Tales of Mystery and Imagination

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Salomé Guadalupe Ingelmo: Para que sobreviva la estela en el mar de arena

salome guadalupe ingelmo, escritora para la infancia, escritora de fantasía, escritora de cuentos, literatura infantil, Ediciones Torremozas


“España y Marruecos firman tres convenios para reformar Alhucemas”, lee en voz alta. La noticia le arranca un gesto de satisfacción. Aún recuerda lo complicado que fue para él acabar en Marruecos su estudio sobre las aves migratorias. Supone un alivio saber que para los jóvenes el camino será más fácil.
El entusiasmo dura poco. Sus ojos reparan en otro titular que le desconcierta: “pasados 64 años de la desaparición del Saint-Exupéry, un piloto alemán confiesa haber derribado el avión del escritor en Toulon”.
El viejo ornitólogo abre la ventana y deja que la brisa inunde su biblioteca. El cielo nocturno está plagado de estrellas. Cada vez que una de ellas titila, imagina que se trata de un guiño, un gesto que nadie más en la tierra puede interpretar, un gesto dirigido sólo a él.
Han pasado ya muchos años sin tener noticias suyas, sin que nadie le haya referido un encuentro casual, una improbable anécdota acontecida en el desierto. Pero no importa; él sabe que sigue allí. “Lo esencial es” siempre “invisible para los ojos”.

No logra ver nada. La tormenta es sobrecogedora. La arena le hiere los delicados párpados. Se introduce impúdicamente en su boca, en su garganta. Le impide respirar. Sólo entonces comprende que ha sido una imprudencia alejarse tanto del campamento sin ninguna compañía. Lo comprende demasiado tarde. Para cuando decide que será más juicioso detenerse en lugar de seguir caminando a ciegas, está totalmente desorientado. Se acurruca a los pies de una duna y se cubre con la sahariana. En esa minúscula e improvisada matriz, echo un ovillo, espera a que el desierto se calme.
Cuando todo acaba, el bulto cubierto de arena forma ya parte del desolado paisaje. El ornitólogo se decide finalmente a salir de su escondrijo. Sólo entonces el escarabajo que se pasea sobre la chaqueta descubre el engaño. Su sorpresa es tal que el trabajo de todo el día se le escapa de entre las patas y rueda pendiente abajo.
No reconoce el paraje en el que se encuentra, y tampoco sabe cómo volver junto a sus compañeros. Lleva caminando varios días, pero no podría precisar cuántos. Ni siquiera está seguro de encontrarse aún en Marruecos. El campamento no está demasiado lejos de la frontera, así que bien podría haberla atravesado ya. Nada queda de los escasos víveres con los que lo abandonó, lo mínimo indispensable para unas cuantas horas de observación. Se siente muy débil y la deshidratación empieza a provocarle alucinaciones. No pocas veces se sorprende corriendo tras quiméricos camellos, malgastando las escasas fuerzas que aún le quedan. Ésas que parecen escaparse en cada golpe de tos seca que le sobreviene –cada hora que pasa, con mayor frecuencia–. Hasta que una mañana decide no dar un paso más. Es inútil: siente que el final se aproxima. Mejor aceptarlo serenamente. Mientras pierde el conocimiento se dice que, en el fondo, esa forma de morir es tan mala como otra cualquiera.


Recuerda muy poco de aquellos días. No tenía previsto despertar nunca más. Quizá por eso sus sentidos se negaban obstinadamente a reaccionar. Quedan sólo sensaciones desordenadas: un regusto acariciador sobre los resquebrajados labios, imágenes acres cinceladas por los rayos inmisericordes en sus pupilas tiernas, sonidos cegadores horadándole los tímpanos cada vez que se negaba a abrir la boca. No logra recordar casi nada… a excepción de la silueta que se inclinaba sobre él solícitamente.
Las quemaduras son tan profundas que algunas se han convertido en úlceras supurantes. Para evitar que éstas dejen cicatrices, el beduino aplica con extremada delicadeza sobre la piel torturada una capa de ghee mezclado con cenizas vegetales. El desconocido reproduce el gesto con el que otro buen samaritano le devolvió a la vida tiempo atrás: posa delicadamente la pluma humedecida sobre los labios resecos.
El ornitólogo delira. Cree recibir las caricias de un ave enviada por la Providencia para salvarle. Otras veces es el mismísimo arcángel San Gabriel quien extiende sobre él sus fuertes alas y lo alimenta como la poderosa águila alimenta a su polluelo indefenso. Pero un día la fiebre remite y el náufrago regresa de ese turbador viaje. Entonces es capaz de contemplar a su salvador.
Nunca antes ha dependido de nadie. A pesar de encontrarse aún muy débil, le cuesta aceptar sus cuidados. Sabe que le debe la vida, pero aun así se muestra arisco y receloso. Por eso el beduino se acerca muy lentamente a él, con la paciencia necesaria para amansar a un zorro. Le hace entender que domesticar no significa privar de libertad, sino crear lazos. Así, finalmente, el estudioso comprende que puede dejar su vida en manos de ese hombre, porque él nunca le abandonará. Cuando escucha los familiares pasos, abre la boca para recibir los pequeños pedacitos de dátil y pan ácimo que sus solícitos dedos le proporcionan. Y cuando él se retrasa, su corazón se angustia. Su ausencia se vuelve más dolorosa que las quemaduras. Y su presencia, más deseada que la leche de cabra que le ofrece en un cuenco.

Un día, al abrir los ojos, en lugar del beduino que salvó su vida encuentra un hombrecillo diminuto, del tamaño de un niño, con una enorme bufanda de aviador al cuello. Permanece sentado sobre una duna y le observa como solía hacer su benefactor. A sus pies se acurruca un feneco. No parece asustado o inquieto. Su comportamiento se diría más propio de un perro que de un animal salvaje.
–¿No habrás visto a un beduino por aquí? –pregunta el ornitólogo.
–Por supuesto. Hay muchos beduinos en el desierto.
–A mí no me interesan el resto. Sólo el mío. Es… –vacila al darse cuenta de que en realidad no se ha fijado mucho en sus rasgos. Son demasiado comunes. Se diría un hombre cualquiera. Aunque él sabría reconocerle entre un millón–. Es bastante alto y fornido –explica pensando en el imponente cuerpo que se adivina bajo el thawb de algodón blanco que siempre viste.
–No he visto a tu beduino. Pero, si quieres, puedo dibujarte uno.
Rechaza amablemente su singular oferta aun sin haber entendido en qué consiste. Todo el mundo sabe que los niños gustan de decir cosas absurdas. Ése es uno de los principales motivos por los que se siente incómodo ante ellos: no son previsibles.
Sin embargo el hombrecito, lentamente, muy lentamente, consigue cautivarle. Casi tanto como antes lo hizo el beduino. El beduino alimentó su cuerpo y el pequeño alimenta su espíritu con mil historias emocionantes sobre sus aventuras, como aquella vez que domesticó a un león en pleno vuelo o cuando se estrelló en Guatemala. O aquella otra ocasión en la que su avión cayó en el desierto y sólo tenía para beber el rocío recogido en un paño lleno de grasa de motor y pintura. Con el beduino aprende a dormir en una tienda tejida con pelo de cabra. Con el hombrecito, a aceptar el cielo como único techo.
–Yo no poseo una tienda. No la necesito. Prefiero no tener un techo sobre la cabeza; me taparía las estrellas.
A decir verdad, no parece un niño perdido en el desierto.
Es fascinante, pero aún así no logra olvidar a su beduino. Le echa de menos. Y un día manifiesta su melancolía por la pérdida del que su corazón puede calificar ya sólo como amigo. Lejos de enfadarse, el hombrecito le mira con los ojos llenos de ternura, con una expresión que contrasta con su reducido tamaño, la expresión que un padre dirigiría a su inexperto hijo.
–No debes estar triste. Aunque no lo puedas ver, tu beduino no te ha abandonado. Ha estado siempre aquí. Estará siempre a tu lado, porque "uno es para siempre responsable de lo que domestica".
–Y entonces ¿por qué no puedo verlo?
–Para ver, hay que saber mirar –responde al tiempo que su cuerpo crece y ensancha y su piel se vuelve del color de las dunas tostadas por el sol–. “En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás sin embargo para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres ya el Hombre y te me aparecerás con la cara de todos los hombres a la vez. Nunca fijaste la mirada para examinarnos, y sin embargo nos reconociste. Eres el hermano bien amado. Y a mi vez yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y benevolencia, gran señor que posee el privilegio de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí y no tengo ya un solo enemigo en el mundo” –recita las palabras que escribió tiempo atrás .

Mientras sobrevuela el Mediterráneo piensa en Consuelo, en cómo le gustaría que ella lograse domesticarle. Su matrimonio ha estado plagado de espinas. Sin embargo, ella es la única rosa que de verdad desea conservar en su jardín. Recuerda aquella vez en la que, al poco de abordarla, la obligó a subir a su aeroplano y le robó el primer beso amenazando con estrellar el aparato si no se lo daba. Se siente viejo y triste. Todos sus compañeros han muerto ya y, hace sólo un mes, ha pasado otro cumpleaños.
Ella lo ha dejado marchar de nuevo. “Si has decidido irte, vete ya”, se ha limitado a decir. Es una flor muy orgullosa. Aunque sabe que llorará su ausencia.
Se dice que las rosas son siempre contradictorias. No debería haberla juzgado por sus palabras sino por sus actos, por la luz y el aroma con los que ha inundado su planeta. Debería haber perdonado sus espinas. Tendría que haberse limitado a admirar su belleza y respirar su perfume. Entonces habrían podido vivir en el mismo jardín para siempre. Pero él era demasiado joven para saber amarla. Y ahora es ya demasiado tarde para rectificar.
Entonces recuerda que el Principito siempre combatía la melancolía observando las puestas de sol. Él, al final, logró volver junto a su rosa, así que ésa le parece una buena idea: observar las puestas de sol para siempre en ese desierto que tanto le ha dado y de cuyo abrazo es imposible liberarse.
Ama volar, pero es consciente de que él es sólo un piloto circunstancial. Su verdadera vocación es bien distinta. Él es un jardinero subido a un avión. Quizá haya llegado el momento de dedicarse por entero a ese otro oficio haciendo crecer cosas hermosas en mitad de la arena, revelando a los extraños la posición de imprevisibles pozos en los que es posible calmar la sed pero también lavar el polvo del camino. Como otros han sido jardineros de flores, él se dispone a convertirse en jardinero de hombres.
Ha salido de Córcega hacia Francia en vuelo de reconocimiento, pero su amado Sahara susurra, lo llama con una voz tan persuasiva como la de Consuelo. Y él no sabe, no puede… no quiere resistirse. El P38 Lightning vuela cada vez más alto, obcecado en perseguir a las estrellas que se escondieron hace sólo un par de horas.

La enorme figura planea sobre el Estrecho majestuosa, como si careciese de peso. Se deja arrastrar por las corrientes que creen haberla seducido. No comprenden que es ella la señora absoluta de los aires, la soberana indiscutible. Ha efectuado ese vuelo innumerables veces, desde Europa a África y de África a Europa según las estaciones. Pero en cada nueva ocasión pone tanta entrega y pasión, tanta esperanza, que parece la primera y la última. Unos ojos inexpertos difícilmente adivinarían que es ya un buitre viejo. Ése será, probablemente, su último vuelo.

Mientras intenta borrar el artículo de su mente, rememora el último vuelo de aquel esplendido animal. Fingía ser fuerte y capaz de resistir el viaje. Quería marcharse orgulloso, demostrándole al mundo que aún no estaba acabado. Piensa en todas las hazañas del escritor y se dice que para las aves, para los espíritus libres y los hombres de buena voluntad, igual que para los beduinos, para los hijos del desierto habituados a navegar por el proceloso mar de arena, no pueden existir fronteras de ninguna clase.
Antes de atravesar el Estrecho le habían prevenido contra ellos, contra sus normas y costumbres. Por supuesto, a pesar de que fingía escuchar atentamente a quienes pretendían aleccionarle, esas advertencias no hicieron demasiada mella en él. Eran del todo innecesarias: por aquel entonces el joven e inexperto ornitólogo era ya un escéptico. Desconfiaba de todo y de todos, especialmente de sus semejantes. Por eso sentía una pasión tan desmedida por las aves. Sobre ellas vertía todos los sentimientos que les negaba obstinadamente a los hombres. Evidentemente desconfiaría también de esos seres extraños que le esperaban al otro lado del mar. No importaban los raros hábitos o absurdos defectos que pudiesen tener. Él no contemplaba la posibilidad de mezclarse con ellos. En sus planes no había espacio para los seres humanos. Partía con una misión. Y una vez la hubiese cumplido, regresaría sin nostalgia ni amargura al lugar del que procedía. Un lugar en el que, aunque él no lo supiese, era tan extranjero como en aquel que estaba a punto de acogerle.
Jamás podrá saldar esa deuda. Él le domesticó cuando parecía ya un caso perdido. Su espíritu, solitario desde la infancia, decidió tomar finalmente la vía más fácil. Se convenció de que todos estamos solos. De que, en último término, cada hombre es una isla y se tiene únicamente a sí mismo. De que es mejor no entregarse nunca a nadie del todo para no volverse vulnerable, para no depender de quien podría revelarse un mal amo. Por supuesto había tenido amigos y aventuras. Ni siquiera excluía casarse algún día. Pero para él la amistad y el amor no dejaban de ser un juego de estrategia en el que dos mentes se enfrentaban con el único fin de conquistar las posiciones más privilegiadas, de avanzar sobre el territorio del rival y hacer cuantos prisioneros fuese posible. Cuanto más terreno lograse arrebatarle al enemigo, más ventaja tendría sobre él. Sólo ahora, casi cuarenta años después, aprecia lo mezquino de su teoría. Entonces, nadie le había enseñado aún que el amor es lo único que crece cuanto más se da, que ese pozo no se vacía nunca. Él le enseñó a confiar.
–“Sólo se conocen las cosas que se domestican. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos” –la voz del pequeño entra por la ventana abierta tan firme y clara, tan iluminadora, como sonaba en la oscuridad del desierto.
Sabe que el escritor no murió bajo el fuego enemigo, porque un hombre como él no podía tener enemigos. No, no necesita pruebas para cultivar certezas. Él sabe. Sabe que su hombrecito no fue un espejismo. Como no lo fue el beduino que salvó al intrépido piloto muchos años antes. No tiene ninguna duda. Le basta mirar al cielo con el corazón en lugar de hacerlo con los ojos.

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