Lo
contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la
belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es
herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la
indiferencia entre la vida y la muerte.
El Sol se alza sobre un paisaje desolado, sobre los decadentes
restos de una civilización casi olvidada, de una humanidad extinta. Atraídas
por la promesa de calor, de entre los escombros surgen figuras de pequeña
estatura y pieles pálidas. Se asemejan vagamente a hombres, pero sus cuerpos lucen
huellas de impresionantes mutaciones.
Los dedos huesudos de nudillos prominentes revuelven
entre lo que, en otro tiempo, en otro mundo, se habría denominado “basura”.
Recogen la cabeza de una muñeca de cara sucia, ahora tuerta y medio calva. El
ser la sostiene a la altura de sus enormes ojos negros y escruta, en apariencia
conmovido, el iris azul de vidrio, solitario.
―Qué raza extraña la de los hombres. Unos desconocidos
hicieron del atesoramiento el objetivo principal de sus vidas y mira ahora…
Todos sus sueños terminaron aquí, en estos enormes montículos que se
descomponen bajo el sol. ¿Qué valor tenían sus ilusiones? Quién sabe cuánto
ansió alguien cada una de estas cosas ―dice con esa inconfundible forma de
hablar, entre jadeos, que los distingue―. Cuántas noches en vela proyectando
cómo conseguirlas, imaginando el placer que les habrían proporcionado…
―Esos hombres debían de ser muy estúpidos para luchar
entre sí por todos estos objetos inútiles. Sólo la comida puede dar la
felicidad. Sólo por ella vale la pena morir o matar.
El ser comprende que, pese a su juventud, el compañero
ha entendido ya: hambre y humanidad no son compatibles. Impresionado, lanza la
cabeza lejos y deposita la mano en su hombro para expresar de alguna forma lo
orgulloso que se siente de él.
El pequeño parece desconcertado y meditabundo. Observa
con insistencia la extremidad que reposa, inmóvil, cerca de su cuello, como una
araña exótica. Mira fijamente los peculiares dedos, aunque grotescos, especialmente
aptos para hurgar entre las montañas de restos. Deduce que su curiosa forma ha
de ser producto de una evolución en absoluto fortuita, de una estrategia bien
calculada por la naturaleza. Compara entonces esas manos con las suyas,
diminutas y rechonchas, y lo embargan la envidia y la ira.
Su maestro le sonríe dejando al descubierto unas
encías entre grises y azuladas.
―No te preocupes, un día tus dedos se volverán como
los míos. Todavía eres joven y tienes que crecer. Tu metamorfosis aún no ha
hecho más que empezar. Tu cuerpo experimentará muchos otros cambios.
―Yo ya he empezado a cambiar. No soy un niño ―protesta
con orgullo y una cierta dosis de hostilidad en la mirada.
―Sí, ya lo veo. La agresividad es precisamente una de
las alteraciones que se manifiestan en nosotros. Sin ella resultaría difícil
sobrevivir.
―Hace varias semanas que siento una quemazón intensa
en los brazos y las piernas ―explica entusiasta mientras muestra las zonas
afectadas, hinchadas y enrojecidas, como si de trofeos se tratase.
Su maestro inspecciona con delicadeza el antebrazo,
bajo cuya piel lívida se aprecian unos capilares dilatados que se extienden
cual sofisticada telaraña.
―¿Te duele?
―Casi nada. Sobre todo, me pica.
―Te dolerá. Te dolerá mucho mientras tu viejo cuerpo
luche por resistirse al cambio. Sin embargo, para cuando la mutación haya
terminado, la piel de tus manos y tus pies se habrá vuelto dura y resistente
como el cuero. Al principio se te abrirán grietas entre las callosidades, pero
ya intentaremos que no se infecten. Para cuando tus extremidades empiecen a ponerse
negras, probablemente ya tendrás los miembros insensibilizados y se te habrán
caído las uñas. Aunque te sentirás un poco torpe y te costará más sujetar las
cosas, acabarás acostumbrándote.
El pequeño asiente con voz temblorosa, intentando
fingir serenidad:
―Claro.
―Tranquilo, es normal tener miedo de crecer. No resulta
fácil aceptar los cambios. Pero recuerda que mientras estos existen, aunque parezcan
desagradables, al menos hay vida.
El joven alumno mueve afirmativamente la cabeza y se
dispone a seguir rebuscando entre los residuos. Sin embargo, la voz agitada de
su maestro hace que se pare en seco.
―Corre, ya los oigo llegar. Si no nos damos prisa, los
zopilotes y las moscas se quedarán con el botín. Corre, muchacho. Puede que hoy
haya algo de carne. Yo ya estoy harto del pescado de ese apestoso lago.
Sobre la superficie que señalan sus deformes dedos flotan
inmundicias y peces muertos.
***
―¿Está seguro de que quiere escribir una tesis
doctoral sobre los efectos de la acumulación de metales pesados en la sangre?
―Totalmente.
―Mire, es usted un alumno excepcional, pero quizá
debería reflexionar más antes de tomar una decisión definitiva. ¿Ha pensado que
se encontrará con casos sobrecogedores durante su investigación?
Responde lacónicamente para dejar claro que no logrará
disuadirlo:
―Sí, señor.
―Bien. Ya que parece determinado a seguir adelante con
su proyecto, le pediré al doctor Pemberton, un colega de Rhode Island, que lo
tome bajo su tutela para que pueda usted observar de cerca algunos pacientes.
Si entonces cambiase de opinión y decidiese optar por otro tema…
―Estaré encantado de poder trabajar al lado del doctor
Pemberton ―interrumpe el joven―. Le agradezco mucho la oportunidad que me
ofrece. Sin embargo, antes, me gustaría pasar algún tiempo en Nicaragua.
Querría estudiar a los habitantes de La Chureca.
―¿Tiene usted idea de lo que está diciendo, alma de
cántaro? ¿Sabe lo que encontrará allí?
―Personas contaminadas por metales pesados.
―¿Acaso cree que ha de expiar usted sus culpas por
pertenecer a una familia de clase media?
―Evidentemente, no. De haber nacido yo en el seno de
una familia acomodada…, sería otra cosa. Seguro que entonces sentiría verdaderos
remordimientos.
Bromea ante la mirada atónita de su profesor.
―Mire, yo sólo he visto fotos y he leído algunos
informes al respecto, pero le digo sin temor a equivocarme que aquello es lo
más parecido al infierno que haya sobre la faz de la Tierra. Quienes han
examinado a la población afectada hablan de verdaderos horrores, de personas
con cuerpos tan castigados que parecen mutantes en lugar de humanos. Se dirían casi una nueva y turbadora raza: los
hijos de los metales pesados. Niños y aves carroñeras se disputan los restos de
comida caducada que llegan hasta el vertedero. La gente trabaja diez horas al
día recogiendo basura para sacar dos míseros dólares. Padecen arsenicosis tan
avanzada que en algunos alcanza la fase cancerosa. Los hay que deben de tener los
riñones deshechos. Eso por no hablar de las enfermedades respiratorias y el
cáncer de pulmón. Encontrará hiperqueratosis en manos y pies. Las excrecencias
córneas y manchas negras que produce en las extremidades inferiores pueden
llegar a ser impresionantes. Al igual que las llagas en la piel, que terminan
convirtiéndose en carcinomas. Abundan las
vasculopatías periféricas, que resaltan sobre la palidez fruto de la
acumulación de plomo. Ese plomo que los vuelve agresivos. Y no me extraña, ya
que provoca cefaleas crónicas. Así como dolores óseos y articulares terribles.
El joven, aparentemente imperturbable, asiente con la
cabeza.
―Aunque usted vaya hasta allí, nada de todo eso
cambiará.
―Tiene razón. Pero tampoco cambiará si me quedo en
casa. Estoy seguro de que, después de esa experiencia, seré de mayor utilidad en
el hospital.
***
Una vez más, amanece sobre el paisaje desolado de La
Chureca. Unas formas vagamente humanas se disponen a hurgar entre los residuos
desechados por privilegiados seres que a duras penas pueden considerar de su
misma especie. Salen de nuevo en busca de miseria con la que acallar esa hambre
de la que mueren un poco más cada día. Salen en busca de tiempo: unas horas
más, unos días más… Quizá, incluso, algunos años más durante los cuales seguir
arrastrando su desdicha por el estercolero. Ellos mismos son escombros de una
humanidad que los ha olvidado.
Del suelo surgen unas mandíbulas que se desencajan
para poder engullir mejor a su víctima, una enorme boca abierta en cuyo
insaciable apetito todo se disuelve. Es un agujero negro que podría devorar al
mismísimo mundo, pero que ―por el momento― se conforma con alimentarse de las
presas que el hombre le lanza periódicamente como ofrenda voluntaria: sus
semejantes. El hambre obtiene, como cada día, su sacrificio de carne y sangre.
NOTAS
La Chureca, el basurero municipal más grande de Nicaragua y el
mayor habitado de toda Latinoamérica, permaneció abierto durante cuarenta años como
vertedero incontrolado. Allí, rodeados de basura, gases tóxicos, buitres y moscas,
los miembros de las 250 familias que vivían dentro de La Chureca y de las 450
familias asentadas en sus alrededores rebuscaban entre sus 40 hectáreas de desperdicios.
El vidrio, plástico, papel y, sobre todo, el cobre y el hierro eran los residuos
más codiciados. No obstante, esos sórdidos botines no lograban librar de la
extrema pobreza al 77 por ciento de los habitantes del campamento, la mitad de
los cuales carecían, además, de agua potable o servicios higiénicos.
En La Chureca, donde proliferaba el analfabetismo y la
violencia de todo tipo, las personas se veían expuestas al plomo y otros
contaminantes tóxicos. El cáncer de piel y pulmón, así como varias enfermedades
respiratorias fruto de la concentración de basura, reducían su esperanza de
vida a los 50 años de edad. Como resultado de la endogamia, incluso la
población joven padecía males genéticos.
La Chureca fue fuente de insalubridad, miseria y marginalidad hasta que, entre 2008 y 2013, se selló y se emprendió un proyecto de recuperación para mejorar las condiciones de vida de sus habitantes, que antes recolectaban desordenadamente residuos en condiciones infrahumanas. Donde antes se acumulaba la basura, se construyó una planta de residuos sólidos y se levantaron viviendas, escuelas, áreas deportivas y de ocio, un centro médico y un centro cultural.
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