I. Hacia
Marga
El retrete del bar La
Verónica ni siquiera merecería ese nombre. Era un cuartucho
maloliente, de una angostura de armario escobero que obligaba a orinar con la
taza incrustada entre los zapatos y el picaporte de la puerta presentido en los
ríñones, frío y solapado como una navaja. Sobre la boca desdentada que semejaba
el escusado, cuya loza exhibía barrocos churretones amarillentos, colgaba una
cisterna antigua que desaguaba en un estrépito de temporal, para quedar luego
exhausta, como vencida, antes de emprender el tarareo acuoso de la recarga.
Sobre la cabeza del usuario se columpiaba una bombilla que lo rebozaba todo de
una luz enferma, convirtiendo la labor evacuatoria en una operación triste y
atribulada. La desoladora escena quedaba aislada del resto del mundo por el
secreto de una puerta mugrienta, que lucía delante el medallón reversible de un
cartelito unisex y detrás un garrapateo de impudicias surgidas al hilo de la
deposición. Y sin embargo...
II. Con
Marga
Yo solía dilapidar las
tardes en La Verónica ,
el único bar de los que se encontraban cerca de casa que a Marga le repugnaba
lo bastante como para no ir a buscarme. Era un lugar en verdad repelente, que
parecía desmejorar día a día, como si la cochambre del retrete se fuese
apoderando lenta, pero inexorable del resto del local, de su mobiliario e
incluso de su parroquia. Cubría su suelo un mísero tafetán de huesos de
aceituna y mondas de gambas, y era difícil encontrar un trozo de pared libre de
la imaginería de la tauromaquia. Regentaba su barra un chaval granujiento que
acostumbraba a errar al tirar la cerveza, y, arrumbada en un rincón,
canturreaba ensimismada una tragaperras, hecha a la idea de seguir rumiando
sus premios durante siglos a menos que la trasladaran a algún otro negocio que
contara con una clientela menos refractaria a las componendas del azar.
En aquel escenario
nauseabundo y ruinoso me escondía yo de la implacable proximidad de mi mujer.
No es que me desagradara su compañía, pero tras el tormento de la oficina lo
que menos necesitaba era tenerla a ella rondando a mi alrededor, detallándome
las incidencias de su trabajo en el instituto, las mortíferas travesuras de los
alumnos o las ridículas cuitas sentimentales del profesorado. O, lo que era aún
peor, sentándose junto a mí en el sofá, recogiendo las piernas como una
pastorcilla y aventurando estratégicas caricias aquí y allá, buscándome las
cosquillas amorosas con la intención de restaurar la sed de antaño, de prender
en mí alguna chispa de deseo que nos condujera al lecho, o incluso a la mesa de
la cocina, sin querer resignarse Marga a la rutina emasculadora del matrimonio,
a habitar una relación que se descomponía irremediablemente con el paso de los
años, como ocurría en las mejores familias. Harto del anecdotario del instituto
y de su cruzada contra el tedio sentimental que nos envolvía, recurrí a las
migraciones vespertinas, fui probando bares y cafeterías hasta encontrar un
espacio blindado de mugre donde sus remilgos no le permitieran internarse. Nada
más lo encontré, supe que había recuperado mis tardes para emplearlas en beber
cerveza sentado en una esquina de La Verónica o, si me venía en gana, emprender
tranquilos paseos, ir al cine u ocuparme de algún otro asunto que ella no
tenía por qué conocer.