Siempre le había tentado al novelista el conflicto de aquellas dos almas juntas, inseparables y, sin embargo, distintas.
Aquella paradoja de la vida con complicadas seducciones le sugería una novela desesperada en que el conflicto terceril sería cuádruple.
Ante la invocación de las hermanas con algo de criollas, comenzó su relato:
I
Al nacer lloró su madre porque el que las dos estuviesen unidas por la cintura hasta más abajo de los omoplatos, la parecía una doble desgracia, pues no sólo la nacía mujer en vez de varón, sino que la mujer que la nacía estaba sometida y mediatizada por otra mujer, es decir, sería doblemente desdichada la hija que aparecía con dos rostros, dos corazones, cuatro manos y cuatro pies.
Lo primero que hizo la madre al saber el extraño ser que había parido, fue pensar qué pecado monstruoso, qué idea disparatada o qué antecedente endiablado pagaba con aquel castigo de una doble hija como coja de todo su ser que sería pasto de la curiosidad trivial de las gentes.
No encontró razón ninguna que disculpase aquella extraña aparición fuera de lo normal y pensó si sería en la historia de su esposo donde se ocultaba aquella falta castigada tan cruelmente.
En los primeros meses las hermanas siamesas parecían el ser que no puede vivir, la intentona de la naturaleza por salirse de sus prototipos, que es purgada con la muerte.
-Difícil será que vivan -decía el médico del pueblo, incapaz de comprender lo extraordinario.
La madre seguía también sin comprender aquel engendro en que había una burla de la maternidad.
Las acunaba como a dos sueños difíciles de concertar y era muy penoso ver cómo una estaba despierta y llorosa cuando la otra ya se había dormido.
Las dos disputaban por el único seno fuente y era difícil dar de mamar a la una sin que la otra no hipase como si fuese a morir. En vista de eso la madre, que se vuelve salomónica en el trato con los casos que urgen en la vida de sus hijos, resolvió dar biberón a la otra, siempre que surgiese la disputa alimenticia.
La dentición se retrasó en Gracia, y en Dorotea fue algo terrible. Aquella etapa pareció una etapa de vida o muerte en la vida de las dos hermanas. Como siempre, el pánico era atroz porque eran las dos las que iban a irse.
La madre, entristecida, siempre con un velo de melancolía ante sus hijas, fue perdiendo vida dedicada a tan intensa cavilación todo el santo día, y pronto murió llorando por aquellas dos hijas que habían de sentir el miedo agónico con doble clarividencia, con doble miedo.
El padre, que vivía casi alejado de la casa como huyendo de aquella doble hija que le ruborizaba un poco, tuvo que encargarse de ellas más directamente. Él, que no sentía el deber, tuvo que aceptar aquel que se presentaba con doble peso.
Aquella hija duplicada le parecía que no le podía querer, que se disuadía en su doble personalidad del cariño que le debía.
En el hueco de aquellas dos criaturas, en una tercera persona que se ocultaba en medio de ellas, que se levantaba en el centro de sus hombros, estaba la burlonería de su espíritu, su no creer en nada, su disuadirse de todo.
El padre se las quedaba mirando muy serio, mientras ellas reían.
Había que educarlas como a inválidas de la guerra. El padre las hacía andar y para que armonizasen su paso tenía que gritar muchas veces: «¡Despacio! ¡Más despacio!»
Por fin pudieron salir a la calle y era de ver aquellos pies como de cojos moverse con aire de ciempiés, con aire muy pesado, como si llevasen a un herido, como la silla de manos con la postrada que llevan al tren atravesando el andén.
Las dos hermanas habían aprendido a sonreír con la benevolencia para que las perdonasen su monstruosidad y las mirasen con simpatía.
Heridas por la pulmonía de aquella unión por el costado, querían sobrevivir, que las dejasen pasar tranquilas por entre las gentes normales.
El padre sonreía también como si llevase de la mano al niño vestido de máscara. Realmente tenía algo de carnavalesco aquella pareja de niñas como enlazadas para el disfraz.
Las gentes las seguían, pasando de la derecha a la izquierda a la acera que ellas seguían, para poder ver de unir las dos sonrisas, para poder ver si podían comprender a la doble criatura sumando sus dos almas.
El padre, muy avergonzado, veía aquella maniobra obsedante y no pensaba sino en volver del paseo envuelto por aquella multitud que les miraba absorta.
Al pobre padre le quedaba la preocupación de que su pobre doble hija volvía llena de miradas canallas, miradas a las que habían abierto las puertas con sus sonrisas.
Todo en la casa estaba lleno de objetos teratológicos para soportar la teratología de aquellas hermanas. En todas las habitaciones había la silla doble y en la mesa de comedor había un entrante para que se pudiesen sentar a comer las dos hermanas reunidas en una.
El pobre padre, de tanto seguir la meditación comenzada por la madre, fue decayendo, envejeciendo, disminuyendo y al fin desapareció. ¡Había sufrido mucho acariciando aquellas dos cabezas de una sola hija trágica!
Gracia y Dorotea, al quedarse solas, se miraron mutuamente como si se viesen en un íntimo espejo y lloraron desconsoladamente con las cabezas juntas, cada una como en el animado respaldo de sí misma. Oscuramente comprendían que nadie podía tratarlas como sus padres, pues ellas eran seres hechos soló para recibir el trato abnegado del padre o de la madre.
¿Quién iba a ser su tutor? Ya sería el curioso, el que querría desnudar sus cuerpos para ver cómo se enlazaban y cómo las venas buscaban la correspondencia entre una y otra.
Guardaban su dinero para poder vivir alejadas de la feria a la que les hubiesen llevado de buena gana a no haber tenido su independencia económica, la primera preocupación de su padre siempre.
El único que tuvo atrevimiento para soportarlas, para llevarlas de paseo, fue su tío Manuel, el marino retirado, aquel hombre de color de cascara de granada con un solo diente en medio de la boca, como vastago de la cerradura del cajón de las palabras.
Las protegía como a unos seres que hubiera traído de un viaje, como cuidaba a aquel caimán que era en los pasillos de su casa como un gran zapato perdido, un zapato que clavaría todos sus clavos al que metiera en él el pie.
Solía llevar a sus sobrinas de la mano, como diciendo:
-¡Vaya una notabilidad que exhibo!
Pero el tío Manuel no podía tenerlas en su casa y temía mucho al verlas tan solas. Realmente eran un raro tesoro que él no tenía derecho a tener medio abandonado.
Las tías de Gracia y Dorotea que las daban el doble beso, como si diesen un beso de más, creyeron que sería conveniente meterlas internas en un colegio.
Se eligió el Colegio de las Canonesas, colegio de buena fama, del que parecían esperar que saliesen las niñas hasta separadas una de otra, cercenado el tronco de su monstruosidad. ¡Aquellas monjas Canonesas valían tanto y era tan milagroso su Santo Cristo!
II
En el Colegio, las dos niñas, aturdidas por encontrarse tan extrañas al resto del mundo en medio de él, recapacitaron y cobraron personalidad. En la confusa noción de su espíritu se comenzaron a operar cambios, timideces, destacamientos.
Lo que era una especie de nebulosa se repartió en dos seres que se encontraban alma distinta al reconocerse.
Se iba a operar en ellas esa transformación de la adolescencia que iba a ser como una segunda dentición difícil, desigual en las dos, a destiempo en una con respecto a la otra.
Gracia era la tétrica, mientras Dorotea era la alegre, la que sobrellevaba la monstruosidad sin ningún pesar, es decir, hasta con la satisfacción de ser un ser extraordinario por causa de aquello.
Gracia era la voz dulce y Dorotea la voz bronca, como si se hubiese agarrado a su garganta un áspero catarro de hombre.
Estaban en el período más peligroso de su ceguera, la ceguera de cuatro hermosos ojos reunidos. ¿Iban a contradecirse? Ningún peligro mayor.
Gracia y Dorotea comenzaban a hablar demasiado entre ellas. Como siempre estaban juntas, aunque siempre las rodeaba el deseo que tenían de charlar con ellas sus compañeras, podían hablar mucho.
Dorotea decía a Gracia:
-No seas tonta, no tengas tristeza... Somos más que las demás... Nos miran con envidia...
-Pues yo sólo quisiera ser como ellas -contestaba Gracia.
—¿Tan poco me quieres? ¿Serías capaz de abandonarme?
—Ya sabes que no podría vivir sin ti y que aunque pudiera, yo no querría arrancarme de tu lado, pero bien hubiera querido no nacer así.
En la llaneza de aquel colegio, provocaban difíciles casos de conciencia en las monjas.
Dorotea, que era alegre y bulliciosa, incurría en castigos que debía soportar Gracia. Pero, ¿era justo eso? La superiora, como si su sentencia fuese admirada por Dios en el cielo, dictaminaba la absolución o inventaba un castigo que no castigase a la tristona Gracia y mandaba escribir mil veces a Dorotea: «Yo soy mal educada», castigo del que no se lograba ver exenta Gracia, pues sentía a su lado, como obsesión de su mente también aquella repetición, preguntando a Dorotea cada cinco minutos:
—¿Por dónde vas?
-Por la ciento una.
—¿Por dónde vas?
-Por la seiscientos.
-¿Por dónde vas?
-Por la novecientos veinte.
En el confesonario también se producía una confusión en las reglas consabidas. Tanto que el confesor había tenido que preguntar a Roma si en aquel caso de las hermanas siamesas, la que era pasiva en el pecado, la que no lo compartía sino por su adlateridad, era culpable también.
Roma aprovechó la ocasión de emitir un dictamen sutil y confesó que aquella unión irreformable perdonaba el presenciar el pecado y no hacía cómplice a la otra ni del asesinato que pudiese cometer una de ellas.
Todo estaba lleno de complicaciones. Sus trajes eran cortados por una modista especial que los llenaba de corchetes y automáticos para lograr su acierto y que se cerraran después de haber entrado en el difícil doble cuerpo.
En el ímpetu de las dos había un gesto que las quería subdividir, arrancar la una a la otra, rasgarse del traje común.
Una alegría hipócrita las reunía, pero sus intereses eran contrarios y se los ocultaban aun siendo una misma las dos.
La doblez humana adquiría la mayor propensión en ellas.
Se debían una a la otra aquella notoriedad de su duplicación y afrontaban como princesas festejadas a todas las compañeras que siempre las miraban sin acabarlas de comprender y temiendo aquel doble juicio de las dos hermanas entroncadas, doble juicio sobre cada niña, más certero que el de la misma profesora.
En todas las cartas del colegio había alusiones a las dos hermanas, detalles curiosos que gustaban a las familias, notas pintorescas como de un gran viaje, el viaje exótico de verlas todos los días.
Las dos hermanas se fueron haciendo jóvenes opulentas en el colegio de las niñas, vestidas de blanco como si fuesen en enaguas.
Aún soslayaban su porvenir, aún tenían los alegres tirabuzones de las primeras ilusiones, las columnas de ébano del reloj de su cara.
Alguna noche, bajo los embozos de la cama que ocupaban juntas y en la que el silencio no podía ser obligado por lo muy en voz baja que podían hablar, las dos hermanas se decían cosas muy confidenciales.
-Y cuando salgamos por el mundo, ¿qué haremos?
—Cosas alegres y divertidas —dijo Dorotea.
Gracia se quedó un rato callada. Su carácter no era el mismo que el de Dorotea, pero tenía todos los disimulos para aparentarlo. Otra noche:
—Todas estas niñas se separarán unas de otras, hasta las que son hermanas, pero nosotras, no.
—Siempre habremos visto las mismas cosas y recordaremos las mismas épocas. Y las dos hermanas se sentían abrazadas como por un abrazo de muñones injertados, en aquella yuxtaposición de los dos cuerpos. Otra noche:
—Nosotras siempre dormiremos juntas... ¡Qué frío y qué miedo deben pasar todas esas amigas que duermen solas! Otra noche:
-De lo que tendremos que defendernos mucho es del hombre que nos quiera llevar por las ferias. Otra noche:
—Y si tú mueres, ¿moriré yo? —Sí... Moriremos al mismo tiempo.
Aquello las enlazó más, las hizo resignarse más con lo que quería una sin que la otra abundase en ello. No merecía la pena que la una se revelase contra la otra cuando las dos habían de morir al mismo tiempo.
Otra noche:
—¿Viviremos en el campo o en la ciudad?
—En la ciudad... En el campo es más triste... En la ciudad nos mirarán todos, es verdad, pero en el campo será peor porque nos miraremos nosotras con extrañeza, sin dejarnos vivir para ver si tenemos un alma o dos...
-Es verdad, viviremos en la ciudad.
En aquellas horas de baño bajo el nivel rebasador del embozo se iban queriendo comprender y se lanzaban las preguntas difíciles. -¿Y tú qué querrías...? —¿Y tú qué harías...?
A veces como quien se acerca a oír la palpitación de un reloj de corazón, la inspectora se acercaba a la cama de la doble niña inquietante y si notaba el murmullo apagado, decía:
—Señoritas de Albos, a callar y a dormir.
En las camas de alrededor se rumiaba el problema que había suscitado la reprimenda de la inspectora, pues era injusto que se interviniese en aquella conversación de las dos muchachas, pues eso era como si se las reprendiese a ellas por pensar. Aquello no era hablar una con otra sino pensar las dos a solas, completar su pensamiento repartido, acabar de comprender en la reflexión mutua lo que era de las dos.
Pero en la cama en que contra todo reglamento dormían las dos siamesas, era otro el problema que se producía, pues aquel silencio a que las obligaba la maestra las convertía en dos seres diferentes, que no podían comunicarse sin palabras como debiera haber podido pasar y se quedaban tristes y como asustadas de tener dos conciencias.
En esta cuartilla dejó el novelista el primer impulso de la nueva novela. Tenía que volver a encontrar a sus siamesas después de pasados muchos días para encararse bien con sus primeros y más difíciles conflictos de la pubertad.
Alargaba Las siamesas el novelista porque le entusiasmaba aquella doble novia de sufantasía, que no podía quererleporque en ella se diferenciaban y se contradecían sus dos corazones notoriamente.
En el diván de enfrente de su mesa, estaban sentadas las dos hermanas en entretenida tertulia con él.
El novelista escribió, mientras ellas jugaban:
Se inició la depravación en Dorotea sin saber cómo. Ni para una hermana y testigo tan próximo como la otra siamesa, hubo claridad en la hora de iniciarse aquella depravación.
Lo primero que vio Gracia, fue cómo su hermana cogía anhelante, como si le quemase, la mano del amigo que las cercaba con sus consoladoras alegrías.
¿Su hermana era dueña de hacer aquello sin consultárselo? No bastaba que volviese la cabeza. Era víctima de un delito de desacuerdo entre dos que se deben armonía.
El dolor de su engarce perturbó aquella hilaridad en que eran inagotables las dos hermanas, echando siempre a risa las cosas del mundo, mordisqueándolas con su risa.
Comenzaba la tercería inaguantable. Gracia sentía un atroz sinsabor de la vida. Como hermana gemela estaba bien, pero como compañera de un ser con otros apremios, no.
Tuvo con ella una disputa agria, desesperada, con arranques de su cuerpo para recobrar su esbeltez independiente.
—Pues mira a otro lado —la diio la hermana.
Si siquiera se pusiesen de acuerdo en un amor, pero no podía ser. Eran irreconciliables sus corazones. Gracia no había salido perversa como Dorotea, por el mismo oscuro instinto.
Más valdría que hubieran sido perversas las dos, pero resulta inmodificable l.a obcecación en el bien como la obcecación en el mal.
Después de aquella primera refriega en que Gracia lloró toda la noche como una lluvia pertinaz, comenzaron a concretarse en ellas los dos principios en lucha, el del mal y el del bien.
El novelista seguía escribiendo sin parar, recorriendo con prisa el laberinto de su novela.
Había comenzado su nueva etapa a las diez de la noche y eran las seis de la mañana.
Las siamesas le obsesionaban con su dislate espiritual. El silencio de Gracia en aquellas tertulias con el joven Wenceslao era cada vez más imponente y ninguna hostilidad más terrible que la de aquellas dos hermanas.
El joven Wenceslao escribía cartas a Dorotea, cartas supletorias a las que obligaba el que sus conversaciones las tenía que oír la otra en su silencio, porque no podían buscar ni un rincón lejano en sus confesiones.
El novelista, en capítulos anteriores, donde aún era un secreto para Gracia aquella pasión de Dorotea, había trascrito las cartas apasionadas del pretendiente, aquellas cartas en que clamaba con desesperación el mayor conflicto de amor, porque a su lado no era nada el tener que huir de los padres crueles y Dorotea no podía esperar el silencio de la noche más oscura para desafiar los abismos.
El novelista estaba ante la peripecia final y sentía en su alma la grisura de los días de ejecución capital, viendo la tapia gris de las expiraciones.
El novelista escribía las palabras como disparos de la fatalidad:
—¡Gracia! ¡Gracia! —gritó Dorotea como sospechando hasta los fríos del corazón lo que pudiera ser aquel sueño-. ¡Gracia! ¡Gracia!
Pero Gracia, como oveja muerta que llevase cargada en sus hombros, no contestaba ni entreabría sus ojos.
—¡Gracia! ¡Gracia!
El pánico de Dorotea era como si se hubiese muerto y se contemplase desde la vida. ¡Un suplicio de pesadilla!
Guardó su grito en el corazón y comenzó la obra de inspección con recelo terrible. Adosada muy de costado a su hermana no podía estudiar bien lo que la sucedía, no podía levantar y dejar caer su cuerpo sobre el lecho, con ese arrebatado zarandeo que convence de la muerte.
Tomó sus manos y las encontró frías como nunca y aquella cabeza que rodaba sobre su espalda como mochila con una cabeza decapitada, debía tener el gesto sarcástico de quien sabe que ha matado a su enemigo al morir ella.
Era la muerte lo que Dorotea sentía a cuestas y por eso, como quien se ha prendido fuego en las ropas y sale pidiendo auxilio, salió Dorotea por los pasillos llamando a aquella criada triste que siempre había aseado a sus señoritas.
-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Socorro!
La vieja criada, con tipo de ama, salió al encuentro de su señorita ya bastante sorprendida de que el grito de la una no fuese unido al de la otra. -¡Mira! ¡Mira! No sé lo que le ha pasado a Gracia.
-Acuéstese en la cama y procuraré reanimarla... Hay que llamar al médico.
Dorotea se echó en el lecho como si ésa fuese su salvación, como si así encontrase alivio a aquella catástrofe en que era mejor no pensar, no pensar, y taparse la cabeza con la almohada.
La vieja criada fue a llamar a aquel doctor que se jactaba de aquella doble vida sostenida gracias a sus cuidados.
El doctor se quedó anonadado al saber la noticia de la muerte de Gracia.
-Pero lo peor -dijo sordamente- es que Dorotea está sentenciada al morir su hermana.
-Dígala otra cosa... Engáñela.
-¡Pero tiene que ser tan breve ese engaño!
-Lo que dure, dure...
-Bueno, diré que Gracia está cataléptica e intentaré la operación de que ha de morir.
-¿Sin remedio?
-Sin remedio... Voy a mandar llamar a mi ayudante y a unos compañeros y celebraremos consulta en la sala...
Dorotea, mientras, no quería pensar y seguía hundida en aquel vacío que tenía a su lado y que sentía dentro de sí.
Con la doncella avisó a Wenceslao.
La casa iba a entrar en esa rápida mutación tan de teatro que pone en danza la muerte.
Lloraba como para borrar el silencio de su otra mitad. Ahora ya en la cama podría ver bien su rostro que era como reflejo y copia del suyo y que buscaba la semejanza de la inmovilidad también, pero no quería encararse con él. Era demasiado terrible aquella reunión de la vida y la muerte en el mismo túmulo.
El doctor llegó con sus compañeros y el ayudante provisto de todos los elementos para una operación rápida.
Al ver a la muerta dijo en voz baja a sus acompañantes:
-¡Envenenada! ¡Cocainizada!
Pero reponiéndose al ver a la otra escondida bajo la almohada, dijo con la gran naturalidad en el mentir que tienen los doctores y por la que convierten la mentira en verdad.
-Dorotea, por Dios, si sólo se trata de un ataque de catalepsia.
Dorotea, muy pálida, salió de debajo de la almohada y miró, siempre con un recelo monstruoso, a su pobre hermana muerta. ¡Qué misterioso la resultaba el mundo cuando lo que la sucedía a aquella hermana que se comunicaba con ella le resultaba tan incógnito! Tuvo más miedo.
Los médicos en la sala desde la que no se les podía oír resolvieron la operación. Siempre había una posibilidad de salvar una vida.
La vieja criada aportaba datos que aclaraban el misterio del veneno.
-Ella no podía resistir esos amores de su hermana... Parecía que la hacían de menos... Que todo lo que se decían estaba dicho para mortificarla.
-Ha sido un doble suicidio -dijo aquel doctor Barros que había sido en su juventud médico de policlínica de urgencia.
Daba pena cumplir aquella ejecución, pero todo estaba permitido antes de dejar que se cumpliese el doble espectáculo de la corrupción.
-Hay que cloroformizarla...
Las cosas se dispusieron rápidamente en la habitación de al lado. Todos obraban en silencio. Pensaban en el atroz disimulo de aquella muchacha que tan sigilosamente tuvo que obrar para envenenarse.
-Un tiro en la sien hubiera sido peor -dijo pensando en voz alta el doctor líarros.
-Sí, así ha obrado permitiéndonos guardar el secreto a su hermana...
Wenceslao entró en el cuarto.
El doctor familiar se lo llevó al fondo de la casa.
—Gracia se ha envenenado.
-¿Gracia? ¿Y Dorotea?
-Sufriría la suerte de Gracia si no la salvamos en la operación que vamos a intentar.
-¿Separarlas? -Sí.
-¡Oh! Si triunfasen, serían los padrinos de nuestra vida futura y tendríamos que ser sus esclavos.
-Bueno... Ahora vayase... Vuelva dentro de una hora... Dorotea no sabe que su hermana se ha matado.
Wenceslao huyó. ¡Qué vueltas inolvidables a las calles de aquella manzana!
Los doctores cloroformizaron a Dorotea y la operación sangrienta, sorprendente, con cortes inesperados, caminaba, cuando el que cuidaba del pulso, avisó que se había apagado su latir.
La suerte estaba echada. Por lo menos habían aliviado del espanto a aquella criatura.
-Es el drama de la fraternidad imposible -dijo el ayudante mirándolas en aquella actitud gemela de muertas inseparables.
Wenceslao, que había vuelto antes del plazo marcado por el doctor familiar, gritó loco de dolor:
-¿Muerta también...? ¡Dorotea! ¡Y que no sepas que te ha matado tu hermana y hayas muerto sin odiarla como a tu asesina...! Se lo han debido decir... Ahora, doctor, debería separarlas...
-Serán separadas... En la autopsia las separaremos y se las enterrará separadas.
-¡Sí...! ¡Sí...! -y Wenceslao se doblegó frente al lecho en esa actitud de perro aullante que da el dolor.
¡Por fin! El novelista ya estaba a salvo, aunque con las manos ensangrentadas. Vela su doble muñeca
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