Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de
qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla
mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de
estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los
sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso
aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamento de esos seres
pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre.
Me
gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quien decirle: ¿Oyes, ese
gato no está llamándome? Pero Virginia me abandonó hace casi dos meses, antes
de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi
vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi
deforestada nevera y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había
asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su
huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi
apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la
felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que
sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora
como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas:
dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo
la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos
verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando
no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado
de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel
eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería
mundanos, sabidos, otros. Para aquello que probablemente nos desbarataría. Y
yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos
como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, último
pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, faunos y elfos, y de la que lo
único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como
nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería,
le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla
a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
Virginia, la mujer que nunca
me dejaría, se fue una
tarde cualquiera de hace dos meses Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de
navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico
del ascensor recorriendo clandestinamente las entra, ñas del edificio, un
claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con
suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte
de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase
Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamente
imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi
padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas
las noches, con asombrosa puntualidad, acude al tejado y me llama con
desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.