Apenas terminó de materializarse, gritó:
—¡Ya está bien, coño!
El estentóreo bramido repercutió en toda la sala de la lujosa mansión del Sr. Aprieto, que palideció y se quedó encogido en el sillón donde había estado dormitando, vencido por el cansancio y tantas horas de aburrida espera.
Sus ojos se abrieron a continuación como platos y bailotearon vertiginosamente, como si un centenar de chistularis ensayaran dentro de su cabeza aún aturdida, a todo ritmo, la zarabanda que debían interpretar en la plaza mayor del pueblo el día del patrón.
Quizá fueron las esencias de tantas mixturas pseudomágicas que ardían las que provocaron el trance en que se había sumido y del que la voz fuerte, de ultratumba, le sacó tan violentamente.
Con un temblor en sus piernas que a veces le hizo entrechocar las rodillas, se incorporó, realizando un gran esfuerzo para sobreponerse al miedo, la sorpresa, y sus deseos, sobre todo, de salir corriendo de allí. Pero algo en su interior le dijo que ya no podía volverse atrás. Tenía que enfrentarse a lo provocado.
Sacó pecho, hundió estómago y adelantó el mentón. Luego intentó mover una pierna y… todos sus propósitos se vinieron abajo: seguía con aquel miedo que le aplastaba los hombros. ¡Adelante!, se dijo. Echó una mirada al personaje que continuaba despotricando a un par de metros de sus narices. Aprieto tenía detrás la mesa de nogal que le aprisionaba en los riñones, pero que al mismo tiempo sostenía su precaria posición vertical. Aumentó su apoyo en ella, acomodando sus posaderas en el canto para apuntalar su cuerpo lleno de temblores.
Entonces la visita se revolvió hacia él, y le miró como se contempla una cucaracha antes de aplastarla.
—He dicho que ya está bien, coño —repitió el personaje—. ¿Es que no me ha oído?
¿Cómo no iba a oírle si hasta había hecho oscilar los sólidos muros de la señorial mansión de sus antepasados? El Sr. Aprieto aspiró profundamente. ¿Por qué tener miedo? Al fin y al cabo, el diablo estaba allí porque él lo había llamado. Además, mientras el ente diabólico permaneciera dentro de los signos cabalísticos nada podía temer. Allí estaba más seguro que en el penal de Ocaña.
Carraspeó y dijo:
—El diablo, supongo.
—Eso, y usted es Livingstone. ¿Quién voy a ser si no, joder?
—Es que como ha tardado tanto…
—Pues no pensaba acudir a la llamada, ea.
Aprieto le miró estupefacto, fijándose con más detenimiento. El aspecto del diablo no tenía nada de aterrador. Por el contrario, consideró ridícula e inadecuada su vestimenta, ya que en el exterior hacía fresco, un airecillo frío que se filtraba por las mal encajadas ventanas, por lo que él se llevó un buen rato antes de hacer la invocación, atizando el fuego que aún crepitaba con fuerza en la chimenea, con el exclusivo fin de proporcionar a la esperada visita el acogedor ambiente que merecía.
—¿Por qué ha dicho que no quería venir? —preguntó susurrante.