En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que
puede suceder que el cuerpo continúe
vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo
tiempo que el cuerpo, pero, según algunos,
resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Ambrose Bierce, Un habitante de Carcosa
We are all just prisoners here / of our own device [...] You can check
out / any time you like / but you can never leave.
The Eagles, Hotel California
Cuatro treinta de la madrugada. Sólo cuatro minutos desde la
última vez que miró el despertador. Una eternidad.
Borborigmos que sacuden las cañerías, suspiros que escapan por el
desagüe, silbidos, gemidos, crujidos, un rechinar persistente como el de quien,
para resistir el dolor, aprieta los dientes… Abundantes y variados, toda suerte
de rumores turbadoramente similares a sonidos corporales, se adueñan de la casa.
A esas horas cualquier susurro se impone
en el silencio sepulcral de la noche. Y él paralizado en la cama, presa de un
insomnio pertinaz, escucha atentamente cada uno de ellos. Como si en las voces
de esa casa esperase descifrar un mensaje. Como si en ellas aspirase a encontrar
el remedio o al menos el origen de su mal.
Y su casa está llena, llena de voces que parecen deseosas de sincerarse,
de desahogarse. Ya se sabe, todas las casas viejas cargan con sus achaques.
Tienen un pasado a las espaldas repleto de historias. Y esas historias no se
pueden borrar.
“El retiro constituye un momento importante en la vida del hombre.
Cuesta habituarse a las nuevas circunstancias. Es normal que echemos de menos
nuestra rutina en el trabajo. Los cambios a menudo generan ansiedad, y esa
ansiedad produce alteraciones del sueño. Búsquese un pasatiempo y tenga
paciencia”. Eso le había dicho el médico.
Había trabajado durante cincuenta años en el mismo lugar,
cincuenta años en el matadero. En el mismo matadero en el que habían trabajado
todos los hombres de su familia desde tiempos inmemoriales. Y en efecto, como
si añorase su labor en la sala de sacrificios, ahora que cada mañana ya no
había de levantarse temprano para ocupar su puesto, cuando finalmente el
cansancio le vencía y lograba dormirse al alba, los cuerpos resignados, colgados
del techo como pacientes embutidos o cecinas, se apoderaban de sus sueños.
La jubilación es una crueldad impropia de una sociedad civilizada.
Un hombre nunca debería quedarse a solas con sus pensamientos, a merced de sus recuerdos.
Por eso, ahora que el tiempo le sobra, regresa con más fervor que
nunca a sus antiguas aficiones. No cultiva demasiadas, apenas dos: atravesar insectos
con alfileres y disecar pequeños mamíferos. En la infancia, como todos los
niños, gustaba de arrancarles las alas a las moscas y las patas a las arañas;
pero después esa inocente distracción fue refinándose hasta convertirse en
virtuosismo entomológico. Aun siendo autodidacta, sus obras se pueden
considerar dignas de un profesional. Ni un taxidermista experimentado habría ejecutado
trabajos tan finos. De su padre aprendió a desollar las piezas cobradas
meticulosamente. A trabajar con pulcritud y parsimonia para no deslucir el
trofeo ni enturbiar el goce.
De su madre apenas tuvo tiempo de aprender nada, salvo esa canción
de cuna que últimamente ha comenzado a perseguirle tenazmente por las noches. Les
abandonó siendo él aún muy pequeño para fugarse con un buhonero, uno de esos
hombres que encandilan a los incautos con sus baratijas. Nunca más se supo de
ella. “Volverá con las orejas gachas en cuanto ese rufián la abandone; esos
tienen una en cada puerto”, auguraron muchos cuando se corrió la voz. Pero
jamás regresó al pueblo. Su padre, como siempre parco en palabras, se ahorró
los reproches: jamás habló mal de ella en su presencia. Ni mal ni bien. Se
limitó a evitar mencionarla, como si nunca hubiese existido. Y así él, igual
que en tantas otras cosas, aprendió a tomar ejemplo del viejo; conquistando, a
fuerza de rehuir su memoria, un recalcitrante olvido.
Se quedaron solos. Su padre ejerció de padre y de madre. De modelo
y de guía. Como el padre de su padre había hecho antes, cuando su abuela se
fugó con un feriante de paso por el pueblo. Dicen que la historia siempre se
repite. Quizá por eso haya decidido no tener hijos: para que las tradiciones
familiares acaben con él. Para que definitivamente se cierre el círculo.
Al viejo le debe cuanto es, no puede obviarlo. De su padre ha
heredado la profesión, la casa… Todo.
Tras su muerte siguió viviendo en el hogar familiar. Era una
antigua granja apartada del pueblo. Le obligaba a levantarse temprano y a coger
el coche cada día para llegar al trabajo, pero no le importaba. Al menos él no
se veía sometido a alquileres ni hipotecas. Además desde niño había sido
reservado e incluso esquivo. No conservaba amigos de la infancia, y durante
toda su vida laboral se resistió a entablar relación con los compañeros del
matadero. Lo del trabajo se quedaba en el trabajo, junto con el mandil manchado
de sangre que dejaba colgado de un gancho al salir de la sala de sacrificios.
Aprendió de su padre a diferenciar muy bien entre la vida profesional y la
privada, aunque en su caso la segunda apenas pareciese digna de mención.
Ama esa granja. Toda su existencia, como la de cada generación de
su familia desde que un remoto antepasado la construyese con sus propias manos,
ha discurrido a su sombra. En ella nació, y ella fue testigo de sus
despreocupados juegos infantiles. No hay recuerdo que no esté ligado a sus
muros. Sin embargo últimamente la casa ha comenzado a asfixiarle. Le parece
advertir en ella una presencia oscura y no por familiar menos amenazadora. Busca
nuevos quehaceres en los que matar el tiempo, pero el tiempo no muere sino que
se dilata obstinado. Ahora, definitivamente aislado del mundo exterior, ni sus
aficiones logran distraerle: le sigue quedando demasiado tiempo libre. Tiempo
para pensar. Y demasiado silencio. Un silencio en el que las voces se escuchan
cada vez con mayor claridad. Y entre las voces, siempre una. “Duérmete, mi
niño, / que viene el coco / y se lleva a los niños / que duermen poco”, advertía
la vieja canción de cuna que a menudo le cantaba su madre. Apenas la recuerda, ni
siquiera podría decir de qué color tenía los ojos. Sin embargo, es curioso, sí
que recuerda su voz.
El viejo también parecía fascinado por las voces de la casa,
especialmente hacia el final. Se convirtió en una sombra al jubilarse. Caminaba
como sonámbulo por las habitaciones, hablándoles a interlocutores cuya
presencia sólo él advertía. Especialmente a un tal “Rey de Amarillo”. Lo vio tender el oído ansioso, esperar durante años
una respuesta que parecía apremiarle cada hora un poco más y a la que,
finalmente, se anticipó la muerte. No quiere terminar como él. Teme acabar sus
días aguardando una respuesta, como el viejo. Buscando el camino para volver de
ese lugar aterrador que él llamaba Carcosa, y del que su mente ofuscada jamás
logró regresar.
Por eso se deja arrastrar a una actividad febril. Proyecta
reformar la vieja casa. Pintar su fachada de colores más vivos que le confieran
un aspecto nuevo. Cualquier cosa que logre mantenerle ocupado. En general evita
bajar al sótano, donde su padre se instaló de forma casi permanente cuando el
mal se recrudeció; pero se dice que, precisamente por eso, debería convertirse
en la primera estancia que remoce. Habrá muchos trastos viejos que tirar. En
efecto el abandono ha hecho mella en esa parte de la casa, gobernada por el
polvo y un desorden que evoca la funesta insania.
El primer día discurre lento. Al principio la selección parece demasiado
difícil. Tirar los recuerdos de familia, los recuerdos de otros que él ni
siquiera recuerda, le produce un embarazoso remordimiento. Como si, a sus
sesenta y siete años y ya solo en la vida, aún no fuese capaz de tomar sus
propias decisiones. Se limita a trasladar esos objetos extraños de las cajas
enmohecidas y quebradizas a otras nuevas y resistente. Como si en realidad su
labor consistiese en preservar la historia familiar. Pero se siente incómodo y turbado,
igual que si estuviese fisgando sin permiso en las vidas de otros, violando su
intimidad. La curiosidad mató al gato,
se dice. De modo que procura no detenerse a analizar los recuerdos. Pronto
descubre que de esa forma no logrará efectuar ningún cambio. Así, el segundo
día, se adentra en el sótano con un espíritu nuevo. Llena bolsas de basura sin escrúpulos,
incluso arbitrariamente. Para la hora de la comida ha despejado un espacio
considerable. No quiere perder la determinación ni aminorar la marcha, así que
se prepara un sándwich y, en lugar de consumirlo en la cocina, lo devora
sentado en el centro del sótano. Súbitamente ya no parece sentirse tan intimidado.
El lugar ya no le quita el apetito.
Es entonces cuando comienza a advertir el ruido. Inicialmente le cuesta distinguirlo. Es tan leve que
apenas logra escucharlo mientras mastica. Pero ahí está, resuelto e insistente.
Al principio no le presta demasiada atención porque todas las casa viejas rebosan
de sonidos, y uno aprende a convivir con ellos. Pero después, a medida que el murmullo
parece volverse más enérgico, se alarma. Ahora alberga la certeza: proviene de
detrás de un muro. Las tuberías viejas son delicadas... ¿Y si hubiese alguna
pérdida de agua o, peor aún, de gas?
La idea empieza a roerle el cerebro igual que una carcoma, a
obsesionarle hasta el punto que, presa de una determinación inusitada, en lugar
de llamar a un profesional, arremete contra el viejo muro con un pico. Justo en
el lugar marcado con un pequeño signo amarillo: ∞. Sobre él, escrita con
caligrafía temblorosa, la leyenda “el nido del Uróbolos”. Los ladrillos se
desmigajan solícitos, como si llevasen demasiado tiempo aguardando la acometida.
El inesperado movimiento le sobresalta. Una
rata, piensa. Pero enseguida reconoce la bella cabellera rubia ahora
cenicienta. Recuerda el mechón envuelto en papel de seda, conservado dentro de
un libro antiguo de tapas amarillas junto a una foto también descolorida por el
tiempo ‒“A mi Edward, 1862” ‒. El mechón que su abuela le envió a su abuelo Eddie
cuando estaba en el frente. Eddie como su padre. Eddie como él.
Ahora que ha abierto brecha, apenas le cuesta trabajo derribar el
debilitado muro. El cuerpo reseco y apergaminado cuelga de un gancho de carnicero.
Exactamente igual que un tasajo.
Y súbitamente comprende que si escarba lo suficiente, encontrará
un cadáver en cada armario, tras cada tabique, bajo cada alfombra... Porque
todos, casas y hombres, acarreamos un pasado. Por eso sospecha que a los demás
ha de ocurrirles lo mismo. Aunque no quieran verlo. Y eso, vagamente, le reconforta.
Y entonces recuerda. Recuerda de golpe, con precisión, cada
escena, cada detalle. Todo cuanto su mente tanto se esforzó por olvidar. Todo
cuanto ha yacido enterrado desde la infancia. Su inocente confusión cuando
sorprendió al coco tendido sobre su madre, agitándose y bufando como una bestia.
La aguja de hacer punto penetrando con una sorprendente facilidad, encontrando
una inesperada blandura entre las costillas. Esa turbadora sensación, casi
obscena, de succión de la carne. El chorro caliente y pegajoso como única
respuesta. La expresión desconcertada en el rostro del monstruo: los ojos abiertos
de par en par y la boca muda. Su madre frotando insistentemente el suelo,
mientras la sangre se obstinaba en sellar el bautismo. Su madre aleccionándole
sobre lo que debía callar cuando su padre llegase. Reconfortándole como
siempre: “no te preocupes, cariño, no ha sido culpa tuya. Eres demasiado
pequeño aún. No puedes entenderlo”. Su madre recomponiéndose el peinado,
alisándose el vestido. Consagrándose al ajetreo de los fogones con una entrega
febril, perfectamente estudiada. Esbozando una sonrisa postiza tan convincente
como la de cada noche. Afanándose por ocultar su nerviosismo, por parecer
serena durante la cena. Fingiendo como una verdadera profesional, como quien ha
tenido diez largos años para ensayar escrupulosamente su papel.
Recuerda el rostro desencajado de su madre al posar los ojos sobre
la cartera delatora, seguramente desprendida del cuerpo durante su traslado. Un
descuido tan estúpido. Un objeto tan pequeño.... Una irreparable negligencia
que lo cambiaría todo.
Recuerda el descenso a su particular infierno, ubicado en ese
sótano.
Porque el que la hace, la paga. Ya lo decía su padre. Era un
hombre tranquilo, pero no convenía hacerle perder los estribos. Su padre,
aunque severo, no carecía de un particular sentido del humor. Dejó la puerta
entornada mientras acababa la faena. La luz mortecina se filtraba por las rendijas,
avanzaba hasta lamer su colcha. “Duérmete, niño, / duérmete ya / que viene el
coco / y te llevará”, tarareó desde el baño durante todo el proceso. Mientras,
él, paralizado en el lecho, escuchaba los golpes secos. Hasta que llegó el
silencio y supo que el trabajo estaba concluido. Entonces su padre salió
arrastrando el saco. En sus manos ni siquiera parecía demasiado grande. Su
madre era menuda y delgada, casi como una niña.
Ahora sí que la recuerda. La recuerda bella y perfecta. Como antes
de colgar del gancho. Antes de que su padre le ofreciese la primera lección en
el sótano. El viejo era un virtuoso del cuchillo, un artista. Aquella primera
lección cayó en el olvido; él era muy pequeño entonces. Pero con el tiempo del
viejo aprendió cómo efectuar los cortes, cómo desollar las piezas cobradas
meticulosamente. A trabajar con pulcritud y parsimonia para no deslucir el
trofeo ni enturbiar el goce.
Cuatro treinta de la madrugada. Sólo cuatro minutos desde la
última vez que miró el despertador. Una eternidad.
A esas horas cualquier murmullo se impone sobre el silencio
sepulcral de la noche. Y él, paralizado en la cama, presa de un insomnio pertinaz,
escucha atentamente todos y cada uno de ellos. Sencillamente espera.
La sombra avanza renqueante por el pasillo. Puede escucharla
mientras se acerca: el sonido de sus suelas seguido por otro deslizante y manso cuya huella húmeda entorpece pero no
impide la marcha. Con el tiempo, el saco que arrastra se ha vuelto un estorbo cada
vez mayor. Un peso muerto. Un fardo demasiado gravoso para un niño. Para el
cuerpo de un niño y la mente de un niño.
Y duérmete, niño, antes de que venga el coco… para llevarse a los
niños que duermen poco.
En el fondo siempre lo ha presagiado. No se puede escapar del
hombre del saco. Ni de la marca amarilla. Simplemente se le concedió una
prórroga. Pero ahora el tiempo ha expirado. Y esa noche, tiene la certeza, esa
noche será la definitiva. Esa noche el coco acabará su trabajo. El trabajo
comenzado sesenta años atrás. Esa noche se lo llevará del todo. Porque,
finalmente le ha sido revelado, no existe camino de regreso que permita volver de
Carcosa.
De nuevo cae la oscuridad. Como siempre, toda suerte de rumores turbadoramente similares a sonidos corporales, se adueñan de la casa. Un ruido seco y vulgar, semejante al eructo provocado por una digestión ansiada y postergada demasiado tiempo, pone bruscamente punto final al concierto.
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