La pequeñez humana es cosa probada. Los filósofos nos han hablado de ello.
No había ni un hombre, ni un animal, ni una planta, ni una piedra.
La superficie era blanca, dura y resbaladiza.
Me enviaron a mí, para que investigara.
Soy un hombre de pocas palabras, pero tampoco tuve ocasión de hablar con nadie. Hacía frío.
Mis primeras observaciones me llevaron a poder afirmar, sin temor a errar, que: no soplaba viento.
Fue fácil proseguir la encuesta, puesto que ningún obstáculo se interponía en mi camino. Me deslizaba sentado, manteniendo el equilibrio con las palmas de las manos.
No se trataba de un tobogán, y a uno y otro lado había espacios abiertos.
Me abstengo de describir sensaciones subjetivas.
Era como la luna, pero por dentro. O más bien una cascara de huevo. Producía vértigo mirar hacia arriba. Una gárgola monstruosa pendía sobre mi cabeza.
Un monstruo metálico y babeante. Escupió, y me aparté a tiempo.
Y casi caigo en el cráter de un volcán funcional.
Había agua, pero no vida.
Estas impresiones quedaron consignadas en un largo informe redactado meticulosamente de mi puño y letra, con anotaciones complementarias en los márgenes y al dorso.
Consciente de la responsabilidad que sobre mí recaía, fui concienzudo. Y cuando di por terminada mi labor, salí de la taza del lavabo.
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