Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Salomé Guadalupe Ingelmo: De un tiro / With one stone

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Realmente el hombre es el rey de las bestias, pues su brutalidad sobrepasa la de ellas. Vivimos de la muerte de otros.
Leonardo Da Vinci

“A pesar de la carestía provocada por la radical disminución de los recursos y la sucesiva migración de la industria extranjera, la tasa de natalidad ha seguido creciendo a un ritmo brutal en los países subdesarrollados. Debemos buscar una salida para todos esos niños que se hacinan como ganado en suburbios sin apenas servicios higiénicos ni alimentos. Ustedes no han de sentir remordimientos. En sus lugares de origen no tendrían ninguna oportunidad. La experiencia resultará muy gratificante, verán. Generalmente quien prueba, repite. Su actitud es responsable y solidaria; pronto todos tomarán ejemplo”.
Han tardado mucho en decidirse a pedir información, pero según sus amigos criar a una criatura supone una experiencia única. Además el funcionario ha disipado sus dudas. En efecto, mientras esté con ellos, comerá cuanto quiera ‒sano, eso sí‒ y gozará de todas las comodidades. Se trata de un acto de caridad, no de egoísmo.
Tras el papeleo habrán de esperar turno hasta que se les asigne un bebé; cada vez se tramitan más peticiones. Han escogido una niña. Según dicen sus amigos, resultan más tiernas. Son primerizos, así que les falta experiencia. La adquirirán con el tiempo.
Cuando la nena llegó, su habitación llevaba equipada meses. Era todo pellejito y huesos, pero en breve comenzó a coger peso. Ya no se diría la misma: sonrosada y rellenita. En una palabra, saludable. Duerme con el pulgar metido en la boca, cual cochinillo mordiendo manzana. Su aspecto es delicioso. Marido y mujer, orgullosos, cruzan una mirada de complicidad. Su obra parece perfecta. Y se diría en su punto.
La nueva pareja vacila. Los clientes temen llegar a encariñarse. El funcionario remata su faena: “Es el futuro, se lo aseguro. Con este género de ganadería ecológica los consumidores controlan la alimentación de la pieza. El papeleo con el Ministerio de Sanidad vale la pena a cambio de un producto seguro. ¿Quién, hoy en día, suministra carne no engordada a base de hormonas? Y díganme, ¿qué va a ser, niño o niña?”.


Brian W. Aldiss: The Skeleton

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The people lived in a spectacular setting, in a land where skyscrapers and luxurious shopping centres mingled with palm trees and flowers, set on the fringes of sandy beaches, warm seas and chilly economic realities.

One day, the people were taking an unpaid holiday on the beach when a stranger appeared. He was tall, pale, solid, and had a shock of fair hair. The people were astonished at the appearance of this young man, who threw himself upon them and demanded their love.

He saw them draw back from him and said, “I want only to be accepted. Let me stay here and be part of you. I need to be truly integrated.”

He was asking for something they could not give. But they cordially invited him to remain with them on the beach. It was not enough for him. He jumped up and tore off his skin, throwing it aside like an old track-suit.

“At least you cannot say my skin is a different colour from yours.”

They looked with astonishment at this man of scarlet, inviting him again to stay with them beneath the palms.
But he could not feel himself properly accepted. This time he wrenched away all his flesh, until only his gleaming white skeleton was left.

“Now you see that I have given all I have to be accepted by you.”

And he danced before them so that his bones rattled.

At this the people were very surprised, and ran off to swim in the warm sea. When they returned the skeleton was still there. Again they made him welcome.

“But you still do not accept me as one of yourselves,” the skeleton cried.

So they used him in their wayang as a figure of death. And then he was truly integrated with them.
He even became a small commercial success.

Virgilio Piñera: En el insomnio

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El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de tila y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al medico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre esta muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

Jacques Sternberg: La Créature

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Comme c’était une planète de sable fin, de falaises dorées, d’eau verte et de ressources naturelles complètement inexistantes, les hommes avaient décidé d’en faire un monde de tourisme enchanteur, sans chercher à exploiter ou à creuser un sol, d’ailleurs stérile.
Les premiers pionniers y débarquèrent en automne. Ils y construisirent quelques stations balnéaires faites de cabanes pour milliardaires style Club Méditerranée et, quand l’été arriva, ces villages de fortune pouvaient déjà recevoir des milliers d’estivants. Il en arriva deux mille, cet été-là. Ils passèrent plusieurs semaines de charme à se dorer aux trois petits soleils de ce monde, à s’extasier devant ses paysages, son calme, son climat et le fait reposant que cette planète ne recelait ni insectes ni carnivores, ni poissons redoutables, ni aucune forme de vie animale. Puis le 25 août à l’aube, arriva l’événement : en une seule goulée, en quelques secondes, la planète avala tous les estivants en même temps.
La planète, en effet, ne recelait pas d’autre forme de vie que la sienne : elle était la seule créature de ce monde. Et elle aimait particulièrement les êtres vivants, les humains en particuliers. Mais elle les aimait bronzés, polis par l’eau et le vent, chauds et bien cuits.

Pere Calders: El desert

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A la fi d'un mes de juny amable, aparegué l'Espol amb la mà dreta embenada, marcant el puny clos sota la gasa. La seva presència, plena d'aspectes no coneguts abans, feia néixer pressentiments, però ningú no podia imaginar l'abast del cop que l'ajupia.
L'expressió del seu rostre, que no havia suscitat mai cap interès, prenia ara l'aire de victòria plena de tristesa tan propi de les guerres modernes.
El dia en el qual la seva vida sofrí el canvi no havia estat anunciat en cap aspecte. Va llevar-se amb el mal humor de sempre i passejava pel pis, del bany al menjador i del menjador a la cuina, per veure si el caminar l'ajudava a despertar-se. Tenia un dolor al costat dret i un ofec lleuger, dues molèsties que sentia juntes per primera vegada i que creixien tan de pressa que l'alarma el desvetllà del tot. Arrossegant els peus i recolzant-se en els mobles que trobava, retornà a la cambra i s'assegué a la vora del llit per a començar una agonia.
La por va cobrir-li tot el cos. Lentament, la salut se li enfilava per l'arbre dels nervis amb l'intent de fugir-li per la boca, quan es produí a temps la rebel.lió de l'Espol: en el moment del traspàs, aferrà alguna cosa amb la mà i va tancar el puny amb força, empresonant la vida. El dolor del costat cessa i la respiració esdevingué normal; amb un gest d'alleujament, l'Espol va passar-se la mà esquerra pel front, perquè la dreta ja la tenia amatent a una nova missió.
La prudència aconsellava no especular amb possibilitats massa diverses. Estava segur, des del primer instant, que una sola cosa valia la pena: no obrir el puny per res. En el palmell s'agitava lleument, com un peix petit o una bola de mercuri, la vida de l'Espol.
Per tal d'evitar que un oblit momentani pogués perjudicar-lo, adoptà l'artifici d'embolicar-se la mà, i, tranquil.litzat a mitges, va traçar-se un pla provisional de primeres providències. Aniria a veure el gerent de la casa on treballava, demanaria consell al metge de família i als amics, i procuraria anar posant el fet en coneixement de les persones amb les quals l'unien més lligams.
Així fou la nova aparició de l'Espol. Amb la cara transformada (un estupor tot natural no va deixar-lo més) caminava pel carrer amb la mirada absent. Els ciutadans, a despit d'estar acostumats a veure tantes coses, intuïen que aquella bena era diferent i sovint es giraven per mirar-la d'una manera furtiva.
Avui, a mig matí, el gerent escolta la relació amb un interés progressiu. Quan l'Espol li diu que es veu obligat a deixar la feina perquè ja no podrà escriure mai més amb la mà dreta, replica:
—No veig la necessitat d'anar de pressa. Això, de vegades, se'n va de la mateixa manera que ha vingut...
—És definitiu —contesta l'Espol—. El dia que desclogués el puny per agafar la ploma, se m'escaparia la vida.

—Podríem passar-lo al departament de preparació i connexió de subcontractes de compra. —No.
El gerent, que fa prop de cinc anys que espera una oportunitat per treure l'Espol, es resisteix ara a prescindir-ne. Primer es mostra conciliador, després insinua augments de sou (sense comprometre's massa) i acaba cedint del tot. Podien acordar una ampliació de les vacances i anticipar-les.
—No.
—I com es guanyará la vida?
—La tinc aquí, ara —diu mostrant el puny dret—. És la primera vegada que la puc localitzar i he de trobar l'estil de servir-me'n.
Mentre surt del despatx, el segueix la veu del patró, que, encuriosit, li demana que no s'oblidi de tenir-lo al corrent.

Vincent O'Sullivan: The Bargain Of Rupert Orange



The marvel is, that the memory of Rupert Orange, whose name was a signal for chatter amongst people both in Europe and America not many years ago, has now almost died out. Even in New York where he was born, and where the facts of his secret and mysterious life were most discussed, he is quite forgotten. At times, indeed, some old lady will whisper to you at dinner , that a certain young man reminds her of Rupert Orange, only he is not so handsome; but she is one of those who keep the mere incidents of their past much more brightly polished than the important things of their present. The men who worshipped him, who copied his clothes, his walk, his mode of pronouncing words, and his manner of saying things, stare vaguely when he is mentioned. And the other day at a well-known club I was having some general talk with a man whose black hair is shot with white, when he exclaimed somewhat suddenly: "How little one hears about Rupert Orange now!" and then added: "I wonder what became of him?" As to the first part of this speech I kept my mouth resolutely shut; for how could I deny his saying, since I had lately seen a weed-covered grave with the early moss growing into the letters on the headstone? As to the second part, it is now my business to set forth the answer to that: and I think when the fire begins to blaze it will lighten certain recollections which have become dark. Of course, there are numberless people who never heard the story of Rupert Orange; but there are also crowds of men and women who followed his brilliant life with intense interest, while his shameful death will be in many a one's remembrance.

The knowledge of this case I got over a year ago; and I would have written then, had my hands been free. But there has recently died at Vienna the Countess de Volnay, whose notorious connection with Orange was at one time the subject of every man's bruit. Her I met two years since in Paris, where she was living like a work-woman. I learned that she had sold her house, and her goods she had given to the poor. She was still a remarkable woman, though her great beauty had faded, and despite a restless, terrified manner, which gave one the monstrous idea that she always felt the devil looking over her shoulder. Her hair was white as paper, and yet she was far from the age when women cease to grin in ball-rooms. A great fear seemed to have sprung to her face and been paralyzed there: a fear which could be detected in her shaking voice. It was from her that I learned certain primary facts of this narration; and she cried to me not to publish them till I heard of her death — as a man on the gallows sometimes asks the hangman not to adjust the noose too tight round his neck. I am altogether sure that what Orange himself told her, he never told any one else. I wish I had her running tongue instead of my slow pen, and then I would not be writing slovenly and clumsily, doubtless, for the relation; vainly, I am afraid, for the moral.

Now Rupert Orange lived with his aunt in New York till he was twenty-four years old, and when she died, leaving her entire estate to him, a furious contest arose over the will. Principal in the contest was Mrs. Annice, the wife of a discarded nephew; and she prosecuted the cause with the pertinacity and virulence which we often find in women of thirty. So good a pursuivant did she prove, that she and her husband leaped suddenly from indigence to great wealth: for the Court declared that the old lady had died lunatic; that she had been unduly influenced; and, that consequently her testament was void. But this decision, which raised them up, brought Rupert to the ground. There is no worse fall than the fall of a man from opulence to poverty; and Rupert, after his luxurious rearing, had to undergo this fall. Yet he had the vigour and confidence of the young. His little verses and sonnets had been praised when he was an amateur; now he undertook to make his pen a breadwinner — with the direst results. At first, nothing would do him but the great magazines; and from these, week after week, he received back his really clever articles, accompanied by cold refusals. Then for months he hung about the offices of every outcast paper, waiting for the editor. When at length the editor did come, he generally told Rupert that he had promised all his outlying work to some bar-room acquaintance. So push by push he was brought to his knees; and finally he dared not walk out till nightfall, for fear some of those who knew him in prosperity might witness his destitution.

Fernando Iwasaki: Papillas

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Detesto los fantasmas de los niños. Asustados, insomnes, hambrientos. El de casa llora desconsolado y se da de porrazos contra las paredes. De repente me vino a la memoria el canto undécimo de La Ilíada y le dejé su platito lleno de sangre.No le gustó nada y por la mañana encontré todo desparramado. Volví a dejarle algo de sangre por la noche, aunque mezclada con leche y unas cucharaditas de miel: le encantó.Desde entonces le preparo unas papillas riquísimas con sangre, cereales, leche y galletas molidas. Sigue desparramándome las cosas, pero ya no se da porrazos y a veces siento cómo corre curioso detrás de mí. Quizás me haya cogido cariño. Tal vez ya no me tenga miedo. ¡Angelito!, si hubiera comido así desde el principio nunca lo hubiera estrangulado.

Dan Simmons: Eyes I Dare Not Meet

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Bremen left the hospital and his dying wife and drove east to the sea. The roads were thick with Philadelphians fleeing the city for the weekend, and Bremen had to con-centrate on traffic, leaving only the most tenuous of touches in his wife's mind. Gail was sleeping. Her dreams were fitful and drug-induced. She was seeking her mother through endlessly interlinked rooms filled with Victorian furniture.
As Bremen crossed the pine barrens, the images of the dreams slid between the evening shadows of reality. Gail awoke just as Bremen was leaving the parkway. For a few seconds after she awoke the pain was not with her. She opened her eyes, and the evening sunlight falling across the blue blanket made her think—for only a moment—that it was morning on the farm. Her thoughts reached out for her husband just as the pain and dizziness struck behind her left eye. Bremen grimaced and dropped the coin he was handing to the toll-booth attendant.
"What's the matter, buddy?"
Bremen shook his head, fumbled out a dollar, and thrust it blindly at the man.
Throwing his change in the Triumph's cluttered console, he concentrated on pushing the car's speed to its limit. Gail's pain faded, but her con-fusion washed over him in a wave of nausea.
She quickly gained control despite the shifting curtains of fear that fluttered at the tightly held mindshield. She subvocalized, concentrating on narrowing the spectrum to a simulacrum of her voice.
"Hi, Jerry."
"Hi, yourself, kiddo." He sent the thought as he turned onto the exit for Long Beach Island. He shared the visual—the starting green of grass and pine trees overlaid with the gold of August light, the sports car's shadow leaping along the curve of asphalt.
Suddenly the unmistak-able salt freshness of the Atlantic came to him, and he shared that with her also.
The entrance to the seaside community was disappoint-ing: dilapidated seafood restaurants, overpriced cinder-block motels, endless marinas. But it was reassuring in its familiarity to both of them, and Bremen concentrated on seeing all of it. Gail began to relax and appreciate the ride. Her presence was so real that Bremen caught himself turn-ing to speak aloud to her. The pang of regret and embar-rassment was sent before he could stifle it.
The island was cluttered with families unpacking station wagons and carrying late dinners to the beach. Bre-men drove north to Barnegat Light. He glanced to his right and caught a glimpse of some fishermen standing along the surf, their shadows intersecting the white lines of breakers.
Monet, thought Gail, and Bremen nodded, although he had actually been thinking of Euclid.
Always the mathematician, thought Gail, and then her voice faded as the pain rose. Half-formed sentences shred-ded like clouds in a gale.

Alonso Zamora Vicente: Un pobre hombre

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Es muy probable que, entre esta gente que se agolpa en la estación a la llegada de los trenes, encuentre al hombre que busco. Es también probable que, al matarle, le haga un favor. Muchas veces he observado desde la barandilla, en el pasadizo de salida, la cara de los viajeros. Gentes malhumoradas, fatigadas, con el mirar vacilante. Destrozados por alguna desgracia familiar, un duelo, un descalabro económico, quizás un adulterio. Otros, con esos ojos agrandados, despoblados y mansos del que acaba de ser desahuciado por un médico. Sí, seguramente que en ese montón de vidas que llega en el tren de las nueve, o entre los que van al cine de actualidades a llenar la espera, encuentre al hombre que he de matar. Porque he de matar a un hombre. No pasará de hoy. Todos están fuera y podré disponer de mi casa a mi antojo. Será una experiencia valiosísima. Un hombre sin apellidos, sin dirección, quizás alguno que haya pensado suicidarse. Un hombre que llevará en las rayas de la mano el deslumbrante aviso de que hoy, sábado, se encontrará conmigo.

No me ha sido difícil encontrarle. Hay mucha gente que piensa en la muerte, que la llama, que se sueña tendido y descansando. Me apoyé, como siempre, en las rejas que separan el corredor de la Aduana. Aunque hubiera habido diez mil personas más lo habría encontrado enseguida. Una creciente luz, un irrefrenable desmayo le envolvían cada vez que doblaba las corvas al andar. Ahí está. Lanzó sus maletas en el banco de los vistas como quien se desprende de... Bueno, no sé. Demasiado levantar los hombros, angustiosa la línea de los labios con exceso para un acto tan impersonal como abrir las maletas delante de un carabinero. Creo que fue entonces cuando me vio por vez primera. No voy a cometer la tontería de decir que me sonrió. Él ya no podía sonreír. Pero quizá sus ojos... Se debía de estar preguntando, como tantos en la Aduana: ¿dónde poner ahora la mirada? Todos los contrabandistas se lo preguntan; yo también me lo he preguntado alguna vez. Pero él no lo hacía por eso. Es que yo no tenía dónde ponerla. Por eso me vio.

Quizá por eso tampoco dijo nada cuando le quitaron con grandes aspavientos un collar de perlas, un proyector de cine, algunos cartones de tabaco americano y un fajo de marcos alemanes. Ya no podía hablar más que conmigo; su vida me pertenecía, y yo no podía entrar en la Aduana. Cuando, cumplido el requisito, me acerqué a él, se guardaba, arrugándolo, el recibo de los objetos retenidos y lo metía en el bolsillo de aquel abrigo grande, de piel de camello, que llamaba la atención de los empleados del ferrocarril, de los guardias de orden público, de los policías. Hasta los soldados del Destacamento de Ferrocarriles se volvían a mirar. Tendré que hacer desaparecer ese abrigo. Al pensarlo, sentí frío.

Nos hemos sentado un ratito en la cafetería del vestíbulo. Me confesó qui no había tomado nada en todo el día. Apenas hemos hablado. Era como si todo estuviese ya dicho, ya en lo nuevo y caminando. Detrás de los cristales se estaba bien. Afuera se veía el alboroto de la estación, carretillas con equipajes, grupo de excursionistas que emprenden el regreso con la mochila más llena que a la venida y, colgando de las manos, cacharritos de recuerdo. Gentes con su pasaporte en la mano, haciendo cola en la ventanilla de la policía, y en las divisas, y en la Sanidad. Unos novios se besan desesperadamente; él es militar; mi compañero de mesa los mira, no sonríe, dice: ¡Bah! Suben y bajan gentes por la escalera de los urinarios. Un ciego, pregonando lotería, golpea insistente la pared con su bastón. La mujer del tenderete de postales y periódicos entrega la cuenta a un hombre bajo y jorobado que viene a hacer el turno de noche. Ya se han encendido las luces de seis trenes distintos sobre el tablero alto donde se anuncian. Seis veces el mismo apelotonamiento de gente y de cansancio en la salida, y los gritos de ¡Taxi!, ¡Taxi!, y ¿Busca hotel? ¿Pensión económica? Es entonces cuando he invitado a mi huésped a venir a casa. Estaremos solos, podrá descansar. No sé qué me contestó, porque, mientras hablaba, el altavoz del cine de actualidades gritó violentamente, anunciando un nuevo programa con las inundaciones de Baviera y no pude oírle. Noté, en cambio, al mirarle pretendiendo adivinar su respuesta, que tenía los ojos claros y profundos, contrastando con su barba negra y crecida. Temí que se muriera antes de que yo pudiese... No sé qué me contestó, pero se vino conmigo.

Lisa Goldstein: Dark Rooms

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Nathan Stevens first saw Georges Méliès in 1896, in the basement of the Grand Café in Paris. There, in the Salon des Indiens, the Lumière brothers had opened the first moving picture theatre, and Stevens watched, entranced, as a train arrived at a station, a man watered his garden, a blacksmith worked at his forge.

The pictures ended and the lights came up. The glow from the gaslamps was not harsh, but he sat there blinking, dazzled, his eyes filled with motion, with smoke and waves and wind-blown leaves. For a moment he wondered that his surroundings remained the same, that the train did not roar through the small room, flattening chairs as it went, or the sea crash through the walls and drown them all.

Near him people were picking up their purses and canes, putting on their coats, stepping over his legs as they headed for the door. Finally the theatre, so crowded a few moments ago, was nearly empty.

One other man had not moved. He was balding, with a drooping mustache and a trim goatee. He was blinking as Stevens himself had done, as if he were just waking from a dream, or loosed from some enchantment.

Then he smiled, perhaps at Stevens, perhaps at a lingering memory from the pictures they had seen together. It was a kind smile, Stevens thought; you might see an uncle smile just that way as he gave a present to his favorite niece. But there was something else in it too, something deeper and more serious, and Stevens thought the man might know more about these films, perhaps even know how they were made.

The man stood. “One minute, please,” Stevens said.

The other man turned, a polite expression on his face. Suddenly Stevens could think of nothing to say, though he had been in Paris for six months and his French was nearly fluent. “A -- an amazing thing, isn’t it?” he said finally.

“We will all be changed,” the man said, or Stevens thought he said. He put on his hat.

“Wait,” Stevens said. “Do you know about these -- these pictures? Do you know how it’s done?”

The man headed for the aisle. Perhaps he hadn’t heard. Stevens hurried after him but the man had reached the stairs and was climbing them quickly. Stevens followed and came out into the street. It was still daylight, a stronger light than that of the gaslamps, and he blinked again, bewildered, feeling as if he had surfaced by stages from strange depths.

Rafael Marín: A veces corren

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A veces bastaba con dispararles a los talones.

Se desmoronaban entonces, como una percha que se rinde por el peso, la boca entreabierta, el pecho gimiendo sin aire que llevarse dentro. Un segundo disparo en la otra rodilla, o en la cadera, y los convertía en trozos de carne que pugnaban por arrastrarse, entre un reguero de carne y huesos que iban dejando detrás. A veces, cuando había tiempo, una tercera bala en el cerebro, o caminar entre ellos, como jugando a rayuela, para cortarles la cabeza con un machete.

No había que fiarse tampoco. El puro instinto les hacía moverse, arrastrarse, sorprenderte. Habían sido en vida supervivientes de su propia vida, y ahora, en la muerte, los recuerdos que salían a flote, obtusos y sin patrón definido, impulsaban a sus cuerpos sin mente a seguir repitiendo aquellos actos reflejos, aquellos movimientos mecánicos, aquella imprintación circular de la que antes tanto se quejaban, cuando podían.

Debía ser que la muerte se compone de paciencia. O que el tiempo no importa cuando no tienes que esperar a la muerte. Todas las supervivientes coincidían en que eliminarlos a tiros o a golpes en la cabeza, o a golpes de machete o de hacha en el cuello, no era matarlos, sino desconectarlos de una querencia absurda a la vida. No está muerto lo que yace eternamente, como dijo la bibliotecaria, que había pasado de ser una mosquita muerta y silenciosa a desarrollar un gusto perverso por chistes que sólo comprendía ella.

El problema era que nunca se podía, con ellos, bajar la guardia. El impulso motor iba desgastando sus músculos, royendo sus pies, arrancando jirones continuos de su carne y sus tendones, pero no paraban nunca. Eran muñecos de una cuerda infinita, pollos descabezados que continuaban moviéndose, inconscientes de que ya no existía un cerebro que impulsara los demás miembros del cuerpo.

Pero no corrían, gracias a Dios. Ni sabían, ni podían, ni necesitaban hacerlo. Su paciencia de gestos repetidos, de alimentarse con ansia de otras carnes crudas a las que, sin duda, no eran capaces de encontrar sabor ninguno se recompensaba precisamente porque nunca detenían su persecución. Podías sacarles cien metros de ventaja, o diez kilómetros: tarde o temprano, volvían a aparecer, llamando a tu puerta, pidiéndote sin voz que compartieras con ellos el tesoro de tus entrañas. O si no eran ellos, eran otros, siempre otros: cuando no hay gestos en los rostros, cuando la ropa ya no te distingue y todo son jirones, da lo mismo que te persiga un abogado de éxito o un indigente alcoholizado. Así son las máscaras del zombie.

Lo mejor era eliminarlos de lejos, si era posible, antes de que su eterna cachaza los acercara demasiado. Hay cosas con las que no se juega, y la vida es una de ellas, sobre todo si has sobrevivido al fin del mundo, al amanecer de los muertos, al Apocalipsis caníbal o a como demonios quisieran llamarlo las emisoras de radio y las cadenas de televisión, esas que siempre terminaban sus emisiones entre gritos guturales y borboteos de miedo incomprensible.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Bajo el signo del naufragio


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―Yo simplemente intenté evitar el mal mayor. Es lo que hace todo buen militar.
―¿Se da cuenta de que abandonó usted a su suerte a seres humanos? ―pregunta el fiscal reprimiendo a duras penas una mueca de repugnancia―. Algunos no soportaron la idea de morir lentamente bajo el sol, con la piel plagada de quemaduras y úlceras, y se quitaron la vida mientras sus compañeros dormían. Otros, enloquecidos, aprovecharon el sueño del resto de los náufragos para asesinar indiscriminadamente y apropiarse de las exiguas raciones de vino de los difuntos, lo único que les quedaba de las provisiones que transportaba el barco, u ocupar lugares más seguros en la inestable balsa, cuya superficie era a todas luces insuficiente para albergar a la gran cantidad de pobres diablos que se hacinaban en ella. La balsa no estaba preparada para soportar tanto peso, y sus bordes se hundían en el agua. Sólo el centro de la misma ofrecía algo más de protección contra el mar. De hecho, las veinte personas que tuvieron la desgracia de quedar en las orillas de la improvisada embarcación desparecieron durante la primera noche arrastradas por las olas. Los días posteriores se hicieron interminables. Por la falta de espacio y alimentos, los náufragos se vieron obligados a lanzar al mar a los enfermos que tenían menos posibilidades de sobrevivir. El doctor Savigny tuvo que seleccionar a las víctimas, decidir quiénes morirían inmediatamente y quiénes podrían seguir albergando la esperanza de ser rescatados. ¿Sabe usted cuántas personas fueron encontradas con vida? ¿Sabe cuántos fueron recogidos el diecisiete de julio por el bergantín Argus? Quince. Quince de los ciento cuarenta y nueve que usted abandonó. Quince esqueletos ambulantes. Quince espectros demacrados que casi habían perdido el juicio a fuerza de beber agua de mar y orina y de alimentarse de los cadáveres. Sus cuerpos estaban tan consumidos que cinco de ellos murieron pocos días después de su rescate. Las mentes de los que sobrevivieron nunca volverán a ser las mismas. Les cambió usted la vida para siempre. Su decisión les cambió la vida para siempre.
―¿Qué quería que hiciese? ―pregunta no sólo con una serenidad que casi raya en la indiferencia, sino incluso con la arrogancia con la que los aristócratas como él acostumbran a dirigirse a quienes consideran meros subordinados―. Los botes salvavidas eran insuficientes para trasladar hasta tierra firme a toda esa tripulación y pasaje. Le aseguro que intenté remolcar la balsa hasta la orilla con los únicos seis de los que disponíamos. Pero pesaba demasiado. Habría sido imposible salvarlos a todos. Al final cedí a la petición del pasaje y la oficialidad y corté los cabos de remolque. Pensé que sería mejor que se salvasen unos cuantos a que muriesen todos.

Arthur Conan Doyle: The ring of Thoth

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MR. JOHN VANSITTART SMITH, F.R.S., of 147A Gower Street, was a man whose energy of purpose and clearness of thought might have placed him in the very first rank of scientific observers. He was the victim, however, of a universal ambition which prompted him to aim at distinction in many subjects rather than pre-eminence in one. In his early days he had shown aptitude for zoology and for botany which caused his friends to look upon him as a second Darwin, but when a professorship was almost within his reach he had suddenly discontinued his studies and turned his whole attention to chemistry. Here his researches upon the spectra of the metals had won him his fellowship in the Royal Society; but again he played the coquette with his subject, and after a year's absence from the laboratory he joined the Oriental Society, and delivered a paper on the Hieroglyphic and Demotic inscriptions of El Kab, thus giving a crowning example both of the versatility and of the inconstancy of his talents.

The most fickle of wooers, however, is apt to be caught at last, and so it was with John Vansittart Smith. The more he burrowed his way into Egyptology the more impressed he became by the vast field which it opened to the inquirer, and by the extreme importance of a subject which promised to throw a light upon the first germs of human civilisation and the origin of the greater part of our arts and sciences. So struck was Mr. Smith that he straightway married an Egyptological young lady who had written upon the sixth dynasty, and having thus secured a sound base of operations he set himself to collect materials for a work which should unite the research of Lepsius and the ingenuity of Champollion. The preparation of his magnum opus entailed many hurried visits to the magnificent Egyptian collections of the Louvre, upon the last of which, no longer ago than the middle of last October, he became involved in a most strange and noteworthy adventure.

The trains had been slow and the Channel had been rough, so that the student arrived in Paris in a somewhat befogged and feverish condition. On reaching the Hotel de France, in the Rue Laffitte, he had thrown himself upon a sofa for a couple of hours, but finding that he was unable to sleep, he determined, in spite of his fatigue, to make his way to the Louvre, settle the point which he had come to decide, and take the evening train back to Dieppe. Having come to his conclusion, he donned his greatcoat, for it was a raw rainy day, and made his way across the Boulevard des Italiens and down the Avenue de l'Opera. Once in the Louvre he was on familiar ground, and he speedily made his way to the collection of papyri which it was his intention to consult.

The warmest admirers of John Vansittart Smith could hardly claim for him that he was a handsome man. His high-beaked nose and prominent chin had something of the same acute and incisive character which distinguished his intellect. He held his head in a birdlike fashion, and birdlike, too, was the pecking motion with which, in conversation, he threw out his objections and retorts. As he stood, with the high collar of his greatcoat raised to his ears, he might have seen from the reflection in the glass-case before him that his appearance was a singular one. Yet it came upon him as a sudden jar when an English voice behind him exclaimed in very audible tones, "What a queer-looking mortal!"

Salomé Guadalupe Ingelmo: Salvo veintiún gramos de diferencia

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Cinco espantosos crímenes perpetrados en menos de tres meses bastaron para que Jack el Destripador, cuya identidad sigue siendo un misterio, aterrorizase a la violenta e impasible Londres. Después, el considerado padre de los asesinos en serie modernos desapareció sin dejar rastro ni certezas.


―Por Dios, Charles, sabes tan bien como yo que este experimento no puede llegar a buen puerto. Es antinatural. Casi abominable. ¡Una mujer deambulando por los pasillos del London Hospital disfrazada de médico!
―Es que es médico.
―No digas sandeces. Puede que haya traído consigo un título, pero ni todas las prestigiosas universidades de Europa juntas lograrían anular un hecho fundamental: Dios la creó mujer. Eso no cambiará simplemente porque se ponga una bata igual a la mía. ¿Acaso crees que los enfermos no se dan cuenta de lo que hay debajo? Su presencia aquí puede turbar a… los pacientes. He sido testigo de demasiadas miradas lascivas en el corto periodo de tiempo que lleva entre nosotros. Me basta para saber que está de más aquí. Tenemos que hacer algo para poner fin a esta violenta situación. Hay que restaurar la armonía perdida. La reputación del hospital está en juego. No podemos permitir que los caprichos de una muchacha testaruda a la que se le ha metido en la cabeza jugar a ser doctora pongan en peligro una institución honorable como ésta. ¡Oh, vamos, Charles! Lo digo por su propio bien. La mujer es un ser delicado; el Señor la creó así. Por eso la obligación del hombre es protegerla. Aun en contra de su propia voluntad si es necesario. Ellas, seres obstinados, rara vez calculan las consecuencias de sus actos. Para eso estamos nosotros, para poner freno a los pájaros que tienen en la cabeza y evitar que se hagan daño. No niego que parece una joven de gran cultura. Y se diría todo lo inteligente que puede llegar a ser su sexo. Pero no es prudente, Charles. No es prudente en absoluto. No sabe cuál es su lugar. Debería casarse. Es bien parecida y no le costaría encontrar marido. Podría elegir a un médico con consulta propia y ayudarle en sus tareas como recepcionista o incluso como enfermera.
***
Acaricia tiernamente la cabeza del ser deforme que se acurruca entre las sombras, en una esquina de la celda. Al principio sus músculos se tensan. Se retrae igual que ante la escasa luz que se filtra entre los barrotes del ventanuco. La teme como al sol, al que debe las pústulas esparcidas por su cuerpo. Sólo su hirsuta cara, gracias a la densa pelambrera que la protege, está libre de esos estigmas. Pero entonces la bella joven empieza a tararear una nana muy dulcemente, apenas en susurros. Una canción de cuna al ritmo de la cual el ser se mece. Sus ojos acuosos la miran con adoración, como si se tratase de una Virgen. Un reguero de baba cae por la comisura de sus labios entreabiertos, tras los cuales se vislumbran unos dientes irregulares y rojizos, incrustados en encías lívidas y atrofiadas. Jadea agradecido, emitiendo un sonido más digno de piedad que de horror. Una especie de gruñido animal desagradable pero necesario; apenas puede respirar a través de esas oquedades purulentas por las que escapa un hilillo de sangre que ella restaña delicadamente con su pañuelo.

Tales of Mystery and Imagination