“Era yo muy joven en aquellos días y estaba lejos de mis tierras. Combatía a la pandilla tumultuosa de los Intransigentes que con sus escudos hacían escarabajos y atacaban en furioso montón a los aislados. Murió mi padre. Cuando el último de los Intransigentes abjuró de sus falsas certidumbres y destiñó de su rostro el amaranto insolente, regresé a reinar sobre mi heredad.
“El pueblo empavorecido me recibió en triunfo, como a un salvador. Hablé a la turba amedrentada y sollozante; declaré que me enfrentaría a cualquier intrusión.
“Nadie logró advertir cuándo principió la estampida silenciosa: habían huido del reino todas las mariposas. Fueron unos recolectores de miel quienes divulgaron el misterio: regresaban de los panales cuando fueron embestidos por una suave y abigarrada bandada de mariposas que precipitadamente, chocando unos colores contra otros, se desplazaban hacia el poniente.
“La inquietud, pronto elevada a pánico, penetró en las gentes: sin duda detectaban algún horror las mariposas que no lograban prevenir. Mi padre agonizaba; el pueblo descarriado se enfrascó en interminables discusiones. Los campos se veían muy solitarios sin esos animalitos a quienes nadie presta cuidado ni interés.
“Comparecí y ordené serenidad; fui capitán de un ejército de artesanos, comerciantes y campesinos que esperaban la agresión desconocida. Algunos veteranos de la guerra contra los Intransigentes acariciaban nerviosos el puño de sus espadas meditando si habría ocasión de blandirlas.
Decreté el cuidadoso censo de flora y fauna en busca de otras especies fugitivas o aniquiladas, sólo se supo de una disminución en la población de sapos y ranas. Esperábamos.
“Entonces llegó Ana la Sigilosa.
“Nadie sintió su presencia. Fuimos vistos por ella; no la reconocimos. Lentamente los temores se calmaron; las mariposas olvidadas. La buena gente volvió a sus faenas. Y se celebraron fiestas.
En el torneo de los Siete Colores gané con mi lanza los laureles de piedra. Fui coronado sobre la arena de las justas; entonces encontré a Ana. Sonriente, blanda, hermosa; quieta como un potro
de mármol.
“La busqué; conversamos y cantamos donde se bebe cerveza entre los alegres músicos. Sus ojos
enamorados se fijaron en mí con dulce seriedad. La amé.
“Las lluvias volvieron al reino; una tarde la llevé conmigo al pabellón donde gritan los halcones cazadores, y conocimos el placer.
“Esa tarde la perdí para siempre; nunca volví a encontrarla. Vivimos catorce años en el castillo; la torre azul fue para ella; nació nuestro hijo pero nunca volví a encontrarla.
“Cuando salimos del pabellón donde gritan los halcones, cuando mi capa roja la cubrió, cuando cabalgamos bajo la lluvia, Ana se perdió.
“No comprendía: Ana pasó del lecho a mis brazos, la lluvia y el caballo, pero al extender mi capa junto al fuego del castillo, los cabellos de otra mujer se esparcieron sobre la lana roja. Bella, joven, otra. La miré con espanto. La primera transmutación de Ana la Sigilosa se había operado.
“Ana se cubrió el rostro con las manos y lloró; y allí mismo, ante mis ojos, la Sigilosa se trocó en niña de diez años. Retrocedí. Descubrió su rostro sollozante y los ojos de una mujer que ha sufrido largas penas me miraron. Me dijo: ‘No me mires; escúchame’.
“Narró la maldición de su casa. Procedía Ana de ilustres prefectos de una ciudad del septentrión; familia de pacíficos usureros que se apoderaron de la mitad del mundo sin desenfundar espada ni lanzar gritos de guerra. Los Insinuantes, sus antepasados, compraron a las hadas morenas y, por ello, la familia fue maldita por un bisnieto de Tiresias, el mago ciego.
“Años después Ana fue doblegada por la maldición. Al nacer fueron acordados su figura y sus sentimientos: Ana hubo de sufrir para siempre mudar de apariencia cuando mudaba de sentimientos. ‘Para no engañar nunca a nadie’, como declaraba la maldición grabada en las piedras
del lecho del río que atraviesa la ciudad de sus mayores.
“Me confió con voz enronquecida:
“—Soy Ana la Sigilosa; soy las Anas; soy Ana la que no puede verse en los espejos. Huyen de
mí todas las criaturas que se transforman: los gusanos ondulantes, las ranas jabonosas, las mariposas extendidas. Soy muchas mujeres en una;te amo, nunca podrás amarme, déjame ir, no me
guardes a tu lado.
“—¿Ana —pregunté— volverás a ser la misma que vi en la arena de las justas, que amé don-
de gritan los halcones?
“—Nadie lo sabe —respondió—, mientras estuve traspasada de virginal amor y larga ensoñación
pude ser la misma; ahora contémplame, amado, soy otra aunque te ame con igual devoción.
“Desde aquel día proseguí infatigable a Ana en el laberinto de la vida de su corazón. La seguí por
todo lo que miraba, por sus atracciones y repulsiones; la busqué en los altos momentos del placer
y en la serenidad de los paisajes, en las dulzuras del gusto y de la emoción. Compartir los cantos
con ella fue para mí incomparable contemplación: mudaba su rostro al ritmo de las danzas y en sus ojos restallaban los filos de las melodías. Miraba en ella las cosas: todos los descubrimientos, todas las palabras, todos los colores.
“Nació nuestro hijo y casi llegó a ser la misma niña quieta como un potro de mármol en la apacibilidad de su crianza. Nuestro hijo, creo que lo ha adivinado Galaor, fue Brudonte el Bueno.
Nunca pudo reconocer a su madre. Ana lo cuidó con esmerada entrega. Brudonte la llamó con diferentes nombres y su madre llegó a ser, para él, diecisiete mujeres. Me decía:
“—No soy madre, no soy nada, soy la que no puede verse en los espejos.
“Ana cambiaba de mujer en mujer. Llegó afea de rostro furioso, anciano y triste; niña cuando reía a carcajadas; oscura meretriz de rostro lascivo y doncella sonrojada y brillante; reina y cocinera; gorda blasfemadora y abadesa severa, hierática, consumida; en los apasionados deleites fue siempre bella como veleta en un tejado...
“No erraron quienes temieron desgracias por la estampida de las mariposas. Entregado a la Sigilosa, olvidé mis deberes de rey y mis tierras fueron devastadas por brutales y sojuzgadas por tiranos.
El pueblo, ignorante de mi pasión, condenó con horror mi indiferencia, creyéndome cómplice y propugnador de pillajes y predaciones. Mudaba de atavíos por ver transformarse a Ana y fui señalado como el Hombre de las Pieles.
“Llegó Diomedes el Constructor y le pedí los más bellos y complejos jardines para observar las transformaciones de Ana. El Constructor tardó siete años en erigir el jardín de las trescientas jornadas, y yo arruiné el reino con pesadísimas contribuciones al esplendor de estos parajes.
“Brudonte partió a instruirse en los actos de la guerra con mi primo Arturo el Jabalí. Ana perdió esperanzas, y antes de que sus dulces modos se amargaran y sus facciones se marcaran con perpetuos signos de furias, prefirió alejarse de aquí para siempre. Diomedes el Constructor se hundió en su orden superior y perfecto, se mudó en creatura de sí mismo y se perdió en los jardines.
“Desde entonces vivo aquí, preso más de la melancolía que de los jardines: mi ardor se consumió
en los años en que perseguí a mi amada en ella misma. Y, en verdad, Galaor, ¿qué podía desear después de haber conocido en una sola a todas las mujeres?"
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