El día que Mateo decidió subir
a los infiernos a rescatar a la
Dolores amaneció lluvioso. Fue esa misma lluvia la que lo
despertó al repercutir contra la ventana del cuarto donde lo habían arrumbado,
una habitación diminuta en la que se sentía como un faraón enterrado junto a
un rebujo de posesiones absurdas: una tabla de planchar, varias cajas de
juguetes rotos, un puñado de herramientas de jardinería, una bicicleta oxidada
que colgaba de la pared semejando la osamenta de un ciervo. Como siempre, sus
ojos tardaron en acostumbrarse a aquella luz turbia. Permaneció unos minutos en
la cama oyendo los sonidos que acotaban el mundo que latía tras la puerta: el
crujido de los muebles del salón, las respiraciones que se escapaban de los
dormitorios, y más allá, los pasos de los más madrugadores, horadando con sus
prisas la tierna arcilla de un mundo recién creado. Pero también prestó
atención a la marea de su interior, tratando de descubrir sin éxito algún
acorde desafinado, alguna punzada misteriosa que anunciara un fallo en la
maquinaria. Había sobrevivido a otra noche más. Sin embargo, por una vez,
encontró sentido a no haber muerto discretamente durante la madrugada a causa
de algún paro cardiaco, que era como morían los viejos sin inventiva. Hoy tenía
algo importante que hacer. Se levantó ungido de una resolución inédita, y
comenzó a vestirse aprovechando la inercia del impulso, un poco a tientas en
aquella claridad sucia. Se peinó con los dedos, ocultó su blando andamiaje bajo
la concha del abrigo, y huyó del piso antes de que los demás despertasen,
trastornando la casa con el ajetreo de las redadas.
Cuando
emergió del portal, Mateo descubrió con alivio que había escampado. Acariciando
el bulto que llevaba en el bolsillo, recorrió lento las calles, que se hallaban
húmedas, como resentidas. Atravesó el parque-cito, sumergiendo sus zapatos en
la alfombra de crujidos que tejía la hojarasca. El amanecer escanciaba sobre
los árboles desmochados la luz gloriosa del otoño. Junto a él, haciendo resonar
la tierra, pasaban algunos corredores envueltos en sus respiraciones
ferroviarias y, de vez en cuando, la maleza escupía un gato de fisonomía
líquida, que le dedicaba una mirada cómplice, como si conociese sus propósitos.