Tales of Mystery and Imagination

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Ángel Torres Quesada: El ángel malo que surgió del sur

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Apenas terminó de materializarse, gritó:
—¡Ya está bien, coño!
El estentóreo bramido repercutió en toda la sala de la lujosa mansión del Sr. Aprieto, que palideció y se quedó encogido en el sillón donde había estado dormitando, vencido por el cansancio y tantas horas de aburrida espera.
Sus ojos se abrieron a continuación como platos y bailotearon vertiginosamente, como si un centenar de chistularis ensayaran dentro de su cabeza aún aturdida, a todo ritmo, la zarabanda que debían interpretar en la plaza mayor del pueblo el día del patrón.
Quizá fueron las esencias de tantas mixturas pseudomágicas que ardían las que provocaron el trance en que se había sumido y del que la voz fuerte, de ultratumba, le sacó tan violentamente.
Con un temblor en sus piernas que a veces le hizo entrechocar las rodillas, se incorporó, realizando un gran esfuerzo para sobreponerse al miedo, la sorpresa, y sus deseos, sobre todo, de salir corriendo de allí. Pero algo en su interior le dijo que ya no podía volverse atrás. Tenía que enfrentarse a lo provocado.
Sacó pecho, hundió estómago y adelantó el mentón. Luego intentó mover una pierna y… todos sus propósitos se vinieron abajo: seguía con aquel miedo que le aplastaba los hombros. ¡Adelante!, se dijo. Echó una mirada al personaje que continuaba despotricando a un par de metros de sus narices. Aprieto tenía detrás la mesa de nogal que le aprisionaba en los riñones, pero que al mismo tiempo sostenía su precaria posición vertical. Aumentó su apoyo en ella, acomodando sus posaderas en el canto para apuntalar su cuerpo lleno de temblores.
Entonces la visita se revolvió hacia él, y le miró como se contempla una cucaracha antes de aplastarla.
—He dicho que ya está bien, coño —repitió el personaje—. ¿Es que no me ha oído?
¿Cómo no iba a oírle si hasta había hecho oscilar los sólidos muros de la señorial mansión de sus antepasados? El Sr. Aprieto aspiró profundamente. ¿Por qué tener miedo? Al fin y al cabo, el diablo estaba allí porque él lo había llamado. Además, mientras el ente diabólico permaneciera dentro de los signos cabalísticos nada podía temer. Allí estaba más seguro que en el penal de Ocaña.
Carraspeó y dijo:
—El diablo, supongo.
—Eso, y usted es Livingstone. ¿Quién voy a ser si no, joder?
—Es que como ha tardado tanto…
—Pues no pensaba acudir a la llamada, ea.
Aprieto le miró estupefacto, fijándose con más detenimiento. El aspecto del diablo no tenía nada de aterrador. Por el contrario, consideró ridícula e inadecuada su vestimenta, ya que en el exterior hacía fresco, un airecillo frío que se filtraba por las mal encajadas ventanas, por lo que él se llevó un buen rato antes de hacer la invocación, atizando el fuego que aún crepitaba con fuerza en la chimenea, con el exclusivo fin de proporcionar a la esperada visita el acogedor ambiente que merecía.
—¿Por qué ha dicho que no quería venir? —preguntó susurrante.

—¡Porque estoy hasta los mismísimos cojones de aparecer tan a menudo! —resopló, y sus ojos se encendieron como brasas, lo que le resultó lógico al Sr. Aprieto—. Ya está bien que se me utilice tanto últimamente: que si Belce por aquí, Elfegor por allá, y Lucifer por todas partes, para un zurcido y un añadido. ¡Hombre, que no hay derecho! ¿Es que ustedes no pueden pasarse sin mí? ¿Tan pajoleros son que no pueden resolver sus problemas sin mi intervención? Jodidos humanos de este jodido tiempo y de esta jodida dimensión, nada nueva en cuanto a ofrecer, por cierto.
El Sr. Aprieto pensó en sus amigos, uno de Santurce y tres de San Sebastián, a los cuales pidió consejo y ayuda con el fin de conocer las triquiñuelas y misterios necesarios para convocar al diablo. Se dijo que cuando lo contase no iban a creerle, porque explicar que el demonio se había presentado en camisa estampada de flores, pantalones cortos y playeras, no iba a resultar una imagen que correspondiera con la más severa tradición.
Pero de aquel personaje en prendas veraniegas emanaba algo que le inducía a pensar que no existía falsificación, fraude, plagio o intento de engaño. Vamos, que no se trataba de una broma por parte de algún conocido, que intentase cachondearse con él sabiendo lo que se proponía llevar a cabo esa tarde. Nada de eso. Estaba ante un auténtico diablo, pese a la vulgar indumentaria. Pero aún conservaba una ligera duda, porque se había expresado muy soezmente y con escasa respetabilidad. Claro que, por otro lado, él nunca había visto al diablo, pese a los muchos cuentos leídos de apariciones satánicas, ventas de almas y otras sandeces, sobre todo de autores de poca imaginación, peor estilo y con indicios claros de haber tomado ideas prestadas de la literatura foránea, aunque tales historietas podían ser consideradas como originales por lectores poco duchos en la literatura fantástica y de SF. Pero el Sr. Aprieto, que tenía un gran olfato, en seguida detectaba el plagio descarado gracias a su profunda cultura y conocimientos plumíferos.
Se dijo que debía comportarse como un educado anfitrión, una vez superado el trauma de la sorpresa y alejado el miedo inicial. Por lo tanto, con un gesto grandilocuente, invitó al diablo a sentarse, y este lo hizo después de bufar, resoplar y tirarse un pedo largo y prolongado. Ante esto, Aprieto ni se inmutó, y terminó tomando asiento después de que lo hiciera su visita. Le observó cruzar unas piernas flacuchas, que mostraron chamuscadas las regiones pilosas más pobladas. Gajes del oficio, se dijo.
—Señor Diablo —empezó a decir, queriendo insuflar a su voz una calmosa naturalidad. Fracasó estrepitosamente, porque le salió aguda y temblona—, siguiendo las más estrictas normas vigentes en casos tan singulares como este, tengo a bien suplicarle que su presencia en mi casa, que es la suya, sea…
El demonio le miró torvamente, como era su costumbre, pero además añadió un marcado gesto de nauseabundez.
—Oiga, hábleme de manera corriente, para que nos entendamos, pues de donde vengo son más claros y ya me he acostumbrado a llamar las cosas por su nombre, sin rodeos. ¡Ah! No olvide que aún estoy considerando la posibilidad de largarme con viento caliente y dejarle ahí sentado.
Aprieto palideció un poquito. Deglutió, ya que no le gustaba tragar saliva trabajosamente, y dijo:
—La verdad es que no entiendo su actitud, Sr. Diablo. Parece estar enfadado. Lamentaría que fuera por mi culpa, ya que siento por usted un profundo respeto y admiración. Si he ejecutado algún acto erróneo en la conversación, dígamelo. Puedo alegar en mi defensa que ha sido la primera vez. En sucesivas ocasiones corregiré los posibles defectos habidos. Sentiría muchísimo ser marginado de su amistad por…
—¡Qué no, coño! No es solo por usted. Mire, es que llevo una temporada saturada de trabajo. —Se apaciguó un poco tras lanzar dos largos resoplidos—. Antes de llegar estuve por allá abajo, pegándole un coscorrón a un tipo que se las da de escritor y utiliza mucho mi nombre sin pagar royalties. ¡Me trae harto! Previamente tuve unos enormes problemas en Malaguay, esa republiquita bananera, a consecuencia de los cuales casi pierdo mi categoría de Jefe Supremo del Averno por problemas laborales. Y con anterioridad, un infeliz aprendiz mío, que ahora barre las cavernas y friega las calderas, me formó un lío endemoniado, y nunca mejor dicho, en el futuro porque allí existe un complicado sistema monetario. Mientras tanto no dejé de formalizar pactos con gente de toda calaña, desde el imbécil que pretendía una quiniela de catorce, pasando por el ministro que deseaba empapelarse a un periodista de la prensa amarilla, dejando atrás al presidente de la federación que ansiaba convertir en bombona de butano a cierto locutor de radio, o aquellos travestís y andróginos que no veían la hora de ver realizados sus deseos más íntimos. Vamos, que no he parado. Me he dicho que ya está bien. Tengo merecido un descanso, ¿no?
—Oh, sí. Estoy seguro que se merece eso. Verá, es que mi caso es muy especial. Confío que pueda dedicarme unos instantes de su tiempo, ya que al fin y al cabo es eterno, ¿no?
El diablo miró a Aprieto de arriba abajo, con desdén.
—No me interesa. Tenemos el cupo de almas completo, ocupado hasta el último rincón del infierno. Cerrado el negocio, vamos. Cómo se dice, overbooking, ¿entiende? Después de esta llamada no contestaré ninguna más en un montón de años. Descolgaré el teléfono. Lo último que haré será venir a este país. No tengo necesidad de prestarle mucha atención para que estén todos jodidos. Con los ministros que tienen van aviados. Me limitaré a dejárselos una temporada larga. ¡Sí señor, yo soy así de perverso!
—Bueno, yo… Es que me dieron una recomendación para usted…
—¿Y no le da vergüenza? —El diablo meneó la cabeza—. No, si debí haberme figurado que pasaría algo semejante. En este país ocurren esas cosas. Amiguetes, capitalistas, circulitos conchabandos y demás. Señor mío, eso de las recomendaciones está muy feo.
—Es que procede de una persona muy importante…
—Jo, jo. Me río yo de esos. Para mí no vale recomendación alguna, venga de quien sea.
—Es del cura párroco del pueblo.
El diablo alzó las manos y abrió la boca.
—¡Ah, viniendo de ese todo cambia! Lo conozco y no puedo negarle nada. Me hace muchos favores enviándome cantidades de clientes. En tal caso haré una excepción con usted, señor suyo.
—Querrá decir señor mío, ¿no?
—Eso se lo diré cuando me apropie de su alma, pues imagino que es lo que piensa entregarme a cambio de… Por cierto, ¿qué desea?
Aprieto aspiró profundamente, abombó el pecho, y dijo con solemnidad:
—Quiero ser el mejor escritor de ciencia ficción del mundo.
—¡Coño! —exclamó el diablo, verdaderamente sorprendido.
Aprieto siguió diciendo:
—En realidad, me considero ya el mejor de este país, pero…
—¿Entonces? No comprendo.
—Mire, señor Diablo. He dicho que quiero ser el mejor, el más leído, admirado, venerado, envidiado, idolatrado, y a quien los editores le supliquen un relato o novela; a quien los productores de cine le disputen los derechos de sus obras para llevarlas a la pantalla grande o chica. También sueño con ser el más traducido, y quien más galardones obtenga.
—Ya lo comprendo. ¡Usted lo que quiere es dominar el idioma inglés como si fuera el suyo y escribir para los Estados Unidos!
—¡No! Eso no tendría mérito para mí. No quiero que luego se me traduzca al castellano. Tengo que triunfar aquí, pese a los contubernios de los editores y sus amiguetes; pasar por encima de modas y estilos, de todas esas zarandajas. ¡Mis obras han de ser consideradas las mejores y traducidas a todas las lenguas del mundo, que me editen libros y recopilaciones por millones, y mi nombre sea más conocido que los de Asimov, Heinlein y Bradbury juntos, que a mi lado no sean sino aprendices!
El diablo se pasó un dedo por los labios, en sensual caricia, mientras contemplaba con ojos entrecerrados a su posible cliente.
—Me resulta usted un poco modesto, caramba. Dudo que su alma valga tanto para que yo la acepte a cambio de semejante trabajo. Sería más sencillo si aspirase a ser presidente de este país, porque comparado con lo que ambiciona es una minucia.
Aprieto le miró despectivo y lleno de rencor.
—Comprendo, comprendo. Mucha propaganda por ahí, y luego todo queda en nada. ¡Solo fachada y vulgar publicidad!
—No se moleste en herir mi amor propio —protestó el visitante—. Es que hay solicitudes y solicitudes. Confiese que la suya es de las más peliagudas que me han hecho.
—El párroco. Recuerde al párroco.
—Déjelo estar, ¿eh? Bueno, haré lo que pueda. —Meditó un instante—. Tengo que volver abajo, reunirme con mis consejeros, y tratar de solucionar el asunto. Desde luego, nunca deseé tanto unas vacaciones como en estos momentos —terminó suspirando.
Su interlocutor no pareció satisfecho.
—Yo pensé que usted lo conseguía todo y al instante.
—¿Cómo? ¿De qué forma supone usted que trabajo?
—Pues no sé… Por ejemplo, que se limita a chasquear los dedos, y todos los editores empiezan a suplicar que les entregue mis obras, al mismo tiempo que arrinconan las de otros escritores. Seguidamente, del extranjero llegan solicitudes para obtener mis permisos de traducción y…
—Eso es. Mientras tanto yo, ¡hala!, a mover y reacondicionar a miles de millones de mentes, adaptando los gustos del mundo a sus paridas, haciendo que los lectores se emboben con las creaciones de la gran revelación del siglo. Ah, no. No resulta tan sencillo. Mire, usted me pide un montón de oro y se lo doy. ¿Un kilo de billetes de cinco mil? Pues hecho. ¿Una quiniela de catorce? Nada más fácil: me traslado al futuro, leo los resultados y se los comunico. Claro que no podría garantizarle si el premio sería para usted solo o tendría que repartir entre tres o cuatro mil apostantes más. En tales cosillas no hay problema. En cambio lo otro…
—¡Pues yo quiero ser el mejor escritor de ciencia ficción del mundo y no otra cosa!
El diablo se levantó iracundo.
—Que sí, hombre, estudiaré su caso. Mientras tanto, tenga —le tendió un pergamino enrollado.
—¿Es el contrato? ¿Ahora?
—Claro. Es preceptivo. Tengo que volver al infierno llevándolo. De otra forma no podría empezar a trabajar en su caso. Son cosas de la legislación vigente, ¿sabe?
—Pero si aún no me ha garantizado nada…
—Escuche: de la forma que sea, hallaré el medio para que se convierta en el mejor y más popular escritor de SF del mundo. El cómo no le importará a usted, sino el resultado. ¿De acuerdo?
Después de una corta vacilación, Aprieto cogió el pergamino y trazó su irreconocible firma con el bolígrafo que nunca abandonaba y cuya carga no parecía gastarse jamás.
—Confío en usted. —Hizo un esfuerzo y añadió—: tiene aspecto de ser un caballero.
—Pues ya verá cuando vuelva. Entonces traeré mi traje de los sábados. Es que así, como me ve, voy mejor por las tierras calurosas donde he estado ahora, muy fresquito. ¡Hace tanto calor por las costas del Sol y la Alegría!
—¿Le molesta el calor? —preguntó, mosqueado, Aprieto. ¿Y si al final aquel tipo fuera un farsante? Se mordió los labios y decidió callar. Con su desconfianza y recelos innatos podía echarlo todo a perder si expresaba en voz alta sus temores y el diablo se ofendía, dejándole allí con un palmo de narices.
—El calor del sol, sí. —Rápidamente, el otro puso los ojos en blanco, como recordando un placer sublime—. Pero si viera lo agradable que es la temperatura de mi hogar, siempre estable a cinco mil grados. —Se alzó de hombros, resignado—. En fin, mejor no pensar. Me voy y vuelvo en seguida. No se vaya, ¿eh?
Desapareció.
Aprieto solo tuvo tiempo de parpadear dos veces. A la tercera de nuevo estaba allí el diablo, pero ahora con un impecable traje de pata de gallo, corbata roja y camisa de seda color canela con chorreras y bordados de plata.
—Bueno, todo arreglado —dijo, sentándose en el mismo sillón que había abandonado tres segundos antes.
—¿Tan pronto? ¿Cómo es posible?
—Es muy sencillo. Yo me muevo por el tiempo, amigo. Para mí la reunión que he tenido con mis consejeros ha durado dos días. ¿Por qué iba a hacerle esperar tanto? Ya está todo resuelto —añadió, sonriendo con la satisfacción del profesional que cumple con un trabajo nada fácil.
—¿De veras? —inquirió Aprieto, frotándose las manos.
El ente diabólico se puso súbitamente serio, unió las puntas de sus dedos y comenzó a decir brevemente:
—En cierto modo no ha resultado sencillo. Traigo una oferta para usted. Es la única factible, le advierto. Si no es de su agrado la rechaza, o rompemos el compromiso, y aquí no pasa nada. Usted y yo seguimos siendo no amigos, pero tampoco enemigos.
La risueña expresión de Aprieto se difuminó de repente.
—Explíquese —pidió.
—A eso iba. Mire, podemos conseguir que sea el mejor escritor de ciencia ficción de este mundo… o del que sea preciso.
—No entiendo ni puta palabra.
—Joder, preste atención. Además de moverme por el tiempo, yo también cubro una serie de mundos paralelos a este, algunos miles.
—¿Es que existen de verdad esos tan traídos y llevados mundos paralelos?
—Desde luego. La noticia se la vendí a un colega suyo, que la usó como idea para uno de sus libros de SF hace ya mucho tiempo. Como el servicio no era muy importante, por mi parte solo le pedí, a cambio, el alma del dedo índice derecho. Eso sí, el derecho, para fastidiarle. Además de ser muy conservador le gusta metérselo en la nariz, y sin alma dedal no resultaba muy eficaz.
—Pues no podía imaginarme que se vendiera el alma en general por partes, no.
—En realidad fue una operación a plazos, porque al final conseguí el resto. El cliente en cuestión se habituó y acabó vendiéndola enterita, pero por un importe total muy inferior de haber hecho la transacción de una vez. No hizo buen negocio. Eso pasa a los timoratos. Por eso me gusta usted, amigo. Dice: venga, allá va mi alma, de un tirón. Me resulta muy majo, sí señor. He simpatizado con usted por tales motivos, además de la mala uva que tiene.
—Oiga, sin faltar, que yo no…
—No se ponga así, hombre, que nos conocemos bien. Sigamos. Mi plan es el siguiente: yo le traslado a un mundo donde no existan escritores de ciencia ficción, para que usted se convierta en el mejor.
Aprieto estuvo a punto de caerse de la silla, de tal magnitud fue la impresión
que recibió. Se sobrepuso y pudo balbucir:
—Pero… eso no es lo que quiero. Ese mundo resultaría muy diferente. Quizá no me gustara…
—Nada de temores. Hemos encontrado uno en donde la ciencia ficción está por descubrir. —El diablo sonrió de forma tremendamente endemoniada y llena de picardía—. ¿Por qué no usa la imaginación y elucubra con las posibilidades que le pongo al alcance de su máquina de escribir?
—La verdad es que no logro captar… —confesó con un poco de vergüenza al admitir que a veces tenía que suplir con grandes esfuerzos la falta de originalidad de sus escritos, circunstancia que luego criticaba hasta la saciedad en otros colegas—. Además, eso de ir a un mundo diferente a este… No sé… Podría ser tan distinto… Por ejemplo, sin cine, sin chicas en monokini o, lo que es peor, en donde la Real Sociedad no hubiera ganado la liga al Real Madrid. Resultaría un universo horrible, ¿no?
—Me ofende, amiguete. He dicho que sería un mundo exacto a este, al suyo, excepto que Hugo Gernsback no habría descubierto la SF, ni tampoco existirían Wells o Verne, ¡Por mis pezuñas! ¿Es que sigue sin comprender?
Hundido en la silla, Aprieto negó con tímidos movimientos de cabeza.
El diablo suspiró y, pacientemente, dijo:
—Yo pongo en sus manos todos los temas y argumentos de SF que se han usado en este mundo, miles de novelas, cuentos, relatos cortos o largos. Podría dejar de escribir solo relatitos de media docena de páginas y dedicarse a las grandes obras, desde la Guerra de los mundos, 1.984, Dune, Pórtico, Universo de locos, Fundación, Cita con Rama, Todos sobre Zanzíbar, la tetralogía de los dioses de Dhrule, mejorándola, claro. Nunca digas buenas noches a un extraño, Gabriel… ¿Qué le parece?
Tras ponerse blanco y luego rojo, Aprieto despidió unas chispitas extrañas por sus ojos.
—¿Yo podría escribir todo eso? Claro que… —se tornó serio de súbito—. ¡Eso nunca lo haré! ¡Sería una vergüenza, indigna de un profesional de mi clase! ¡Lo que me propone es un plagio, descomunal y monstruoso!
—Sería un plagio en este mundo, pero no en el que iría a vivir. —El diablo se alzó de hombros—. Allá usted. Lo toma o lo deja. Pero antes debe meditar seriamente la respuesta. No tengo ya mucho tiempo. Estoy ansioso por marcharme de vacaciones. He reservado un apartamento en el barrio más ardiente y aristocrático del infierno, cerca de las cavernas de lava y los grandes lagos de magma.
Aprieto se dejó caer en el sillón, entrecerrando los párpados.
Pensó.
Se vio a sí mismo reescribiendo las obras maestras, convirtiéndose en la sensación de millones de lectores que se pasmarían ante su increíble inventiva, incapaces de dar crédito a tantos libros que con su firma inundarían el mercado, una auténtica riada de imaginación y creatividad. Sí, el diablo tenía razón. En el universo paralelo nadie podría acusarle de plagio porque las ideas serían inéditas. Además, tendría donde elegir, tanto que ni en mil años podría trasladarlo todo al papel, lógicamente con un gran estilo y personalidad. Todas las obras, incluso las mediocres, tras pasar por sus manos, ganarían calidad. Lamentó no haber pedido también la inmortalidad y así disponer de tiempo para lanzar a los absortos ojos del mundo lector cientos y cientos de originales, que aunque no suyos, nadie podría negarle la paternidad de la producción literaria más increíble jamás vista.
Admitió que la propuesta era tentadora.
Abrió los ojos y exclamó:
—¡Acepto!
—Magnífico —sonrió el diablo, empezando a levantarse.
—¿Cuándo me enviará a ese mundo?
—Ya está en él —soltó una carcajada—. Y no tema, que no encontrará nada que le conturbe. Tendrá sus amigos y familiares, todos. Se enfrentará con los mismos problemas que dejó en el otro mundo, donde no conseguía triunfar. Hasta padecerá de dolores de cabeza a causa del tráfico, el aire contaminado y la inflación. Por supuesto, la Real habrá ganado la liga y el Mundial se celebrará el año previsto, si antes los políticos que rigen el mundo, que aquí son igual de chapuceros como en el otro, no envían al carajo el planeta. En fin, que todo lo encontrará idéntico, excepto que nadie habrá escrito ni leído, por supuesto, ni una novela de SF. En sus manos está ahora la posibilidad de crear la historia de ese género que, con todos mis respetos, me parece una sandez. Además, como regalo particular, dispondrá de una memoria de elefante y recordará, hasta la última coma, todas las novelas y relatos que haya leído. Así podrá reproducirlos fielmente o cambiarlos a su gusto.
—Entonces, ¿ya está todo dispuesto?
—Desde luego. Ah, suelo hacer una visita de cortesía a mis clientes al cabo de unos años, tras haberles satisfecho su deseo. En cierto modo me gusta contemplar como se depauperan los cuerpos y el alma se escapa despacio, muy despacito. —Soltó una cantarina carcajada.
Asustado, Aprieto preguntó:
—¿Va a tenderme una trampa? ¿Acaso sabe que voy a morirme pronto y no dispondré de tiempo para ser célebre y rico?
—Nada de eso. Llegará a viejo. Será un ancianito dentro de… —hizo un cálculo rápido— cincuenta años, más o menos. Entonces será cuando le visite, en el momento en que le reste poco tiempo de vida en este mundo, al cual ha llegado gracias a mí.
Y el diablo desapareció, sin dejar un pajolero rastro de azufre, como Aprieto había temido. Entonces se asomó a la ventana, un poco receloso. Pero al otro lado de los árboles brillaba la campiña, y los pájaros cantaban alegremente. Más allá discurría la autopista, repleta de coches que buscaban un poco de espacio en el campo aquel fin de semana. Todo era igual. Los modelos los mismos, y los automovilistas tan enfadados como siempre.
Aprieto se sintió feliz.
El más feliz de los mortales. Y pronto sería el mejor y más famoso escritor de SF de todo el mundo.
Tal como le había prometido el diablo, Aprieto recibió su visita una tarde de otoño, al cabo de los años. Se hallaba sentado muy cerca de la estufa, junto a la ventana. Lejos, la triple autopista estaba cubierta por una masa tres veces mayor de coches que cincuenta años atrás.
—Hola —saludó el diablo—. Le encuentro un tanto apagado. Hombre, que aún falta bastante para que pueda mostrarle los encantos de mis Reinos Profundos. Ea, vamos, levante esos ánimos. ¿Qué le pasa?
Aprieto le miró compungido. El diablo, que había estado muy ocupado durante aquel medio siglo transcurrido en otros tiempos y dimensiones, nunca nada originales, le devolvió el gesto triste, aunque con mucha extrañeza.
—¿Pero a qué viene esa cara tan mustia? ¿Es que no es feliz siendo el mejor autor de SF, tal como deseaba?
—¡Mierda! —gimió el viejo.
—¿No? ¿Pues qué ha pasado?
—¿Va a decirme que no lo sabe usted, condenado diablejo?
—Le juro por mi rabo que no. Vamos, créame. Yo no suelo estar espiando constantemente a mis clientes. Cuénteme. Estoy intrigadísimo.
El anciano se sorbió dos velas que le caían de la nariz, tomó un buchito de tila, que en los últimos años había consumido por toneladas. Dejando a un lado el incipiente enfado, dijo roncamente:
—He fracasado.
—¡No es posible!
—Sí lo es. Mire, señor diablo. Me puse a escribir como un loco, o si prefiere,
a reescribir todo lo mejor que había leído. Fueron montones de originales, que enviaba a un tal Ombligo Santo, que por aquel entonces editaba una colección de novelas pornográficas llamada el Coño Tallado y otra del oeste, creo que era Nueva Frontera del Far West. ¡Pues nada! Ni el Ombligo ni otros editores me publicaban nada. Así, ¿cómo iba a ser célebre? Me decían que mis escritos eran muy raros, que no valían, y que si ningún escritor yanqui había producido algo parecido era fácil deducir que el tema, que yo llamaba lógicamente ciencia ficción, no tenía ningún porvenir ni presente ni futuro en la literatura. Luego, algunos, me sugerían que me dedicase a novelas policíacas o del oeste, que entonces sí que serían publicadas. Pero de SF no querían ni oír hablar.
¡Puñetas! —exclamó el diablo—. No esperaba yo que pudiera ocurrir esto. Lamento haberle defraudado, amigo mío. Pero yo fui muy sincero y le advertí que usted tenía que forjarse, con sus propios medios o los que le proporcionasen esos autores del universo que dejó, el triunfo. No pude hacer más.
—No, si en realidad apenas le guardo rencor, señor demonio.
—Me alegro que se tome el asunto tan filosóficamente. —Miró la habitación,
y sintió admiración ante tanto lujo como contenía—. Vaya. Al parecer las cosas tampoco le han ido muy mal, ¿no?
—Psché. No puedo quejarme económicamente. He ganado mucho dinero. Al final hice caso a Ombligo Santo, que no paraba de vender novelas porno y del oeste por millones, y se forraba el tío. Ahora, gracias a mí, es multimillonario. Soy su autor preferido, y afirma que con publicar mis novelas tiene bastante. A los demás escritores les dio hace tiempo la patada.
—¿Cómo ha sido posible ese milagro, con perdón?
Una tristeza infinita inundó el rostro del anciano cuando dijo:
—Tengo fama, sí. Y admiradores por millones, cierto. Bueno, en realidad son admiradoras. Mis novelas románticas se adaptan por docenas al cine y a la televisión, y se serializan por radio a lo largo de centenares de capítulos diarios. Hasta se traducen al chino y al arameo. En fin, que soy el mejor escritor del mundo, el más célebre y admirado, por mis novelas rosas…
Y se le saltaron dos lagrimitas, que discurrieron suaves por las arrugadas mejillas. Muy despacio, el célebre autor Don Ramón Aprieto se las secó con un pañuelo.

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