Ramón J. Sender por el pintor Alejandro Cabeza
Volaba entre las dos rompientes y le habría gustado ganar altura y sentir en sol en las alas, pero era más cómodo dejarse resbalar sobre la brisa.
Iba saliendo poco a poco al valle, allí donde la montaña disminuía hasta convertirse en una serie de pequeñas colinas. El buitre veía abajo llanos grises y laderas verdes.
—Tengo hambre —se dijo.
La noche anterior había oído tiros. Unos aislados y otros juntos y en racimo. Cuando se oían disparos por
la noche las sombras parecían decirle: «Alégrate, que ma- ñana encontrarás carne muerta.» Además por la noche se trataba de caza mayor. Animales grandes: un lobo o un oso y tal vez un hombre. Encontrar un hombre muerto era inusual y glorioso. Hacía años que no había comido carne humana, pero no olvidaba el sabor.
Si hallaba un hombre muerto era siempre cerca de un camino y el buitre odiaba los caminos. Además no era fácil acercarse a un hombre muerto porque siempre había otros cerca, vigilando.
Oyó volar a un esparaván sobre su cabeza. El buitre torció el cuello para mirarlo y golpeó el aire rítmicamente con sus alas para ganar velocidad y alejarse. Sus alas proyectaban una ancha sombra contra la ladera del monte. —Cuello pelado —dijo el esparaván—. Estás espantándome la caza. La sombra de tus alas pasa y repasa sobre la colina.
No contestaba el buitre porque comenzaba a sentirse viejo y la autoridad entre las grandes aves se logra mejor con el silencio. El buitre sentía la vejez en su estómago vacío que comenzaba a oler a la carne muerta devorada años antes.
Voló en círculo para orientarse y por fn se lanzó como una fecha fuera del valle donde cazaba el esparaván. Voló largamente en la misma dirección. Era la hora primera de la mañana y por el lejano horizonte había ruido de tormenta, a pesar de estar el cielo despejado.
—El hombre hace la guerra al hombre —se dijo.
Recelaba del animal humano que anda en dos patas y tiene el rayo en la mano y lo dispara cuando quiere.
Del hombre que lleva a veces el fuego en la punta de los dedos y lo come. Lo que no comprendía era que siendo tan poderoso el hombre anduviera siempre en grupo. Las fieras suelen despreciar a los animales que van en rebaño.
Iba el buitre en la dirección del cañoneo lejano. A veces abría el pico y el viento de la velocidad hacía vibrar su lengua y producía extraños zumbidos en su cabeza. A pesar del hambre estaba contento y trató de cantar:
Los duendes que vivían en aquel cuerpo
estaban fríos, pero dormían
y no se querían marchar.
Yo los tragué
y las plumas del cuello se me cayeron.
¿Por qué los tragué si estaban fríos?
Ah, es la ley de mis mayores.
Rebasó lentamente una montaña y avanzó sobre otro valle, pero la tierra estaba tan seca que cuando vio
el pequeño arroyo en el fondo del barranco se extrañó. Aquel valle debía estar muerto y acabado. Sin embargo, el arroyo vivía.
En un rincón del valle había algunos cuadros que parecían verdes, pero cuando el sol los alcanzaba se veía que eran grises también y color ceniza. Examinaba el buitre una por una las sombras de las depresiones, de los arbustos, de los árboles. Olfateaba el aire, también, aunque sabía que a aquella altura no percibiría los olores. Es decir, sólo llegaba el olor del humo lejano. No quería batir sus alas y esperó que una corriente contraria llegara y lo levantara un poco. Siguió resbalando en el aire haciendo un ancho círculo. Vio dos pequeñas cabañas. De las chimeneas no salía humo. Cuando en el horizonte hay cañones las chimeneas
de las casas campesinas no echan humo.
Las puertas estaban cerradas. En una de ellas, en la del corral, había un ave de rapiña clavada por el pecho. Clavada en la puerta con un largo clavo que le pasaba entre las costillas. El buitre comprobó que era un esparaván. Los campesinos hacen eso para escarmentar a las aves de presa y alejarlas de sus gallineros. Aunque el buitre odiaba a los esparavánes, no se alegró de aquel espectáculo. Los esparavánes cazan aves vivas y están en su derecho.
Aquel valle estaba limpio. Nada había, ni un triste lagarto muerto. Vio correr un chipmunk siempre apresurado y olvidando siempre la causa de su prisa. El buitre no cazaba, no mataba. Aquel chipmunk ridiculamente excitado sería una buena presa para el esparaván cuando lo viera.
Quería volar al siguiente valle, pero sin necesidad de remontarse y buscaba en lacortina de roca alguna abertura por donde pasar. A aquella hora del día siempre estaba cansado, pero la esperanza de hallar comida le daba energías. Era viejo. Temía que le sucediera como a otro buitre, que en su vejez se estrelló un día contra una barrera de rocas.
Halló por fn la brecha en la montaña y se lanzó por ella batiendo las alas:
—Ahora, ahora...
Se dijo: «No soy tan viejo.» Para probárselo combó el ala derecha y resbaló sobre la izquierda sin miedo a las altas rocas cimeras. Le habría gustado que le viera el esparaván. Y trató de cantar:
La luna tiene un cuchillo
para hacer a los muertos
una cruz en la frente.
Por el día lo esconde
en el fondo de las lagunas azules.
La brecha daba acceso a otro valle que parecía más hondo. Aunque el buitre no se había remontado, se sentía más alto sobre la tierra. Era agradable porque podía ir a cualquier lugar de aquel valle sin más que resbalar un poco sobre su ala. En aquel valle se oía mejor el ruido de los cañones.
También se veía una casa y lo mismo que las anteriores tenía el hogar apagado y la chimenea sin humo.
Las nubes del horizonte eran de color de plomo, pero en lo alto se doraban con el sol. El buitre descendió un poco. Le gustaba la soledad y el silencio del valle. En el cielo no había ningún otro pájaro Todos huían cuando se oía el cañón, todos menos los buitres. Y veía su propia sombra pasando y volviendo a pasar sobre la ladera.
Con la brisa llegó un olor que el buitre reconocía entre mil. Un olor dulce y acre:
—El hombre.
Allí estaba el hombre. Veía el buitre un hombre inmóvil, caído en la tierra, con los brazos abiertos, una pierna estirada y otra encogida. Se dejó caer verticalmente. Pero mucho antes de llegar al suelo volvió a abrir las alas y se quedó fotando en el aire. El buitre tenía miedo.
—Tú, el rey de los animales, que matas a tu hermano e incendias el bosque, tú el invencible. ¿Estás de veras
muerto?
Contestaba el valle con el silencio. La brisa producía un rumor metálico en las aristas del pico entreabierto.
Del horizonte llegaba el fragor de los cañones. El buitre comenzó a aletear y a subir en el aire, esta vez sin fatiga. Se puso a volar en un ancho círculo alrededor del cuerpo del hombre. El olor le advertía que aquel cuerpo estaba muerto, pero era tan difícil encontrar un hombre en aquellas condiciones de vencimiento y derrota, que no acababa de creerlo.
Subió más alto, vigilando las distancias. Nadie. No había nadie en todo el valle. Y la tierra parecía también gris y muerta como el hombre. Algunos árboles desmochados y sin hojas mostraban sus ramas quebradas. El valle parecía no haber sido nunca habitado. Había un barranco, pero en el fondo no se veía arroyo alguno.
—Nadie.
Con los ojos en el hombre caído volvió a bajar. Mucho antes de llegar a tierra se contuvo. No había que
farse de aquella mano amarilla y quieta. El buitre seguía mirando al muerto:
—Hombre caído, conozco tu verdad que es una mentira inmensa. Levántate, dime si estás vivo o no. Muévete y yo me iré de aquí y buscaré otro valle.
El buitre pensaba: «No hay un animal que crea en el hombre. Nadie puede decir si el palo que el hombre lleva en la mano es para apoyarse en él o para disparar el rayo. Podría ser que aquel hombre estuviera muerto. Podría ser que no.»
Cada vuelta alrededor se hacía un poco más cerrada. A aquella distancia el hedor —la fragancia— era irresistible. Bajó un poco más. El cuerpo del hombre seguía quieto, pero las sombras se movían. En las depresiones del cuerpo en uno de los costados, debajo del cabello, había sombras sospechosas.
—Todo lo dominas tú, si estás vivo. Pero si estás muerto has perdido tu poder y me perteneces. Eres mío.
Descendió un poco más, en espiral. Algo en la mano del hombre parecía moverse. Las sombras cambiaban de posición cerca de los brazos, de las botas. También las de la boca y la nariz, que eran sombras muy pequeñas. Volaba el animal cuidadosamente:
—Cuando muere un ave —dijo— las plumas se le erizan.
Y miraba los dedos de las manos, el cabello, sin encontrar traza alguna que le convenciera:
—Vamos, mueve tu mano. ¿De veras no puedes mover una mano?
El fragor de los cañones llegaba de la lejanía en olas broncas y tembladoras. El buitre las sentía antes en el estómago que en los oídos. El viento movió algo en la cabeza del hombre: el pelo. Volvió a subir el buitre, alarmado. Cuando se dio cuenta de que había sido el viento decidió posarse en algún lugar próximo para
hacer sus observaciones desde un punto fjo. Fue a una pequeña agrupación de rocas que parecían un barco anclado y se dejó caer despacio. Cuando se sintió en la tierra plegó las alas. Sabiéndose seguro alzó la pata izquierda para calentársela contra las plumas del vientre y respiró hondo. Luego ladeó la cabeza y miró al hombre con un ojo mientras cerraba el otro con voluptuosidad.
—Ahora veré si las sombras te protegen o no.
El viento que llegaba lento y mugidor traía ceniza fría y hacía doblarse sobre sí misma la hierba seca. El pelo
del hombre era del mismo color del polvo que cubría los arbustos. La brisa entraba en el cuerpo del buitre como en un viejo fuelle.
Si es que comes del hombre ten cuidado
que sea en tierra frme y descubierta.
Recordaba que la última vez que comió carne humana había tenido miedo también. Se avergonzaba de su
propio miedo él, un viejo buitre. Pero la vida es así. En aquel momento comprendía que el hombre que yacía en medio de un claro de arbustos debía estar acabado. Sus sombras no se movían en absoluto.
—Hola, hola, grita, di algo.
Hizo descansar su pata izquierda en la roca y alzó la derecha para calentarla también en las plumas.
—¿Viste anoche la luna? Era redonda y amarilla.
Ladeaba la cabeza y miraba al muerto con un solo ojo inyectado en sangre. La brisa recogía el polvo que había en las rocas y hacía con él un lindo remolino. El ruido de los cañones se alejaba. «La guerra se va al valle próximo.»
Miró las rocas de encima y vio que la más alta estaba bañada en sol amarillo. Fue trepando despacio hasta
alcanzarla y se instaló en ella. Entreabrió las alas, se rascó con el pico en un hombro, apartó las plumas del pecho para que el sol le llegara a la piel y alzando la cabeza otra vez, se quedó mirando con un solo ojo. Alrededor del hombre la tierra era frme —sin barro ni arena— y estaba descubierta.
Escuchaba. En aquella soledad cualquier ruido —un ruido de agua entre las rocas, una piedrecita desprendida bajo la pata de un lagarto— tenían una resonancia mayor. Pero había un ruido que lo dominaba todo. No llegaba por el aire sino por la tierra y a veces parecía el redoble de un tambor lejano. Apareció un caballo corriendo.
Un caballo blanco y joven. Estaba herido y corría hacia ninguna parte tratando sólo de dar la medida de su juventud antes de morir, como una protesta. Veía el buitre su melena blanca ondulando en el aire y la grupa estremecida. Pasó el caballo, se asustó al ver al hombre caído y desapareció por el otro extremo de la llanura.
El valle parecía olvidado. «Sólo ese caballo y yo hemos visto al hombre.» El buitre se dejó caer con las alas
abiertas y fue hacia el muerto en un vuelo pausado. Antes de llegar frenó con la cola, alzó su pecho y se dejó caer en la tierra. Sin atreverse a mirar al hombre retrocedió, porque estaba seguro de que se había acercado demasiado. La prisa unida a cierta solemnidad le daban una apariencia grotesca. El buitre era ridículo en la tierra. Subió a una pequeña roca y st volvió a mirar al hombre:
—Tu caballo se ha escapado. ¿Por qué no vas a buscarlo?
Bajó de la roca, se acercó al muerto y cuando creía que estaba más seguro de sí un impulso extraño le obligó a tomar otra dirección y subir sobre otra piedra. Más cerca que la anterior, eso sí.
—¿Muerto?
Volvían a oírse explosiones lejanas. Eran tan fuertes que los insectos volando cerca del buitre eran sacudidos
en el aire Volvió a bajar de la piedra y a caminar alrededor del cuerpo inmóvil que parecía esperarle. Tenía el hombre las vestiduras desgarradas, una rodilla y parte del pecho estaban descubiertos y el cuello y los brazos desnudos. La descomposición había infamado la cara y el vientre. Se acercó dos pasos con la cabeza de medio lado, vigilante. El cabello era del color de las hierbas quemadas. Quería acercarse más, pero no podía.
Miraba las manos. La derecha se clavaba en la tierra como una garra. La otra se escondía bajo la espalda. Buscaba en vano el buitre la expresión de los ojos.
—Si estuvieras vivo habrías ido a buscar tu caballo y no me esperarías a mí. Un caballo es más útil que un
buitre, digo yo.
El hombre caído entre las piedras era una roca más. Su pelo bajo la nuca parecía muy largo, pero en realidad no era pelo, sino una mancha de sangre en la tierra. El buitre iba y venía en cortos pasos de danza mientras sus ojos y su cabeza pelada avanzaban hacia el muerto. El viento levantó el pico de la chaqueta del hombre y el buitre saltó al aire sacudiendo sus alas con un ruido de lonas desplegadas. Se quedó describiendo círculos alrededor. El hedor parecía sostenerlo en el aire.
Entonces vio el buitre que la sombra de la boca estaba orlada por dos hileras de dientes. La cara era ancha y la parte inferior estaba cubierta por una sombra azul.
El sol iba subiendo, lento y amarillo, sobre una cortina lejana de montes.
Bajó otra vez con un movimiento que había aprendido de las águilas, pero se quedó todavía en el aire encima del cuerpo y fuera del alcance de sus manos. Y miraba. Algo en el rostro se movía. No eran sombras ni era el viento. Eran larvas vivas Salían del párpado inferior y bajaban por la mejilla.
—¿Lloras, hijo del hombre? ¿Cómo es que tu boca se ríe y tus ojos lloran y tus lágrimas están vivas?
Al calor del sol se animaba la podredumbre. El buitre Se dijo: «Tal vez si lo toco despertará.» Se dejó caer
hasta rozarlo con un ala y volvió a remontarse. Viendo que el hombre seguía inmóvil bajó y fue a posarse a una distancia muy corta. Quería acercarse más, subir encima de su vientre, pero no se atrevía. Ni siquiera se atrevía a pisar la sombra de sus botas.
El sol cubría ya todo el valle. Había trepado por los pantalones del muerto, se detuvo un momento en la hebilla de metal del cinturón y ahora iluminaba de lleno la cara del hombre. Entraba incluso en las narices cuya sombra interior se retiraba más adentro.
Completamente abiertos, los ojos del hombre estaban lleno de luz. El sol iluminaba las retinas vidriosas. Cuando el buitre lo vio saltó sobre su pecho diciendo:
—Ahora, ahora.
El peso del animal en el pecho hizo salir aire de los pulmones y el muerto produjo un ronquido. El buitre dijo:
—Inútil, hijo del hombre. Ronca, grita, llora. Todo inútil es.
Y ladeando la cabeza y mirándolo a los ojos añadió:
—El hombre no puede mirar al sol de frente.
En las retinas del muerto había paisajes en miniatura llenos de reposo y de sabiduría. Encima lucía el sol.
—¿Ya la miras? ¿Ya te atreves a mirar la luz de frente?
A lo lejos se oían los cañones.
—Demasiado tarde, hijo del hombre.
Y comenzó a devorarlo.
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