Per me si va ne la città
dolente,
per me si va ne l’etterno
dolore,
per me si va tra la perduta
gente.
Dante Aligheri, La Divina Comedia, Infierno, Canto III 1-3
Los demonios son como
perros obedientes; vienen cuando se les llama.
Remy de Gourmont, “Péhor”, en Historias mágicas
Mi opinión es que si el
diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen
y semejanza.
Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov
‒Magia negra. El kišpū[1] es poderoso ‒anuncia, circunspecto, el āšipu[2].
Su diagnóstico no deja lugar a dudas. Reconoce inmediatamente los
indicios; lleva demasiado tiempo ejerciendo la profesión.
‒¿No es posible otra explicación? ‒pregunta el paciente.
‒Los signos parecen claros. Un brujo está utilizando sus malas
artes contra ti. Quizá haya sido contratado por alguien. ¿Recuerdas haberte
ganado enemigos últimamente?
El tamkāru[3],
como casi todos los clientes de buena posición, niega raudo, demasiado raudo. Sin
embargo, en su fuero interno, el adinerado mercader se pregunta si su padecimiento no
tendrá algo que ver con los juicios en los que aportó testigos falsos que
respaldasen sus perjurios, con el adulterio cometido junto a su vecina, con la
calidad de sus tejidos, con las pequeñas sisas en el peso de las mercancías que
vende o con otras inocentes deshonestidades inherentes a su oficio...
En cualquier caso, lanza un suspiro de alivio: al fin y al cabo,
por cuanto parece, todo se debe a la intervención humana. En vista del largo
periodo de infortunios, temió haber contrariado a los dioses inadvertidamente,
y eso hubiese resultado mucho más grave.
No, claro que no. Sus divinidades son resueltas y fuertes, dioses
para triunfadores como él, y por tanto únicamente pueden sentir simpatía por su
persona. Así que, inmediatamente, destierra de un plumazo sus infundadas sospechas
y se reprocha el haberse permitido, siquiera por un momento, la debilidad de la
duda. Si sus negocios han marchado siempre tan bien es, por supuesto, porque
cuenta con el favor de las deidades.
–No te equivoques –dice el mago, que parece haber leído sus
pensamientos–, la magia negra se revela muy poderosa. Con sus inmundas prácticas,
los hechiceros son capaces de esclavizar a los demonios y someterlos a su
voluntad para lanzarlos después contra sus víctimas. Y todo por vil plata –añade
en voz baja, asqueado y con gesto agrio. Le repugnan
esos vulgares mercenarios; el trato con los espíritus debería estar
reservado a las vocaciones desinteresadas–. La codicia de los hombres no tiene
límites y es muy peligrosa. Has de cuidarte de recoger mechones de cabello y
uñas cuando los cortes. Esas partes de ti han de ser cuidadosamente guardadas
en un recipiente que lanzarás al río. Así, la corriente las transportará a los
confines del mundo, de donde no podrán ser recuperadas por tus enemigos. ¿Sabes
si alguien ha tenido accesos a ellas últimamente? No importa –interrumpe con brusquedad,
sin esperar una respuesta–. El daño ya está hecho y ahora sólo podemos intentar
liberarte. Necesitaremos mucha ayuda para desviar la atención de quien te
persigue sembrando la negatividad a tu alrededor. Habremos de recurrir a la
magia de sustitución: tendremos que buscar un chivo expiatorio a quien transferir
la maldición.
–Quizá podría convencer al menor de
mis sobrinos de que tome mi lugar. Sería fácil engatusarlo: es apenas un
chiquillo, aún tan inocente e ingenuo… –Por unos segundos, perdido en
ensoñaciones de un lejano pasado, el comerciante ofrece una tierna sonrisa que
no parece adecuarse a su rostro. Pero pronto, recuperando el habitual
pragmatismo, retoma con frialdad su razonamiento–. Naturalmente, si el muchacho
se resistiese, también podría raptarlo. Mi hermano, que por ser el pequeño no
tuvo parte en la herencia paterna, está plagado de hijos y no le ha ido
demasiado bien en la vida. Subsiste en una humilde choza como aparcero, en una
de mis tierras. En atención a nuestro parentesco, me conformo con cobrarle un alquiler
de sólo una tercera parte de la producción, en lugar de exigirle la mitad como
hago con el resto de arrendatarios. En el fondo, dadas sus circunstancias, librarlo
de una boca que alimentar podría considerarse un acto de piedad.
El āšipu lo observa
confuso, con el ceño fruncido. Ha visto de todo durante el desempeño de su
complicada profesión, y sin embargo el género humano, con su monstruosa
carencia de escrúpulos, no deja de asombrarlo. Cansado de escuchar atrocidades,
ataja indignado:
–Creo que no será necesario llegar tan lejos. Bastará con una
víctima animal para el sacrificio catártico. En estos casos suele emplearse un
lechón, un cordero o incluso una humilde paloma. Entre tanto y para comenzar,
intentaremos protegerte del brujo que te ha hechizado y debilitar sus fuerzas
con un conjuro. El namburbû[4]
nos ayudará.
Para llevar a cabo el exorcismo, el āšipu confecciona una tosca figurilla humana con tela y paja. No
tiene rasgos distintivos particulares, en realidad podría representar a
cualquiera; pero como el cliente no conoce la identidad de su adversario, el
simulacro se adapta perfectamente a sus necesidades.
“Un hechicero me ha
embrujado. Ha hecho que mi dios y mi diosa se alejen de mí. Estoy afligido, en
vela noche y día. He fabricado la imagen de mi hechicero y la he puesto a
vuestros pies, exponiendo mi caso. Porque maldades ha cometido y ha planeado cosas
abominables, que él muera y yo goce de buena salud. Sus hechizos y embrujos
queden disueltos. Su conjuro ha regresado a su boca y su lengua está atada. Su boca
es grasa y su lengua es sal. El que pronunció las palabras de maldad contra mí,
que como grasa se derrita. El que hizo el conjuro, que como sal se disuelva.
Sus nudos mágicos están desatados, sus hechicerías están destruidas. Todas sus
palabras llenan el desierto. En la boca de quien me embrujó, echa un cerrojo.
Un hechicero lanzó contra mí un embrujo; al que me hechizó, hechizadle. Que el
fuego disuelva los conjuros de quien una imagen conforme a mí imagen creó y mis
rasgos imitó, mi saliva tomó y mi cabello arrancó. Y cuantos males han atrapado
a la humanidad, goteen, se disuelvan y derritan. Que su humo se eleve al cielo
y sus llamas extingan el sol. Vuestros hechizos no se acerquen; vuestras
palabras no me alcancen. Vuestras maldades, como humo, de mi cuerpo se alejen”[5],
recita de memoria mientras el muñeco comienza a arder.
–¿El exorcismo lo matará? –indaga el tamkāru con una sádica sonrisa en los carnosos y sensuales labios.
–Las fórmulas recogidas en las series Šurpu y Maqlû[6]
forman parte de rituales antiguos muy potentes, pero seguramente también lo es
tu enemigo. De momento nos basta con mantenerlo a raya.
Una vez el simulacro ha quedado totalmente carbonizado, el āšipu recoge las cenizas y las guarda
con mucho cuidado en un saquito de cuero. No se lo entrega al cliente, sino que
lo esconde rápidamente entre los pliegues de su túnica, como si su sola vista
resultase ominosa. El tamkāru deduce
que, por seguridad, pues ha de tratarse de un objeto muy poderoso y de
perniciosa influencia, habrá de custodiarlo el especialista.
–Ahora comenzaremos el proceso de purificación con la ayuda de
algunos objetos inanimados a los cuales transferiremos el mal que te aflige y
tus posibles pecados. En la siguiente sesión ofreceremos un sustituto y
quedarás definitivamente liberado.
Siguiendo las instrucciones del profesional, el paciente arroja al fuego las cáscaras de un ajo
recién pelado, que representan simbólicamente sus transgresiones, de las cuales
se despoja. Mientras, recita un conjuro:
–“Mi
enfermedad, mi cansancio, mi culpa, mi crimen, mi pecado, mi transgresión, la
enfermedad que está presente en mi cuerpo, mi carne y mis venas sean pelados
como este ajo para que el dios del fuego, el que abrasa, los consuma hoy. ¡Que
la maldición se vaya para que yo pueda ver la luz!”[7].
Una vez quemados los ingredientes vegetales, el exorcista da por
finalizada la consulta. El tamkāru le
tiende un cuarto de siclo[8]
de plata. El āšipu, decepcionado,
agradece el pago de mala gana y despide al cliente. Apenas lo hace salir por la
puerta, se cuelga el saquito con las cenizas aún calientes al cuello.
Dadas sus costosas ropas, habría esperado de él mayor generosidad.
Todavía a sus años, sigue siendo demasiado ingenuo: a su edad debería haber
aprendido a reconocer la hipocresía.
No obstante, el rictus malhumorado pasa enseguida. Da un par de
palmaditas afectuosas al saquito que cuelga contra su pecho. A pesar de la
tacañería del cliente, ese inesperado amuleto lo hace sentir satisfecho. Ahora
la fuerza del rival está en su poder. Y el futuro profesional de la
competencia, en sus manos. Si logra dar con la
identidad del hechicero, tal vez pueda llegar a un acuerdo con él para
devolverle sus poderes y liberarlo a cambio de alguna recompensa razonable.
Después de todo, cada mago ha de buscar el modo de ganarse la vida, y él nada
le debe al mezquino comerciante.
Reconfortado por la certeza de ser un hombre justo que cumple con
los preceptos de sus dioses, el mercader vuelve a casa más ligero, como si le hubiesen extirpado una tumoral y fastidiosa
culpa de la conciencia. En efecto, ¿por qué habrían de airarse? Reza sus
oraciones puntualmente y ofrece los debidos sacrificios si no con
magnificencia, al menos sí con cierta regularidad. Alguna vez ha desatendido
las ofrendas sobre el altar de sus antepasados; pero padre siempre fue paciente
y seguramente su espíritu, desde el Más Allá, sabrá comprender. Gordo como estaba
cuando falleció, contará con reservas suficientes para soportar con resignación
el hambre durante un tiempo. ¿Qué más se podría pedir a un hombre de su categoría,
siempre tan atareado?
***
¿Qué había en el
ambiente? Había algo en el ambiente. Se levantó y se acercó, sintiendo un leve
cosquilleo en la base del cuello[9].
Miachaux se siente
observado. Abandona el trabajo y, depositando la pluma sobre su modesta mesa de
trabajo, se aproxima a la imponente piedra. Aunque secretamente y por instinto
le repugna su cercanía, ha decidido compartir con ella su camarote el resto del
viaje; intuye que es una pieza demasiado valiosa. La contempla con desconfianza.
La sinuosa serpiente que corona esa estela lo turba. La
negra diorita le confiere a su mirada hipnótica un brillo sobrenatural. Sea fruto
de la influencia católica o no, le parece que tiene algo de demoniaco. Si bien el
objeto está convenientemente amarrado, alberga la sensación de que ni las sogas
más resistentes ni las más poderosas cadenas logarían sujetar su voluntad, frenar
su determinación o disuadirlo de su propósito si lo que quiera que resida en él
decidiese liberarse.
Naturalmente, el botánico es incapaz de leer su contenido. Sin
embargo, aun así, advierte la influencia maléfica de ese bloque macizo. Cuando
lo tiene delante, nota cómo se le eriza involuntariamente el vello de la nuca. Por
las noches intuye una sombra que, sigilosa, recorre la nave. Se sabe acechado. A
veces siente cómo la temperatura desciende injustificadamente a su alrededor.
Otras, podría jurar que un ulular contenido, en absoluto parecido al de ningún
animal nocturno que haya escuchado jamás, se cuela por debajo de su puerta. Si
fuese por él, tiraría por la borda esa maldita piedra. Pero algo le dice que
ese objeto, el primer kudurru
mesopotámico que pisará Occidente, contribuirá definitivamente a su futura
fama.
En realidad no debería preocuparle tanto; es ya un reputado
explorador y naturalista consagrado. Ha descrito
un sinfín de plantas desconocidas, ha puesto en pie jardines botánicos y en su
honor se ha dado nombre a numerosas especies e incluso a enteros bosques.
Discípulo del doctor Louis-Guillaume
Le Monnier ‒primer médico de los soberanos Luis XV y Luis XVI y profesor de
botánica en el Jardín del Rey‒, nombrado a su vez botánico real por Luis XVI, con el fruto recolectado durante sus expediciones por América y por
la exótica Persia ha enriquecido los parques de Francia. Pero allí, en el misterioso
Oriente Próximo, en 1782, comenzó su desgracia. Debería haberse limitado a sus
inofensivas plantas. Desde aquel día, incluso después de haberse deshecho de su
pesada carga, se siente perseguido por una oscura presencia, una entidad
maléfica que llegó a él con ese odioso guijarro.
Emprendió viaje con el cónsul Jean-François
Rousseau, primo del filósofo Jean-Jacques Rousseau, y tras varios meses
transcurridos en Alepo, Bagdad y Basora, cuando partía finalmente para Persia
desde esta ciudad, fue interceptado y retenido por una tribu árabe que se había
declarado en rebeldía contra las autoridades otomanas. Superado ese obstáculo,
en efecto, alcanzó su objetivo. Tres años plagados de peripecias después ‒durante
los cuales, incluso había tenido tiempo de curar al sah de una enfermedad grave‒,
cubierto sin incidencias el trayecto desde el Golfo Pérsico hasta el mar
Caspio, emprendió definitivamente el regreso a Francia. Pero no viajaba solo:
además de un vasto herbario y numerosos ejemplares destinados a embellecer el
suelo patrio, llevaba consigo el primer documento epigráfico cuneiforme que alcanzaría
Europa, un kudurru casita del siglo
XII a. C. que había encontrado en Persia, donde fue llevado por los elamitas como
botín de guerra tras el derrocamiento de la dinastía babilónica en
Ese infortunado encuentro, no le cabe duda, selló
su destino. Desde entonces sería perseguido sin tregua por una figura que le pisaría
los talones hasta el final de sus días.
En 1796, durante el regreso de su sucesivo viaje
por América del Norte a Francia, naufragó en el puerto de Egmond aan Zee, en la
costa de Holanda. Con mucho esfuerzo, logró salvar la mayoría de las
colecciones recogidas por encargo del rey. Sin embargo, al pisar finalmente
París el 23 de diciembre de ese año, descubrió que nunca conseguiría cobrar el
pago de su salario, que había dejado de percibir desde el advenimiento de la
República. En 1800, impulsado por su inquebrantable vocación, se embarcó hacia
Australia con la expedición Baudin. Abandonó el barco en Mauricio y,
transcurrido un año, partió para Madagascar con intención de inspeccionar
también la flora de esa isla. No obstante allí, sólo tres meses después, lo
atrapó la muerte, disfrazada de persistente fiebre tropical. Por fin le dio
alcance la mala fortuna a la que hasta entonces había ido burlando. La que
parecía haber estado persiguiéndolo desde aquel infausto encuentro que decidió
su suerte allá en Mesopotamia, en la orilla oriental
del Tigris, al sur de Bagdad.
***
“Quien esta estela traslade,
al río la tire, en un pozo la deposite, con una piedra la destruya, con fuego
la queme, en la tierra la sepulte o en un lugar no visible la esconda, que a ese
hombre los grandes dioses lo miren con furia y con una maldición que no se
disuelva, con saña, lo maldigan. Sin, farol del cielo puro, con una lepra que
no cure vista todo su cuerpo. Hasta el día de su muerte no sea purificado y,
como un onagro, por los alrededores de su ciudad vague sin rumbo. Šamaš, juez
del cielo y la tierra, su rostro golpee. Su día luminoso se torne oscuro para
él. Como un perro pase la noche por las plazas de su ciudad. Marduk, rey del
cielo y la tierra, con una hidropesía cuyo vínculo no se pueda disolver llene
sus entrañas. Gula, patrona de los médicos, gran señora, una herida persistente
a su cuerpo inflija. En pus y sangre, como agua, se bañe. Adad, encargado de
los canales del cielo y la tierra, su prado inunde. En lugar de hierba florezca
la sal y en lugar de grano, espinas. Nabu, visir supremo, un día de hambre y
maldición le fije como destino. Los grandes dioses, todos cuantos en esta
estela sus nombres son mencionados, hacia el mal y no el bien lo conduzcan. Su
nombre, su semilla, su retoño y su descendencia desaparezcan de la boca de la
prolífica gente”[10].
Las maldiciones se suceden una tras otra, a cual más terrible.
Los antiguos kudurrēti legitimaban
concesiones reales –asignaciones de tierras, exenciones fiscales y otras
prebendas– ofrecidas a los miembros de la aristocracia militar, administrativa
y sacerdotal, élites privilegiadas –tan alejadas de la endeudada y empobrecida
base social, a menudo presa fácil de la servidumbre por deudas–, entre las cuales
fomentaban el clientelismo.
Esas estelas, cuyo nombre acadio significaba literalmente “límite”
o “frontera”, seguramente derivaron de los mojones que trazaban las lindes
entre lotes agrarios. No obstante, adquirieron después un significado simbólico
que despertaba un temor reverencial y las hacía más inviolables. Para ratificar
su sacralidad y disuadir a quienes proyectasen desoír sus advertencias y
quebrantar sus disposiciones, tales monumentos, típicos de la edad casita y los
siglos sucesivos, eran depositados en el templo. Allí quedaban bajo la
vigilancia y autoridad de los propios dioses, responsables de garantizar, so
pena de recibir los más horrendos castigos, el cumplimiento de su contenido. A
ellos se apelaba en sus inscripciones y los respectivos símbolos divinos eran representados
para siempre en la piedra.
La intuición le dice que ese objeto tan delicadamente esculpido no
ha de ser un vulgar hito, sino un documento legal: un contrato en toda regla, un
inquebrantable compromiso suscrito con el dominio de lo sobrenatural en nombre
de lo más sagrado.
De repente comprende que hay fronteras que nunca se deben
traspasar. Límites físicos y mentales, reales y también imaginarios, que nunca
han de ser violados. Que hay terrenos peligrosos en los que uno no debería
adentrarse jamás, pues se arriesga a perder el camino. Y también el alma.
Scheil, sobrecogido, se pregunta si no habrá errado el tiro. Si no
habría resultado más juicioso dirigir su atención hacia otro objeto de estudio
más convencional, menos… morboso. Dicen que la curiosidad mató al gato. Y de un
tiempo a esa parte, desde que desgrana esos desagradables augurios, siente que la
angustia crece en su interior. Que su alma, antes serena, se va turbando
irremediablemente. Tiene pesadillas y lo asaltan
dudas que nunca antes hubiera imaginado; que jamás se atrevería a confesar a su
consejero espiritual. No se había sentido tan atormentado desde que se ordenó como
dominico, con veintinueve años de edad, en 1887. Ni siquiera entonces, las
semanas previas a dar el paso definitivo, sintió tanta zozobra. A medida que
traduce, advierte, impotente, cómo esas palabras ponzoñosas enturbian el
estanque otrora límpido y en calma de su espíritu. Y se pregunta si es justo
que las transmita al resto del rebaño; que sea precisamente él quien actúe como
intermediario entre esa maldad y sus semejantes...
Pero, al tiempo, Dios le perdone, no puede evitar pensar en la
fama que esa edición le proporcionará. Será la consagración definitiva de su
brillante carrera como orientalista: el culmen de sus aspiraciones. Tendrá
oportunidad de demostrar, de una vez por todas, su extraordinario talento.
Porque él quiere, necesita demostrar
a cada momento que encontrar el código de Hammurapi, allá en Persia, en 1901,
con sólo cuarenta y tres años de edad, no se debió a un golpe de suerte. Se
trató, seguramente, de un premio por su duro trabajo precedente: una señal de
lo Alto, un signo que lo ungía como el elegido para que el resto de hombres
pudiesen reconocerlo. Y para que él mismo comprendiese, definitivamente, que un
destino superior le había sido reservado.
No obstante, todos los éxitos alcanzados desde entonces no han
sido suficientes: un breve gozo que se disuelve inmediatamente en el insípido desencanto.
Su permanente insatisfacción, en realidad, no es atribuible a un
sano deseo de superación personal, sino a un sentimiento que en lo más profundo
de su ser sabe perverso. Ha sido maldecido con esa inquietud insaciable: en su
boca, todos los manjares del conocimiento se hacen migas y adquieren regusto a
polvo. Como masticar un pedazo de los correosos lienzos que envuelven las
momias. Jamás, por mucho que lo intente, logra encontrar sustancia ni sustento
para su hambriento espíritu. Codicia más. Y ahora, casi al final de sus días,
comienza a intuir que nunca nada lo saciará.
Sin embargo, ha afrontado demasiados sacrificios para renunciar a
su objetivo estando tan cerca. Su objetivo, su objetivo… ¿Cuál era su objetivo?
Hace tanto que toma parte en esa loca carrera, dejándose jirones de piel entre
ruinas y bibliotecas, que ya no está del todo seguro. En su juventud, cuando
empezó su andadura académica, todo parecía mucho más sencillo, más…
transparente. Entonces rebosaba inocencia y sólo perseguía el saber. El saber
más puro, sin segundos fines ni otras bastardas pretensiones. Sólo empaparse,
como una esponja, de todo cuanto sus asombrados ojos devoraban con fruición.
Pero hace tiempo que su espíritu no conoce la sencilla alegría de aquellos bienaventurados
años. En su interior, ya nada es lo mismo.
El padre Sheild agita en el aire su apergaminada mano como para
alejar los malos pensamientos. Quizá, los malos espíritus que pueblan esos
textos en los que ha pasado enfrascado su existencia. No puede permitirse
distracciones: queda mucho por hacer antes de dejar en manos del editor su
última obra. La que, está seguro, le proporcionará aún mayor fama y gloria. La
que lo convertirá en uno de los pocos escogidos para pasar a la historia como
prócer de su disciplina.
***
Un orientalista, había tenido que ir a casarse ‒para más inri, en
segundas nupcias‒ precisamente con un orientalista. Habría podido hacerlo con
un banquero, un bibliotecario o incluso con un tendero ‒jamás, obviamente, con
un editor: gente de raza cruel‒. Al menos así su marido no andaría todo el día
dando tumbos por ahí y podría disfrutar de su compañía más a menudo. Adivina
que no le queda tanto tiempo. Los años pasan y ‒aunque él, elegantemente, finja
no percatarse‒ la diferencia de edad entre ambos se hace más evidente por
momentos. Advierte cómo mira a las más jóvenes. En
especial, a Barbara, esa brillante colega de profesión, epigrafista en Nimrud y
secretaria de la Escuela Británica de Arqueología en Irak.
Mallowan, una vez más, está de campaña en uno de esos lugares tan
poco confortables. Lo esperará, como siempre, en el Pera Palace, en su habitación
preferida: su sofisticado y lujoso oasis. Sólo la mágica Estambul, el antiguo y
espléndido Bizancio, poblado por los aromas procedentes de sus bazares de
especias y por los pétreos ecos del pasado, consigue mitigar su tedio y su
melancolía. Ése es, para ella, el límite de la civilización, el limes[11]
que separa Oriente y Occidente. Hasta ahí llegan sus dominios. Y a partir de
ahí, en las tierras inhóspitas de los desiertos deshabitados, morados únicamente
por ruinas y peligrosos espíritus de cautivadora voz, se extienden los de su
marido.
Agatha Christie, consciente de que no merece la pena seguir
torturándose inútilmente, se dispone a devorar su desayuno ‒definitivamente,
demasiado frugal para una súbdita del Imperio británico: un tormento
autoimpuesto no por razones de salud, sino en un vano intento por reducir peso
y recuperar su antigua figura, perdida junto con la juventud y la lozanía‒. Abre
con indolencia el periódico. Un vicio, el de leer a la mesa por las mañanas,
heredado de su padre y del que jamás ha logrado desprenderse. Mientras retira
escrupulosamente la corteza de la solitaria loncha de beicon que comparte plato
con el insulso porridge, repara en una
noticia en apariencia intrascendente, que penas ocupa la discreta esquina de
una página recóndita y poco apetecible: allá en Inglaterra, en pleno Cornualles,
un paisano mata de una certera azadonada a su vecino, que al parecer habría ido
desplazando sigilosamente las lindes entre ambas propiedades a lo largo de
años, con el fin de ampliar ilícitamente sus terrenos.
De la impresión, se le va el té por mal sitio y a punto está de
ahogarse. Hay que ver cómo está el mundo. La
gente, con tal de alcanzar sus fines, ya no respeta ningún límite. Movidos por
ambiciones de todo tipo, son capaces de cometer barbaridades. A cada esquina,
agazapada, nos espera la muerte. Esa señora que llega siempre en el momento más
inesperado. En cualquier caso, siempre demasiado pronto…
Daría cualquier cosa por ser hermosa y joven de nuevo. Sí, vendería
su alma al diablo a cambio de retroceder en el tiempo. Pero eso, naturalmente,
no es posible. Ni siquiera su amado marido, pertrechado con toda su suficiencia
intelectual ‒ésa que hace de su brillante carrera el centro de la existencia y
lo mantiene alejado de ella mientras los años pasan irrecuperables‒, sería
capaz de dar con la fórmula.
***
Está hasta los ovarios de que le tiren por encima potingues
repugnantes cuya composición no logra identificar. De
que la maquillen, durante horas, de una forma tan poco atractiva. De tener que
disfrazar su musical voz y de verse obligada a aparentar que es aún una cría. Del
frío gélido grabado a fuego en su mente para el resto de su vida. Pero soporta
con estoicismo los tormentos. Hasta esa humillante escena con la sopa de
guisantes. Todo con tal de saltar al estrellato
y alcanzar la tan ansiada fama. Le ha costado demasiado llegar hasta ahí; aunque
no ve la hora de que acabe ese maldito rodaje, no puede desaprovechar su
oportunidad. Tiene catorce años y ganas de comerse el mundo. Con toda la vida
por delante, tras enteras jornadas perdidas en los castings, tras tanta publicidad ñoña e intrascendente, no puede
esperar. No morirá, como el resto de actrices,
siendo una cara más entre tantas otras. Ella aspira al Globo de Oro. Y también,
por qué no, al Oscar. La niña que quería ser una princesa, que quería salir en
las películas de Disney y estar en Lassie
y en Flipper, se ha convertido en
un monstruo.
Aunque todavía nada hacía prever la catástrofe, como perseguida
por una maldición bíblica, en breve, con sólo dieciocho años, habrían de sobrevenirle
todas las desgracias personales y profesionales que desembocarían en el
ostracismo: las amenazas de muerte de los fanáticos religiosos, la separación
de sus padres, la precoz ruptura con su novio, la inesperada muerte en
accidente aéreo de varios amigos, las primeras críticas devastadoras, los
quilos de más, el flirteo con el alcohol y las drogas, su arresto por posesión
y tráfico de cocaína, el deterioro de su imagen tras la condena, los desnudos
en revistas eróticas, el intento desesperado por conseguir apariciones públicas
a cualquier precio, la pérdida de autoestima y la depresión, el periodo de internamiento
en un hospital psiquiátrico, los papeles de segundona en producciones de ínfima
calidad, los premios a la peor actriz concedidos un año tras otro… La
definitiva aceptación del declive y el retiro discreto al anonimato.
Pero, entre tanto, la joven y prometedora Linda Blair, con la
insensatez propia de su edad y su especie, saboreaba su momento, su breve pero
fulgurante instante de gloria. Ése que entonces creía eterno. Ése en el que, en
breve, había de arder hasta consumirse cual chisporroteante polilla.
***
Ya se lo decía el veterano Oliver Reed a Russell Crow: “los mortales son sólo sombras y ceniza”[12].
Incluso en el mejor de los casos, su soberbia abulta infinitamente más que su grandeza.
No les negará algunas modestas virtudes, pero estas palidecen ante su ilimitada
gama de defectos.
Lo describen como un ser insidioso. Se lo imaginan al acecho, agazapado,
esperando el momento propicio para atacar a traición. Cuando lo cierto es que,
ellos, el diablo lo llevan dentro. Es en los hombres donde reside la vileza.
Posado sobre una ruina en medio del desierto, Pazuzu se lima las garras
sobre un relieve en el que San Antonio es acosado por sus esquizofrénicas
tentaciones. Mientras, involuntariamente, lanza un sonoro suspiro y, resignado,
mueve de lado a lado la leonina testa. Después de tantos siglos, el espectáculo
ya no le causa turbación sino hastío. No tienen remedio. Le producen jaqueca. No
obstante, el soberano de los demonios, patrón de los vientos desatados, a pesar
de cuanto dicen las malas lenguas, es un tipo moderado y soporta con proverbial
paciencia su terrible condena.
Aunque, de vez en cuando, la indignación lo supera y agrieta su
habitual flema. ¡Portador de la peste, las plagas, la fiebre y el delirio!...
¡Cuántas calumnias! Fantasías. Dislates y alucinaciones de esos enajenados. Todo
está dentro de sus mentes enfermas. Ambiciosos.
Necios y pusilánimes que tiran la piedra y esconden la mano. Seres ignorantes y
supersticiosos. Los conoce bien; llevan jugando a ese juego siglos. Con tal de evitar el remordimiento, vierten sus culpas
sobre cualquiera. Irresponsable como es, el hombre nunca reconocerá sus propios
errores. Para eso ya le tienen al él. Él, que a pesar de su cola de escorpión y
su pene con forma de serpiente es inocente: un mero chivo expiatorio en manos
de esos desalmados sin escrúpulos. ¡Fariseos! No lo engañan, los ha visto
medrar a toda consta a lo largo de siglos. El cuento de hacerse pasar por
penitentes es sólo una engañifa, pura hipocresía. En realidad no saben lo que
es el arrepentimiento. Duda mucho que alberguen en su interior siquiera una
pizca de decoro.
Él es, simplemente, una coartada que el hombre ha buscado para no
tener que enfrentarse a su infinita mezquindad. Porque todos ellos, al final,
renuncian voluntariamente a la sencilla felicidad a cambio de espurias metas.
Como en el cuento de la lechera, el árbol les impide ver el bosque. Se niegan a
comprender que no se pueden traspasar determinados límites sin sufrir las consecuencias.
El ser humano, pueril e incapaz de asumir sus actos o admitir sus
faltas, siempre le echará la culpa de sus desgracias a lo sobrenatural.
Él, mero espectador del
destino que ellos mismos se han labrado, se siente injustamente perseguido y
maltratado. Pero todo tiene su contrapartida. La buena nueva consiste en que el
advenimiento del Mesías es una utopía, un sueño infantil de salvación. El
hombre jamás podrá ser purificado del mal, porque lo lleva arraigado en su
interior.
“Ab insidiis diaboli,
libera nos”, tienen la desfachatez de rogar, cuando
son ellos su propio verdugo. Y, sin temor al ridículo, se someten a absurdos
exorcismos. El orgullo y la ambición –de dinero, de fama. En el mejor de los casos,
de amor o sexo– constituyen su verdadera y única perdición. Ése es su legado y
herencia, la auténtica marca de Caín.
Así, desde la sima, desgrana Pazuzu sus taciturnas reflexiones. El señor de los aires, desde el abismo, lanza su estéril sermón al viento, consciente de que caerá, una vez más, en saco roto. Porque los oídos del hombre están llenos de una cera tan espesa que le impide escuchar siquiera la voz de su amodorrada conciencia.
[1] Hechizo, maleficio.
[2] En la antigua Mesopotamia,
exorcista profesional. Estos sacerdotes, especializados en la práctica de la magia
blanca, diagnosticaban los síntomas de la magia negra y trataban sus efectos
mediante rituales apotropaicos destinados a alejar el mal del paciente y
protegerlo contra él.
[3] Comerciante.
[4] Ritual apotropaico que, mediante fórmulas recitadas y acciones
concretas, protegía contra todo mal.
[5] De la serie Maqlû.
[6] Los dos términos significan
“incineración, combustión”, pues la liberación o purificación del mal, responsabilidad
presuntamente de espíritus malignos instrumentalizados por la magia negra, se
consigue en ambos tratados de magia mediante el fuego. Para ser más exactos, mientras la
serie de conjuros Maqlû estaba
destinada a contrarrestar el kišpū o
magia negra, la serie Śurpu recopila
rituales contra un māmītu o
maldición.
[7] Šurpu V–VI.
[8] Medida de peso correspondiente a la sexagésima parte de una mina,
es decir a ocho gramos y un tercio.
[9] William Peter Blatty, El exorcista.
[10] Se ha escogido reproducir aquí las maldiciones que cierran un kudurru del soberano Marduk-nadin-ahhe (1099–1082 d. C.). No obstante, todos estos
cipos resultan igualmente amenazadores. De hecho, en este tipo de fuentes es
habitual que se reproduzcan expresiones estereotipadas.
[11] Término que designaba en latín cada uno de los límites
fronterizos del imperio romano, donde se construían grandes murallas defensivas
para evitar la entrada de los pueblos considerados bárbaros.
[12] De la película Gladiador,
de Ridley Scott.
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