Si
uno es escritor, escribe siempre, aunque no quiera hacerlo, aunque trate de
escapar a esa dudosa gloria y a ese sufrimiento real que se merece por seguir
una vocación.
Carmen Laforet
Apenas
recibida la noticia hicieron el equipaje. No había tiempo que perder; la
enfermedad avanzaba. En las ruinas célticas y romanas de los frondosos bosques de
Gwent, en las prácticas populares y paganas, buscó remedio. En vano.
Aunque atraído
por las más ocultas ramas del saber desde joven, fue Amy quien le presentó
algunos escritores versados en el esoterismo. Poco después apareció Ella, que descorrió
definitivamente el velo. Estaba seguro de no conocerla, pero su rostro le pareció
familiar. Como esos seres fantasmales de nuestros sueños. Mientras relee La luz interior, contempla la joya en la
que le ayudó a introducir el alma de su primera esposa.
“Tu medicina, querido”. Ella, bellísima estatua
griega ‒enajenada bacante cuando se enfurece‒, le ofrece el inocente polvo
blanco que toma tras comida y cena. Su melancolía se va mitigando. Podría
recuperar el gusto por los placeres mundanos.
“Esta noche
vendrán unas amigas. Iremos a bailar al bosque. Tendremos una de nuestras habituales...
reuniones”.
Sólo ha
atisbado el secreto insondable y, a pesar del horror, no renuncia a ahondar en su
espantoso conocimiento. Ha sido distinguido con el privilegio o la
maldición de la literatura, esa puerta que le permite descender a las
profundidades de todo ser: a la hirviente corrupción y la sórdida podredumbre
que nos habita. No puede resistirse a la llamada de lo arcano. Ni a ese
matrimonio sacro con las letras, aunque acabe en locura. Está dispuesto a
convertirse en sacerdote del “Dios de los Abismos” a cualquier precio. Ningún
ojo humano puede presenciar el misterio desnudo y salir ileso.
Se estremecerá
convertido en una obscena mancha húmeda, oscura como la tinta, un charco
irreconocible sobre las inmaculadas sábanas del tálamo nupcial. Piel, carne y
huesos, todo su cuerpo derretido, consumido por ese fuego que lo devora y al
tiempo le da vida. De él quedarán dos puntos llameantes entre los cuales algún
alma pía, quizá la de un crítico, golpeará una y otra vez. Hasta que finalmente
reine el silencio.
If one is a writer, he always
writes, even when
he does not want to do it, even when he tries to escape that
doubtful glory and that real suffering he deserves because of following a
vocation.
Carmen
Laforet
As soon as they received the news, they packed their
luggage. There was no time to lose; the disease progressed. In the Celtic and
Roman ruins of the leafy forests of Gwent, through popular and pagan practices,
he sought remedy in vain.
Although he had been attracted to the most hidden
branches of knowledge since he was young, it was Amy who introduced him to some
writers versed in esotericism. Soon after, She, who lifted the veil once and
for all, appeared. He was sure he did not know her, but her face seemed
familiar to him. Like those ghostly beings of our dreams.
While he reads The inner light, he stares
at the jewel in which she helped him to introduce the soul of his first wife.
“Your medicine, dear.” She, a beautiful Greek
statue‒a deranged bacchante when she is enraged‒offers him the innocent white powder he takes
after lunch and dinner. His melancholy is mitigating. He could regain a taste
for worldly pleasures.
“Some friends will come tonight. We will go to the
forest to dance. We
will have one of our usual... meetings.”
He has only glimpsed the unfathomable secret and,
in spite of the horror, he does not renounce to deepen his awful knowledge. He
has been distinguished with the privilege or the curse of literature, that door
that allows him to descend to the depths of every being: to the boiling
corruption and the sordid rottenness that inhabits us. He can not resist the
call of the arcane nor oppose that sacred marriage with the arts, even if it
ends in madness. He is ready to become a priest of the "God of
Abysses" at any price. No human eye can witness the naked mystery and
emerge unscathed.
He will shudder become into an obscene wet spot,
dark as ink, an unrecognizable puddle on the immaculate sheets of the bridal
thalamus. Skin, flesh and bones, all his body melted, consumed by that fire
that devours him and gives him life at the same time. Of him will remain two
flaming points between which some pious soul, perhaps that of a critic, will
strike again and again. Until, finally, silence reigns.
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