Iba a morirse.
No se le notaba. Hacía equilibrios con su paso y miraba las tiendas. ¡Hasta las sombrererías!
Él sabía que iba a morirse, pero quería hacer una prueba decisiva. ¿Ir a un médico? No. Los médicos no saben nunca cuándo va a morirse un enfermo, y más si lo reciben de sopetón.
En una visita repentina sólo dicen al enfermo:
«¡Vamos! No sea usted aprensivo... De esto no se muere usted.» El enfermo se muere bajando la escalera.
Pensó en su sastre. Los sastres saben cuándo un hombre está desahuciado y no le adelantan la última tela. Tomó un taxi.
El sastre le recibió sin acabarle de mirar, porque los sastres no miran hasta que no saben qué va a ser.
—Vengo a hacerme un traje de tela inglesa -dijo.
-¿De tela inglesa? -le preguntó el sastre mirándole fijamente.
—Sí, de tela inglesa -repitió él con energía.
El sastre le volvió a mirar, esta vez con más ensañamiento, haciendo todos sus diagnósticos —sangre, jugo pancreático, esputos, heces, rayos X—, y por fin le dijo:
-Pues no va a poder ser... Estoy muy mal... Me tendría usted que pagar la tela por adelantado y la mitad de la hechura.
Él vio todo lo que aquello significaba, comprendió que era verdad lo que había presentido.
—Bien —dijo sin perder la serenidad—. Ya vendré el día que tenga el dinero... Adiós, hasta uno de estos días.
Salió a la calle. Sentía que llevaba en el bolsillo el certificado de defunción que sólo dan los sastres, seguro, evidente, inmodificable.
Pudo llegar a su casa.
Al poco rato se moría.
No se le notaba. Hacía equilibrios con su paso y miraba las tiendas. ¡Hasta las sombrererías!
Él sabía que iba a morirse, pero quería hacer una prueba decisiva. ¿Ir a un médico? No. Los médicos no saben nunca cuándo va a morirse un enfermo, y más si lo reciben de sopetón.
En una visita repentina sólo dicen al enfermo:
«¡Vamos! No sea usted aprensivo... De esto no se muere usted.» El enfermo se muere bajando la escalera.
Pensó en su sastre. Los sastres saben cuándo un hombre está desahuciado y no le adelantan la última tela. Tomó un taxi.
El sastre le recibió sin acabarle de mirar, porque los sastres no miran hasta que no saben qué va a ser.
—Vengo a hacerme un traje de tela inglesa -dijo.
-¿De tela inglesa? -le preguntó el sastre mirándole fijamente.
—Sí, de tela inglesa -repitió él con energía.
El sastre le volvió a mirar, esta vez con más ensañamiento, haciendo todos sus diagnósticos —sangre, jugo pancreático, esputos, heces, rayos X—, y por fin le dijo:
-Pues no va a poder ser... Estoy muy mal... Me tendría usted que pagar la tela por adelantado y la mitad de la hechura.
Él vio todo lo que aquello significaba, comprendió que era verdad lo que había presentido.
—Bien —dijo sin perder la serenidad—. Ya vendré el día que tenga el dinero... Adiós, hasta uno de estos días.
Salió a la calle. Sentía que llevaba en el bolsillo el certificado de defunción que sólo dan los sastres, seguro, evidente, inmodificable.
Pudo llegar a su casa.
Al poco rato se moría.
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