucho más grueso. La carátula, que en laberínticas y luminosas letras góticas decía Notas para un Inventario de la Biblioteca de Alejandría, custodiaba páginas en distintos tonos de amari­llo: ocres las primeras, aún blancas las últimas.
Antes de comenzar, encendió la lámpara de aceite y fue a cerrar la ventana. Miró por el balcón enrejado; abajo, en la estrecha calle de tierra, pasaban dos hombres montados en lentos y sudados potrillos overos. Observó con reprobación esos ridículos atuendos que se habían comenzado a utilizar pocos años atrás entre las gentes del campo: el chiripá, las bombachas, la rastra... Prendas tan bárbaras como su len­guaje, mezcla de expresiones castizas, indias y portuguesas, notorias éstas últimas en el uso del «vos» en reemplazo del «tú». No en vano los prohombres del pueblo los llamaban gauderios, guasos o gauchos, cuando no magos perdidos.

Volvió a su escritorio, borrada ya su sonrisa, taciturno, contempló las paredes cubiertas con libros, con las letras de sus lomos indescifrables en el umbral de la noche. Con melancolía, caviló que su vida había sido equivocada. «Yo hubiera debido ser un bibliotecario del Clementinium o de Bolonia», pensó, «consultado por teólogos y eruditos de lodo el Oriente y el Occidente, o —sueño más arduo, más utópico aún— de Alejandría, de aquella vasta y casi infinita (al menos, en la imaginación y en ese recuerdo desvanecido que llamamos historia) biblioteca, ese callado paraíso que guardaba los libros perdidos de Tácito, los libros perdidos de Sófocles, los libros perdidos de Eurípides, la Ilíada con comentarios autógrafos de Aristóteles... En cambio, soy un mero letrado perdido en estos arrabales del planeta, conde­nado a que mi vida y mi obra transcurran ignoradas».
Volvió al manuscrito, sobre el cual danzaban los claros­curos de la lámpara. La obra lo había ocupado desde hacía más de una década, y aún estaba inconclusa. Pero estaba en su misma naturaleza ser inconclusa, ya que la reconstruc­ción ínclita del Catálogo de la Biblioteca era posible sólo en los sueños (si éstos eran propicios). En la vigilia, en la ardua vigilia de sus estudios, el único camino era trazar un tenue mapa de ese perdido ámbito por medio de fragmen­tos de los escritores clásicos, o alusiones de viajeros por Egipto, o citas y referencias que retóricos de la época, como el gramático Licofrón, hacían de tratados y poemas que habían consultado en su juventud, en su tiempo de estu­dios en la universidad vecina a la Biblioteca. Míseros jiro­nes y vestigios, disecta membra de un todo inmensamente mayor, imposible de vislumbrar de manera cabal a través de sus partes, de lo poco que ha quedado de sus partes.
Como tantas otras veces, se consoló pensando que la mente humana ha sido la misma en todas las épocas, y que lo pensado y escrito por un hombre seguramente ha sido pensado y escrito antes por otro. Quizá, pensó con cierta fatiga, toda palabra escrita hoy en cualquier lugar del mundo haya estado ya en los anaqueles interminables de la ciudad de Alejandro Magno.
En ese momento llamaron a la puerta. La criada, aún con lejía en las manos, anunció a fray Payo Sotomayor, el sacerdote de la ciudad. Con desganada cortesía, Francisco le dio la mano y lo invitó a sentarse. No era una visita muy frecuente, pero de la misma manera que en España, en América era costumbre de los sacerdotes visitar regular­mente a los miembros más destacados de su rebaño. Mientras convidaba rapé a su huésped, Francisco deseó dolorosamente estar en la lejana Alejandría, en la aún más lejana época de los Antoninos.
La charla comenzó con trivialidades, como es de rigor. El clima, la relativa sequía, algunas aisladas incursiones de los indios, las últimas disposiciones del Cabildo. También (y aquí el cura cambió el tono de su voz), la escasa limosna y las escasas asistencias a misa por parte de algunos repre­sentantes conspicuos del patriciado local.
—Me he enterado que en su sermón de ayer expuso algunos de los resultados de sus últimas investigaciones de casuística.
—Oh, usted es muy hábil para cambiar de tema cuando es necesario —rió el sacerdote—. Pero sí, abusé un momento de la paciencia de mis feligreses con el fruto de algunos años de solitario estudio. Quizá si usted asiste el próximo domingo se pueda poner al tanto.
—Puede usted estar seguro de ello.
—Los sermones ya no se hacen como en el pasado, cuan­do un sacerdote era capaz de encerrarse durante seis días enteros en su celda, trabajando con ahínco y erudición en las palabras que diría el domingo. Piense en la admiración que provocaban los sermones de los Paravicino, los Bossuet y los Vieyra, esos grandes curas del siglo XVII. ¡La gente de la ciudad se agolpaba para oírlos, y a menudo quedaban multitudes afuera del templo!
Francisco escuchaba sin interrumpir, asintiendo en los momentos precisos. No en vano tiempo atrás había com­puesto una Vida de Hipatia,
-Y dígame —prosiguió Sotomayor—, ¿cómo marchan sus escritos? Me he enterado que está traduciendo a Pierio Valeriano.
-Es verdad. Nuestro gobernador es un hombre con un lino gusto por las cosas de la Antigüedad.
-No lo dudo. Pero dispénseme, yo nunca he dejado de notar que en su biblioteca abundan libros que poco tienen que ver con los estudios clásicos o cristianos.
—Ningún volumen de mi colección está en las diversas listas del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Puede usted estar seguro.
—Por supuesto. Ahora bien, sé que usted es lo bastante inteligente como para no tener el Dictionnairephilosophique de Voltaire a la vista, ¿verdad?. Pero veo que posee una Historia Naturalis Strigae de Thiers; un Discours, et histoi-res des spectres, vissions et apparitions des esprits de Pierre le Loyer (¡en su primera edición de 1605!); el Libro de Eibon; el Cantar de R 'lyeh; los Fragmentos de Celeaeno; los Cultes des Goules, del Conde D'Erlette; De vermis mysteriis, de Ludvig Prinn; el People of the Monolith de Justin Geoffrey; los Manuscritos pnakóticos; los Siete libros crípti­cos de Hsan; los Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt; y... qué interesante: el Necronomicon, de Abdul Alhazred. AlAzif es el nombre original de esta obra, ¿verdad?
—Veo que estos textos no le resultan desconocidos, Sotomayor.
—Oh, en mi juventud recorrí el mundo (en misión sacer­dotal, por supuesto), y tuve ocasión de conocer variados modos de pensar y de proceder. Pero —aquí su mirada se endureció en un cristal azul desvaído— supe discernir cuál es el verdadero.
El rapé se había acabado. Los hombres fueron a la puer­ta y se despidieron con un simple apretón de manos.
—Lo espero el domingo —dijo el cura, conciliador al fin—. Siempre es estimulante tener alguien con su cultura entre la audiencia.
Francisco se disponía a echar el cerrojo, cuando advirtió, con alivio, que por el fondo de la calle venía un hombre con dos muías cargadas hasta los ijares. Agitó la mano para que reconociera la casa.
El mercader era un mulato obeso y sudado, ya entrado en años, de lo más taimado y sonriente. Hablaba como si no hubiera un mañana; Francisco comprendió que eso se debía a las largas jornadas de soledad a través de la puna. Todo precisa su contrapeso, su equilibrio. No de otra forma Platón había señalado la necesidad de la existencia de una Tierra Antagonista o Antártida situada en las antípodas de Grecia.
Tras saludar a la criada, el mercader sacó los libros de sus alforjas, con cierta afectada ceremonia. Con orgullo contó los volúmenes en voz casi estentórea: seis. Añadió que en los mediodías, cuando no se podía cabalgar, había hojeado alguno, y que en su modesta opinión eran sólo delirios de franceses o vascos trasnochados. Y que su lema era satisfa­cer todas las peticiones del cliente, por raras que fueran.
Francisco sonreía, mientras pensaba en el Clementinium y en Alejandría.
El sol estaba alto en el cielo cuando lo despertó el ruido de apila que venía de la cocina. Inés y su sobrina estaban pre­parando el almuerzo. Meditó unos instantes en el contraste entre el bullicio exterior de la actividad meramente física, y el silencio intelectual en que se hallaba sumido en esa región del mundo; el hábito de leer poesía barroca lo había acostumbrado a hallar paralelismos, contrastes y dicoto­mías en cada cosa.
Tras sus abluciones y el almuerzo retornó a la biblioteca. Era un día extraño, de un calor no bochornoso. El aire rojo del mediodía iluminaba la sala desde los postigos entrea­biertos. Quizá podría darse un respiro de sus tareas litera-i las, pensó, y ocuparse de algunos temas pendientes.
Extendió un amarillento mapa de pergamino sobre la mesa. Para que no volviera a su posición original de rollo, puso en una de sus esquinas un ave embalsamada como pisapapeles. Sus ojos tardaron un momento en acostum­brarse al arcaico lenguaje de coordenadas trithiae que pulu­laba sobre cada imagen, en desuso desde hacía ya un siglo. Calculó minuciosamente las distancias; una vez decidida la mía a seguir, ensilló su caballo y lo cargó con dos alforjas, una conteniendo agua y comida, y la otra el mapa y un puñado de herramientas.
Su destino estaba a dos jornadas a caballo del centro de la ciudad, sin más accidentes de la tierra que algunas hon­donadas (según el mapa, fuente al cabo poco fiable). La zona a la que se dirigía era desértica y casi inexplorada. Ni siquiera los quechuas solían recorrerla: no entraba en sus rutas de comercio, y el caminante ocasional podía perder sus muías o llamas por la falta de agua.
La travesía no tuvo incidentes memorables. Una crepitante hoguera atizada con madera muerta de cactus y de arbustos mantuvo a distancia las fieras nocturnas. En el conticinio y en la caliginosa oscuridad previa al alba pudo discernir un par de pupilas que rondaban en ávido silencio, pero algunos puñados de zarzas secas sobre las brasas disuadieron al desconocido visitante. Sin embargo, pudo dormir: no era la primera vez que transitaba comarcas inex­ploradas. Yacer bajo las estrellas errantes le producía un gozo peculiar. En las soledades se revelaban con mayor nitidez que en la ciudad, pululante de candelas y antorchas que opacaban los lejanos resplandores. Siempre había sen­tido interés por la astronomía. Era dulce dejarse llevar por el sueño, mientras los párpados entrecerrados recorrían el piélago de arcaicas constelaciones, hallando tras la estrella más lejana siempre alguna aún más remota.
Al amanecer descubrió que faltaba poco camino. Espoleó su cabalgadura para llegar antes que el sol apretara. Las sie­rras, pobladas con trinos de pájaros, despedían una suave brisa de romero y albahaca. Cada tanto, alguna irisada lagartija huía a su paso.
Detuvo su caballo tras cruzar un ancho barranco. No requirió una segunda mirada para comprender que había arribado. Estaba ante las ruinas de una gran ciudad. Llegaba hasta el horizonte, en un inextricable laberinto de osamentas de murallas, de edificios que quizá hubieran sido palacios y templos, de otros que quizá hubieran sido simples hogares. Pero su fábrica era tan antigua que en muchos tramos resul­taba difícil distinguir los derruidos muros de piedra y el suelo de tierra arenosa. Era un seco descarriadero de estruc­turas bajas y decrépitas, en su mayor parte montañas de escombros, donde se movían impalpables remolinos de polvo. El silencio era atroz; sólo profanado por los repenti­nos gemidos del viento, enervantes como una respiración oculta. Desmontó y abrió una de las alforjas, sacando un par de martillos, un cincel y una pala de mano.
Había tenido referencias del enclave a través de un viejí­simo músico quechua. El hombre peregrinaba de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, llevando en un paquete al hom­bro sus quenas, sus cajas de canto, sus ocarinas; cantando poemas y leyendas tan antiguas que su lenguaje resultaba arduo incluso para la gente de su raza. Eran composiciones de aire melancólico (la lenta digitación de las sarmentosas manos acentuaba esa índole); de algún modo recordaban a Francisco los trenos y fados que había oído en la penínsu­la. Una noche, tras hacerse traducir algunos de los cantares, interrogó al peregrino acerca de un personaje que lo había intrigado. «No sé nada más de él», fue la respuesta. «En todo el mundo, sólo perduran de ese hombre las palabras con que está tejida la canción. Su momia, los sonidos. Quizá sea tan antiguo como los pucarás que vi a dos jorna­das, mientras venía hacia aquí». Nada más pudo sacar en limpio del relato, salvo una descripción más precisa de la ubicación de las ruinas, y el énfasis en su portentosa anti­güedad: «Hechas antes que naciera Manco Capác».
Mientras Francisco caminaba por un tramo recto libre de escombros, que parecía ser una calle, no pudo dejar de advertir que no sólo el tiempo se había ensañado con las rui­nas, sino también la guerra: huellas de un fuego inmemorial eran visibles en los cimientos que afloraban aquí y allá, y en las piedras esparcidas con un odio minucioso. No le sor­prendió no encontrar huesos: los cadáveres insepultos se loman polvo con presteza. Cada tanto una vasta estructura cortaba el paso, obligando a pasar sobre ella o a rodearla: una balaustrada caída y rota en pedazos, una torre colapsa-da sobre su base, una larga escalera de basalto que alguna vez llevó hasta las alturas y ahora sólo conducía al polvo. Tras avanzar durante un tiempo que no pudo determinar, agobiado por el calor, advirtió resabios de carácter distinto: un conjunto de grandes piedras oblongas desparramado sobre el suelo, como si se tratara de una pared derrumbada. Estaban labradas con rara maestría, con una de sus caras cubiertas por una escritura indescifrable. Era algo que no esperaba: incluso el pueblo más civilizado del virreinato, el quechua, desconocía la palabra escrita. Se inclinó, quitando con la mano el polvo que cubría los signos. Tenían cierta semejanza con los jeroglíficos egipcios, a los que había teni­do acceso gracias a las transcripciones que el padre Athanasius Kircher incluyó en su Prodromus Coptus y en su Oedipus Aegyptiacus; sin embargo, la ejecución era más sinuosa y estilizada, como si sus escribas hubieran ido un paso más allá en la abstracción de las figuras. Creyó discer­nir algunos fragmentos: uno parecía representar un hombre acostado; otro, el sol; otro, una serpiente. Pero sus logros eran meramente hipotéticos: la serpiente bien podía ser un signo de agua, o la imagen de un camino, o la codificación convencional de un concepto abstracto; y así los otros.
Era imposible cargar los pesados bloques de piedra; extrajo de su alforja un rollo de papel y, extendiéndolo sobre la cara tallada, lo frotó con un pan de cera negra hasta que cada detalle quedó grabado. Lo mismo hizo con otros siete u ocho bloques que la abrasión de la arena aún no había desgastado. El antinatural gemido del viento lo tenta­ba en ocasiones a mirar sobre su hombro.
Prosiguió su travesía, internándose en los recovecos y esca­lando las pirámides de despojos. Un brillo atrajo su mirada desde la umbría oquedad formada entre dos piedras que ha­bían caído juntas. Las separó: era un trozo de cerámica color sepia. Lo guardó en la alforja, y continuó levantando piedras, excavando pilas de cascotes o montículos de tierra intrigan­tes. Al caer la tarde, su afán estaba saciado. Desató su caba­llo, cargando sobre él la alforja casi llena, y retomó sus pasos.
Arribó a su solar el sábado por la noche. El sueño le fue útil para recuperarse de una leve insolación. Tras escuchar misa por la mañana, licenció a la criada hasta el lunes siguiente. Un breve examen de su biblioteca confirmó lo que había sos­pechado: la antigua escritura de las ruinas no estaba registra­da en los enciclopédicos volúmenes del padre Kircher, ni en la Steganographia de Trithemius, ni en Le imagini de i dei de gli antichi de Cartario. Tampoco en la Onomástica Indiana de Lapuente. Ello equivalía a concluir que era la lengua de una cultura completamente desconocida, sin duda anterior a lodos los pueblos indígenas existentes.
Con extremo cuidado, dispuso su colección de reliquias sobre la caoba del escritorio. Tantos años (tantos siglos, sin duda) expuestas al olvido, al abrasivo sarcófago de la arena. Y cada una con una historia propia, con un pasado ya irrecuperable. Tomó una pequeña vasija de cerámica blan­ca. ¿Qué mano la habrá sostenido?, pensó. ¿Qué rostro, ya tan lejano como Aristóteles, habrá bebido de ella? Dejando el breve cántaro, acarició delicadamente el lomo de un grueso volumen de los anaqueles superiores. Algún día escribiré un libro como éste, como Lesbare und lesenswer-the Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien, de Johann Valentín Andrea, y dejaré para la posteridad, si no la imposible cartografía de una biblioteca perdida (de un paraíso perdido), al menos la de una tierra desconocida, la de un imperio olvidado.
Desplegó sobre la mesa una de las hojas con impresiones de cera negra. Tras algunas horas de análisis y comparacio­nes, logró inferir tres nociones básicas. En primer lugar, no se trataba de una escritura jeroglífica (poseedora de miles o decenas de miles de signos) sino de un alfabeto extremada­mente complejo, con un total de ciento once signos, sin más sistema visible de puntuación que un diminuto rectángulo ocasional. En segundo lugar, era un idioma sintético, como el latín y el alemán. Los signos estaban agrupados en exten­sas concatenaciones, seguramente palabras, lo que indicaba un lenguaje con un rico sistema de inflexiones y desinen­cias (en oposición a las lenguas analíticas, como el caste­llano y el francés, que recurren al uso de preposiciones). En tercer lugar, no tenía vínculos con ningún otro alfabeto conocido. ¿Cómo podía ser, se preguntó, que los indios hayan poseído, y luego olvidado, un instrumento tan fun­damental como la escritura? Era un hecho sin precedentes en la historia humana.
Sin embargo, esas tres inferencias concernían sólo a la forma y disposición de los signos; no decían nada de su inextricable sentido. Un idioma nuevo puede aprenderse con facilidad, si se tienen las referencias del sentido de cada palabra («oppidum» vale por fortaleza, «carmina» vale por conjunto de poemas, etcétera), pero ¿Qué ése tiene un mudo laberinto de signos frente a los ojos, sin ninguna clave que indique sus correspondencias con el mundo? Su labor, hasta el momento, había sido como describir una pintura sólo mediante las sensaciones que produce al ser rozada por los dedos.
Enrolló las láminas con cierta desazón, guardándolas en un cajón de su escritorio. Los otros objetos eran mayor­mente trozos de cerámica, pintados con tonos sepias y car­mesíes, que daban la impresión de estar contemplando un crepúsculo muy antiguo. Sin embargo, la pequeña vasija, única pieza de alfarería intacta, era prístinamente blanca, casi marfileña. Se preguntó cómo el delicado objeto, con paredes tan delgadas como un papel o un pergamino, habría hecho para sobrevivir a la destrucción de la ciudad y a incontables años de intemperie. Estaba ornado con varias filas de puntos de diverso tamaño; quizá se tratase de otra forma de escritura, pero, ¿cómo saberlo? En todo caso, era muy distinta a la encontrada en los bloques de piedra.
La luz de la ventana comenzaba a menguar. Encendió la vela mayor, en el quemador del centro de la habitación, y la vela de lectura sobre el escritorio.
Había dejado para el final la pieza más importante. Era un objeto indefinible, aunque daba la impresión de tratarse de una especie de tiara. Estaba hecha de oro, en aleación con algún otro metal que no pudo reconocer. Tenía un par de gemas nubladas en el frente, quizá topacios, y entre ellos un hueco cubierto con una sustancia similar al cristal; parecía un relica­rio, si bien no logró discernir qué había en su interior: una gota de mercurio, una perla, un arcaico rizo de cabello. Luego tra­taría de averiguarlo. En ese momento, le intrigaba más la pecu­liar forma del objeto, con una periferia muy ancha e irregular, como diseñada para una cabeza de contorno casi elíptico.
El objeto producía al ser observado una leve inquietud, una sutil perturbación. Francisco la atribuyó en un princi­pio a los años de férrea educación religiosa, que habían logrado (a su pesar) que todo lo proveniente de un orbe no cristiano tuviera un aura ominosa, una especie de insinua­ción o promesa de condenaciones eternas: se consoló pen­sando que en su caso, a diferencia de otros hombres que había conocido, la vigilia de la razón había logrado acallar, si no matar, esas sugestiones. En un segundo momento, tras una contemplación más detenida, infirió que ese sentimien­to era provocado por la otredad de la obra de arte. Todos los objetos que había visto hasta entonces pertenecían a alguna tradición cultural conocida; esa tiara era algo diferente. Habia sido elaborada por una orfebrería de portentosa suti­leza, completamente ajena a cualquier técnica de Oriente o de Occidente. Los relieves que la cubrían acentuaban esa vaga incomodidad: representaban innumerables y diminu­tos patrones geométricos, líneas que se intersecaban infini­tamente unas en otras, polígonos que se bifurcaban en figu­ras de tres dimensiones, pero de una manera casi líquida, tan sinuosa y fluida que hacía pensar en la representación de algo orgánico, de vísceras. Tan distinto al sereno mundo euclidiano. Un breve examen reveló que al cambiar el ángulo de inclinación con respecto a la luz, los bajorrelie­ves se transformaban en otros absolutamente distintos, en los que predominaban ya las figuras cóncavas, que se abis­maban en asfixiantes y corruptos vórtices, ya las convexas, que daban la impresión de elevarse fuera de su marco como las torres de una catedral gótica.
Tuvo deseos de saber cómo se sentiría sobre su cabeza. Frente a un espejo, trató de colocársela, sin lograrlo del todo por la extraña forma del objeto. La imagen reflejada produ­cía una impresión intolerablemente anacrónica: un rostro del siglo XVIII bajo una tiara emergida de la noche de los tiempos. Sintió un hormigueo sobre sus sienes, durante un instante. Un leve sonido recorrió la joya. Se la quitó, preo­cupado por haberla quizá dañado, al forzarla sobre una cabeza de contorno notoriamente distinto a aquélla para la cual fue creada. Al examinarla, advirtió que el comparti­miento central, que parecía una suerte de relicario, se había abierto. Pero cuando se disponía a indagar el interior, las piernas no lo sostuvieron. Consiguió dejar la tiara sobre uno de los anaqueles y se acuclilló sobre los mosaicos, a la espe­ra de su restablecimiento. Quizá la fatiga del viaje, pensó. Pero el vértigo era creciente: las paredes cubiertas con libros parecían acercarse y alejarse por momentos, en algo pareci­do a una vasta respiración. La imagen se disolvió en un solo libro circular y cíclico de infinitas páginas.
En ese instante perdió la conciencia.

2
Una mano curtida sobre la frente lo despertó. Abrió los ojos, nublados por la jaqueca, e inmediatamente lo rodea­ron palabras de mujer dichas en tono tranquilizador. No las entendió, pero estaba demasiado confuso y débil como para preocuparse por comentarios ajenos. La criada me ha encontrado tirado en la sala y me ha llevado a la cama, pensó. Trató de relajarse, cerrando sus párpados, dejando que la mano llevara sobre su rostro lo que parecía ser un paño húmedo. ¿Habrá sido fiebre?, se preguntó. La zona de las ruinas era seca y árida; no se trataba de una ciénaga infestada con miasmas.
Tras descansar un rato, volvió a abrir los ojos. Quería preguntar a la criada cuanto tiempo había yacido. Pero el rostro que vio no era el esperado. Era el de una mujer joven, con rasgos indígenas: no los angulosos de los quechuas, sino otros más sutiles y estilizados, de alguna forma empa­rentados con los aymaras. Secó su frente y pronunció otras palabras, que Francisco fue de nuevo incapaz de compren­der. ¿Inés habría contratado una india emigrada para la tarea evidentemente ardua de velar su salud? Era posible.
Notó algo que hasta ese momento no había advertido: no estaba en su casa. Era una habitación amplia, empequeñe­cida en cierto modo por el techo bajo. Un par de estrechas ventanas discurrían desde el piso de tierra apisonada hasta el techo de madera. Las paredes no eran de ladrillo sino de piedra, antigua piedra pintada de ocre. No había cruces, ni cuadros, ni diplomas: sólo un ramo de romero colgado junto a una ventana, quizá para ahuyentar las moscas, y un extraño símbolo dibujado al lado de la puerta: un triángulo equilátero que contenía un círculo en su interior.
Preguntó dónde se encontraba. La joven mujer lo miró con simpatía y susurró algunas palabras en la extraña lengua, que por su sonoridad le recordó al griego. Su pelo esta­ba entretejido en cientos de pequeñas trenzas, como las bar­bas de los reyes asirios en ciertos bajorrelieves reproduci­dos en libros del padre Kircher. Salió de la habitación; al cabo de unos momentos, retornó con un hombre anciano, también indígena, también con esos peculiares rasgos.
Francisco tenía experiencia en comunicarse con indios sin traductores o lenguaraces: mediante señas, pudo inquirir que había permanecido tres días en el lecho, que su interlocutor se llamaba Utnaphis y que pertenecía al pueblo jang. No logró identificar el idioma: no tenía nada en común con los que conocía. Intentó comunicarse en latín, en castellano y en su difuso quechua; ante el nulo resultado recurrió, ya sin esperanza, al griego, al francés y hasta al árabe.
La situación, que había tomado con cierta naturalidad al principio, quizá como consecuencia de su estado convale­ciente, comenzó a inquietarlo. ¿Quiénes eran ese anciano y esa joven vestidos en un modo extraño, hablando una len­gua incomprensible, en un lugar que no era su casa? ¿Dónde estaba el padre Sotomayor, cuya obligación era administrar la extremaunción a cada herido o enfermo? ¿Dónde estaban los médicos de la ciudad? ¿Inés, su criada? Sin hacer caso de las voces, se levantó, envuelto en la sába­na, y se asomó por la puerta.
Tiempo después, recordaría ese momento bajo la forma de una maraña de imágenes confusas, distorsionadas como un reflejo en el agua. Quizá esa sensación de caos se debía a lo distinto del nuevo mundo que tenía ante sí.
Tras acostumbrar sus ojos a la luz solar, se encontró ante una vasta ciudad construida mayormente en piedra negra. Pululaban las estructuras piramidales o cónicas, horadadas por innumerables ventanas. No había casas o edificios inde­pendientes: todas las construcciones parecían formar parte de una laberíntica concepción comunitaria, intercomunica­das por túneles o pasadizos aéreos. No se mantenían cerca de la tierra: aun la ínfima contaba diez pisos. La arquitectu­ra de los niveles bajos era menos bella y elaborada que la de los superiores: lo atribuyó a la existencia de distintas clases sociales, con la élite viviendo en las alturas; luego aprende­ría que a medida que se iban construyendo los edificios, con mucha lentitud por falta de mano de obra, se les aplicaban los nuevos descubrimientos de ingeniería y orfebrería (en forma similar, no pudo dejar de advertir, a las catedrales góticas de la lejana Europa, construidas a lo largo de muchas generaciones, y cuyo resultado final solía ser muy distinto al plano trazado en principio). Varios puentes, surcados por algunos habitantes del lugar, unían las torres (prefirió lla­marlas así, aunque participaban hasta cierto punto de las características de una pirámide escalonada) a distintas altu­ras del suelo. En los muros exteriores se advertían las hue­llas de otros puentes desaparecidos. Le fue difícil distinguir las calles, zonas de sombra púrpura situadas a ras del suelo, de las que provenía un rumor incesante.
La mano del anciano se apoyó en su hombro trémulo, tra­tando de calmarlo. La apartó con un gemido que intentaba ser un grito. Exigió saber dónde estaba, qué habían hecho con él, dónde estaba su casa y su ciudad. Con las piernas aún débiles, halló su camino hacia la base del edificio a tra­vés de un piélago de estrechas escaleras que acentuaron su sensación de pesadilla. Una vez sobre lo que parecía tierra firme, inmerso en un mar de extraños rostros que parecían ignorarlo, deambuló a través de calles ya rectas, ya sinuo­sas (pero todas iluminadas con antorchas), en busca de la muralla que marcaba los límites. Tras un tiempo que podría medirse en horas o minutos, pero que le pareció eterno, arribó a una ancha calle que desembocaba en una puerta de madera reforzada con hierro, por la que pasaban carros de mercaderes y algún que otro jinete. Más allá de esa puerta estaba la campaña abierta, la serranía gris y ocre de Jujuy.
Nadie le impidió la salida. Se alejó con presteza, tratan­do de no conjeturar explicaciones. Sin embargo, embriones de hipótesis recorrían su fatigada mente: ¿sería una conspi­ración de fray Sotomayor? ¿O de un académico rival de la Universidad de Potosí? No recordaba tener auténticos ene­migos. Aun así, ¿qué sentido tenía enviarlo a una ciudad desconocida? ¿Y cómo podía existir una ciudad desconoci­da en pleno siglo XVIII? El paisaje le era familiar, aunque no lograba determinar la causa; tras un largo caminar entre los parcos matorrales se detuvo a observarlo. El resultado fue un visceral ramalazo de terror: las sierras circundantes correspondían al entorno de las ruinas que había explorado días atrás (días que, después de tantos sucesos, parecían haber transcurrido hacía una eternidad). Se dio vuelta para contemplar el camino recorrido, cosa que había evitado hasta entonces como si fuera Lot al salir de Sodoma: la hondonada era la misma. Pero ahora la ocupaba una ciudad viva, palpitante, íntegra, más extraña que lo que pudo suge­rir la más abstrusa de sus ruinas.
Eran muchas experiencias para un solo día. El sol se acercaba al crepúsculo: decidió pasar la noche allí. En las horas siguientes, mientras la brisa azul del atardecer acari­ciaba su cabello, vio cómo la deforme urbe se poblaba de luces como un palacio durante una fiesta. Una serpentean­te y dulce música de flautas (de algo que parecía flautas) surgió de sus ventanas, para acallarse después. Los últimos mercaderes entraron por la gran puerta de la muralla y ésta finalmente se cerró.
Le fue imposible conciliar el sueño; no a causa de la intem­perie, por cierto. Trató de acomodarse sobre la hierba lo mejor posible. La ciudad se volvió cada vez más silenciosa, hasta enmudecer por completo durante el conticinio. Su mole oscu­ra parecía acecharlo como un león refinado y cruel.
El viento había arreado las nubes. Se dedicó a contemplar las estrellas. Tras un breve devaneo por la Sphaera Martis, la Sphaera Iovis y la Sphaera Satvrni, arribó a la Sphaera Zodiaci, la región de las estrellas fijas. Había estudiado durante largos años los sistemas de Filolao, de Hiparco, de Terón de Rodas y de Aristarco de Samos, su preferido; eran un bienvenido esparcimiento tras los trabajos cotidianos en el área de humanidades. En cuanto a los nuevos astróno­mos, había leído a Kepler y al extravagante Tycho Brahe.
Sin embargo, esa noche no gozó de la habitual serenidad de la contemplación. Azorado, advirtió que también en el inmutable ámbito supralunar habían ocurrido cambios. Si bien Perseus, Sagitarivs, Aqvarivs, Pisces, Tavrvs, Orion y Gemeni seguían allí, no ocupaban sus posiciones habitua­les. Estaban anormalmente desplazadas en dos cuadrantes, como si la inmensa bóveda del cielo hubiera dado un giro de 57 grados a la izquierda. Sabía que las constelaciones rotaban de modo casi imperceptible a lo largo de los años, y que los astrónomos antiguos observaban a Andrómeda a la izquierda de lo que lo hacían los modernos. Esa desvia­ción era de 25 grados en Aristarco, y de 22 en la más cer­cana Hipatia de Alejandría. Comprobó una y otra vez el fenómeno (llamado, por Hiparco, precesión de los equinoc­cios), tomando como referente una montaña que había con­templado en su expedición. Siempre obtenía el mismo resultado: el mundo astronómico se hallaba ante él con el mismo aspecto que debería haber tenido para un observa­dor varios siglos anterior al tiempo de Pericles y Licurgo.
Una ráfaga de frío infamó su piel. La enorme ciudad yacía a la distancia, silenciosa. Francisco odió minuciosamente sus torres y murallas, sus enfermizas ventanas y gár­golas, sus puentes y pasadizos. También odió esa desafora­da bóveda ebria de estrellas deformes, en cuya inmovilidad había pretendido hallar consuelo. El cielo y la tierra pare­cían compartir el caos. Trató de alejarse en la caliginosa tiniebla, pero tropezó en una zanja de barro y rocío. Volvió a sentarse. Sólo quedaba esperar el alba.
¿Dónde huir?, se dijo. Sabía en qué lugar estaba: la dis­tinta vegetación y la habitada ciudad eran incapaces de borrar la inconfundible geología. También sabía que ningún artificio humano podía borrar los cielos, y que estaba con­templando los astros inflamados de un ayer inconcebible­mente remoto. ¿Dónde huir?, pensó de nuevo. Se repitió muchas veces esa pregunta a lo largo de la noche. Cuando las luces del sol asomaron entre los cerros, se dirigió con paso cansino hacia la aún adormilada ciudad.
Se sentó ante la muralla a esperar que las puertas se abrie­ran. No era el único: algunos mercaderes, seguramente de pueblos vecinos, estaban arribando desde senderos ocultos por la oscuridad y los matorrales. Uno de ellos (vestido con una especie de poncho multicolor, quizá de lana de vicuña) le habló. Los sonidos eran parecidos a los que había escu­chado en boca del anciano, pero esta vez con un acento tra­bajoso, como si no fuera la lengua original del caminante. No le respondió. Poco después, las grandes puertas fueron abiertas y pudo entrar. A los pocos pasos, un hombre alto provisto con ropajes distintos al resto de los habitantes (quizá un uniforme) le señaló en silencio una calle lateral. La recorrió lentamente, sin saber qué hacer, mirando a su alrededor; no pudo dejar de advertir ciertas inscripciones en las paredes y en láminas que parecían carteles, escritas en el mismo alfabeto que había hallado en los bloques de piedra de las ruinas. A su fin encontró otro hombre con el mismo uniforme que le señaló una escalera. No tardó en compren­der que estaba recorriendo de nuevo el camino hasta la habitación donde había despertado. Al arribar, permaneció un largo rato de pie ante la cerrada puerta. Finalmente, contuvo su respiración y dio tres golpes sobre la roja madera.
Los primeros días fueron atroces. El anciano y sus ayudan-L-ran solícitos, siendo evidente que hacían todo lo que estaba en sus manos para que se sintiera cómodo, pero el hecho enloquecedor de hallarse de improviso en un mundo desconocido, apartado de su familia, de su comunidad, de le civilización a la que pertenecía, no dejaba de desgarrarlo .1 cada instante. Podía estar comiendo una fruta, escuchan­do las palabras del anciano, mirando el horizonte de la ciudad desde una ventana, y le era imposible no considerar esos instantes como algo erróneo. Y, a la vez, imposterga­blemente real. El sabor era dulce y auténtico, la cascada voz en sus oídos era cierta, el marco de la ventana era frío y áspero. La enloquecedora certeza de estar viviendo algo a la vez verdadero y falso asfixiaba los poros de su piel.
Lo peor eran las noches. Durante el día, los intentos de diálogo con el anciano (una suerte de médico o maestro, aún no lo sabía bien) y con algunos visitantes lo mante­nían distraído. Pero cuando quedaba solo en el cuarto de austeras paredes, sobre el colchón de hojas de chala, la voz de la razón martilleaba su cabeza, repitiendo sin cesar que lo visto y aprendido durante el día era ficticio. Nadie, se dijo, podría hacerle olvidar quién era. Recordó las pala­bras de Descartes, que se preguntaba si todo el mundo exterior, todas las personas que conocía y toda su vida (desde su nacimiento, pasando por su infancia y juventud) habrían sido una ilusión creada por un Dios maligno, complacido en engañarlo.
Esos primeros días casi no salió de la casa. Fue apren­diendo algunos rudimentos del extraño lenguaje. Lo hacía con lentitud, debido a que no tenía raíces en común con los idiomas que conocía, ni siquiera con los americanos como el quechua y el aymara. Sin embargo, su entusiasmo por las materias de índole lingüística y filológica, presente desde su más temprana edad, terminó prevaleciendo sobre su ímprobo objeto de estudio. También intervenía la necesi­dad: si quería desenvolverse (o, al menos, subsistir) en ese nuevo ámbito, la primera condición era dominar la lengua.
El método utilizado por su mentor fue sencillo. Cada mañana traía una canasta llena con objetos y a medida que los iba extrayendo decía el nombre en su idioma. Luego Francisco debía repetir dichos sonidos, señalando el objeto correcto. En caso de cometer algún error, el proceso se reiniciaba. Mediante mímica, era ilustrado con respecto a ver­bos como reír, llorar, hablar, cantar, comer, danzar... Luego, era llevado a recorrer la ciudad, para aprender in situ los términos de esa civilización para elementos como pared, columna, soldado, pájaro, puente, torre, bóveda, cúpula, pasadizo... Tras un breve descanso, llegaba el aprendizaje, por medio de pergaminos, del alfabeto y de la sintaxis. Entró en conocimiento, así, de las arduas leyes de esa melo­diosa lengua. Los sustantivos se declinaban, como en el latín; pero en vez de las seis declinaciones de la lengua del Imperio había diecinueve. La conjugación de los verbos era poco menos que inextricable.
Gradualmente, sin embargo, llegó a manejar el idioma lo bastante bien como para comunicarse con sus captores (o sus salvadores, o sus anfitriones: aún no sabía del todo bien qué rótulo darles). Apenas le resultó posible, Francisco intentó, lentamente y en forma entrecortada, hacer com­prender a Utnaphis quién era. Tras hablar de Europa y de España, donde había nacido, historió su viaje a América, sus ocupaciones y estudios, y el viaje que había realizado poco tiempo atrás a unas inmemoriales ruinas situadas en el mismo lugar en que estaba la ciudad. Puso énfasis en que los signos encontrados en su expedición eran los mismos del idioma que estaba aprendiendo. Luego relató su desva­necimiento mientras indagaba la tiara, en la sala de su casa, y el despertar entre gentes desconocidas.
El anciano lo escuchaba sin perder su sonrisa, entre con­descendiente y comprensiva. Cuando Francisco concluyó, permaneció en silencio unos momentos. Aspiró tabaco de una suerte de varilla. Entonces, con su lenta y cascada voz, le dijo que su historia estaba errada. Que era producto de la fiebre o del cansancio. Nadie en la ciudad, prosiguió, igno­ra que tú eres un extranjero que llegó de una comarca sin duda muy lejana, porque tu rostro es distinto del de todos los demás hombres. Estuviste cinco años viviendo entre nosotros. Varios testigos coinciden que caminabas en el agora de la ciudad, comparando precios de lana de vicuña, cuando caíste al suelo, desvanecido. Quizá te golpeaste la cabeza en ese momento; quizá ello causó tu actual falta de memoria. Estuviste inconsciente tres días; yo fui designado para cuidarte. Luego despertaste, y lo demás ya lo sabes.
—No he perdido la memoria —respondió Francisco—. Sé quién soy. Soy Francisco Joseph Pellicer y Lastanosa, catedrático de la Universidad de Potosí —usó para designar «Universidad» un término que en su nuevo idioma valía por «cónclave de estudios»—. Soy un miembro respetado de mi comunidad. He escrito algunos libros que, si no serán Heródoto y Virgilio, son mejores que los de muchos escri­torzuelos actuales. He compuesto el epinicio que se leyó en la asunción del último Virrey del Perú. Muchos hombres de mi ciudad, San Salvador de Jujuy, me deben sus primeros conocimientos de latín y de griego. Y nunca dialogué con un mercader en esta ciudad, ni compré lana de vicuña. Se han confundido de persona. No sé qué pretende usted, pero no trate de convencerme de una historia falsa. —Hay testigos. Lo que acabo de decir es verdad. —¿Se trata de una conspiración? —¿Con qué fin? De cualquier modo, eres libre. Puedes partir a buscar tu España o tu Jujuy, y en ese caso no dudes que desearé que tus jornadas sean propicias. Puedes que­darte con nosotros, en nuestra ciudad, y poseer los mismos derechos y deberes que todos los demás miembros de esta comunidad. La elección es tuya.
Francisco permaneció en silencio. La pesadilla proseguía: atroz, impostergable. Hubiera preferido estar en una maz­morra o en una torre prisión. La ausencia de cadenas lo hacía sentirse aún más indefenso. Pensó que quizá estaba en el Infierno. No había dolor físico, pero la tortura (sencilla­mente, la falta absoluta de toda certeza, la negación de toda verdad) era igual de implacable. No estaba en un sueño: sen­tía su carne, las ropas sobre ella, el roce de la brisa. Ningún sueño era tan detallado. Pero tampoco su pasado era un sueño. Todos aquellos años, los años de su vida... Eran rea­les, lo sabía. Pero los tangibles rostros y voces que lo rodea­ban le decían que se trataba de un delirio, que su pasado era otro, que por fin había regresado al mundo real. Lentamente, musitó:
—Todo parece haberse trastocado, desde la tierra hasta el cielo nocturno. No sé qué conclusión tomar. Lo único que sé es que quiero seguridad, certeza, estabilidad. Estoy can­sado de vértigos. Acepto tu oferta. Al menos, de momento.
El alivio recorrió el rostro del anciano. Sus manos lleva­ron de nuevo la varilla de tabaco hasta su boca, que no había visitado desde el inicio de la conversación.
—Es bueno escuchar eso. El primer paso en la recupera­ción de una persona que ha padecido un olvido tan cabal y un delirio tan convincente y minucioso es, precisamente, no ceder al primer impulso y meditar con sosiego.
Dio una nueva pitada. Luego continuó:
—Además, has reaprendido algo del idioma. Creo que ya puedes volver a tu casa. Quizá estar otra vez con tu esposa y con tus hijos te ayude a recordar.
Francisco no logró asimilar en un primer momento las pala­bras del anciano. El significado se fue abriendo paso en su mente con lentitud, como una babosa en busca de su nido.
El anciano se había callado, dedicándose parsimoniosa­mente a su varilla. Tras unos momentos, salió de la habita­ción, dejando solo a Francisco.
La pesadilla parecía ahondarse, como se ahonda un tor­bellino o un maélstrom en los hielos del océano. No había sido suficiente que su vida pasada hubiera desaparecido, perdurando sólo su recuerdo. No había sido suficiente que una nueva realidad, que aprendió secretamente a odiar, pre­tendiera reemplazarla. Ahora se abría la perspectiva, en la que antes no había pensado, de una amenaza aún más ínti­ma a su razón: descubrirse inmerso en una red de afectos, antiguos afectos. Y de parentescos.
Su relación con ese enigma llamado mujer había sido variada. En su juventud en Salamanca no le fueron extrañas las visitas a lupanares junto con bachilleres y hasta maes­tros. Recordaba en especial uno con tapices del siglo XVI, de la escuela flamenca, desteñidos y seguramente compra­dos en un remate de las propiedades de un noble en deca­dencia. Del cuerpo suave y gastado que lo abrazó por pri­mera vez en esa penumbra, sólo perduraba en su memoria el cabello oscuro, el vientre viscoso como un molusco y la respiración, profesionalmente agitada. Luego, ya en la mocedad, llegaron los cortejos y requiebros con las mucha­chas que se asomaban por las rejas de las ventanas, de cuer­pos tan bellos que su perfumada proximidad dolía física­mente, y con las que en un par de furtivas noches logró cumplir el rito de la mutua piel. Luego, el viaje a la ignota América. Allí descubriría el azúcar marrón de las mulatas y el marfil de las damas de la aristocracia limeña. En esa ciu­dad, en el salón literario de Doña Ezcurra, conocería a la mujer con la que se casó y con la que viajó a San Salvador de Jujuy, sólo para que muriera de tisis dos años después, sin haberle dado hijos. El suyo había sido un afecto lángui­do y apasionado de mujer que se sabía condenada a muer­te, afecto que nunca condescendió al amor. Conservaba de ella algunos poemas sobre Lucrecia e Hipatia, y una glosa del "Primero Sueño" de Sor Juana Inés de la Cruz. Desde entonces se había conformado con discretas y espaciadas visitas a un burdel situado en las afueras de la ciudad, en el que prefería a una joven y risueña francesa llamada Juliette. Tenues memorias, más tenues ahora que nunca, extraídas casi de la noche de los tiempos, de algo que se resistía en llamar «vida anterior».
Y el anciano, diciéndole que en ese mundo él tenía una esposa y una familia, estaba sutilmente negando que sus recuerdos, sus innegables recuerdos del intimus hostes hubieran alguna vez existido. ¿Cómo sería esta persona, esta mujer, este ser de carne y hueso que, según decían, había compartido con él buena parte de su vida? Quizá al verlo ella gritase que no era su marido, que todo había sido un error, una confusión administrativa o burocrática de ese anciano encargado, evidentemente, de la reeducación de aquellos lacerados por morbus ohlivionis, o como decían los médicos franceses, amnesia. Ojalá ocurriese así, se dijo.
Sería la indicación, el síntoma, de que no todo estaba des­quiciado y de que podría solucionar en alguna forma la gran grieta que se había formado entre el hoy y el ayer.
En ese momento, Utnaphis regresó a la habitación. A unos pasos lo seguía una mujer de veintiséis o veintisiete años (Francisco no era hábil para estimar edades: bien podían ser treinta). Era de estatura mediana, con lacio pelo negro y grandes ojos oscuros. Sus rasgos eran similares a los de los otros habitantes: pómulos anchos, aunque no tanto como los de los quechuas, y piel aceitunada. Llevaba la vestimenta azul típica de las mujeres del lugar. Se quedó parada cerca de la puerta, mirándolo con una suerte de ansiosa timidez.
—Como te expliqué, Drunna —dijo el anciano—, aún queda un largo camino por recorrer. Le cuesta manejar el idioma y no recuerda el pasado. Pero ha avanzado mucho, demostrando buena voluntad y ahínco en recuperarse. De cualquier modo, deberá seguir viéndome de modo diario para continuar con la instrucción.
—Está bien, Utnaphis. Gracias —dijo ella, acercándose con cierta torpeza a Francisco y tomándolo de la mano. El primer impulso de él fue soltarse, pero se contuvo para no cometer una descortesía. Además, la mujer estaba a punto de romper en lágrimas.
—No me lo agradezcas. Sé que has sufrido mucho. Quédate en paz. Tu esposo va a estar bien. —Ven, mi amor —dijo ella, aún sosteniendo su mano. Drunna (después que el anciano lo abrazara y, señalando las tablas de arcilla sobre la mesa con sus estudios de gra­mática, le dijera que lo esperaba al día siguiente) lo llevó como se lleva a un niño pequeño, a través de las estratifi­cadas callejuelas y recovecos, que él aún no había aprendi­do a descifrar, sin soltarlo. Vio mercaderes, magos, mucha­chos jugando a una extraña especie de ajedrez basado en el zodíaco, mujeres tatuándose entre sí con los símbolos de la fertilidad, delicados claroscuros de fraguas, ancianos trans­cribiendo lo que parecían ser tratados de matemáticas. Vio, en definitiva, las cosas que en los días anteriores se había ido acostumbrando de alguna forma a ver, pero que ahora parecían ser incomprensibles de nuevo. Estaba con la mente en blanco, incapaz de hilar siquiera un pensamiento, de hallar una explicación racional a la ciénaga en que se había convertido su vida. La mujer, cada tanto, se daba la vuelta y le sonreía.
Al cabo, llegaron a una casa de piedra gris. Ella, hacién­dose a un lado, esperó a que él pasara. Francisco insistió en ser el segundo.
Era una casa pequeña, con una sala bien iluminada y dos puertas que conducían a las habitaciones. Las paredes esta­ban pintadas a la cal, y su único adorno eran una especie de anaqueles verticales, que contenían cápsulas de metal pare­cidas a relojes. El mobiliario estaba formado por una mesa ancha y muy baja, alrededor de la cual había ocho almoha­dones, que hacían las veces de sillas. Una solitaria flor azul, que no pudo identificar, perfumaba su centro.
Ella trajo una aromática infusión de hierbas, parecida al té conocido como earl grey. Se sentaron sobre los almoha­dones, y permanecieron un rato largo sin hablar y sin mirar­se a los ojos. El silencio fue roto por la mujer. —Utnaphis me lo contó todo. No tienes que preocuparte. —Ella había vuelto a tomarlo de la mano. Su voz tembla­ba—. Sé que para ti aún soy una completa desconocida, pero estoy segura que con el paso del tiempo irás recordándome. Hubo otra larga pausa.
—El yo se basa en la memoria personal. Si el alma de un hombre se reencarna en una mariposa, y no conserva el recuerdo de haber sido hombre, es como si ese hombre nunca hubiera existido. Pero ojalá eso no sea del todo cierto. Tú estás aquí, conmigo, ahora. Es triste pensar que nuestras memorias compartidas, el recuerdo del día en que nos cono­cimos, de los crepúsculos que contemplamos juntos, de la música que escuchamos, de las palabras y caricias que inter­cambiamos en el alba, sólo perdure en mí. Pero si es necesa­rio empezaremos de nuevo. Construiremos nuevos recuer­dos. Y haremos que los antiguos reaparezcan. Utnaphis te ayudará, aunque nunca antes vio un caso como el tuyo. Es muy sabio. Sé que os habéis hecho amigos, ¿verdad?
Drunna era delicada y fascinante. Francisco, aún en la labe­ríntica niebla de su situación, consiguió articular una respues­ta afirmativa. Quería seguir oyéndola. Su voz lo tranquiliza­ba, más por su tono y modulación que por su contenido. Cerró los ojos, mientras los sonidos seguían fluyendo a su alrede­dor, como los juegos de las efímeras golondrinas en el cielo de verano. Era evidente que la mujer necesitaba hablar. Se sorprendió pensando que ella, a su manera, también había sufrido. No podía entender muchas de sus palabras; los senti­dos le llegaban en retazos, en jirones, a veces del tamaño de una palabra y a veces del tamaño de un párrafo entero.
—Hay algo que también has olvidado —estaba diciendo la mujer—, y Utnaphis pensó que sería mejor que yo te dijera: tu nombre. Te llamas Shastar. —Lo miró a los ojos con ternura—. Bienvenido a casa, Shastar.
Francisco había aprendido a no desesperarse. Toda afir­mación basada en su memoria siempre encontraba una con­descendiente muralla de sonrisas y de convincentes refuta­ciones. Por lo menos, esta vez no enturbiaría la alegría y el alivio de esta joven mujer, tan parecida en ciertos aspectos (y tan distinta en otros) a su Juliette, a su lejana Juliette.
—Gracias, Drunna —musitó con un hilo de voz.
—He pintado nuevos cuadros mientras no estuviste. Me gustaría que los vieras.
Lo tomó de nuevo de la mano, conduciéndolo a un costa­do de la sala, donde unos cuadros, bastante similares a los occidentales, estaban colgados en la pared. Los colores eran claros, como queriendo evitar todo énfasis, como queriendo más insinuar la imagen que mostrarla. Algunos correspon­dían a paisajes, que reconoció como las sierras que bordea­ban la ciudad; el amplio espacio destinado al cielo celeste y desvaído creaba una irresistible sensación de soledad. Otros, al rostro de un hombre que invariablemente aparecía con los ojos cerrados; no tardó en darse cuenta que se trataba de él mismo, quizá contemplado cuando aún estaba inconsciente. Los rasgos eran borrosos, como si el pincel no hubiera podi­do fijar qué había más allá de la carne.
—Los pinté como si fueran cartas que te enviaba para que algún día las leyeras. En estas sierras yo jugaba cuan­do era niña. Miré tantas veces tu rostro dormido, pregun­tándome cómo estarías, quién serías al despertar...
Unos leves pasos se oyeron tras una de las puertas que conducían a las habitaciones. Dos niños pequeños apare­cieron en ella, con evidente aspecto de haber despertado hacía pocos instantes.
—Hola, padre —dijo el varón, abrazando sus rodillas. Tenía alrededor de cuatro años, y su apariencia era similar a la de otros niños que había visto en la ciudad: cabello recogido en dos trenzas con las puntas pintadas de rojo, y ropa blanca con sandalias. La niña, que se había quedado unos pasos atrás, lucía igual.
Francisco permaneció inmóvil un momento, pero luego se obligó a sí mismo a acariciar las cabezas de los peque­ños y a musitar un saludo. No era correcto entristecerlos, aun si eran unos perfectos extraños.
Al día siguiente, se dispuso a aprender el oficio que, según todos, ejercía antes de su pérdida de memoria: la relojería. Utnaphis, quien al parecer estaba versado en todos los sabe­res de su pueblo, como una suerte de Aristóteles america­no, fue su mentor. Sin aparente dificultad, pasó en pocos días de enseñarle rudimentos (por ejemplo, la función de las cuatro agujas, la división del día en treinta y seis unida­des, y los jeroglíficos que las simbolizaban) a desbrozar los secretos más recónditos del arte del tiempo.
Francisco llegó a disfrutar su nueva ocupación. Hallar el secreto orden en los ínfimos laberintos de ruedecillas y manecillas que ahora constituían su reino era un empeño que le daba calma. En cierto modo, se trataba de una forma de construir el orden, o al menos un orden, en el enigma en que se había convertido su vida a partir del desvanecimien­to en la biblioteca. En sus ratos libres tras las arduas jorna­das de estudio, cuando era alumno en la Universidad de Salamanca, había sido su costumbre distraerse en la redac­ción de algún soneto ocasional (que a veces quedaba perdido en los márgenes de un infolio); enfrascarse en la forma poética más severa, antes del sueño, era una adecuada tran­sición entre el orbe de la razón y el onírico, entre la rígida 'ínsteme y la libre fantasía; también era un modo de cifrar y comprender sus íntimos pensamientos y sentimientos. El oficio de relojero tenía mucho de esa pasión minuciosa, salvo que en vez de amonedar rimas, lo hacía con diminu­ir:, engranajes. En última instancia, se trataba de un oficio más provechoso para el mundo que el de litigante, sacerdote o líder político.
Todo ese equilibrio, esa serenidad arduamente construida se venía abajo al retornar a su hogar por las noches. Lo esperaban allí tres personas que aún le resultaban desconocidas. Durante el resto del día alternaba con un piélago de gente, pero se trataba de gente que no reclamaba de él un pasado ilusorio. Al menos, no en una forma tan intensa y demandante como su nueva familia.
Sin embargo, los niños eran adorables, hasta el punto de parecer diseñados para inspirar empatía. Y Drunna era la esposa ideal. Y también un enigma. Con su timidez inicial y su dulzura, le había inspirado la sensación de ser una mujer simple y no cultivada. Ese parecer experimentó un quiebre al contemplar con más atención sus lacerantes y despojadas pinturas. Había en ellas un grito de piedra, un anhelo mudo, que resultaba casi contradictorio con la pequeña mujer que sonreía a su lado. El vértigo erótico (al principio rechazado, luego consentido, finalmente disfruta­do) ocupó sus noches. Francisco observó que en las con­versaciones posteriores a la carne, cuando afirmaba con convicción la realidad de su vida pasada, ella no desespera­ba ni se inquietaba por su salud mental. Parecía casi con­descendiente, como si respondiera las dudas de un niño.
Una tarde, estaban sentados ante la ventana contemplan­do las nubes amarillas. Ante su enésima declaración de la realidad de esa otra vida, Drunna respondió que era tan plausible que fuera un académico español que ahora soña­ba ser un relojero en una arcana ciudad americana, como que fuera un relojero americano que había soñado ser un académico de un inexistente país llamado España (ella lo pronunciaba Ysvhanya, debido a los diferentes usos fono­lógicos de su idioma). Una noche, tras hacer el amor, se mostró sinceramente interesada en sus relatos del pasado y preguntó detalles específicos acerca de la poesía de Góngora y de la música de Palestrina y Haydn (al amane­cer, parecía algo arrepentida de haber exhibido tanto inte­rés). Otra vez lo sorprendió con la predicción precisa de un
eclipse. Tales sucesos lo llevaron a pensar que Drunna, bajo su aparente candor y su máscara de mujer común y corrien­te, era sumamente inteligente y hasta erudita. Una persona compleja pero que trataba a toda costa de pasar por simple. Pero, ¿por qué?, ¿para qué?
Faltaba poco tiempo para la celebración de unas fiestas cuya índole se le escapaba, pero que probablemente era religiosa. Nunca había sido excesivamente apegado a la doctrina católica, pero le disgustaba la obligación de adop­tar dioses nuevos. Como los tres días previos estaba veda­do desempeñar oficios, podía ausentarse del taller de relo­jería. Tampoco habría reuniones con Utnaphis. No lo pensó demasiado: se despidió de Drunna, diciendo que debía atender un asunto en un pueblo vecino; compró un caballo y unos aperos, y apenas amainó el sol partió al trote corto a la zona donde se encontraba San Salvador de Jujuy.
Arribó a su meta al principio de la tarde del segundo día. Al menos, las distancias no habían cambiado. Tras atar el caballo a un tocón de quebracho, se sentó a fumar una vari­lla de tabaco que había comprado antes de salir. El viento le golpeaba inclemente el rostro. La geografía era idéntica: las bien recordadas sierras bajas que enmarcaban la ciudad, las hondonadas, los arroyos serpenteantes y límpidos, y el entrañable valle donde, a los diecisiete días del mes de abril de 1593, el capitán Don Francisco de Argañaraz había fun­dado la ciudad.
El valle, cubierto por un mar de matorrales algo secos por la falta de lluvia, se extendía hasta la base de las sierras, sólo interrumpido por unos ombúes y un apretado bosquecilio de quebrachos. Un par de arroyos formaban una lagunilla, abreviada por la sequía de las últimas semanas. Ninguna casa. Ningún cabildo. Sólo el ulular del viento y los colores desaforados de la montería cuyana. El monóto­no chirrido de las cigarras, atemporal como el sopor de la siesta. A lo lejos eran visibles dispersos rebaños de llamas y guanacos salvajes, entre los que creyó distinguir un par de crías recién nacidas.
Con el sombrero calado, subió al caballo y rehizo el largo camino.
Los días siguientes fueron duros. Construía relojes, atendía con una sonrisa cortés a sus clientes, estudiaba con Utnaphis, jugaba con los niños que decían ser sus hijos, hacia el amor con su esposa... Cumplía sus funciones como un autómata, como si estuviera viviendo un sueño. Rodeado de gente, estaba solo. En vez de reparar su sole­dad física con secretos sueños eróticos, como hacía en su vida pasada, ahora refugiaba su soledad esencial con sue­ños que transcurrían en Jujuy. En su querida Jujuy, a la que había detestado tanto en aquellos remotos días, comparán­dola con Alejandría. Quizá, se dijo, era un hombre nacido para añorar paraísos perdidos.
Una tarde, estudiando junto a Utnaphis algunas desinen­cias verbales que habían desaparecido del lenguaje oral, aunque eran comunes en la literatura, llegó a una sección del pergamino donde se hablaba de metafísica. Se trataba de una materia en la que su mentor no había hecho hinca­pié. Lo mismo sucedía con la teología. Tras algunos años de vivir entre los habitantes de Mllyn (que en el idioma jang significaba «ciudad central»), aún desconocía lo refe­rido a su religión.
—Es un área que, por tacto, preferí no abordar —respon­dió Utnaphis—. Por tus referencias a esas imaginarias regiones que tú llamas Ysvhanya y Jhu-jhui, puedo com­prender que la religión era algo por lo cual los hombres no
Ni vacilaban en iniciar guerras y hasta holocaustos. La perte­nencia o no pertenencia a una religión dividía a los seres humanos en dos mitades tajantes: fieles e infieles. A estos últimos era lícito exterminar. Como comprenderás, preferí no herir tu susceptibilidad al respecto.
—Me extrañó que no intentaras hacerlo. Estoy acostum­brado a que en mi mundo cada nación imponga a sus habi­tantes su culto particular, sin apelación. Y yo no soy una persona para quien la religión sea el centro de su vida, pero tampoco quiero dejar la mía para limitarme a adoptar otra. No quiero salir del fuego para caer en las brasas, como dice un proverbio que alguna vez escuché. Habrás observado que en la época de los aprestos para las festividades reli­giosas partí para hallar el sitio donde estaba mi ciudad.
—Nuestro pueblo, si bien tiene una religión (o, mejor dicho, una metafísica), no rige por ella cada uno de sus pasos, cada actividad pública y cotidiana. Las personas y los pueblos que buscan imponer su religión a otros, en rea­lidad buscan convencerse a sí mismos de sus doctrinas. Buscan silenciar sus dudas. Nosotros permitimos a cada uno tener su propio pensamiento.
Mientras hablaba había dejado el rollo de pergamino que ambos estaban estudiando sobre una estera. Sacando de un estuche dos varillas de tabaco, las encendió, entregando una a Francisco.
—En cuanto a esos aprestos de los que hablas, no eran para festividades religiosas. Como sabes, somos un pue­blo apasionado por la astronomía y las matemáticas. Se i cataba de la instalación de una estructura mecánica con Cristales curvos en el agora de la ciudad, para que todos los habitantes (y no sólo los sabios) pudieran observar la alineación de planetas.
—Entiendo. Eso en mi cultura se llamaba telescopio.
—Sé que conoces de geometría y matemáticas. Sin embargo, cuando tú ves algunas cosas que hacen nuestros sabios, como esto —y señaló una especie de amuleto circu­lar colocado sobre un estante, cubierto completamente con tallas casi indescifrables de tan pequeñas—, piensas que se trata de algún símbolo mágico o religioso. Nosotros hemos superado esa etapa. Ese giribro no es un amuleto ni, mucho menos, un adorno. Es un instrumento, del cual algún día te explicaré la función. Así como la eolípila y la pólvora pare­cen magia a los hombres del bosque, siendo que en realidad son ciencia, del mismo modo el giribro te parecería magia.
Francisco quedó en silencio. Mientras Utnaphis aspiraba su varilla de tabaco, se acercó a observar con detenimiento el objeto. En esos años, lo había visto repetidas veces y nunca le había prestado atención, creyéndolo (tal como dijera el anciano) un símbolo mágico. Los relieves lo cubrí­an en innumerables y diminutos patrones geométricos, insi­nuando una matemática infinitamente compleja. Formaban polígonos que se bifurcaban en figuras de tres dimensiones, de una manera que le resultaba familiar. Había visto eso en algún sitio, alguna vez... Pero no podía recordar dónde ni cuándo. Al cambiar el ángulo en que los miraba, los bajo­rrelieves se transformaban en otros en los que predomina­ban ya las figuras cóncavas, ya las convexas, produciendo una sensación de vértigo.
Utnaphis casi había terminado su varilla. Francisco se sentó de nuevo, para concluir el estudio del pergamino.
Pasó el tiempo. La vida dejó de traer sorpresas, convirtién­dose en ese devenir dorado y deshilachado que algunos dan en llamar felicidad. Los sueños de Francisco comenzaron a transcurrir en la ciudad de Mllyn y sus alrededores, en vez de en Jujuy, en Lima o España. Incluso, las escasas veces
en que transcurrían en esos últimos lugares, sus interlocu­tores no le hablaban en español o en latín, sino en el idio­ma que ahora era casi parte de su carne.
Un día de invierno, al volver del trabajo, Drunna lo llevó al dormitorio, mientras los niños cenaban, y le dijo que había quedado embarazada.
Tras el largo y delicado beso que siguió a esas palabras, quedaron con las manos tomadas, mirándose bajo los cla­roscuros de la antorcha. Francisco estaba con la mente en blanco. Sólo podía pensar en los negros ojos que lo mira­ban de muy cerca, en la cálida sonrisa dibujada tan próxi­ma a su propia sonrisa, en la suavidad de las manos unidas a las suyas. Esa pequeña mujer se había vuelto su universo. Se dejaron acariciar por el mutuo silencio. Desde la sala se oían las voces de los niños, hablando de cosas triviales que habían pasado durante el día.
Una mañana de verano, Drunna rompió aguas. Vinieron dos hombres del ministerio de Salud, y una partera. Durante todo el proceso, Francisco tuvo en su mano la tré­mula mano de su mujer. En su época de estudiante en Salamanca había caído enfermo un par de veces, y sabía lo que se siente al estar cuidado sólo por desconocidos. Sin embargo, ella parecía bastante más serena que él. Quizá porque ya había atravesado esta experiencia, o quizá, como decía Cicerón, porque en el momento del combate el gla­diador pierde el temor de los instantes previos, mientras que el espectador carece de esa gracia del dios Marte.
Se oyó un tenue llanto. Tras algunas arcanas operaciones hechas por los dos hombres y la partera (operaciones que involucraron una tijera y unos paños), un bulto estrecha­mente arropado fue llevado a los padres. Drunna lo abrazó. En un recoveco de la tela se distinguía un minúsculo y purpúreo rostro humano, todavía gimiente. Apenas estuvo cerca de uno de los pechos comenzó a mamar. Francisco acariciaba la tela que lo cubría, como si de algún modo el calor de su mano pudiera llegar hasta su piel.
Uno de los hombres lo llamó a la otra habitación. Sacó de los pliegues de su túnica un rollo de pergamino y una vari­lla de escritura. Una costra roja le embadurnaba las uñas.
—Le haré algunas preguntas. Es para el archivo. ¿Que nombre le pondrán?
—Aún no lo sabemos. Antes de tres días lo habremos decidido.
—¿Es su primer hijo?
—No. Tenemos dos más.
—¿Piensan seguir engendrando?
—¿Por qué no?
—¿Su nombre y el de su mujer? —Drunna y Shastar.
Desde entonces aumentó su dedicación al taller. Ahora había otra boca para alimentar. Pero ese deber no era algo duro. Amaba su trabajo, y amaba el motivo de su trabajo. Además, se hacía tiempo para disfrutar cada instante. Kless tyuu, como había traducido a la lengua de todos los días la ahora confusa expresión carpe diem.
La relación con Drunna había pasado por muchas etapas, por muchos vaivenes a lo largo de aquellos años, pero ahora sentía que esa mujer era tan parte de sí como su sangre. En los días libres escribía poesía en hexámetros sobre temas de la mitología, como el remoto fundador de Mllyn o la batalla de las serpientes, mientras ella pintaba sus cuadros a su lado, ahora mucho más coloridos y luminosos que los de la época de su enfermedad. Se mostró interesada en sus comentarios sobre el uso de la perspectiva (que terminó aplicando en un retrato de Shastar y los tres niños con fondo de crepúsculo), mientras que él no dejó de asombrarse ante sus acertados comentarios en materia poética. Por ejemplo, ella transfor­mó el palabrero dístico «El mañana acecha, con un fruto: la memoria. / Efímero fruto que constituye nuestro yo», en el límpido verso «Sólo lo perdido perdura». Tiempo después pensaría que nada une más a dos personas, nada desnuda más sus íntimos laberintos, que escribir en colaboración.
Sus hijos mayores comenzaron a trabajar. La mujer, en el ministerio de Astronomía y Matemáticas. Estaba orgulloso de haber tenido siquiera algo que ver en su vocación: desde que era muy pequeña, salían juntos al patio en las noches de verano y le enseñaba los nombres de las estrellas y cons­telaciones. «Ésa es la Estrella del Fundador», decía seña­lando un punto brillante situado cerca del horizonte. «Aquella, Quiramir. Esas tres, que están en línea, se llaman Constelación del Valle Azul». El varón había mostrado deseos de estudiar medicina, pero comenzó a visitar a su padre en el taller: al principio para hacerle compañía; luego, interesado en el oficio. Shastar lo instruyó con el método de Utnaphis. El muchacho tenía la paciencia y la delicadeza imprescindibles para la profesión. Tras algunos años, logró dominar sus secretos.
El hijo menor, por su parte, cada día descubría algo nuevo del mundo. Lo que también constituía un descubri­miento para sus padres: las preguntas de si una flor es lo mismo que una mariposa, o de por qué dos palabras con sonidos parecidos (como lata y rata) no tienen un significa­do parecido, hacían que Shastar y Drunna vieran de nuevo las cosas con ojos de niño, con ojos despojados de las estructuras convencionales de percepción.
Había hecho amigos en su trabajo. Gente de toda la comunidad iba a comprar o a reparar relojes. A menudo, con el ceremonioso candor propio de su raza, le contaban desdichas cotidianas o felicidades cotidianas, proyectos de viajes o de trabajos, descubrimientos en el campo de las matemáticas o de la astronomía, sutiles intrigas amorosas. Los rostros que cruzaba en la calle dejaron de ser extraños.
Una tarde, le informaron que por votación de sus vecinos había sido nombrado miembro del Consejo Barrial, que se ocupaba de dirimir cuestiones de administración pública. Tuvo, así, un paso por la política, donde se preocupó espe­cialmente por volver más equitativa la distribución del agua en las acequias.
Utnaphis era un visitante habitual. Su erudición no se había visto afectada por los años. Hablaba largamente con Shastar sobre cuestiones de poesía, mientras fumaba su eter­na varilla de tabaco: los hexámetros y yambos eran escandi­dos entre lentas bocanadas y volutas de humo blanco, que según Drunna parecían la niebla de los bosques antiguos en los que transcurrían las leyendas narradas en los versos.
Los sueños de Shastar tenían como escenario invariable­mente su hogar o su taller. Eran sueños serenos, de creación y de devenir. A veces, muy a las perdidas, retornaban algu­nos recuerdos cada vez menos nítidos de su antiguo delirio. Sin dejar su trabajo, sonreía pensando en esos ridículos nom­bres: Ysvhanya y Jhu-jhui. No le ocasionaban pesadillas. ¿Cómo tener pesadillas, pensaba, si a mi lado en el lecho está el susurro de la respiración de Drunna? Era un hombre feliz.
Los años transcurrieron. Utnaphis murió. El dilatado decli­ve no había asediado su mente: hasta el último latido man­tuvo la lucidez en sus ojos. Su vida había contemplado todos los matices del arcoiris, había probado todos los sabores, palpado todas las texturas. Pero eso no era un con­suelo, pensó Shastar. El mundo era distinto sin él. Un hombre que muere es como una biblioteca que arde. Cada irre­petible cosa que vivió y que perduraba en su memoria se pierde para siempre, como la luz de una lámpara en la inmensa oscuridad. Cada poema, cada crepúsculo, cada sonrisa, cada susurro, cada travesía a una tierra lejana, cada nube con la efímera forma de un dragón, cada noche de amor o de pensamiento. Tantas cosas. Y Utnaphis era una gigantesca biblioteca. Shastar se preguntó qué se perdería cuando él mismo muriera.
Drunna tenía dificultades para caminar. Era raro que salie­ra, excepto para visitar un hermano del lado opuesto de la ciu­dad. A Shastar le costaba recordar el cuerpo sinuoso y terso que había sido suyo en tantas noches de luna y en tantas noches cerradas. Ahora sólo llenaba su mundo el ajado cuer­po de mujer que tomaba su mano al regreso del trabajo, para contemplar desde la ventana cada irrepetible crepúsculo.
El cabello de Shastar, aún abundante, tenía el color de la nieve. El mismo color de las montañas que yacían al oeste, donde una vez había acompañado a Drunna. Sus pinturas requerían el púrpura de un pequeño cactus de las laderas sombrías. Era la época en que sus hijos ya trabajaban. La travesía, a bordo de un par de llamas apocadas y mañeras, duró mucho más de lo previsto. En la meseta central pasa­ron las noches abrazados bajo las estrellas errantes, oyendo en la oscuridad las solitarias quenas de los pastores de antes del alba. En Quimela ejercieron la magia; en Antiquera, la astrología. En las ciudades de la selva comieron libélulas y bebieron hidromiel. En una aldea al borde de una salina jugaron muchísimo a un juego parecido al ajedrez. Una ocasión estuvieron a punto de caer en una emboscada de los diminutos hombres de tres dedos. Tras un oscuro periplo por desfiladeros y acantilados, mostró a Drunna el rugiente monstruo que mordía el continente: el mar. Volvieron cuando ya todos los daban por muertos. La noche anterior, al ver en el horizonte el resplandor de los miles de familiares antorchas, se susurraron mutuamente palabras que nunca antes habían dicho. Al cabo, advirtieron que habían olvida­do conseguir la tintura púrpura, arrebatados por el sabor de los instantes. Quizá las metas, no pudo dejar de reflexionar Shastar, son menos importantes que los caminos que se recorren para llegar a ellas.
Sus manos se habían debilitado, así como su vista. Era el último año como relojero. Su hijo se encargaría del taller. Shastar esperaba ese momento. Deseaba pasar más tiempo con Drunna.
La muchacha colocó sobre la mesa los humeantes platos de maíz con chinchilla. Las ventanas estaban abiertas, era un día tibio y seco. A través de ellas se escuchaba jugar a los niños. Shastar tomó la cuchara y comenzó a comer despa­cio, mientras su hijo y un colega hablaban de agricultura. Cada tanto, se detenía para acariciar la cabeza de algún niño que pasaba a su lado en medio del juego.
Drunna había muerto muchos años atrás, de un aneuris­ma. Shastar vivía con la familia de su hijo menor. La mujer se destacaba por no haber estudiado ninguna profesión. Le placía ese regressum ad uterum que era la vida doméstica, la limpieza del hogar y el cuidado de los tres hijos. Durante sus labores musitaba canciones cuyo origen debía ser increíblemente antiguo, debido a la profusión de arcaísmos y a la mención de sucesos, héroes y periplos no registrados en las obras de historia. Resabios, sin duda, de un vasto y oculto acervo de poesía oral. Una de las que más intrigaron. a Shastar narraba la llegada del pueblo jang a través de un mar convertido en una llanura de hielo durante un invierno particularmente crudo, y su posterior travesía por un desierto y por una selva franqueada por nevadas montañas, antes de asentarse en su lugar actual.
Tras comer, se dirigió con los dos hombres a la reunión mensual del Consejo. Iban despacio: Shastar tenía dificul­tades para caminar a causa de la gota. Era miembro eméri­to y nunca había dejado de concurrir, siquiera para escuchar los debates.
Había elaborado, tras largas indagaciones historiográficas en la Biblioteca Central, un informe sobre el antiguo decurso de los ríos subterráneos —integrado siglos atrás a un sistema de canales artificiales—. Sería útil para comba­tir la sequía que asolaba la región desde el invierno pasado, perjudicando la última cosecha.
Lo dejaron hablar primero porque era viejo. Leyó su infolio en la voz más alta posible, tratando de no cecear para evitar la aparición de irónicas sonrisas en la audiencia. El trabajo, bien lo sabía, era un documentado estudio que resultaría útil a la comunidad. Le quedaban pocos años: quería dedicarlos a ayudar lo más posible a la ciudad, a contribuir al legado para sus descendientes. A medida que progresaba la lectura, vio complacido que los rostros escu­chaban con atención, y que algunos iban tomando notas en rollos de pergamino. Cuando concluyó, un largo aplauso acarició sus oídos. Manos solícitas lo ayudaron a bajar del estrado. Se dirigió hacia un asiento. Sabía que al final de la reunión su propuesta sería la aceptada.
El sol, el implacable y eterno sol, iluminaba la marchita frente de Shastar. Hacía mucho que estaba postrado: los avances de la gota habían carcomido su pierna, burlando los recursos que la medicina de Mllyn (menos desarrollada que II matemática, su astronomía y su física) podía interponer. A pesar del sol y de estar arropado por las frazadas de lana de llama, sentía frío. La cercanía de la muerte, pensó. Tomó uno de los rollos de pergamino que estaban en una estante­ría al lado de la cama, pero ni aun a plena luz podía leerlo. Los signos se le escapaban, fuera de foco, borrosos como el aleteo de una mariposa. Lo devolvió al anaquel.
Afuera había mucho movimiento. Lo más que llegaba :i sus oídos eran gritos, rumores de guerra, aprestos de sitio. La ciudad había conjurado la larga sequía, pero algunos rei­nos vecinos codiciaban sus verdes praderas (sostenidas a base de delicados mecanismos de irrigación). Los envíos de cosechas sólo habían acrecentado su avidez. La guerra era inevitable. Pero los jang eran un pueblo pacífico, sin ejér­cito organizado ni tradición guerrera; quizá la hubo en los tiempos de la Gran Migración y de la Fundación, pero esos tiempos eran tan lejanos como el principio del mundo.
Indiferente a todo, su viejo gato gris lamía su zarpa en un rincón del cuarto.
Sentía mucho frío. Demasiado. Cuando su nieta termina­se de bañar a los niños le pediría más mantas de lana.
Unas voces nuevas se oyeron en el piso de abajo. Le sor­prendió ese hecho: el mediodía era un horario extraño para recibir gente. Aún conservaba algo de oído; no se trataba de los visitantes habituales de sus hijos o de sus nietos. Sin interés, volvió a descansar su cabeza en la almohada.
Escuchó pasos que subían la escalera. Evidentemente, venían a verlo. ¿Algún médico nuevo? Cuando la puerta se abrió, no reconoció al hombre. Era alto, de canosos cabellos largos, vestido con los ropajes del Jerarca. Sostenía entre sus manos un objeto que no pudo distinguir, pero parecía una especie de corona. Otros dos hombres lo acompañaban, ves­tidos a la usanza de los ministros. También estaban sus dos hijos (el mayor había muerto el año anterior). Se dispuso a preguntar qué ocurría. La voz del Jerarca se le anticipó.
—Te preguntarás qué ocurre, y quienes somos. Estoy seguro que nos has reconocido por nuestros atavíos.
—¿A qué debo su visita? —tosió—. Es un honor que me sorprende, teniendo en cuenta mi edad, y la vida rutinaria y anónima que he llevado.
—Como sabes, Shastar (o quizá debería decir Francisco), algunos pueblos vecinos nos han declarado la guerra, entre ellos los quechuas. No tenemos ejército. No creemos en la violencia. Alguna vez creímos en ella, o al menos nuestros ancestros lo hicieron, pero ahora hemos madurado. No sé qué camino tomaremos; quizá nos defendamos tras nues­tras murallas, quizá emigremos hacia nuevas tierras.
»E1 punto es que nuestra civilización corre el riesgo de ser arrasada. Nuestros conocimientos, nuestra cultura, nuestras canciones, nuestra música, nuestra poesía, nues­tras tradiciones. Nuestros hombres y mujeres. Quizá nada perdure de lo que alguna vez fueron los jang.
»Es por eso que nuestros sabios tomaron una decisión. A lo largo de vidas de descifrar laberínticas y demacradas ecuaciones, han logrado destejer las leyes de estas entida­des que llamamos el espacio y el tiempo. No me preguntes cómo; en esa área soy un neófito. Lograron crear un apara­to de relojería cuya función no sería medir el tiempo, sino destrozarlo. O, mejor dicho, distorsionarlo. Ese aparato sería dejado en un lugar seguro, y si alguien en los siglos o en los milenios venideros lo hallaba y realizaba la combi­nación adecuada de movimientos, aparecería en nuestra época. El mecanismo, en forma de tiara, que ahora tengo entre mis manos, sólo entraría en funcionamiento si era colocado sobre la cabeza de alguien.
»Sería recibido por nosotros. Aprendería nuestra lengua, bebería nuestra agua y nuestro vino, comería nuestra comi­da, escucharía nuestra música, leería nuestra poesía, trabajaría en uno de nuestros oficios, amaría a una de nuestras mujeres, abrazaría nuestras esperanzas, soñaría nuestros sueños. En una palabra, viviría nuestra vida. Sabría cómo fue nuestra historia, nuestro hoy y nuestro ayer. Trans­curriría su vida junto a nosotros. Compartiría nuestros temores y anhelos. Y lentamente, con el paso de los años, se iría integrando a la comunidad. Hasta ser uno más. Así, algo de nosotros (al menos el recuerdo de quiénes fuimos, el recuerdo de que alguna vez existimos sobre la tierra) per­durará en el futuro.
La mención del nombre Francisco había intrigado en un principio a Shastar, pero a medida que la voz proseguía lle­nando la habitación, algunas memorias de su remoto ayer, de su lejana vida anterior, volvían a poblarlo.
Miró el objeto parecido a una corona que el Jerarca lle­vaba entre sus manos. Shastar, a través de su ahora frágil memoria y de la bruma de los años, lo recordó. Era la tiara que había hallado el día que exploró las ruinas de aquella ciudad desconocida.
No pudo dejar de advertir, a través de su empañada vista, los rostros que le sonreían. Su hijo y su hija, ya mayores, lo habían tomado de la mano. También lo habían hecho los dos hombres que acompañaban al Jerarca, que vistos más de cerca resultaron no ser ministros, sino profesores de la Universidad de Matemáticas.
Afuera seguían los sonidos frenéticos. El enemigo estaba cerca.
El Jerarca se acercó a Shastar, sosteniendo la tiara.
—Las despedidas no deben ser largas —dijo al fin, con la voz temblorosa—. Te libero de tu ofrenda. Vuelve a ser quien fuiste. Es mejor no demorarse. Vienen días duros.
Colocó la tiara sobre la cabeza de Shastar, quien musitó una desconcertada negativa y trató de sacársela con débiles dedos. Antes que lo consiguiera, un vértigo que en el fondo nunca había conseguido olvidar se apoderó de él, difuminando cada cosa de la habitación, cada entrañable rollo de pergamino, cada entrañable rostro de cada hijo, y lo sepul­tó en la oscuridad.

3
Abrió los ojos. Al principio, no pudo distinguir las extrañas y toscas siluetas que lo rodeaban. Era una habitación, sí, pero una habitación llena con objetos incomprensibles. Las paredes estaban cubiertas por estantes con cosas parecidas a ladrillos de pergamino. Había un mueble de madera oscu­ra, rechoncho como un cerdo, erizado de cajones, con tro­zos de cerámica carmesí y una vasija blanca esparcidos como al azar en su parte superior, junto a unos pergaminos manchados con algo similar a la cera negra. Su cuerpo esta­ba en el suelo, al lado de la única cosa familiar a su vista: la tiara que sostenía el Jerarca. Sin embargo, ahora sus tallas no resplandecían, como si innumerables años la hubieran acariciado.
Trató de levantar la cabeza. Sentía un leve hormigueo en las piernas. Pronto comprendió lo que ocurría: podía mover­las. Con temor, con incredulidad, con cierto resabio de vérti­go, se puso de pie. Dio unos pasos temblorosos, deteniéndo­se al lado de uno de los estantes. Su ropa era incómoda y apretada, en vez de las frescas túnicas que acostumbraba a usar. Tenía estuches de cuero en los pies, en vez de sandalias. Un par de velas apenas consumidas, una en un quemador y otra sobre el mueble con cajones, tejían claroscuros sobre los extraños bloques de pergamino. Una palabra surgió de su memoria, desafiando años de polvoriento olvido: libros.
El resto de esa noche atravesó muchas otras veces la her­mosa pesadilla del redescubrimiento. Una colorida esfera sobre el escritorio resultó ser un globo terráqueo. Un ador­no colgado en una pared, una cruz. Miró los papeles de los cajones. Le costó reconocer el idioma: era castellano. Se inclinó sobre la carátula y descifró en voz alta y trémula: Polygraphia. El encargo del gobernador Herrera. Acarició con devoción las encuadernaciones de los libros de las estanterías, abriendo uno y otro al azar, encontrando un pié­lago tras otro de caliginosas palabras.
Atravesó la altiplanicie de esa noche recorriendo, tacitur­no, su íntimo y casi olvidado laberinto de páginas. Al princi­pio, debía traducir trabajosamente cada palabra al idioma jang para comprenderla de modo cabal; a medida que pro­gresaba el reencuentro con los alguna vez familiares sonidos, pudo leer libremente. Pasaron ante sus ojos la Mythologiae de Natalis Comes, los Emblemas de Alciato, la Historia Naturalis de Plinio, el Ars magna lucis et umbrae de Athanasius Kircher, Adversus annulares y De séptima affec-tione dei sive de aeternitate de Juan de Panonia, la Farsalia, la Aeneida... Ningún libro lograba capturar su atención mucho tiempo: enseguida era reemplazado por otro del mismo anaquel o de alguno vecino, cuyo título en letras doradas le llamaba la atención. En una página de La arauca­na de Alonso de Ercilla entrevió la palabra anciano. Se acor­dó, con cierta sorpresa, de su cuerpo. Podía erguirse otra vez. Podía caminar. Podía ver con nitidez. Miró sus manos en la dudosa luz de las velas: manos de un hombre de cua­renta años, aún tersas, como las que tenía antes de perder la consciencia en ese mismo cuarto. Decidió buscar un espejo.
Caminó en silencio por los pasillos de la casa, sin recordar del todo dónde estaba cada habitación. Entornó una puerta, y un fuerte olor a perfume barato lo asaltó. Desde la oscuridad se escuchaba la lenta respiración de la criada dormida. No pudo recuperar su nombre. Quizá Juliette. Se quedó de pie unos momentos en el umbral, en los que la gata barcina de la mujer aprovechó para salir furtivamente, mirándolo con recelo, y luego cerró la puerta con lentitud, casi como si tuviera entre sus manos una reliquia o un objeto sagrado.
En la habitación siguiente encontró un gran espejo colgado de la pared, al lado de una tina de madera y de un armario repleto con perfumes de lavanda y jabones. Levantó el mechero, dejando que la luz cayera sobre su rostro. Tardó mucho en reconocerse.
Francisco no salió de su casa los primeros días. Dijo a la cria­da, con voz aún vacilante y gangosa, que había sufrido una mala corriente de aire y debía guardar reposo. Era reacio a enfrentar el mar de rostros con facciones extrañas —pómu­los apenas marcados, labios delgados, piel pálida como la de un gusano— que entreveía desde la ventana de la sala. Prefería dedicar esos días a recuperar su pasado, a desente­rrar su ayer, como Penélope tras el regreso de Ulises. La áspera lengua de España retornó a sus labios, desde las lí­neas de Quevedo y de Cervantes, de Góngora y de Bocángel. I ,a historia de una vida que alguna vez creyó muerta, desde sus cuadernos con escritos, desde el óleo que en una pared del vestíbulo conmemoraba a su esposa limeña.
Sin embargo, no olvidó su otro pasado. Las palabras del Jerarca, incomprensibles en el momento de ser escuchadas, se fueron iluminando con el correr de los días. Su viaje a un ayer olvidado cobró sentido, gradualmente. El minucioso cuidado durante su despertar, al que habían llamado convalecencia. El pasado ilusorio tejido para ayudarlo a echar los cimientos de una nueva vida. La visible incertidumbre y ansiedad de Drunna al verlo por primera vez y llevarlo a su casa... Esos sentimientos no habían sido motivados por el temor a que en su esposo persistieran la amnesia y los delirios, sino por el temor a que el hombre ignoto venido de un futuro inconcebi­blemente lejano no fuese digno de su voluntarioso amor.
Pasó mucho tiempo contemplando la tiara. Al principio, con recelo de acercarla a su cabeza; luego comprobó que esa precaución era ya innecesaria. Reconoció en los intrin­cados jeroglíficos algunos de los símbolos matemáticos que había estudiado con Utnaphis, perdidos entre otros que ignoraba por completo. Había visto algunos en los perga­minos que su hija llevaba a casa por las noches, después de sus cursos de astronomía y matemáticas. Quizá había sido construida, entre otras personas, por ella.
Las gentes de la ciudad se mostraron algo extrañadas cuando por fin se decidió a salir. No sólo resultaban llama­tivos el peculiar acento (que lo llevaba a alargar las vocales abiertas y a condensar los grupos consonánticos en un solo sonido) y la repentina lentitud en el habla, sino costumbres como echar azúcar a la carne, en vez de sal, y la forma de saludar (en vez de la tradicional venia, usaba un típico gesto de los ciudadanos de Mllyn, hasta que las miradas de desconcierto lo hicieron percatarse de su error).
Sufrió la ausencia de sus hijos. Se le había hecho difícil concebir la vida sin ellos. Ahora eran polvo inmemorial perdido en el polvo inmemorial. A menudo caviló si ha­brían sobrevivido a la invasión, pero hacerse esas laceran­tes preguntas era inútil. En cuanto a Drunna... Ella había sido la compañera de su vida, e intuía íntimamente que jamás encontraría a nadie similar. Había derramado por su muerte, en la otra vida, las lágrimas que nunca antes creyó poder derramar. Había noches en que su mano se extendía en el entresueño hacia la otra mitad del lecho, en busca de una oscura cabellera, y sólo hallaba el frío de las sábanas. Y había días en que, al sentir o descubrir algo, la costum­bre (nacida en años irrepetiblemente bellos) de estar junto a una mente hermana, lo hacía buscarla con la mirada en la soledad de la habitación.
Una tarde, al volver de la misa de fray Payo Sotomayor sobre la rueda de la fortuna y la fugacidad de los bienes materiales, decidió no ir al mesón situado al fondo de la Calle Duque de Osuna, donde solía departir con sus colegas de la república de las letras. En silencio, con la almidonada levita sobresaliendo un ápice del chaleco (como era moda ese año), atravesó las polvorientas calles ajeno al ruido de los carruajes y a todo posible recuerdo del discurso del enjoyado clérigo. Contempló, sin embargo, el desvaído cielo azul de mayo y los casi invisibles pájaros que volaban en la lejanía. Algunas cosas son eternas, pensó. Las que no tienen que ver con el hombre.
Un par de ancianos pasaron a su lado, con rasgos visi­blemente quechuas. Francisco sintió un brusco ramalazo de odio. Lo había sentido muchas veces desde su retorno, pero ahora era más fácil controlarlos. Fueron sólo sus remotos antepasados quienes asolaron Mllyn, se dijo. Todos somos lujos de la historia, y no hay pueblo inocente. Ni siquiera el mío, que mata en nombre de la Cruz.
Se había empeñado en ocultar, ante Inés y el resto de la ciudad, todo signo de un cambio. No era prudente comentar su experiencia: lo tomarían por demente. El breve perío­do de dificultad en el habla y de distintas costumbres sería considerado sólo como una extravagancia típica de un lite­rato. Pero por dentro seguía desgarrado entre dos mundos.
Llegó a su casa y, tras saludar a Inés, se encerró en su biblioteca. Extrajo de un armario los restos de cerámica y los papeles en los que la cera negra había dejado grabadas las inscripciones de las piedras sobrevivientes. Alguna vez, esos sinuosos jeroglíficos le habían resultado tan crípticos como el lenguaje de las aves o la música de los astros. Ahora eran tan claros como el latín de Virgilio y de Erasmo. Los había guardado el primer día de su retorno (a veces también lo llamaba despertar), empeñado en reaprender el orbe que alguna vez rué suyo. Ahora podía revisitarlos sin temor a que su mente quedara obliterada por el recuerdo, a que el gran río de ese ayer lo arrastrara en su delicado fluir, enajenándolo en una tierra de nadie entre dos vidas.
Ambas fueron la realidad, pensó. Ambas fueron mi patria.
Pasó muchos días descifrando las inscripciones de las mutiladas piedras, eternizando en frágil papel los fragmentos de duro granito que habían sobrevivido al martillo y a las teas del invasor. A veces le eran familiares: el nombre de una calle, un poema mural de Cordvain Myth (los habitantes de Mllyn tenían por hábito exornar los edificios con la poesía de sus clásicos), la conmemoración de un evento. A veces, igno­tas: el nombre de un comercio, la obra de un poeta menor, un epitafio. En una ocasión, sobre una de las últimas piedras registradas, reconoció un poema que había labrado en una pared de su casa junto con Drunna. Trató de no darle mayor o menor importancia que a cualquiera de las otras reliquias.
Esa traducción —una pila de hojas que ya comenzaba a levantarse en un rincón del escritorio—, por ardua que fuera, sólo sería el inicio de una tarea mucho mayor: una Crónica del Reyno de Mllyn. El texto demandaría mucho tiempo y esfuerzo. Sería un registro detallado y —en la medida de lo humano— completo de un mundo que no conoció a través de libros o leyendas, sino por vivir en él, por crear en él, por amar en él, por soñar en él. Abarcaría todo: cada poema, cada latido, cada ofrenda que le concedieron los instantes.
La labor llevará años, pensó. Esos años de los que no muchos me quedan. Pero mi vida, al fin, tendrá un sentido. Cumpliré la misión que me ha sido asignada. Algún día, alguna noche, concluiré el alto manuscrito. Las páginas que lujuriarán hechos tan remotos y tan íntimos.
Desde un entreabierto cajón lo miraba la carpeta de Sotas para un Inventario de la Biblioteca de Alejandría. Aun inconclusas, y destinadas desde el inicio mismo de su redacción a ser fatalmente inconclusas. No importaba. Ahora su sueño era otro: un libro que jamás estuvo en los anaqueles de la Biblioteca de Alejandría. Un libro surgido .Ir la noche de los tiempos, hilado tanto con el polvo inme­morial del suelo que pisaba como con su propia carne.
La luz que venía de la ventana comenzó a menguar. La joven ciudad estaba en el umbral de la noche. Francisco encen­dió una vela y se sentó de nuevo ante la página. Escribió unas pocas palabras más, y entonces su pluma se detuvo. Un indetenible y rumoroso río de recuerdos nubló sus ojos. El viaje a la ciudad en ruinas (a los polvorientos ladrillos y piedras de una ciudad rosa y roja, tan vieja como el tiempo). La aceitu­nada voz de Utnaphis en el aire azul de la tarde, iniciándolo en la lengua y en los secretos de un mundo olvidado. La noche en que descubrió la distinta geometría de las estrellas. Las voces tic los niños al volver de la escuela. Innumerables seres que había conocido en su vida diaria, cada uno de ellos cifra de un enigma distinto. Los entrañables ritos y costumbres de una civilización tan distinta, tan otra. Lacerantes poesías que aún habitaban en su mente. La leve, casi intangible música de un pueblo que valoraba tanto el sonido como el silencio. Drunna. Irrepetibles voces, irrepetibles rostros, sonrisas, pensamientos, diálogos, presencias, que jamás volvería a ver, excepto quizá en ese fugaz Edén de la noche llamado sueño.

Afuera, el ruido de los niños del pueblo y de los carrua­jes se había apagado a medida que el sol se ocultaba tras los montes que aureolaban San Salvador del Valle de Jujuy. El tiempo proseguía su implacable fluir.

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