Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Henry James: The romance of certain old clothes



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Towards the middle of the eighteenth century there lived in the Province of Massachusetts a widowed gentlewoman, the mother of three children, by name Mrs Veronica Wingrave. She had lost her husband early in life, and had devoted herself to the care of her progeny. These young persons grew up in a manner to reward her tenderness and to gratify her highest hopes. The first-born was a son, whom she had called Bernard, in remembrance of his father. The others were daughters – born at an interval of three years apart. Good looks were traditional in the family, and this youthful trio were not likely to allow the tradition to perish. The boy was of that fair and ruddy complexion and that athletic structure which in those days (as in these) were the sign of good English descent – a frank, affectionate young fellow, a deferential son, a patronising brother, a steadfast friend. Clever, however, he was not; the wit of the family had been apportioned chiefly to his sisters. The late Mr William Wingrave had been a great reader of Shakespeare, at a time when this pursuit implied more freedom of thought than at the present day, and in a community where it required much courage to patronise the drama even in the closet; and he had wished to call attention to his admiration of the great poet by calling his daughters out of his favourite plays. Upon the elder he had bestowed the romantic name of Rosalind, and the younger he had called Perdita, in memory of a little girl born between them, who had lived but a few weeks.

When Bernard Wingrave came to his sixteenth year his mother put a brave face upon it and prepared to execute her husband’s last injunction. This had been a formal command that, at the proper age, his son should be sent out to England, to complete his education at the university of Oxford, where he himself had acquired his taste for elegant literature. It was Mrs Wingrave’s belief that the lad’s equal was not to be found in the two hemispheres, but she had the old traditions of literal obedience. She swallowed her sobs, and made up her boy’s trunk and his simple provincial outfit, and sent him on his way across the seas. Bernard presented himself at his father’s college, and spent five years in England, without great honour, indeed, but with a vast deal of pleasure and no discredit. On leaving the university he made the journey to France. In his twenty-fourth year he took ship for home, prepared to find poor little New England (New England was very small in those days) a very dull, unfashionable residence. But there had been changes at home, as well as in Mr Bernard’s opinions. He found his mother’s house quite habitable, and his sisters grown into two very charming young ladies, with all the accomplishments and graces of the young women of Britain, and a certain native-grown originality and wildness, which, if it was not an accomplishment, was certainly a grace the more. Bernard privately assured his mother that his sisters were fully a match for the most genteel young women in the old country; whereupon poor Mrs Wingrave, you may be sure, bade them hold up their heads. Such was Bernard’s opinion, and such, in a tenfold higher degree, was the opinion of Mr Arthur Lloyd. This gentleman was a college-mate of Mr Bernard, a young man of reputable family, of a good person and a handsome inheritance; which latter appurtenance he proposed to invest in trade in the flourishing colony. He and Bernard were sworn friends; they had crossed the ocean together, and the young American had lost no time in presenting him at his mother’s house, where he had made quite as good an impression as that which he had received and of which I have just given a hint.

Salomé Guadalupe Ingelmo: IN PROFUNDUM LACI: Apocalipsis apócrifo / Apocryphal Apocalypse

Salomé Guadalupe Ingelmo, escritora madrileña, escritora española, escritores de misterio, escritora de terror, microficción de terror, literatura de terror, miNatura, Saco de Huesos Ediciones, Santiago Eximeno



Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido.
Pío Baroja


“Exhibicionista en Divino Pastor número tres, ante el colegio Sagrado Corazón. Sois el coche patrulla más cercano; dirigíos allí inmediatamente”, ordena la radio.
−Qué asco de pervertidos. No puedo más. Esta ciudad está podrida.
−No seas injusto −reprocha el compañero−. El mundo entero está podrido.

−¿Cuál es tu misión? ¿Anunciar el Apocalipsis? ¿El Advenimiento? ¿Cómo es el cielo? ¿Iremos todos allí? ¿Y… el infierno?
El cuerpo imponente pero desamparado, cubierto sólo por sus anquilosadas alas, permanece mudo, acurrucado en una esquina de la sala de interrogatorios. Se balancea mecánicamente, como los animales del zoo en sus jaulas.
−Es inútil. No recuerda cómo llegó aquí ni para qué. Asegura saber de Dios tanto como nosotros: en el lugar del que viene, nadie lo ha visto nunca. No hay órdenes de más arriba; sencillamente atienden a impulsos inexplicables. Se dirían tan humanos... Temo que acabe desarrollando un trastorno grave a causa del prolongado encierro y la ansiedad. Han comenzado a caérsele las plumas –anuncia el psiquiatra.
El responsable, mucho menos comprensivo, ha tomado ya una decisión:
−Está claro que no parece dispuesto a colaborar y su voluntad es firme. Pero el cuerpo traiciona siempre, si se sabe leer en él.

Los días pasan todos iguales, sin un sentido. “No encontrarás la paz que ansías, hermano; yo lo comprendí antes que nadie”, le previene desencantado el compañero −resplandeciente cuando aún se creía el escogido, ya apenas brilla con una luz mortecina−. Pero él, testarudo, durante mucho tiempo espera una señal, una respuesta. Hasta que un día llega a la conclusión de que Dios, de existir, ha dejado de creer en ellos. Por qué habría yo de seguir creyendo en él, se dice.

Sin embargo la carne es débil: apenas repara en el instrumental médico, tiembla. Y Miguel, el gran guerrero según los libros escritos por otros, como los niños, busca consuelo en el único padre que es capaz de imaginar: “Eloi, Eloi, lama…”



One have the anguish, the despair of not knowing what to do with life, of not having a plan, of being lost.
Pio Baroja


"Exhibitionist at Divine Shepherd St. number three, just opposite the Sacred Heart School. You are the closest patrol car, so go there immediately", ordered the radio.
−How disgusting perverts! I can bear that no longer. This town is rotten.
−Do not be unfair −reproaches his companion−. The whole world is rotten.

Luis García Jambrina: Una cita aplazada sine die



A lo largo de mi vida, no he tenido otro vicio que los libros. Ellos han sido mi única ocupación y mi sola compañía desde que, de muy niño, me inicié con pasión en los fascinantes misterios del alfabeto. Por eso, siempre supe que la muerte me encontraría leyendo. Ocurrió hace unos meses. Era casi media noche, y yo estaba inmerso en la lectura de una novela, como hago todos los días después de cenar (las mañanas las dedico a la poesía, y las tardes, al ensayo y el teatro). Me faltaban apenas unas páginas para terminar, y tengo que confesar que estaba muy intrigado por el desarrollo de los acontecimientos. Era uno de esos momentos en los que estás deseando conocer el final, pero, por otra parte, no quieres que se acabe el libro. De repente, noté una presencia extraña en la biblioteca. No era nada que pudiera percibirse con la vista o el oído. Era más bien una sensación, como un vacío en torno a la butaca en la que me encontraba, o como un frío inte-rior, que venía de dentro, pero que yo sentía a flor de piel.

—Ha llegado tu hora —dijo entonces una voz que parecía venir de la butaca que estaba al otro lado de la mesa.

—¿Mi hora? —repliqué yo sorprendido—. Tiene que haber un error. Yo todavía soy joven.

—Nunca se es joven para morir. El tiempo es algo relativo, deberías saberlo —me contestó la voz con ironía. —Pero...

—Lo siento —me interrumpió—, ya no hay vuelta de hoja.

—En ese caso, déjeme, por favor, terminar este libro. Es lo único que le pido. Tan sólo me faltan doce páginas. Tal vez menos. Mire —le dije, mientras señalaba con el dedo índice el lugar exacto donde había interrumpido mi lectura.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —me preguntó desafiante.

—Porque la lectura es lo único que ha dado sentido a mi vida. Es lo único que he hecho durante todos estos años, y morir así, de forma abrupta, sin haber llegado siquiera a un punto final...

Victor Rowan: Four Wooden Stakes



There it lay on the desk in front of me, that missive so simple in wording, yet so perplexing, so urgent in tone:

          Jack:

         Come at once for old-time's sake. Am all alone. Will explain upon arrival,

                                                                               Remson,

Having spent the past three weeks in bringing to a successful termination a case that had puzzled the police and two of the best detective agencies in the city, I decided I was entitled to a rest; so I ordered two grips packed and went in search of a time-table. It was several years since I had seen Remson Holroyd; in fact, I had not seen him since we had matriculated from college together. I was curious to know how he was getting along, to say nothing of the little diversion he promised me in the way of a mystery.

The following afternoon found me standing on the station platform of the little town of Charing, a village of about fifteen hundred souls. Remson's place was about ten miles from there; so I stepped forward to the driver of a shay and asked if he would kindly take me to the Holroyd estate. He clasped his hands in what seemed to be a silent prayer, shuddered slightly, then looked at me with an air of wonder, mingled with suspicion.

"I dun't know what ye wants to go out there fer, stranger, but if yell take the advice of a God-fearin' man ye'll turn back where ye come from. There be some mighty fearful tales concernin' that place floatin' around, and more'n one tramp's been found near there so weak from loss of blood and fear he could hardly crawl. They's somethin' there. Be it man or beast I dun't know, but as fer me, I wouldn't drive ye out there for a hundred dollars—cash."

Miguel Puente: Esperado regreso



El cadáver llega a su casa de madrugada. Palpa la ventana de la puerta trasera porque sabe que siempre está abierta. Escudriña el interior. Olfatea el aire. Gruñe.
Sabe que su mujer está en casa, oculta en alguna parte. Sabe que está muerta de miedo, que se aferra a la escopeta de caza mientras llora en silencio.
Pero por encima de todo sabe que nada de lo que haga impedirá que se la coma a besos.

Fernando Iwasaki: No hay que hablar con extraños



Así me decía siempre mamá, pero Agustín no era un extraño porque todos los días me ofrecía caramelos a la salida del colegio. Además, cada vez que me llevaba a su taller me regalaba muñecas. Muy bueno era Agustín, me hacía cariñitos.
Mamá me contaba historias bien feas de niñas que se perdían porque se las robaban las gitanas o el hombre de la bolsa. Yo sabía que las gitanas se llevaban a las niñas para obligarlas a vender flores, pero nunca supe qué te hacía el hombre de la bolsa. Con Agustín yo juego a que me toca y yo lo toco, y siempre gano pues al final no se puede aguantar. Mamá es una miedosa porque dice que si hablo con extraños seguro que no me vuelve a ver.
En el taller de Agustín hay muchas cosas que cortan y queman y pinchan. También tiene un avión desarmado que un día servirá para volar e irnos de viaje. Por eso me puso el pañuelo mágico en la nariz, porque los aviones marean y tengo que acostumbrarme. Después ya no me acuerdo de nada: una colonia bien fuerte, un sueño como regresando de la playa y muchas cosas que cortan y queman y pinchan.
A veces salgo del taller de Agustín y vuelvo al colegio porque ahora nadie me llama la atención. Me gusta hacer lo que quiero y caminar de noche, pero me da pena mamá, siempre mirando triste por la ventana. Le hablo y no me hace caso y entonces vuelvo al taller con mis juguetes de niebla. Seguro que si Agustín no fuera un extraño mamá me volvería a ver.

Sergio Bonomo: Detrás de la puerta



Despuntaba la primavera la primera vez que Lucía me mató. Lo recuerdo por el aroma dulzón de los azahares, que se colaba desde la calle, inundando todos los ambientes del departamento.

Yo gozaba de los primeros días de mi jubilación y andaba con el tiempo ancho y vacío, aburriéndome un poco.

Aquel día repasaba el Clarín en el sofá de la sala, frente al ventanal del balcón inmenso, cuando de repente sentí un metal frío en el cuello. El filo de la hoja del cuchillo me provocó piel de gallina. No me moví, sólo incliné un poco la cabeza y descubrí el mango de asta de ciervo, apenas oculto por una mano delgada, que yo conocía bien. Mi esposa empuñaba el Muela que me regalaron los compañeros del banco, y se reía a mis espaldas.

Ella hundió la hoja en mi carne. Con pasmosa serenidad dibujó una “u” perfecta y la sangre brotó a chorros.

Me tajeó de lado a lado.

Fue mayor la sorpresa que el dolor. A pesar de la urgencia de lo que me acontecía y del espanto y del mareo que me iban ganando, alcancé a vislumbrar una sospecha: Lucía se vengaba de todas las que le hice.

La sangre fue un río torrentoso que manchó la base de la mesa ratona, la alfombra persa, las patas de la vitrina con las fotos de los nietos y el borde bajo de la cómoda, donde exhibíamos los trofeos de judo de Gonzalo.

Lucía se paró frente a mí y permaneció quieta, con el cuchillo chorreante. Me observaba en silencio.

Intenté incorporarme y las piernas se me aflojaron y el piso me golpeó la cara. Mis ojos permanecieron abiertos, pero mucho antes de eso yo supe que estaba muerto.

Ruth Rendell: An Outside Interest



Frightening people used to be a hobby of mine. Perhaps I should rather say an obsession and not people but, specifically, women. Making others afraid is enjoyable as everyone discovers who has tried it and succeeded. I suppose it has something to do with power. Most people never really try it so they don't know, but look at the ones who do. Judges, policemen, prison warders, customs officers,
tax inspectors. They have a great time, don't they? You don't find them giving up or adopting other methods. Frightening people goes to their heads, they're drunk on it, they live by it.
So did I. While other men might go down to the pub with the boys or to football, I went off to Epping Forest and frightened women. It was what you might call my outside interest.
Don't get me wrong. There was nothing - well, nasty, about what I did. You know what I mean by that, I'm sure I don't have to go into details. I'm far from being some sort of pervert, I can tell you. In fact, I err rather on the side of too much moral strictness. Nor am I one of those lonely, deprived men. I'm happily married and the father of a little boy, I'm six feet tall, not bad looking, and, I assure you,
entirely physically and mentally normal.
Of course I've tried to analyze myself and discover my motives. Was my hobby ever any more than an antidote to boredom? By anyone's standards the life I lead would be classed as pretty dull, selling tickets and answering passengers' queries at Anglo-Mercian Airways terminal, living in a semi in Muswell Hill, going to tea with my mother-in-law on Sundays, and having an annual fortnight in a holiday flat in South Devon. I got married very young. Adventure wasn't exactly a conspicuous feature of my existence. The biggest thing that happened to me was when we thought one of our
charters had been hijacked in Greece, and that turned out to be a false alarm.
My wife is a nervous sort of girl. Mind you, she has cause to be, living where we do close to Highgate Woods and Queens Wood. A woman takes her life in her hands, walking alone in those places. Carol used to regale me with stories - well, she still does.

Félix J. Palma: Morir en tu bañera y otras lamentables casualidades



¿Cuánto? ¿Algo más de lo que dura un cigarrillo o lo que se tarda en escoger una corbata? ¿Aproximadamente el tiempo que se necesita para resolver un crucigrama? ¿Justo lo que dura la cópula entre dos homínidos poco imaginativos? ¿Tal vez la duración de un noticiario? ¿Acaso lo que invariablemente tarda en morírseme una planta? ¿Quizá lo que dura la espera en cualquier administración pública? ¿Lo que tarda en llegar un ascenso? ¿Lo que tardé en preparar aquellas malditas delicias de calabacín a la menta? ¿Lo que se tarda en aceptar un cáncer incurable? ¿Cuánto puede tardar en ducharse una desconocida?

Tras las cortinas, cuajaba la mañana. Si aquello continuaba así, iba a llegar tarde al trabajo. Llegaría tarde incluso a mi propio funeral. Antes de que el aburrimiento me llevara a prender con el cigarrillo las cortinas del dormitorio para contemplarlas arder, lo apagué contra el cenicero. El excesivo número de colillas que lo desbordaba hablaba por sí solo. Aquella ducha se antojaba larga y tediosa como la gestación de un elefante. Me la imaginé frotándose concienzudamente cada recoveco de su anatomía, con esa desesperación de las niñas que son forzadas regularmente por sus padrastros, tratando de arrancarse mi repugnante aroma de la piel. Pues pudiera ser que Rosa hubiese sufrido un rapto de arrepentimiento tras haberse apareado conmigo, y necesitara una ducha redentora y maratoniana. Después de todo, qué sabía yo de ella, salvo que era azafata del puente aéreo, que poseía una carrocería acorde con su cargo y que bebía para olvidarse de un tal Rojas, un cabrón que se acostaba con cualquiera en cuanto ella le daba la espalda. Eso era lo poco que había tenido tiempo de averiguar en el bar, antes de tomar el taxi, donde ya supe del sabor a venganza de su saliva.

Leopoldo Alas Clarín: Cuento futuro




La humanidad de la tierra; se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de dar vueltas alrededor del mismo sol. Este cansancio último lo había descubierto un poeta lírico del género de los desesperados que, no sabiendo ya qué inventar, inventó eso: el cansancio del sol . El tal poeta era francés, como no podía menos, y decía en el prólogo de su libro, titulado Heliofobe : «C'est bte de tourner toujours comete c'à. A quoi bon cette sotisse eternelle?... Le soleil, ce bourgeois, m'embète avec ses platitudes...», etc., etc.

El traductor español de este libro decía. « Es bestia esto de dar siempre vueltas así. ¿ A qué bueno esta tontería eterna? El sol, ese burgués, me embiste con sus platitudes enojosas. Él cree hacernos un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que Pitágoras creía oír, no es más que el grillo del hogar , el prosaico chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera... ¡Basta de olla podrida! Apaguemos el sol, aventemos las cenizas del hogar. El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este pequeño libro . ¡ Que él es sincero! ¡ Que él es la expresión fiel de un orgullo noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos lumínicos que le parecen cadenas insoportables».

Él tendrá bello el sol obstinándose en ser benéfico; al fin es un tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más que un esclavo que signé la carrera triunfal de un señor invisible».

Roberto Bolaño: El policía de las ratas



Me llamo José, aunque la gente que me conoce me llama Pepe, y algunos, generalmente los que no me conocen bien o no tienen un trato familiar conmigo, me llaman Pepe el Tira. Pepe es un diminutivo cariñoso, afable, cordial, que no me disminuye ni me agiganta, un apelativo que denota, incluso, cierto respeto afectuoso, si se me permite la expresión, no un respeto distante. Luego viene el otro nombre, el alias, la cola o joroba que arrastro con buen ánimo, sin ofenderme, en cierta medida porque nunca o casi nunca lo utilizan en mi presencia. Pepe el Tira, que es como mezclar arbitrariamente el cariño y el miedo, el deseo y la ofensa en el mismo saco oscuro. ¿De dónde viene la palabra Tira? Viene de tirana, tirano, el que hace cualquier cosa sin tener que responder de sus actos ante nadie, el que goza, en una palabra, de impunidad. ¿Qué es un tira? Un tira es, para mi pueblo, un policía. Y a mí me llaman Pepe el Tira porque soy, precisamente, policía, un oficio como cualquier otro pero que pocos están dispuestos a ejercer. Si cuando entré en la policía hubiera sabido lo que hoy sé, yo tampoco estaría dispuesto a ejercerlo. ¿Qué fue lo que me impulsó a hacerme policía? Muchas veces, sobre todo últimamente, me lo he preguntado, y no hallo una respuesta convincente.

Probablemente fui un joven más estúpido que los demás. Tal vez un desengaño amoroso (pero no consigo recordar haber estado enamorado en aquel tiempo) o tal vez la fatalidad, el saberme distinto de los demás y por lo tanto buscar un oficio solitario, un oficio que me permitiera pasar muchas horas en la soledad más absoluta y que, al mismo tiempo, tuviera cierto sentido práctico y no constituyera una carga para mi pueblo.
Lo cierto es que se necesitaba un policía y yo me presenté y los jefes, tras mirarme, no tardaron ni medio minuto en darme el trabajo. Alguno de ellos, tal vez todos, aunque se cuidaban de andar comentándolo, sabían de antemano que yo era uno de los sobrinos de Josefina la Cantora. Mis hermanos y primos, el resto de los sobrinos, no sobresalían en nada y eran felices. Yo también, a mi manera, era feliz, pero en mí se notaba el parentesco de sangre con Josefina, no en balde llevo su nombre. Tal vez eso influyó en la decisión de los jefes de darme el trabajo. Tal vez no y yo fui el único que se presentó el primer día. Tal vez ellos esperaban que no se presentara nadie más y temieron que, si me daban largas, fuera a cambiar de parecer. La verdad es que no sé qué pensar. Lo único cierto es que me hice policía y a partir del primer día me dediqué a vagar por las alcantarillas, a veces por las principales, por aquellas donde corre el agua, otras veces por las secundarias, donde están los túneles que mi pueblo cava sin cesar, túneles que sirven para acceder a otras fuentes alimenticias o que sirven únicamente para escapar o para comunicar laberintos que, vistos superficialmente, carecen de sentido, pero que sin duda tienen un sentido, forman parte del entramado en el que mi pueblo se mueve y sobrevive.

Francis Scott Fitzgerald: The Curious Case of Benjamin Button


Chapter I

As long ago as 1860 it was the proper thing to be born at home. At present, so I am told, the high gods of medicine have decreed that the first cries of the young shall be uttered upon the anaesthetic air of a hospital, preferably a fashionable one. So young Mr. and Mrs. Roger Button were fifty years ahead of style when they decided, one day in the summer of 1860, that their first baby should be born in a hospital. Whether this anachronism had any bearing upon the astonishing history I am about to set down will never be known.

I shall tell you what occurred, and let you judge for yourself. The Roger Buttons held an enviable position, both social and financial, in ante-bellum Baltimore. They were related to the This Family and the That Family, which, as every Southerner knew, entitled them to membership in that enormous peerage which largely populated the Confederacy. This was their first experience with the charming old custom of having babies--Mr. Button was naturally nervous. He hoped it would be a boy so that he could be sent to Yale College in Connecticut, at which institution Mr. Button himself had been known for four years by the somewhat obvious nickname of "Cuff."

On the September morning consecrated to the enormous event he arose nervously at six o'clock dressed himself, adjusted an impeccable stock, and hurried forth through the streets of Baltimore to the hospital, to determine whether the darkness of the night had borne in new life upon its bosom.

When he was approximately a hundred yards from the Maryland Private Hospital for Ladies and Gentlemen he saw Doctor Keene, the family physician, descending the front steps, rubbing his hands together with a washing movement--as all doctors are required to do by the unwritten ethics of their profession.

Pablo De Santis: Una de terror



Tengo una caja de cartón a la que llamo “la caja de los tesoros”. Seguramente a nadie le podrían parecer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yo­yo “profesional” Russell, un cortaplumas roto, una brú­jula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde algu­na playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: “¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta?” Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto se­ría castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.

Cuando tenía doce años empecé a dibujar his­torietas. En ese momento la mayoría de los chicos leían las revistas mexicanas de Batman, Superman, Fanto­mas, La Pequeña Lulú, y las chicas Susy, Secretos del corazón; a mí me gustaban, en cambio, las de terror. Era difícil conseguirlas, no estaban en todos los quios­cos sino en ferias de plazas o en viejas librerías. Había dos: Doctor Tetrick y Doctor Mortis. En una de ellas vi una página —en la revista decía que era la única que se conservaba— de un dibujante llamado Ashton Forbes. A partir de ahí empecé a seguir los pasos de Forbes y pude conocer su historia, aunque de poco me sirvió.

En una minúscula revista de historietas que publicaban (bueno, fotocopiaban en realidad) unos ami­gos, puse un aviso llamando a los interesados en Ash­ton Forbes. A pesar de que la revista debía tener una venta que rara vez superaba los treinta ejemplares, al­guien me contestó. La carta que me mandó estaba fir­mada sólo con unas iniciales: L.M. Jamás hubiera ima­ginado que la “L” era de Lucía.

José Carlos Somoza: La dama número trece


La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos
rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la mujer obesa. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior. Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.
Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare..., silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara
mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó.
Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil.
Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.

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