Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

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Félix J. Palma: Maullidos

Félix J. Palma



A Juan Bonilla, que padeció su primera parte.


Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamen­to de esos seres pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre.
Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quien decirle: ¿Oyes, ese gato no está llamándome? Pero Virginia me abandonó hace casi dos meses, antes de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada nevera y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos, sabidos, otros. Para aquello que probable­mente nos desbarataría. Y yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, últi­mo pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, fau­nos y elfos, y de la que lo único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
Virginia, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos meses Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entra, ñas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamen­te imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al teja­do y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.

Richard Matheson: Lemmings

Richard Matheson



"Where do they all come from?" Reordon asked.
"Everywhere," said Carmack.
They were standing on the coast highway. As far as they could see there was nothing but cars. Thousands of cars were jammed bumper to bumper and pressed side to side. The highway was solid with them.
"Here come some more," said Carmack.
The two policemen looked at the crowd of people walking toward the beach. Many of them talked and laughed. Some of them were very quiet and serious. But they all walked toward the beach.
Reordon shook his head. "I don't get it," he said for the hundredth time that week. "I just don't get it."
Carmack shrugged.
"Don't think about it," he said. "It's happening. What else is there?"
"But it's crazy."
"Well, there they go." said Carmack.
As the two policemen watched, the crowd of people moved across the gray sands of the beach and walked into the water. Some of them started swimming. Most of them couldn't because of their clothes. Carmack saw a young woman flailing at the water and dragged down by the fur coat she was wearing.
In several minutes they were all gone. The two policemen stared at the place where the people had walked into the water.
"How long does it go on?" Reordon asked.
"Until they're gone, I guess," said Carmack.
"But why?"
"You ever read about the Lemmings?" Carmack asked.
"No."
"They're rodents who live in the Scandinavian countries. They keep breeding until all their food supply is gone. Then they move across the country, ravaging everything in their way. When they reach the sea the keep going. They swim until their strength is gone. Millions of them."
"You think that's what this is?" asked Reordon.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Para que sobreviva la estela en el mar de arena

salome guadalupe ingelmo, escritora para la infancia, escritora de fantasía, escritora de cuentos, literatura infantil, Ediciones Torremozas


“España y Marruecos firman tres convenios para reformar Alhucemas”, lee en voz alta. La noticia le arranca un gesto de satisfacción. Aún recuerda lo complicado que fue para él acabar en Marruecos su estudio sobre las aves migratorias. Supone un alivio saber que para los jóvenes el camino será más fácil.
El entusiasmo dura poco. Sus ojos reparan en otro titular que le desconcierta: “pasados 64 años de la desaparición del Saint-Exupéry, un piloto alemán confiesa haber derribado el avión del escritor en Toulon”.
El viejo ornitólogo abre la ventana y deja que la brisa inunde su biblioteca. El cielo nocturno está plagado de estrellas. Cada vez que una de ellas titila, imagina que se trata de un guiño, un gesto que nadie más en la tierra puede interpretar, un gesto dirigido sólo a él.
Han pasado ya muchos años sin tener noticias suyas, sin que nadie le haya referido un encuentro casual, una improbable anécdota acontecida en el desierto. Pero no importa; él sabe que sigue allí. “Lo esencial es” siempre “invisible para los ojos”.

No logra ver nada. La tormenta es sobrecogedora. La arena le hiere los delicados párpados. Se introduce impúdicamente en su boca, en su garganta. Le impide respirar. Sólo entonces comprende que ha sido una imprudencia alejarse tanto del campamento sin ninguna compañía. Lo comprende demasiado tarde. Para cuando decide que será más juicioso detenerse en lugar de seguir caminando a ciegas, está totalmente desorientado. Se acurruca a los pies de una duna y se cubre con la sahariana. En esa minúscula e improvisada matriz, echo un ovillo, espera a que el desierto se calme.
Cuando todo acaba, el bulto cubierto de arena forma ya parte del desolado paisaje. El ornitólogo se decide finalmente a salir de su escondrijo. Sólo entonces el escarabajo que se pasea sobre la chaqueta descubre el engaño. Su sorpresa es tal que el trabajo de todo el día se le escapa de entre las patas y rueda pendiente abajo.
No reconoce el paraje en el que se encuentra, y tampoco sabe cómo volver junto a sus compañeros. Lleva caminando varios días, pero no podría precisar cuántos. Ni siquiera está seguro de encontrarse aún en Marruecos. El campamento no está demasiado lejos de la frontera, así que bien podría haberla atravesado ya. Nada queda de los escasos víveres con los que lo abandonó, lo mínimo indispensable para unas cuantas horas de observación. Se siente muy débil y la deshidratación empieza a provocarle alucinaciones. No pocas veces se sorprende corriendo tras quiméricos camellos, malgastando las escasas fuerzas que aún le quedan. Ésas que parecen escaparse en cada golpe de tos seca que le sobreviene –cada hora que pasa, con mayor frecuencia–. Hasta que una mañana decide no dar un paso más. Es inútil: siente que el final se aproxima. Mejor aceptarlo serenamente. Mientras pierde el conocimiento se dice que, en el fondo, esa forma de morir es tan mala como otra cualquiera.

Aloysius Bertrand: Le Cheval Mort

Aloysius Bertrand selfportrait
Aloysius Bertrand selfportrait


Le fossoyeur: - Je vous vendrai
de l'os pour fabriquer des boutons.
Le pialey: - Je vous vendrai de
l'os pour garnir le manche de vos
poignards.
La Boutique de l'Armurier.


La voirie! et à gauche, sous un gazon de trèfle et de luzerne, les sépultures d'un cimetière; à droite, un gibet suspendu qui demande aux passants l'aumône comme un manchot.



Celui-là, tué d'hier, les loups lui on déchiqueté la chair sur le col en si longues aiguillettes qu'on le dirait paré encore pour la cavalcade d'une touffe de rubans rouges.

Chaque nuit, dès que la lumière blémira le ciel, cette carcasse s'envolera, enfourchée par une sorcière qui l'éperonnera de l'os pointu de son talon, la bise soufflant dans l'orgue de ses flancs caverneux.

Et s'il était à cette heure taciturne un oeil sans sommeil, ouvert dans quelque fosse du champ de repos, il se fermerait soudain, de peur de voir un spectre dans les étoiles.

Déjà la lune elle-même, clignant un oeil, ne luit plus de l'autre que pour éclairer comme une chandelle flottante ce chien, maigre vagabond, qui lape l'eau d'un étang.

Dino Buzzati: Lo scarafaggio




Rincasato tardi, schiacciai uno scarafaggio che in corridoio mi fuggiva tra i piedi (restò là nero sulla piastrella) poi entrai nella camera. Lei dormiva. Accanto, mi coricai, spensi la luce, dalla finestra aperta vedevo un pezzo di muro e di cielo. Era caldo, non riuscivo a dormire, vecchie storie rinascevano dentro di me, dubbi anche, generica sfiducia nel domani. Lei diede un piccolo lamento. "Che cos'hai?" chiesi. Lei aprì un occhio grande che non mi vedeva, mormorò: "Ho paura". "Paura di che cosa?" chiesi. "Ho paura di morire". "Paura di morire? E perchè?"
Disse: "Ho sognato..." Si strinse un poco vicino. "Ma che cosa hai sognato?" "Ho sognato ch'ero in campagna , ero seduta sul bordo di un fiume e ho sentito delle grida lontane...e io dovevo morire."
"Sulla riva di un fiume?" "Sì" disse "sentivo le rane... cra cra facevano". "E che ora era?" "Era sera, e ho sentito gridare". "Bè, dormi, adesso sono quasi le due." "Le due?" ma non riusciva a capire, il sonno l'aveva già ripresa.
Spensi la luce e udii che qualcuno rimestava giù in cortile. Poi salì la voce di un cane, acuta e lunga; sembrava che si lamentasse. Salì in alto, passando dinnanzi alla finestra, si perse nella notte calda. Poi si aprì una persiana (o si chiuse?). Lontano, lontanissimo, ma forse mi sbagliavo, un bambino si mise a piangere. Poi ancora l'ululato del cane, lungo più di prima. Io non riuscivo a dormire.
Delle voci d'uomo vennero da qualche altra finestra. Erano sommesse, come borbottate in dormiveglia. Cip, Cip, zitevitt, udii da un balcone sotto, e qualche sbattimento d'ali.
"Florio!" si udì chiamare all'improvviso, doveva essere due o tre case più in là. "Florio!" pareva una donna, donna angosciata, che avesse smarrito il figlio.
Ma perchè il canarino di sotto si era svegliato? Che cosa c'era? Con un cigolio lamentoso, quasi la spingesse adagio adagio uno che non voleva farsi sentire, una porta si aprì in qualche parte della casa. Quanta gente sveglia a quest'ora, pensai. Strano, a quest'ora.

Horacio Quiroga: La tortuga gigante

Horacio Quiroga



Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

_Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le date plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de queroseno.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacia dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

Neil Gaiman: Kiss




I’m dead. I’ve missed you. Kiss … ?




Miguel de Unamuno: El hacha mística

Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla
Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla


Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también el océano de lo desconocido crece a nuestra vista escalamos la montaña del conocimiento.

Dedicose a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas de los más antiguos restos del hombre.
Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no seria hombre.

Descubrió un día una nueva caverna a orilla del mar. Penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.
Del cual creía que ha salido la cruz. “Es un símbolo del Sol”, se dijo. El hacha aquella, lejos de pesarle, parecía como si le alzase, le exaltara, le empujara al cielo. Era como un imán que tendía a lo alto, al reino del sol del medio día. Un pastor, al quien encontrarle cuando salió de la caverna le mostró el hacha, le dijo: “!Es una piedra de rayo!”. Los pastores y las gentes del campo creen que esas hachas de sílice que se recogen para guardarlas en nuestros museos como objetos prehistóricos, son piedras que caen con el rayo. «¡Supersticiones!», pensó nuestro investigador; pero al sentir que el hacha seguía atrayéndole a lo alto, empujándole hacia arriba, se dijo: «Quién sabe... acaso tira hacia la matriz del rayo con que vino ... » Y es que ya no sabia ni lo que se pensaba.

Movido ya de un misterioso empuje, fuera ya de sí y como loco, echó a andar siempre hacia lo más alto, cuesta arriba. Y así llegó al pie de Gredos.

José María Merino: Cien

José María Merino


Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.


Robert E. Howard: The Black Stone

Robert E. Howard


"They say foul things of Old Times still lurk
In dark forgotten corners of the world.
And Gates still gape to loose, on certain nights.
Shapes pent in Hell."


--Justin Geoffrey




I read of it first in the strange book of Von Junzt, the German eccentric who lived so curiously and died in such grisly and mysterious fashion. It was my fortune to have access to his _Nameless Cults_ in the original edition, the so-called Black Book, published in Dusseldorf in 1839, shortly before a hounding doom overtook the author. Collectors of rare literature were familiar with _Nameless Cults_ mainly through the cheap and faulty translation which was pirated in London by Bridewall in 1845, and the carefully expurgated edition put out by the Golden Goblin Press of New York, 1909. But the volume I stumbled upon was one of the unexpurgated German copies, with heavy black leather covers and rusty iron hasps. I doubt if there are more than half a dozen such volumes in the entire world today, for the quantity issued was not great, and when the manner of the author's demise was bruited about, many possessors of the book burned their volumes in panic.

Von Junzt spent his entire life (1795-1840) delving into forbidden subjects; he traveled in all parts of the world, gained entrance into innumerable secret societies, and read countless little-known and esoteric books and manuscripts in the original; and in the chapters of the Black Book, which range from startling clarity of exposition to murky ambiguity, there are statements and hints to freeze the blood of a thinking man. Reading what Von Junzt _dared_ put in print arouses uneasy speculations as to what it was that he dared _not_ tell. What dark matters, for instance, were contained in those closely written pages that formed the unpublished manuscript on which he worked unceasingly for months before his death, and which lay torn and scattered all over the floor of the locked and bolted chamber in which Von Junzt was found dead with the marks of taloned fingers on his throat? It will never be known, for the author's closest friend, the Frenchman Alexis Ladeau, after having spent a whole night piecing the fragments together and reading what was written, burnt them to ashes and cut his own throat with a razor.

Leopoldo Lugones: El escuerzo




Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.

–¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! –exclamó con muestras de la mayor alegría –. En este mismo instante vamos a quemarlo.

–Quemarlo? –dije yo–; pero qué va a hacer, si ya está muerto...

–¿No sabes que es un escuerzo –replicó en tono misterioso mi interlocutora– y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar el fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.

¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.

–¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? –interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años.

–De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado.

Julia sonrió.

–No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...

–Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues –proseguí–, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, le vieja criada hilvanó su narración que es como sigue:

Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.

Harry Harrison: Future




TIME MACHINE REACHES FUTURE!!! … nobody there …


José Luis Sampedro: Arca número dos

José Luis Sampedro



Otra vez se movió la plataforma intermitente para llevarse al que acababa de plantear su caso y acercar otro a su ventanilla. El recién llegado era un viejo rústico, de anacrónica barba y nada tipificado, de los que hacía muchos años ya no se veían por las urbes y suburbes mundiales. Venía desconcertado por los vertiginosos ascensores y por las plataformas mecánicas.

La máquina interrogadora entró en acción.

_¿Número? _preguntó su altavoz.

Como el silencio del viejo la dejara sin impresionar, la máquina pasó a la insistencia explicatoria. _Debe declarar su número de identidad.

_No tengo _repuso el viejo_. Yo me llamo Nohé.

En el despacho del controlador se encendió la luz de «caso anormal». Entre tanto la máquina hizo girar la plataforma y, mientras otro peticionario se enfrentaba con el altavoz, el viejo se vio llevado por los suelos móviles, entre barandillas y vástagos, como los botes de conserva en las máquinas empaquetadoras que asombraban a los antiguos del siglo XX. Cuando todo paró, Nohé se vio ante el controlador, que ya había recibido un televisionama de las palabras del viejo.

_¿Dice que no tiene número?

_Así es. Sólo nombre. Nohé.

_¿No_Sé?

El controlador pronunciaba con dificultad aquellas voces arcaicas.

_Nohé _corrigió el viejo, ya como avergonzado de tener nombre.

Ernest Hemingway: The Snows of Kilimanjaro

Ernest Miller Hemingway, Ángel Ganivet, Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet, Concurso Literario Ángel Ganivet, Concurso Ángel Ganivet, Premio Ángel Ganivet, Certamen Ángel Ganivet, Salomé Guadalupe Ingelmo



THE MARVELLOUS THING IS THAT IT’S painless," he said. "That's how you know when it starts."

"Is it really?"

"Absolutely. I'm awfully sorry about the odor though. That must bother you."

"Don't! Please don't."

"Look at them," he said. "Now is it sight or is it scent that brings them like that?"

The cot the man lay on was in the wide shade of a mimosa tree and as he looked out past the shade onto the glare of the plain there were three of the big birds squatted obscenely, while in the sky a dozen more sailed, making quick-moving shadows as they passed.

"They've been there since the day the truck broke down," he said. "Today's the first time any have lit on the ground. I watched the way they sailed very carefully at first in case I ever wanted to use them in a story. That's funny now.""I wish you wouldn't," she said.

"I'm only talking," he said. "It's much easier if I talk. But I don't want to bother you."

"You know it doesn't bother me," she said. "It's that I've gotten so very nervous not being able to do anything. I think we might make it as easy as we can until the plane comes."

"Or until the plane doesn't come."

"Please tell me what I can do. There must be something I can do.

"You can take the leg off and that might stop it, though I doubt it. Or you can shoot me. You're a good shot now. I taught you to shoot, didn't I?"

Poli Délano: A primera vista

POLI DÉLANO



Verse y amarse locamente fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos largos y afilados. Él tenía la piel blanda y suave: estaban hechos el uno para el otro.



Italo Calvino: La gallina di reparto

Italo Calvino


Il guardiano Adalberto aveva una gallina. Egli faceva parte del corpo di guardia interno d'un grande stabilimento; e questa gallina la teneva in un cortiletto della fabbrica; il capo dei guardiani gli aveva dato il permes­so. Gli sarebbe piaciuto di arrivare a farsi, col tempo, tutto un pollaio; e aveva cominciato comprando quella gallina, che gli era stata garantita come buona ovarola e come bestia silenziosa, che non avrebbe mai osato turba­re con un suo coccodè la severa atmosfera industriale. Difatti, non poteva dirsene scontento: gli faceva almeno un uovo al giorno, e si sarebbe detta, non fosse stato per qualche sommesso ciangottio, del tutto muta. Il permes­so che Adalberto aveva avuto riguardava, a dire il vero, l'allevamento in gabbia, ma essendo il terreno del cortile - da non molti anni conquistato alla civiltà meccanica - ricco non solo di viti arrugginite ma pure ancora di lom­brichi, alla gallina s'era tacitamente concesso d'andare becchettando intorno. Così essa andava e veniva pei re­parti, riservata e discreta, ben nota agli operai, e, per la sua libertà e irresponsabilità, invidiata.
Un giorno il vecchio tornitore Pietro aveva scoperto che il suo coetaneo Tommaso, collaudatore, veniva in fabbrica con le tasche piene di granone. Non immemore delle sue origini contadine, il collaudatore aveva subito valutato le doti produttive del volatile e collegando que­st'apprezzamento a un desiderio di rivalsa dalle anghe­rie subite, aveva intrapreso una cauta manovra per ami­carsi la gallina del guardiano e indurla a deporre le sue uova in una scatola di rottami che giaceva accanto al suo banco di lavoro.
Ogni qualvolta scopriva nell'amico un'astuzia segreta, Pietro restava male, perché era sempre lontano dall'a-spettarsela, e subito cercava di non essere da meno. Da quando stavano per diventare parenti, poi (suo figlio s'era messo in testa di sposare la figlia di Tommaso), liti­gavano sempre. Si munì lui pure di granone, preparò una cassetta di tornitura di ferro e, per quel tanto che glie lo permettevano le macchine cui aveva da badare, cercava di attirare la gallina. Così questa partita, che aveva per posta non tanto un uovo quanto una rivincita morale, si giocava più tra Pietro e Tommaso che tra i due ed Adalberto, il quale, poveretto, faceva le perquisi­zioni degli operai all'entrata e all'uscita, frugava borse e flanelle e non ne sapeva niente.
Pietro stava da solo in un angolo di reparto delimitato da un pezzo di parete," e che faceva come un locale a sé o «saletta», con una porta vetrata che dava su un cortile. Fino a qualche anno prima in questa saletta ci stavano due macchine e due operai: lui e un altro. A un certo punto quest'altro s'era messo in mutua per un'ernia, e Pietro provvisoriamente ebbe da badare a tutt'e due le macchine. Imparò a regolare i suoi movimenti com'era necessario: abbassava una leva in una macchina e anda­va a togliere il pezzo finito da quell'altra. L'ernioso fu operato, tornò, ma fu assegnato a un'altra squadra. Pie­tro restò definitivo alle due macchine; anzi, per fargli ca­pir bene che non era una casuale dimenticanza, venne un cronometrista a misurare i tempi e gliene fece ag­giungere una terza: aveva calcolato che tra le operazioni dell'una e dell'altra gli restava ancora qualche secondo libero. Poi, in una revisione generale dei cottimi, gli toc­cò, per far tornare non si sa bene quale somma, di pi­gliarsene una quarta. A sessant'anni suonati aveva do­vuto imparare a fare il quadruplo del lavoro nello stesso margine di tempo, ma poiché il salario restava immuta­to, la sua vita non ne ricevette grandi contraccolpi, tran­ne lo stabilizzarsi d'un'asma bronchiale e il vizio di ca­dere addormentato appena si sedeva, in qualsiasi com­pagnia o ambiente si trovasse. Ma era un vecchio robu­sto e soprattutto pieno di vitalità nel morale, e sempre sperava d'essere alla vigilia di grandi cambiamenti.

Reginald Bretnor: Maybe Just a Little One

Bretnor Reginald


Maximus Everett, who taught physics at Woodrow Wilson Union High School for nearly twenty years, was the first man to accomplish nuclear fission in his basement.

It really wasn't much of a basement either. Along one side was the workbench, littered with tools and wire and dusty old books. On the other side was an empty birdcage and a utility sink with a dripping faucet. A couple of shabby trunks stood in a corner next to a broken lawnmower, and some baled magazines the Red Cross people had forgotten to call for were piled up behind the cyclotron.

The final result of his scientific labors pleased Everett. After observing it quietly for a while, he went upstairs to the kitchen, where his wife was making chopped-olive-and-egg sandwiches. He sat down on a stool, wiped his long bald forehead, and remarked that it certainly was hot in the basement. Without turning around, his wife assured him that this was not abnormal. "Here in Arizona," she observed, "right near the border, it's always hot in summer."

Everett did not dispute the point. "Oh, it's not only that," he told her. "I've just been working pretty hard. It's been a tough job." He leaned back with a little sigh of satisfaction. "I've invented atomic power, hon."

"So that's what you've been doing," said Mrs. Everett. "I thought you were still working on your perpetual motion machine." She cut the last sandwich diagonally in half, put some sliced pickle on the platter, and turned around, smoothing her ample apron. Then suddenly she looked accusingly at her husband. "Why, that's ridiculous!" she exclaimed. "What do you mean, you invented it? How about Hiroshima?"

"That was different," said Everett simply. "That was just a big bang. Anybody can invent that kind."

Alfonso Hernández Catá: La verdad del caso de Iscariote



Su sombra, curvándose en el terreno desigual, se alargaba detrás de él, y en la quietud soporífera de la tarde sólo se oían los murmullos vagamente dísonos de la ciudad, y las ráfagas caliginosas que luego de agitar los vergeles y los gallardos sicomoros erguidos a las márgenes del Cedrón, venían a estremecer el desbordamiento gris de su barba y a turbar sus meditaciones. Aquellas tibias ráfagas henchidas de aromas le recordaban los alientos capitosos de Marta y de María la de Magdal.

Había salido de Jerusalén después de la colación de mediodía por la puerta de Efraím, ansioso de expandir en la soledad la turbulencia de sus ideas. Y marchaba con lentos pasos, abatida la cabeza, que sólo de tiempo en tiempo alzaba para mirar a su diestra la mole del monte Oh- veto y la verde extensión del valle, donde, sobre el reposado ondular, las anémonas y los lirios abríanse como un florecimiento de purezas.

Su pensamiento, saltando los sucesos cercanos, iba hasta la bienhadada hora en que la luz entrando en su espíritu, antes todo tinieblas, habíale hecho abandonar el regalo familiar en su aldea de Karioth, para seguir al sublime maestro. Andaba, andaba, olvidando con sus meditaciones las fatigas de su cuerpo. Y sus pensamientos eran una bendición para los ojos de su materia que habían visto los prodigios de leprosos sanados y de muertos alzados con vidas de sus tumbas, y era un epinicio para los ojos de su alma, que habían logrado conocer en el nazareno enfermizo, de laberíntico platicar y de carácter extraño que iba desde la mansedumbre máxima hasta las iracundas violencias, al hijo de Aquel que en el Cielo todo lo creó y todo desde allí lo rige. Andaba, andaba, y cuando sus pies descalzos se hundían en las pequeñas abras del camino, la túnica, estremeciéndose, acusaba su musculatura viril, y en la bolsa cantaban argentinamente los siglos, oblaciones hechas a la divina compañía por las caritativas mujeres.

Brian Herbert: Epitaph

Brian Herbert



Epitaph: He shouldn't have fed it.



Mario Benedetti: Persecuta

Mario Benedetti



Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

Henry James: The third person



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When, a few years since, two good ladies, previously not intimate nor indeed more than slightly acquainted, found themselves domiciled together in the small but ancient town of Marr, it was as a result, naturally, of special considerations. They bore the same name and were second cousins; but their paths had not hitherto crossed; there had not been coincidence of age to draw them together; and Miss Frush, the more mature, had spent much of her life abroad. She was a bland, shy, sketching person, whom fate had condemned to a monotony – triumphing over variety – of Swiss and Italian pensions; in any one of which, with her well-fastened hat, her gauntlets and her stout boots, her camp-stool, her sketch-book, her Tauchnitz novel, she would have served with peculiar propriety as a frontispiece to the natural history of the English old maid. She would have struck you indeed, poor Miss Frush, as so happy an instance of the type that you would perhaps scarce have been able to equip her with the dignity of the individual. This was what she enjoyed, however, for those brought nearer – a very insistent identity, once even of prettiness, but which now, blanched and bony, timid and inordinately queer, with its utterance all vague interjection and its aspect all eyeglass and teeth, might be acknowledged without inconvenience and deplored without reserve. Miss Amy, her kinswoman, who, ten years her junior, showed a different figure – such as, oddly enough, though formed almost wholly in English air, might have appeared much more to betray a foreign influence – Miss Amy was brown, brisk and expressive: when really young she had even been pronounced showy. She had an innocent vanity on the subject of her foot, a member which she somehow regarded as a guarantee of her wit, or at least of her good taste. Even had it not been pretty she flattered herself it would have been shod: she would never – no, never, like Susan – have given it up. Her bright brown eye was comparatively bold, and she had accepted Susan once for all as a frump. She even thought her, and silently deplored her as, a goose. But she was none the less herself a lamb.

They had benefited, this innocuous pair, under the will of an old aunt, a prodigiously ancient gentlewoman, of whom, in her later time, it had been given them, mainly by the office of others, to see almost nothing; so that the little property they came in for had the happy effect of a windfall. Each, at least, pretended to the other that she had never dreamed – as in truth there had been small encouragement for dreams in the sad character of what they now spoke of as the late lady’s ‘dreadful entourage’. Terrorised and deceived, as they considered, by her own people, Mrs Frush was scantily enough to have been counted on for an act of almost inspired justice. The good luck of her husband’s nieces was that she had really outlived, for the most part, their ill-wishers and so, at the very last, had died without the blame of diverting fine Frush property from fine Frush use. Property quite of her own she had done as she liked with; but she had pitied poor expatriated Susan and had remembered poor unhusbanded Amy, though lumping them together perhaps a little roughly in her final provision. Her will directed that, should no other arrangement be more convenient to her executors, the old house at Marr might be sold for their joint advantage. What befell, however, in the event, was that the two legatees, advised in due course, took an early occasion – and quite without concert – to judge their prospects on the spot. They arrived at Marr, each on her own side, and they were so pleased with Marr that they remained. So it was that they met: Miss Amy, accompanied by the office-boy of the local solicitor, presented herself at the door of the house to ask admittance of the caretaker. But when the door opened it offered to sight not the caretaker, but an unexpected, unexpecting lady in a very old waterproof, who held a long-handled eyeglass very much as a child holds a rattle. Miss Susan, already in the field, roaming, prying, meditating in the absence on an errand of the woman in charge, offered herself in this manner as in settled possession; and it was on that idea that, through the eyeglass, the cousins viewed each other with some penetration even before Amy came in. Then at last when Amy did come in it was not, any more than Susan, to go out again.

Marie-Luise Kaschnitz: Gespenster

Marie-Luise Kaschnitz



Ob ich schon einmal eine Gespenstergeschichte erlebt habe? Oh ja, gewiß--ich habe sie auch noch gut im Gedächtnis und will sie Ihnen erzählen. Aber wenn ich damit zu Ende bin, dürfen Sie mich nichts fragen und keine Erklärung verlangen, denn ich weiß gerade nur so viel, wie ich Ihnen berichte und kein Wort mehr. 
Das Erlebnis, das ich im Sinn habe, begann im Theater, und zwar im Old Vic Theater in London, bei einer Aufführung Richards II. von Shakespeare. Ich war damals zum ersten Mal in London und mein Mann auch, und die Stadt machte einen gewaltigen Eindruck auf uns. Wir wohnten ja für gewöhnlich auf dem Lande, in Österreich, und natürlich kannten wir Wien und auch München und Rom, aber was eine Weltstadt war wußten wir nicht. Ich erinnere mich, daß wir schon auf dem Weg ins Theater, auf den steilen Rolltreppen der Untergrundbahn hinab- und hinaufschwebend und im eisigen Schluchtenwind der Bahnsteige den Zügen nacheilend, in eine seltsam Stimmung von Erregung und Freude gerieten, und daß wir dann vor dem noch geschlossenen Vorhang saßen, wie Kinder, die zum ersten Mal ein Weihnachtsmärchen auf der Bühne sehen. Endlich ging der Vorhang auf, und das Stück fing an, bald erschien der junge König, ein hübscher Bub, ein Play Boy, von dem wir doch wußten, was das Schicksal mit ihm vorhatte, wie es ihn beugen würde und wie er schließlich untergehen sollte, machtlos aus eigenem Entschluß. Aber während ich an der Handlung sogleich den lebhaftesten Anteil nahm und hingerissen von den glühenden Farben des Bildes und der Kostüme keinen Blick mehr von der Bühne wandte, schien Anton abgelenkt und nicht recht bei der Sache, so als ob mit einem Male etwas anderes seine Aufmerksamkeit gefangen genommen hätte. Als ich mich einmal, sein Einverständnis suchend, zu ihm wandte, bemerkt ich, daß er gar nicht auf die Bühne schaute und kaum darauf hörte, was dort gesprochen wurde, daß er vielmehr eine Frau ins Auge faßte, die in der Reihe vor uns, ein wenig weiter rechts saß und die sich auch einige Male halb nach ihm umdrehte wobei auf ihren verlorenen Profil so etwas wie ein schüchternes Lächeln erschien. 
Anton und ich waren zu jener Zeit schon sechs Jahre verheiratet, und ich hatte meine Erfahrungen und wußte, daß er hübsche Frauen und junge Mädchen gern ansah, sich ihnen auch mit Vergnügen näherte, um die Anziehugskraft seiner schönen südländisch geschnittenen Augen zu erproben. Ein Grund zu rechter Eifersucht war solches Verhalten für mich nie gewesen und eifersüchtig war ich auch jetzt nicht, nur ein wenig ärgerlich, daß Anton über diesem stärkenden Zeitvertreib versäumte, was mir so besonders erlebenswert erschien. Ich nahm darum weiter keine Notiz von der Eroberung, die zu machen er sich anschickte; selbst als er einmal, im Verlauf des ersten Aktes meinen Arm leicht berührte und mit einem Heben des Kinns und Senken der Augenlieder zu der Schönen hinüberdeutete, nickte ich nur freundlich und wandte mich wieder der Bühne zu. In der Pause gab es freilich kein Ausweichen mehr. Anton schob sich nämlich, so rasch er konnte, aus der Reihe und zog mich mit sich zum Ausgang, und ich begriff, daß er dort warten wollte, bis die Unbekannte an uns vorüberging, vorausgesetzt daß sie ihren Platz überhaupt verließ. Sie machte zunächst dazu freilich keine Anstalten. Es zeigte sich nun auch, daß sie nicht allein war, sondern in Begleitung eines jungen Mannes, der, wie sie selbst, eine zarte bleiche Gesichtsfarbe und rötlichblonde Haare hatte und einen müden, fast erloschenen Eindruck machte. Besonders hübsch ist sie nicht, dachte ich, und übermäßig elegant auch nicht, in Faltenrock und Pullover, wie zu einem Spaziergang übers Land. Und dann schlug ich vor, draußen auf und ab zu gehen und begann über das Stück zu sprechen, obwohl ich schon merkte, daß das ganz sinnlos war.

Ednodio Quintero: La muerte viaja a caballo

Ednodio Quintero



Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.

A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.

La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

Triunfo Arcienagas: Pequeños cuerpos




Los niños entraron a la casa y destrozaron las jaulas. La mujer encontró los cuerpos muertos y enloqueció. Los pájaros no regresaron.


Dino Buzzati: Il disco si posò




Era sera e la campagna già mezza addormentata, dalle vallette levandosi lanugini di nebbia e il richiamo della rana solitaria che però subito taceva (l’ora che sconfigge anche i cuori di ghiaccio, col cielo limpido, l’inspiegabile serenità del mondo, l’odor di fumo, i pipistrelli e nelle antiche case i passi felpati degli spiriti), quand’ecco il disco volante si posò sul tetto della chiesa parrocchiale, la quale sorge al sommo del paese.
All’insaputa degli uomini che erano già rientrati nelle case, l’ordigno si calò verticalmente giù dagli spazi, esitò qualche istante, mandando una specie di ronzio, poi toccò il tetto senza strepito, come colomba. Era grande, lucido, compatto, simile a una lenticchia mastodontica; e da certi sfiatatoi continuò a uscire zufolando un soffio. Poi tacque e restò fermo, come morto.
Lassù nella sua camera che dà sul tetto della chiesa, il parroco, don Pietro, stava leggendo, col suo toscano in bocca. All’udire l’insolito ronzio, si alzò dalla poltrona e andò ad affacciarsi al davanzale. Vide allora quel coso straordinario, colore azzurro chiaro, diametro circa dieci metri.
Non gli venne paura, né gridò, neppure rimase sbalordito. Si è mai meravigliato di qualcosa il fragoroso e imperterrito don Pietro? Rimase là, col toscano, ad osservare. E quando vide aprirsi uno sportello, gli bastò allungare un braccio: là al muro c’era appesa la doppietta.
Ora sui connotati dei due strani esseri che uscirono dal disco non si ha nessun affidamento. È un tale confusionario, don Pietro. Nei successivi suoi racconti ha continuato a contraddirsi. Di sicuro si sa solo questo: ch’erano smilzi e di statura piccola, un metro un metro e dieci. Però lui dice anche che si allungavano e si accorciavano come fossero di elastico. Circa la forma, non si è capito molto: «Sembravano due zampilli di fontana, più grossi in cima e stretti in basso» così don Pietro «sembravano due spiritelli, sembravano due insetti, sembravano scopette, sembravano due grandi fiammiferi.» «E avevano due occhi come noi?» «Certo, uno per parte, però piccoli.» E la bocca? e le braccia? e le gambe? Don Pietro non sapeva decidersi: «In certi momenti vedevo due gambette e un secondo dopo non le vedevo più... Insomma, che ne so io? Lasciatemi una buona volta in pace!».

Emilia Pardo Bazán: Caras

Emilia Pardo Bazán



Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareció, y la sensibilidad juvenil resurgió impetuosa.

Eran las torres «únicas» de aquella «única» iglesia en que el sacristán la había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cigüeñas emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.

Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armonías de saudades...

Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con la vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y honda de la primera cara conocida... Una de esas caras inconfundibles, distintas de las demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo íntimo de nuestro yo... Caras de compañeros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad... Caras, caras... En algunas caras se resume toda vida de hombre.

Stendhal (Henri Beyle): Le Coffre et le Revenant

Stendahl by Johan Olaf Sodemark
Stendahl by Johan Olaf Sodemark 


Par une belle matinée du mois de mai 182., don Blas Bustos y Mosquera, suivi de douze cavaliers, entrait dans le village d’Alcolote, à une lieue de Grenade. À son approche, les paysans rentraient précipitamment dans leurs maisons et fermaient leurs portes. Les femmes regardaient avec terreur par un petit coin de leurs fenêtres ce terrible directeur de la police de Grenade. Le ciel a puni sa cruauté en mettant sur sa figure l’empreinte de son âme. C’est un homme de six pieds de haut, noir, et d’une effrayante maigreur ; il n’est que directeur de la police, mais l’évêque de Grenade lui-même et le gouverneur tremblent devant lui. Durant cette guerre sublime contre Napoléon, qui, aux yeux de la postérité, placera les Espagnols du dix-neuvième siècle avant tous les autres peuples de l’Europe, et leur donnera le second rang après les Français, don Blas fut l’un des plus fameux chefs de guérillas. Quand sa troupe n’avait pas tué au moins un Français dans la journée, il ne couchait pas dans un lit : c’était un vœu.

Au retour de Ferdinand, on l’envoya aux galères de Ceuta, où il a passé huit années dans la plus horrible misère. On l’accusait d’avoir été capucin dans sa jeunesse, et d’avoir jeté le froc aux orties. Ensuite il rentra en grâce, on ne sait comment. Don Blas est célèbre maintenant par son silence ; jamais il ne parle.Autrefois les sarcasmes qu’il adressait à ses prisonniers de guerre avant de les faire pendre lui avaient acquis une sorte de réputation d’esprit : on répétait ses plaisanteries dans toutes les armées espagnoles.

Don Blas s’avançait lentement dans la rue d’Alcolote, regardantde côté et d’autre les maisons avec ses yeux de lynx. Comme ilpassait devant l’église on sonna une messe ; il se précipitade cheval plutôt qu’il n’en descendit, et on le vit s’agenouillerauprès de l’autel. Quatre de ses gendarmes se mirent à genouxautour de sa chaise ; ils le regardèrent, il n’y avait déjàplus de dévotion dans ses yeux. Son œil sinistre était fixé sur unjeune homme d’une tournure fort distinguée qui priait dévotement àquelques pas de lui.

Arthur Machen: Opening the Door

Arthur Machen by John Flanagan


The newspaper reporter, from the nature of the case, has generally to deal with the commonplaces of life. He does his best to find something singular and arresting in the spectacle of the day’s doings; but, in spite of himself, he is generally forced to confess that whatever there may be beneath the surface, the surface itself is dull enough.
I must allow, however, that during my ten years or so in Fleet Street, I came across some tracks that were not devoid of oddity. There was that business of Campo Tosto, for example. That never got into the papers. Campo Tosto, I must explain, was a Belgian, settled for many years in England, who had left all his property to the man who looked after him.
My news editor was struck by something odd in the brief story that appeared in the morning paper, and sent me down to make inquiries. I left the train at Reigate; and there I found that Mr. Campo Tosto had lived at a place called Burnt Green — which is a translation of his name into English — and that he shot at trespassers with a bow and arrows. I was driven to his house, and saw through a glass door some of the property which he had bequeathed to his servant: fifteenth-century triptychs, dim and rich and golden; carved statues of the saints; great spiked altar candlesticks; storied censers in tarnished silver; and much more of old church treasure. The legatee, whose name was Turk, would not let me enter; but, as a treat, he took my newspaper from my pocket and read it upside down with great accuracy and facility. I wrote this very queer story, but Fleet Street would not suffer it. I believe it struck them as too strange a thing for their sober columns.
And then there was the affair of the J.H.V.S. Syndicate, which dealt with a Cabalistic cipher, and the phenomenon, called in the Old Testament, “the Glory of the Lord,” and the discovery of certain objects buried under the site of the Temple at Jerusalem; that story was left half told, and I never heard the ending of it. And I never understood the affair of the hoard of coins that a storm disclosed on the Suffolk coast near Aldeburgh. From the talk of the longshoremen, who were on the look-out amongst the dunes, it appeared that a great wave came in and washed away a slice of the sand cliff just beneath them. They saw glittering objects as the sea washed back, and retrieved what they could. I viewed the treasure — it was a collection of coins; the earliest of the twelfth century, the latest, pennies, three or four of them, of Edward VII, and a bronze medal of Charles Spurgeon. There are, of course, explanations of the puzzle; but there are difficulties in the way of accepting any one of them. It is very clear, for example, that the hoard was not gathered by a collector of coins; neither the twentieth-century pennies nor the medal of the great Baptist preacher would appeal to a numismatologist.

Gabriel García Márquez: Isabel Viendo Llover en Macondo




El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar un broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: “Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas. Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegre de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora de almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra me dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.
Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. “Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra. Y yo noté que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí —dije—. Será mejor que los guajiros las pongan en e corredor mientras escampa”. Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: “Debe ser que anoche dormí mal, porque me he amanecido doliendo el espinazo”. Y estuvo allí, sentado contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el jardín vacío. Solo al atardecer, después que se negó a almorzar dijo: “Es como si no fuera a escampar nunca”. Y yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la madera ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.

Luis Mateo Díez: Un crimen




….. Bajo la luz de flexo la mosca se quedó quieta.
….. Alargué con cuidado el dedo índice de a mano derecha.
….. Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el golpe de un cuerpo que caía.
….. Enseguida llamaron a la puerta de mi habitación.
….. —La he matado —dijo mi vecino.
….. —Yo también —musité para mí sin comprenderle.



Gregory Maguire: Men grew wings




From torched skyscrapers, men grew wings.


Miguel Ángel López Muñoz (Magnus Dagon): Reversión



El otro día pasé
por la librería y lo vi. Otro puto libro de zombis. Estoy hasta los cojones de los libros de zombis. Zombis decimonónicos, zombis costumbristas, zombis nazis, zombis androides, los Beatles zombis, el Papa zombi. Ya no podía más. Así que hice lo único que podía hacer. Le declaré la guerra al resto del mundo y aniquilé a todos menos yo. Así, al menos, dejaría de salir basura sobre zombis.
Los primeros días fueron bien. Luego empecé a tener pesadillas con que todo el mundo se levantaba e iba a por mí. Nada que no arreglara un buen somnífero. Jódete, Richard Matheson. Jódete, Neville.
Luego empecé a albergar una terrible sospecha. Estaba solo en el mundo.
Solo. No había nadie más que yo. Estaba vivo, pero a efectos prácticos era como un muerto en vida, andando solo por los restos de un mundo desolado.
Me había convertido en un zombi a mi vez. No había podido escapar a mi destino.
Mierda de metáforas

Howard Wandrei: Vine terror

Howard Wandrei



Roman sholla stood perfectly still on his front sidewalk, bewildered. He blinked a few times, and opened and closed his mouth like a fish out of water. Then he thrust his still unlighted pipe into his pocket and ran.

There was reason enough for his fright. Sholla, proprietor of South's Cut-Rate Supplies, lived on the outskirts of the community below the hill on which stood the glass, stone, and metal faced South Experimental Laboratories.

It was about twenty minutes past seven when Sholla issued from his front door, in his hand a pipe, which he loaded methodically with a poking forefinger. He proceeded down his front walk, at which point he produced a match from his side pocket and struck it on the mailbox nailed to the oak tree. But the tree wasn't there. It had moved, moved out of reach. The earth was shouldered aside. At the base of the huge, broken-barked bole was what seemed to be a wake of turf.

"Fo' fo'teen years," he explained excitedly to Eric Shane, who lived across the street, "I strike m' match on the tree. You see me do it. What is happen?" He looked around belligerently at the little group that had collected, and which had drifted back to the scene of the novelty.

"I tell you what. I come down the walk and put out my hand to the postbox to strike the match. Every morning just the same. Eric will tell you so. But now I can't reach it," he said, his voice trembling. "Look for yourself. The tree has move' away from the sidewalk!" He pointed passionately at the base of the tree with his unlighted pipe. Before it, between the little huddle of men and the tree, was a plowed furrow, like a short, fresh grave.

Eliseo Diego: El viejecito negro de los velorios




Es el viejecito negro de los velorios, el que se sien­ta a un rincón, el paraguas enorme entre las piernas, el sombrero hongo sobre el puño del paraguas, la cara tan compuesta y melancólica que es la imagen de la oficial tristeza; a quien nadie pregunta con quién ha venido, porque se supone siempre que es el amigo del otro, y porque armoniza tan bien con el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida tristeza.

Y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el muerto no participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado y tran­quilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto.

Y cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus últimos posos, y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se escu­rre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego al cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la madrugada.

Y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios.

En todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del mundo. Y en todos estará, has­ta que le toque velar la tierra calva, muerta de su ve­jez y de la enfermedad de sus grandes huesos.

Javier Esteban Gayo: Ultimate white snow




Imaginé la secuencia de acontecimientos en la siguiente forma: Una chica en el suelo. Los restos a medio masticar de una manzana. Siete enanos abren los ojos como platos al entrar. El mayor de todos —al que sus compañeros se refieren simplemente como "el Viejo"— da unas órdenes confusas para el lector que, no obstante, desembocan en la fabricación de un ataúd de grueso vidrio. La ponen a ella dentro y lo arrastran hasta un claro en el centro del bosque. Allí les espera una tosca plataforma de cincuenta pies de alto. "No hay más remedio, no podemos hacer nada", insiste el Viejo. Traen consigo una relativamente ingente cantidad de barriles de pólvora. La mitad de los enanos (+1) mueren calcinados. La otra mitad (-1) no encuentran suficientes motivos para seguir vivos tras la hazaña. Unas millas al sur, el príncipe contempla la furiosa estela del despegue. La Reina ríe amargamente. El féretro no llega a alcanzar una órbita estable y cuatro días después cae envuelto en un ramo de fuego sobre el Atlántico, para estupor de la tres raídas carabelas comandadas por este genovés loco, quien inmediatamente procede a consignar tal prodigio en su diario. Estamos a 15 de septiembre de 1492.

Kevin Smith: Kirby




Kirby had never eaten toes before.


Pío Baroja: El reloj



Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,
molestias, aún de noche su corazón no reposa.
-Eclesiastés

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Fredric Brown: The Nightmare in Yellow



He awoke when the alarm clock rang, but lay in bed a while after he’d shut it off, going a final time over the plans he’d made for embezzlement that day and for murder that evening.

Every little detail had been worked out, but this was the final check. Tonight at forty-six minutes after eight he’d be free, in every way. He’d picked that moment because this was his fortieth birthday and that was the exact time of day, of the evening rather, when he had been born. His mother had been a bug on astrology, which was why the moment of this birth had been impressed on him so exactly. He wasn’t superstitious himself, but it had struck his sense of humour to have his new life begin at forty, to the minute.

Time was running out on him, in any case. As a lawyer who specialized in handling estates, a lot of money passed through his hands – and some of it had passed into them. A year ago he’d “borrowed” five thousand dollars to put into something that looked like a sure-fire way to double or triple the money, but he’d lost it instead. Then he “borrowed” more to gamble with, in one way or another, to try to recoup the first loss. Now he was behind to the tune of over thirty thousand; the shortage couldn’t be hidden more than another few months and there wasn’t a hope that he could replace the missing money by that time. So he had been raising all the cash he could without arousing suspicion, by carefully liquidating assets, and by this afternoon
he’d have running away money to the tune of well over a hundred thousand dollars, enough to last him the rest of his life.

And they’d never catch him. He’d planned every detail of his trip, his destination, his new identity, and it was fool proof. He’d been working on it for months.

Tales of Mystery and Imagination