Es obvio que los valores de las mujeres difieren con frecuencia de los valores creados
por el otro sexo y sin embargo son los valores masculinos los que predominan
Virginia Woolf, Una habitación propia
La pluma rasca insistentemente sobre el papel siguiendo un ritmo regular que resulta casi melodioso. Le gusta trabajar por las noches, a la escasa luz de un quinqué que a duras penas ilumina su escritorio. Prefiere no ver el mundo que la rodea mientras escribe. Su vida se ha vuelto demasiado triste: podría perder la inspiración y dejar de narrar para siempre. Y la literatura es el único motivo que le queda para seguir viviendo.
―¿Crees que ha valido la pena? ―pregunta abruptamente una voz cavernosa procedente de uno de los rincones en penumbra.
―Por su puesto.
Responde con naturalidad, sin dar muestras de sobresalto ni sorpresa. Como si no hubiesen pasado casi seis años desde su último encuentro. Como si sus palabras fuesen, sencillamente, parte del diálogo escrito por un dramaturgo.
No necesita alzar la vista para saber quién se esconde entre las sombras de la habitación. Reconoce perfectamente la voz ronca que tantas veces ha regresado a su vida. Al principio se sentía turbada por cada una de sus apariciones. Sin embargo ya no le cabe duda: él es el único que la acompañará hasta el final, el único que jamás la abandonará. Ha estado a su lado cada vez que el dolor parecía volverse insoportable. Estuvo allí cuando enterró a sus hijos. Volvió a estar allí cuando recuperaron el cuerpo de Percy.
Después de todo, quizá él le haya demostrado más gratitud que ningún ser humano. Y, después de todo, puede que ella le deba mucho más de cuanto le dio un día. Si es que él tenía una deuda, la había pagado con creces.
―¿Cómo puedes seguir viviendo tan tranquila? ¿Cómo puedes seguir escribiendo como si tal cosa?
―Escribir es lo único que sé hacer. Pero tú, ¿por qué pareces tan indignado?
―Y ¿cómo no habría de estarlo? Te han menospreciado y vilipendiado durante años. Primero dijeron que tus obras eran producto de la pluma de tu esposo. Más tarde, que de la de tu padre… Los mismos que las alababan mientras las creían fruto de las mentes de esos dos grandes hombres, las tachaban de pueriles al convencerse de que en efecto podrían ser tuyas. No comprendo cómo no has abandonado este mundo.
―¿Sabes cuántas mujeres han pasado por lo mismo antes que yo? ¿Tienes una idea de cuántas habrán de hacerlo aún mucho después de que yo descanse bajo tierra? Es una historia vieja cuanto el mundo.
―¿Y por eso hay que aceptarla?
―Yo no la acepto. De haberlo hecho, habría dejado de escribir hace ya mucho tiempo. ¿No crees? Al fin y al cabo, he pasado la vida aceptando cosas. Acepté la culpa por haber puesto fin a la vida de mi propia madre con mi nacimiento; acepté la decisión de mi padre de darme una madrastra a la que yo detestaba; acepté el suicidio de mi hermana Fanny; acepté el desprecio de la sociedad cuando decidí unirme a un hombre casado; acepté que el hombre al que amaba se hiciese amante de mi hermanastra Jane; acepté la muerte de la primera hija que tuve con él cuando era sólo un bebé; acepté enterrar a dos hijos más en Italia ―dice con un aplomo escalofriante―; acepté los caprichos de Percy, que me arrastró por media Europa; acepté también su muerte y ahora acepto la enfermedad… Me siento vieja y cansada. Creo que me he ganado el derecho de ser dueña de lo poco que me pueda quedar de vida. Esta anciana solitaria seguirá escribiendo hasta el final. Quizá sea ésa la única forma de hablar con los que ya no están presentes. Y de cuya partida puede que yo sea responsable. Pierdo cuanto amo y marchito cuanto toco. La muerte es muy celosa; no está dispuesta a compartirme con nadie. Por eso cuantos se me acercan demasiado peligran.
―Eso no es cierto. Además… tú no estás sola, madre ―le reprocha el gigante de tez macilenta y rasgos grotescos―. Yo nunca te abandonaré ―se arrodilla ante ella. Le arrebata la pluma con extrema delicadeza y sujeta la pequeña mano blanca entre las suyas, desproporcionadas y monstruosas―. Podemos irnos lejos. Ya nada te ata al mundo de los hombres. ¿Por qué sigues perdiendo el tiempo entre ellos? Nunca han sabido apreciarte, y pocos te han amado realmente. Yo sí lo hago. Y aunque todo cuanto dices fuese cierto, la muerte nada puede contra mí. ¿Por qué les eliges a ellos? ―pregunta conteniendo las lágrimas.
―Es mi naturaleza, hijo. No lo puedo evitar. Como tú tampoco puedes evitar ser lo que eres. Yo nunca te habría pedido que cambiases. Sencillamente te acepté como eras.
―Tú sí, pero el resto no. Yo siempre pensé que antes o después nos marcharíamos juntos y nunca más volvería a estar solo. Esperé. Tuve paciencia. Acepté que te debías, antes que a nada o a nadie, a tu familia humana. Pero ahora que sólo uno de ellos vive y ya ni siquiera te necesita, comprendo que mi sueño jamás se hará realidad. ¿Por qué me trajiste al mundo entonces, madre?
―Las mujeres damos la vida. Para nosotras es un hecho natural. Muy a menudo ni siquiera lo programamos, y solemos olvidar que tiene sus consecuencias.
―Pero tú sabías. Tú tenías que saber que habría vivido eternamente solo.
―Eso también forma parte de la naturaleza humana. Una madre no puede ahorrar ese dolor…, aunque quisiera. Cuando damos la vida, con ese acto generoso abocamos también a la muerte. Todo lo que nace debe morir un día, hijo mío. Incluso una madre.
―No. Tú no. Tú no me puedes dejar. Me lo debes.
―Quizá tengas razón, Prometeo, pero ésta es una deuda que dejaré sin saldar. Y ahora, si me disculpas, me gustaría escribir un poco más antes de irme a dormir. Es tarde y mis ojos ya no son los de antaño. Cada día que pasa me canso antes. Sencillamente soy vieja. Afortunadamente para ti, tú no puedes saber lo que significa eso.
Prometeo se aleja arrastrando pesadamente los pies. Con cada paso que da, la misma frase retumba lapidaria en su cabeza: “tú no puedes saber lo que significa eso”, “tú no puedes saber lo que significa eso”, “tú no puedes saber lo que significa eso”… Pero él desearía poder saberlo. Habrá de sobrevivir a la muerte de su madre. Y ni siquiera podrá asistir a su funeral. Tendrá que conformarse con llorar furtivamente sobre su tumba por las noches, como el proscrito que es. Sobrevivirá a toda la estirpe humana. Y aún así ―o quizá precisamente por eso― nunca podrá dejar de envidiarlos.
Se dice que ha llegado el momento de emprender de nuevo el viaje. Sólo que esta vez ya no volverá cargado de ilusiones, esperando poder convencerla de que parta con él y abandone para siempre el mundo que tan injustamente la ha tratado. Hay miles de lugares aún inexplorados en los que ambos podrían vivir alejados del hombre. Pero ahora ya sabe que ella nunca los visitará con él. La próxima vez que regrese a Londres será para acompañarla en el viaje final. No tiene miedo de no llegar a tiempo; sabe que cuando el momento se aproxime, él lo sentirá. No puede ser de otra forma. Son parte el uno del otro. Sus existencias están indisolublemente unidas.
Mary reconoce enseguida la áspera mano sobre la suya. Hace un esfuerzo por incorporarse, pero está muy débil.
―No te muevas, madre. Descansa.
―Sí. Creo que es una buena idea, ésa de descansar. Han pasado muchos años desde tu última visita. Ya empezaba a pensar que te habías olvidado de mí.
―Eso jamás sucederá ¿Me has echado de menos?
―Por supuesto. Te eché de menos cada día. ¿Acaso lo dudabas? Eres mi hijo.
―¿A pesar de todo?
―A pesar de todo. No importa lo que piensen los demás. Ellos no pueden entender.
―Si te pidiese un último favor, ¿me lo concederías?
―Si está en mi mano… Pero te advierto que ya no volveré a levantarme de esta cama. Es tarde para que huya contigo lejos del mundo de los hombres ―se esfuerza por sonreír.
―Lo sé ―responde él con la voz quebrada―. Es mucho más sencillo. Sólo quiero… Soy tu hijo, pero nunca me has contado un cuento.
Y así, Mary pasa su última noche como pasó la mayor parte de su vida: contando una historia y regalando sueños y emociones a otros. Mientras acaricia la enorme cabeza que reposa sobre la sábana, Mary narra el prodigioso viaje de una madre y su hijo a una selva desconocida jamás pisada por el hombre. Una selva tan frondosa que resulta impenetrable. Habla y habla sin parar. Hasta que, cuando despunta el alba, sólo le queda un hilo de voz.
―Estoy exhausta. Creo que voy a descansar un rato. No te importa, ¿verdad?
Los sollozos se convierten en gritos desgarradores, en aullidos que se repetirán cada noche en el cementerio de San Pedro en Bournemouth, Y a los que únicamente algún perro solitario, conmovido por la patética llamada, dará respuesta.
Como cada primero de febrero, una figura imponente deja un ramo de rosas sobre la tumba de Mary Shelley. Parece hablar en susurros con el aire. Tras apoyar una mano sobre la fría losa, el desconocido se aleja lentamente sin volver la vista atrás.
Le queda un año por delante para seguir buscando un rincón lejos del hombre, antes de regresar de nuevo junto a quien le dio la vida. Pero su tarea se vuelve más difícil cada día que pasa. El pueblo de su madre no respeta ya ninguna frontera; coloniza y destruye por doquier. En su afán por poseerlo y comprenderlo todo, acaba aniquilando lo que más admira. Los seres como él no tienen cabida en su mundo. En sus vidas ya no hay espacio para la imaginación, ni tampoco para el misterio.
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