No sabíamos entonces quién sería el siguiente en morir
para servir de alimento, como el pobre desgraciado que acabábamos de despachar.
Owen Chase (primer
oficial del Essex), Narrative of the Most
Extraordinary and Distressing Shipwreck of the Whale-Ship Essex
El compañero,
un hombre bajito y rechoncho, contempla con terror el pedazo de cuerda que
sostiene entre sus temblorosos dedos. Comprende inmediatamente que la suerte
está echada. El encargado de su ejecución lo despacha rápido con un abrecartas.
Con la maestría del carnicero, proceden a descuartizarlo. Para hacer la tarea
más llevadera, primero le cortan la cabeza, las manos y los pies. Después lo
despellejan. Sin esos signos de identidad tan humanos, podría ser un cordero o
un ternero. Les proporcionará unos treinta kilos de carne. Lo suficiente para
ir tirando durante un tiempo, hasta ser rescatados. Corazón, hígado y riñones,
más perecederos, se consumirán primero. Luego cortarán tiras de carne de la
espina dorsal, costillas y pelvis.
Deberían
racionarlo escrupulosamente, pero una vez liberado el voraz apetito, ni
siquiera esperan a cocinarlo. Los hombres se lanzan sobre el cadáver caliente. Probado
el festín, sus miradas se vuelven feroces. La saliva fluye junto a los jugos
gástricos. Y cuanto más comen, más hambre sienten. Sólo cuenta el instinto más
básico y animal, una voluntad amoral ‒incluso inmoral‒ de sobrevivir a
cualquier precio.
Es la ley del
mar, el canibalismo de supervivencia. Acabados los víveres, los náufragos echan
a suertes quién servirá de alimento al resto. Son cosas que suceden en los desastres.
Lo comprobó la tripulación del Mignonette en 1884 y la del Essex ‒cuya
desgracia inspiró a Melville‒, en 1821. Y antes, en 1765, los marineros del
Peggy. Y en 1710, los del Nottingham Gallery... En los casos de extrema
necesidad, la moral puede relajarse excepcionalmente: la conciencia aprende a prescindir
de los remordimientos.
Cómo
explicarles que, tras todos los sacrificios exigidos, despedirán a uno de ellos
igualmente. Avanza por el gélido pasillo ensayando su discurso. Nada personal,
es sólo una medida desagradable pero necesaria. Como la amputación de un
miembro gangrenado para salvar el resto del cuerpo. Pero cuando el jefe de recursos
humanos entra en la sala con su funesta carpeta, para el contable es tarde: el
trabajo está ya hecho.
We knew not then,
to whose lot it would fall next, either to die or be shot, and eaten like the
poor wretch we had just dispatched.
Owen Chase (first
mate of the Essex), Narrative of the Most Extraordinary and Distressing Shipwreck of the
Whale-Ship Essex
The companion, a short, plump man, gazes in terror
at the piece of rope he holds between his trembling fingers. He immediately
understands his lot is cast. The person in charge of his execution dispatches
him fast with a letter opener. With the butcher's mastery, they proceed to
dismember him. To make the work more bearable, first they cut off his head,
hands and feet. Then they skin him. Without such human signs of identity, he
could be a lamb or a calf. He will give them about sixty six pounds of meat.
Enough for muddling through for a while, until they be rescued. Heart, liver
and kidneys, more perishable, will be consumed first. Then they will cut strips
of meat from the spine, ribs and pelvis.
They should scrupulously ration the corpse, but
once the voracious appetite is released, they do not even wait to cook it. Men pounce
on the hot body. Once they have tasted the feast, their eyes become fierce.
Saliva flows along with gastric juices. And the more they eat, the hungrier they
feel. It only counts the most basic and animal instinct, an amoral—even
immoral—will to survive at any price.
It is the law of the sea, survival cannibalism.
Once finished the provisions, castaways draw lots for those of them who will
serve as food for the rest. These things happen
in disasters. The crew of the Mignonette realized in 1884. That of the Essex—whose tragedy inspired Melville—did so in
1821. Before, in 1765, Peggy's sailors had understood it too. In 1710, those of
the Nottingham Gallery... In cases of extreme necessity, morality can relax
exceptionally: conscience learns to do without remorse.
How to explain that, in spite of all the
sacrifices demanded, one of them will be dismissed. As he walks down the cold
corridor he rehearses his speech. Nothing personal, it is just an unpleasant
but necessary measure. Like the amputation of a gangrenous limb to save the
rest of the body. But when the head of human resources enters the room with his
deadly folder, is too late for the accountant: the work is already done.
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