―Yo simplemente intenté evitar el mal
mayor. Es lo que hace todo buen militar.
―¿Se da cuenta de que abandonó usted a
su suerte a seres humanos? ―pregunta el fiscal reprimiendo a duras penas una
mueca de repugnancia―. Algunos no soportaron la idea de morir lentamente bajo
el sol, con la piel plagada de quemaduras y úlceras, y se quitaron la vida
mientras sus compañeros dormían. Otros, enloquecidos, aprovecharon el sueño del
resto de los náufragos para asesinar indiscriminadamente y apropiarse de las
exiguas raciones de vino de los difuntos, lo único que les quedaba de las
provisiones que transportaba el barco, u ocupar lugares más seguros en la
inestable balsa, cuya superficie era a todas luces insuficiente para albergar a
la gran cantidad de pobres diablos que se hacinaban en ella. La balsa no estaba
preparada para soportar tanto peso, y sus bordes se hundían en el agua. Sólo el
centro de la misma ofrecía algo más de protección contra el mar. De hecho, las
veinte personas que tuvieron la desgracia de quedar en las orillas de la
improvisada embarcación desparecieron durante la primera noche arrastradas por
las olas. Los días posteriores se hicieron interminables. Por la falta de
espacio y alimentos, los náufragos se vieron obligados a lanzar al mar a los
enfermos que tenían menos posibilidades de sobrevivir. El doctor Savigny tuvo que seleccionar a las víctimas, decidir
quiénes morirían inmediatamente y quiénes podrían seguir albergando la
esperanza de ser rescatados. ¿Sabe
usted cuántas personas fueron encontradas con vida? ¿Sabe cuántos fueron
recogidos el diecisiete de julio por el bergantín Argus? Quince. Quince de los
ciento cuarenta y nueve que usted abandonó. Quince esqueletos ambulantes.
Quince espectros demacrados que casi habían perdido el juicio a fuerza de beber
agua de mar y orina y de alimentarse de los cadáveres. Sus cuerpos estaban tan
consumidos que cinco de ellos murieron pocos días después de su rescate. Las
mentes de los que sobrevivieron nunca volverán a ser las mismas. Les cambió
usted la vida para siempre. Su
decisión les cambió la vida para siempre.
―¿Qué quería que hiciese? ―pregunta no
sólo con una serenidad que casi raya en la indiferencia, sino incluso con la
arrogancia con la que los aristócratas como él acostumbran a dirigirse a
quienes consideran meros subordinados―. Los botes salvavidas eran insuficientes
para trasladar hasta tierra firme a toda esa tripulación y pasaje. Le aseguro
que intenté remolcar la balsa hasta la orilla con los únicos seis de los que
disponíamos. Pero pesaba demasiado. Habría sido imposible salvarlos a todos. Al
final cedí a la petición del pasaje y la oficialidad y corté los cabos de
remolque. Pensé que sería mejor que se salvasen unos cuantos a que muriesen
todos.
―Sí… No lo dudo. Supongo que el que
esos pocos fuesen sus oficiales y los aristócratas que formaban parte del
pasaje depende sólo de una afortunada coincidencia. Supongo que el que las
ciento cuarenta y nueve personas que quedaron a la deriva durante trece días
fuesen modestos miembros de su tripulación, en absoluto influyó en su
determinación, ésa con la que decidió
usted sus destinos y selló su sentencia de muerte. Y supongo que el desastre
nada tuvo que ver con su manifiesta incompetencia. Ni con la arrogancia que le
impedía escuchar los consejos de hombres mucho más experimentados en la
navegación que usted. Ni con el hecho de que cuando tomó usted bajo sus órdenes
la fragata Medusa, llevaba veinticinco años alejado del mar y de la vida activa
en la armada. Supongo que los testimonios que le pintan a usted como un
pusilánime que logró sembrar el caos a fuerza de dar órdenes y contraórdenes a
sus subordinados no son más que invenciones de los pocos marineros y soldados
que lograron sobrevivir. Supongo que no fue su falta de pericia para gobernar
la nave la que hizo que ésta quedase aislada del resto de barcos que viajaban
hacia Senegal en su mismo convoy. Ni la que hizo que finalmente encallase, con
mar en calma, en el banco de arena de Arguin, una zona en la que la
transparencia de las aguas es proverbial.
El capitán escucha en silencio. Sabe
que la opinión pública exige una cabeza. Y tiene la absoluta certeza de que ésa
será la suya. Por muy agradecido que se sienta hacia hombres como él, fieles a
la corona borbónica incluso bajo el imperio napoleónico, Luís XVIII tendrá que
ceder a las presiones de la calle. Todos le darán la espalda. No le cabe la
menor duda de que hasta las esposas de los caballeros que viajaban ese día en
su barco, las que le exigían a gritos que cortase los cabos, aprovecharán
cualquier reunión en los salones de alcurnia para mostrarse escandalizadas por
el caso. Ya se sabe que el capitán está destinado a quedarse solo. Que debe ser
él el último en abandonar la nave… mientras ésta se hunde.
―¡Por el amor de Dios, desenganchen
esa balsa! Es demasiado grande y pesada. Nos arrastrará al fondo del mar. ¿Es
que acaso no se dan ustedes cuenta? ―grita histérica la esposa del nuevo
gobernador de Senegal, el coronel Julien-Désire
Schmaltz.
―Pero allí hay personas. No podemos
abandonarles ―se opone tímidamente una voz solitaria.
―¡Moriremos todos! ¡Desengánchenlos!
―¡Sí! ¡Corten esa maldita cuerda antes
de que sea demasiado tarde! Ellos mismos comprenderán dentro de poco que no
podremos remolcarles a lo largo de los ciento sesenta kilómetros que nos
separan de la costa. Y entonces harán lo que haría cualquiera de nosotros: nos
abordarán. En el mejor de los casos, los botes no soportarán la embestida de la
chusma y nos ahogaremos todos. En el peor, nos asesinarán sin piedad y tirarán
nuestros cadáveres por la borda.
El capitán ve cómo de los rostros de
los distinguidos pasajeros va desapareciendo cualquier rastro de humanidad. Y
comprende que el terror y el egoísmo han ganado definitivamente la partida. Da
la orden con aire derrotado, resignado a pasar a la historia por los minutos
más funestos de una carrera en la armada no
demasiado brillante, pero en la que tampoco habían faltado los aciertos.
Especialmente el de mantenerse fiel a la monarquía aunque ello le hubiese
costado el exilio. Aquellos largos años en Coblenza y Londres no habían sido
tan malos. Sus aristocráticos salones, en los que se había ganado el grado de
capitán, aunque plagados de peligros y emboscadas, reservaban menos sorpresas
que las aguas africanas.
La enorme mole destartalada de veinte
por siete metros, construida improvisadamente con tablones, fragmentos del
mástil y cuerdas, termina por perderse en el horizonte. Los privilegiados que
se alejan en los botes salvavidas ya ni siquiera logran ver los rostros
desencajados de sus ocupantes. Gracias a Dios, ya no se escuchan sus
insistentes gritos de socorro. Ya no se oyen sus súplicas ni sus rezos. Es casi
como si nunca hubiesen existido.
―Por favor, Ferdinand, extiende un
poco más el brazo izquierdo… Sólo un poquito más.
―¡Santo Dios, Théodore! Si me obligas
a acercarme un centímetro más a eso, terminaré desmayándome ―se rebela el joven
pintor convertido en modelo sin esforzarse demasiado por esconder su disgusto.
Mientras habla, sus ojos evitan cuidadosamente el objeto que parece causarle
tan honda desazón. Casi como si creyese que si se limita a no mirar el cadáver,
éste terminará desapareciendo.
―Por favor, ¿qué habría sido de la
“Lección de anatomía del doctor Tulp” si el gran Rembrandt se hubiese mostrado
tan remilgado como tú? El arte está muy por encima del bienestar del pintor, y
bien merece su padecimiento. Y por supuesto, también está por encima de los
caprichos de un simple modelo ―añade burlón―. Piensa en lo que significa para
mí, tu amigo, esta obra. Piensa en todos los esfuerzos que estoy haciendo para
poder llevarla a cabo. Sabes bien que he tenido que alquilar este estudio sólo
por ella. El lienzo es demasiado grande; no habría habido forma de pintarlo en
otro lugar. Es tan imponente que nadie podrá cerrar los ojos ante él. Nadie
podrá girar el rostro y fingir ignorancia. ¿Tienes idea de cuánto me he gastado
en la maqueta de la balsa? He jurado que este cuadro será el centro de mi
existencia hasta que lo pueda ver terminado. Y así será. ¿Ves? ―pregunta al
tiempo que se arranca el gorro que le cubre la cabeza―. Me he afeitado para
asegurarme de cumplir mi palabra. Saldré de este estudio cuando el cabello me
haya crecido y pueda pasear de nuevo por la calle sin ocultar la cabeza. Cuando
haya terminado de pintar el cuadro. ¿Acaso crees que hago todo esto únicamente
por alcanzar la fama?
―Comprendo que es un proyecto
grandioso. Y te aseguro que admiro tus intenciones. Sin embargo, no crees haber
ido un poco lejos al recurrir al uso de cadáveres ―finalmente se atreve a
observar los cuerpos macilentos que se amontonan desnudos a pocos centímetros.
―¿Bromeas? Nunca antes había
encontrado modelos tan profesionales. Los puedes tener horas en la misma
posición y jamás escuchas escapar una queja de sus labios.
Ante la mirada entre escandalizada y
reprobatoria del compañero, el artista abandona finalmente ese tono frívolo que
a menudo le gusta fingir con sus amigos más íntimos.
―Mira, Ferdinand, ya sé que resulta
extraordinariamente desagradable trabajar en estas condiciones. Pero necesitaba
esos cuerpos para poder captar todo el horror de la muerte. Para conseguir
plasmarlo con realismo. Y esos pobres desgraciados no habrán visto menoscabada
su dignidad sólo por haber pasado algunos días tendidos sobre el suelo del
estudio de un humilde pintor ―dice señalando los anónimos cadáveres que nadie
se molestó en reclamar a la morgue del hospital
de Beaujon, los brazos y piernas amputados, las cabezas de maleantes
ajusticiados…― . Muy al contrario, se convertirán en paladines de una causa
superior. Serán abanderados de una lucha que está muy por encima de mí y de ti.
Piensa que lo hacemos para denunciar una tremenda infamia. Este cuadro cambiará
el mundo. Abrirá los ojos a cuantos aún siguen estando ciegos. Obligará a
escuchar a quienes pretenden seguir fingiéndose sordos. Este cuadro será un
grito ensordecedor que se alzará clamando justicia. Esa imagen se convertirá en
el estandarte de una sociedad nueva y mejor, en la que la igualdad y la
fraternidad ya no serán sólo un espejismo.
―La Balsa de la Medusa. Óleo sobre
lienzo. Como podrán observar, las dimensiones del cuadro son gigantescas. Casi
cinco metros por más de siete. La obra fue pintada en 1819 y es una de las más
emblemáticas del Romanticismo pictórico. Su autor es el famosísimo Théodore
Géricault…
Escucha la monótona voz del guía del
museo como en un sueño. Se siente incapaz de seguir prestándole atención; los
cuerpos retorcidos ejercen una fascinación demasiado intensa sobre él.
―¿No vienes, Salvador?
―No, no ―responde algo confuso―. Creo
que me quedaré otro ratito aquí sentado. Tengo los pies destrozados. Intentar
ver todo el Louvre en un solo día es tan insensato como visitar el Prado de una
sentada. Tú sigue con el grupo. Te alcanzaré enseguida. En cuanto haya
descansado un poco ―añade, esforzándose por parecer jovial y despreocupado.
El oleaje amenaza con hundir la frágil
embarcación. Los pocos que aún quedan con vida apenas tienen fuerzas para
moverse. Casi nadie alberga ya esperanzas de ser rescatados. La mayoría dormitan
o deliran recostados sobre los cuerpos de los compañeros muertos. Algunos están
inconscientes a causa de las graves quemaduras provocadas por el sol. Sólo un
joven se obstina aún en hacer señales hacia el horizonte. Como si de verdad
creyese que hay alguna oportunidad para ellos. Que aún existe posibilidad de
salvación.
El viejo se dice que, como tantas
otras veces, será un esfuerzo vano. Energías desperdiciadas que más tarde
tendrá que recuperar con el aborrecido banquete del que no permitirá que su hijo,
a cuyo cadáver se aferra, forme parte. Navegan a la deriva en un enorme féretro
donde, paradójicamente, no queda espacio para la esperanza.
El anciano lo mira con una sonrisa
irónica en los cuarteados labios.
―¡Eh! Muchacho, no te canses. Nosotros
ya estamos muertos. ¿No ves que estamos en el infierno? Desengáñate. Muchos lo
han intentado, pero del infierno es imposible escapar o ser rescatado.
Siempre le impresionó ese cuadro. Le
conmueve su patetismo, la desesperanza que exuda, la visión descarnada de la
humanidad que propone, la brutal metáfora sobre la vida que esconde... Podría
pasar horas mirándolo. Sólo que ya no logra verlo con los mismos ojos de
antaño. Ni puede evitar ponerle nombre a cada cara desencajada, a cada
expresión ausente. Eso no pasa con los cadáveres. A menudo los supervivientes
ni siquiera pueden facilitar el nombre de los compañeros muertos. Se acurrucan
en las pateras y viajan como desconocidos hasta que llegan a su destino o
mueren en el trayecto. Ni siquiera les quedan fuerzas para hablar. Necesitan
reservar todas sus energías para combatir el frío, soportar el hambre y apretar
los dientes para no gritar de dolor cuando el sol y la sal les ulceran la piel.
Rara vez pueden contar su historia al desembarcar. Pero eso no importa; basta
mirarles a los ojos para saber que han visto cosas que ningún ser humano
debería ver jamás.
Tan absorto está en sus propios
pensamientos, que ni siquiera se percata de su presencia hasta que escucha la
cálida voz.
―Espeluznante ¿verdad?
―Ya lo creo ―responde mecánicamente en
su elemental francés.
La joven sentada a su lado amamanta
discretamente a una criatura de pocas semanas. No puede apartar la vista de
esas dos gráciles figuras. De repente absorben toda su atención y el cuadro
deja de existir. Ni siquiera repara en que demostrar demasiado interés por una
escena tan íntima resulta poco delicado por su parte. Un observador poco
perspicaz podría considerarle incluso un pervertido. Y sin embargo no hay nada
lúbrico en su mirada. Él no ve el pecho lozano de una muchacha, sino el seno
desgastado de una mujer de mediana edad que se resiste a seguir pasando un día
en familia en la playa, como si tal cosa, mientras ellos atienden a los
supervivientes a pocos metros.
―Déjemelo a mí y encárguese usted de
la madre. No se preocupe, tengo experiencia con estas cosas. He alimentado
muchas bocas ―explica mientras señala a los cuatro niños que la observan desde
debajo de la sombrilla.
El aceitunado contrasta con el blanco:
el bebé contra su pecho, las sábanas sobre los cuerpos que yacen inertes en la
arena.
Porque el suyo es un trabajo de
contrastes. De contrastes y paradojas. Pesa como una losa, pero a veces puede
volver el corazón ligero como una pluma. Y es que su oficio lo convierte en
testigo de la sobrecogedora mezquindad de la que es capaz el ser humano, pero
también de su ocasional nobleza.
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