Y
si soy el mayor de los pecadores, soy también la mayor de las víctimas.
Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde
“Jamás serás
como Él, patético doctorcillo”, dice su irritante compañero.
No lo soporta.
Esa inoportuna voz, llevando siempre la contraria, invadiendo su pensamiento noche
y día, le produce intensos dolores de cabeza. A medida que ahondaba en sus
investigaciones, se volvió progresivamente más huraño, hasta aislarse
totalmente del mundo exterior. Sólo el laboratorio ahuyentaba su apatía. Ahora
su única compañía es ese doble que le saca de quicio, pero del que tampoco
puede prescindir.
El doctor
recurre una vez más a la jeringuilla. Como otras mentes privilegiadas, comenzó
a consumir cocaína en busca de lucidez. Ahora lo hace para sobrellevar a ese
alter ego petulante y engreído. Cuando salta una dosis está más irascible de lo
habitual y es incapaz de concentrarse. Reconfortado por la droga, recuerda cómo
empezó todo.
Consciente de
que el cuerpo es un mero recipiente, fácil de sustituir desde que el gran Víctor
Frankenstein ofreciese su aportación a la ciencia, se centró en reproducir el
órgano que alojaba su talento y su genuino espíritu: su cerebro, un mecanismo
perfecto.
Durante años
cultivó células extraídas de su propio bulbo raquídeo con escaso éxito, hasta
que una mañana se levantó y la minúscula masa esponjosa había crecido. Fue desarrollándose
bajo su atenta mirada, llena de admiración y ternura. Ahora, flotando en su
pecera, rodeado de cables que conectan los electrodos colocados en su
superficie con la bocina que le sirve de boca, se diría un pulpo grotesco y
respondón. Su lóbulo frontal parece anómalo. El hipocampo y la amígdala, pequeños.
Más aberración que prodigio, se pregunta si no será defectuoso, si no fallaría algo
en el experimento.