Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Rafael Marín: Una canica en la palmera

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Ya le podían llevar la contraria en lo que quisieran, pero tener un padre maestro era lo peor, pero lo peorcito que podía tocarle a una en el mundo. No sólo te controlaban las comidas, las tareas y las amigas, y te decían Lucía los deberes, y a ver si me haces esta cuenta, y cómo se dice tal palabra en inglés, que a ella no le importaba todavía, porque cuando tuviera edad para ligarse a Leo di Caprio él sería ya una pasa y seguro que había otros actores más monos a tiro, sino porque había que cambiar de casa cada dos por tres, a remolque de los destinos y las oposiciones, que no entendía muy bien de qué venía la palabreja, si su padre a todo aquello no se oponía ni pizca. Primero fue El Coronil, luego Arcos, después Puerto Real, y aunque ella había nacido en la residencia de aquí de Cádiz, en el hospital Puerta del Mar un lunes de junio, había pasado ya por dos guarderías, una escuela infantil, y otra de primaria, siempre en lugares diferentes, como para que la pobre pudiera echar raíces. Tenía ocho años recién cumpliditos y había recorrido más mundo que Ricky Martin con sus maletas, con lo pesado que era cambiar de uniforme cuando lo había, acostumbrarte al agua de los sitios, a que llamaran al pan de otra manera (con lo bonito que era manolete y no baguét, que le sonaba a bigote de tío ruso), y a que cecearan donde otros seseaban, se comieran las terminaciones en ado o al telediario le llamaran el parte y al tocadiscos el picú. Una lata. Pero eso no era lo peor, sino tener que cambiar también de amistades cada vez que a papá el Ministerio o la Junta o quien fuera, aquel tal Pezzi que salía en los periódicos siempre que había una huelga, decidiera que andando, a mover el esqueleto y carretera y manta. Lucía aceptaba todo aquello como un sino inevitable, la maldición gitana que arrastraban como si fueran de verdad gitanos, que no lo eran ni nada, y en alguna ocasión, pero las menos, hasta agradecía cambiar de aires y de aguas. Lo peor-peor, lo más malo de todo, era tener que ser siempre la nueva en la clase, la recién llegada a la plazoleta, la niña que hablaba raro o tenía un padre profe, que unas decían que era mayor y con barriguita cervecera y otras que era muy guapo y se parecía a Luis Fernando Alvés, el de Todos los hombres sois iguales, aunque su padre no era dentista ni ligón compulsivo ni nada por el estilo; vamos, al menos eso creía ella, con lo celosa que era su madre cualquiera lo podía asegurar. Lucía no tenía más que recuerdos amontonados de las niñas y los niños que habían sido sus amigos en las guarderías: Susana, Perico, Elena. En segundo de preescolar se hizo amiga del alma de María Jesús y se ennovió por primera vez con Alberto Cascales, que siempre se ponía colorada al encontrarlo por la calle principal del pueblo, y en primero de primaria otra vez con gente nueva en un cole nuevo: Alicia, otra Susana, Laura y Tomás, Eduardo López y Pili Alba. A estos los recordaba mejor, porque ya iban siendo mayores y estaban más cerca en la memoria. Era una pena saber que nunca más iba a volver a verlos, porque ahora estaban viviendo otra vez en Cádiz, y papá había asegurado que, por fin, ya tenía la plaza fija y no los iban a mover de aquí para allá, que se acabaron los traslados y las casas donde no podían tener ni muebles propios, salvo el video, el televisor y el microondas. A lo mejor era verdad, y tanto papá como mamá como el mocoso de David, que con tres añitos cortos se había evitado lo peor de los éxodos continuos de la familia, estaban locos de alegría, como si volver a vivir en Cádiz fuera mejor, no sé, que haberse vuelto ricos de pronto o que hubieran aceptado la foto de los niños para ser portada en Crecer Feliz. Lucía también estaba contenta, desde luego, porque le gustaba a rabiar la playa por las mañanas y ahora había muchos cines en el Palillero, y ya había visto la película de los Rugrats, y La Momia, que ni le dio miedo ni nada, sino mucha risa, y Brendan Fraser estaba como un tren con tantas pistolas, y otra vez Mulán en el cine de verano, mientras se comía una pizza de jamón y bacon, y estaba esperando que pusieran de una vez aquella de Doug, que le gustaba mucho la serie de televisión, sobre todo el perro y el amigo azul, que era total. Lucía estaba feliz también porque así viviría más cerca de la abuela y de los primos, y recibiría lo mismo paguitas semanales y no de higos a brevas, y jugaría más veces con Arancha y con Marimar, y hasta con el brutote de Carlos y su no menos terrible hermano Iván, y no tendrían que pegarse el palizón las navidades y compartir casa con otra familia que era familia pero psé, y soportarse el olor a calcetines y el follón de volver corriendo al pueblo de turno donde le tocara trabajar a su padre, porque los Reyes, que eran unos imbéciles que ya podían venir a la vez que Papá Noel, nunca caían en la cuenta de ponerles los juguetes aquí en Cádiz, para no confundirse con los regalos de los primos, y siempre lo dejaban todo, muy ordenadito y con una capita de polvo, en la casa del pueblo que alquilaban y a la que volvían dos días antes de que tanto papá como ellos empezaran el cole y el segundo trimestre.

Émile Erckmann - Alexandre Chatrian: L’araignée-crabe

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Les eaux thermales de Spinbronn, situées dans le Hundsrück, à quelques lieues de Piermesens, jouissaient autrefois d’une magnifique réputation. Tous les goutteux, tous les graveleux de l’Allemagne s’y donnaient rendez-vous : l’aspect sauvage du pays ne les rebutait pas. On se logeait dans de jolies maisonnettes au fond du défilé ; on se baignait dans la cascade, qui tombe en larges nappes d’écume de la cime de rochers ; on buvait une ou deux carafes d’eau minérale par jour, et le docteur de l’endroit, Daniel Hâselnoss, qui distribuait ses ordonnances en grande perruque et habit marron, faisait d’excellentes affaires.
Aujourd’hui, les eaux de Spinbronn ne figurent plus au Codex ; on ne voit plus, dans ce pauvre village, que de misérables bûcherons, et, chose triste à dire, le Dr Hâselnoss est parti !
Tout cela résulte d’une suite de catastrophes fort étranges, que le conseiller Brêmer, de Pirmesens, me racontait l’autre soir.
– Vous saurez, maître Frantz, me dit-il, que la source de Spinbronn sort d’une espèce de caverne, haute d’environ cinq pieds et large de douze à quinze ; l’eau a soixante-sept degrés centigrades de chaleur... elle est saline. Quant à la caverne, toute couverte audehors de mousse, de lierre et de broussailles, on n’en connaît pas la profondeur, attendu que les exhalaisons thermales empêchent d’y pénétrer.
» Cependant, chose singulière, on avait remarqué, dès le siècle dernier, que des oiseaux des environs, des grives, des tourterelles, des éperviers, s’y engouffraient à plein vol, et l’on ne savait à quelle influence mystérieuse attribuer cette particularité.
» En 1801, à la saison des eaux, par une circonstance encore inexpliquée, la source devint plus abondante, et les baigneurs qui se promenaient au bas, sur la pelouse, virent tomber de la cascade un squelette humain blanc comme la neige.
» Vous jugez, maître Frantz, de l’effroi général ; on crut naturellement qu’un meurtre avait été commis les années précédentes à Spinbronn, et qu’on avait jeté le corps de la victime dans la source... Mais le squelette ne pesait pas plus de douze livres, et Hâselnoss en conclut qu’il devait avoir séjourné dans le sable plus de trois siècles, pour être réduit à cet état de dessiccation.
» Ce raisonnement, très plausible, n’empêcha pas une foule de baigneurs d’être désolés d’avoir bu de l’eau saline et de partir avant la fin du jour ; les plus véritablement goutteux et graveleux se consolèrent... Mais la débâcle continuant, tout ce que la caverne renfermait de débris, de limon et de détritus fut dégorgé les jours suivants ; un véritable ossuaire descendit de la montagne : des squelettes d’animaux de toute sorte... de quadrupèdes, d’oiseaux, de reptiles... bref, tout ce qui se pouvait concevoir de plus horrible.
» Hâselnoss fit paraître aussitôt un opuscule, pour démontrer que tous ces ossements provenaient d’un monde antédiluvien ; que c’étaient des ossements fossiles accumulés là dans une sorte d’entonnoir pendant le déluge universel... c’est-à-dire quatre mille ans avant le Christ, et que, par conséquent, on pouvait les considérer comme de véritables pierres, et qu’il ne fallait pas s’en dégoûter... Mais son ouvrage avait à peine rassuré les goutteux, qu’un beau matin, le cadavre d’un renard, puis celui d’un épervier avec toutes ses plumes, tombèrent de la cascade.

Carlos Edmundo de Ory: El predicador

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Un cierto predicador de una de las tantas religiones menores que pueblan la tierra, no incluida en las estadísticas, pero cuyo número de adeptos había crecido últimamente en medida considerable (hasta promover la alarma en los partidarios de otras sectas), se puso un buen día a predicar a voz en cuello ante un grupo, harto nutrido, de celosos neófitos, quienes, pendientes de los proféticos labios, sintiéndose gradualmente iluminados, finalizaron por caer en éxtasis.
Esto ocurría una mañana de domingo en un amplio local cerrado al que sólo tenían acceso los miembros de la fe, de la cual era el que hablaba dignísimo custodio, a justo título, tanto por ser jefe máximo en la actualidad como animador candente de su propagación. Los creyentes allí congregados, una vez que el oficio solemne fijara una tregua a la ceremonia que solíase celebrar cada domingo a la misma hora, sentaron se como de costumbre en sus respectivos bancos a fin de, en actitud reposada, mantener firme la atención en las palabras que les dirigía.
Apenas había levantado los brazos el fogoso predicador y lanzara las llamas de las primeras frases –fuego en la voz-, he aquí que, soliviantados sin duda por un sentimiento unánime de fervor, como bajo la fuerza de un arranque imprevisto, cayeron nuevamente de hinojos y así permanecieron inmóviles, las cabezas inclinadas y ambas manos ocultando el rostro, mientras el místico apóstol proseguía su sublime sermón con el mismo ritmo de catarata desenfrenada con que lo había iniciado.
Ebrio de cólera celeste, pleno de irresistible autoridad, mostrando sin cesar la lava de su espíritu, con lenguaje tajante y sin embargo parabólico, les estaba diciendo estas cosas: “Os exhorto, hermanos míos, a comulgar con la acción redentora de los sacrificios personales. Os exhorto a exponeros a la pira del sacrificio expiatorio. Pero escuchadme bien: nuestra fe pide un sacrificio sin tragedia; un sacrificio sin preámbulos, rituales, sencillo y silencioso. Que sea público, si se quiere, pero sin cálculos, sin miras a la santidad, sin mea culpa, sin pompa ni vanidades.”
Hizo una pausa para tragar saliva y apenas el silencio se tragaba los ecos de su última frase, mientras los fieles alzaban los ojos beatamente hacia el público, su voz volvió a resonar con vibración tan potente que todas las cabezas se inclinaron a un mismo tiempo, los párpados bajos, y de nuevo la voz del predicador se tragaba el silencio. Prosiguió diciendo: “Una vez más os digo: ¡Pronto!¡Pronto!¡Pronto!¡Hundíos en las verdaderas ciénagas y pacificaos allí, envueltos en la sofocación del limo! Lo que nos hace falta es un sacrificio humilde. Un sacrificio que no deje huella ni deje nombre. ¡Algo que no se parezca en nada a lo que
hizo Cristo! Que sea un sacrificio subterráneo, por decirlo con una imagen clara y precisa. Un sacrificio que mire hacia abajo. La cruz es un sacrificio cara a los aires; un sacrificio elevado en toda la extensión de la palabra. Era un sacrificio vertical, digno del Hijo del Hombre. ¿No fue un espejo de sacrificios en el que el hombre se miró y no quiso reconocerse? Ahora bien. No os pido que os miréis en ese espejo empañado por el vaho que arroja la peste del pecado. Hace falta en estos momentos de humanidad degenerada un sacrificio de bajos fondos, porque no somos dignos de la lección de Cristo. Cristo era el techo de la humanidad y nosotros somos eso: los bajos fondos. Que nuestro sacrificio sea digno de nosotros...¡Pronto!¡Pronto!¡Pronto!¡Buscad las simas...!”

William Butler Yeats: The Curse Of The Fires And Of The Shadows

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One summer night, when there was peace, a score of Puritan troopers under the pious Sir Frederick Hamilton, broke through the door of the Abbey of the White Friars which stood over the Gara Lough at Sligo. As the door fell with a crash they saw a little knot of friars, gathered about the altar, their white habits glimmering in the steady light of the holy candles. All the monks were kneeling except the abbot, who stood upon the altar steps with a great brazen crucifix in his hand. 'Shoot them!' cried Sir Frederick Hamilton, but none stirred, for all were new converts, and feared the crucifix and the holy candles. The white lights from the altar threw the shadows of the troopers up on to roof and wall. As the troopers moved about, the shadows began a fantastic dance among the corbels and the memorial tablets. For a little while all was silent, and then five troopers who were the body-guard of Sir Frederick Hamilton lifted their muskets, and shot down five of the friars. The noise and the smoke drove away the mystery of the pale altar lights, and the other troopers took courage and began to strike. In a moment the friars lay about the altar steps, their white habits stained with blood. 'Set fire to the house!' cried Sir Frederick Hamilton, and at his word one went out, and came in again carrying a heap of dry straw, and piled it against the western wall, and, having done this, fell back, for the fear of the crucifix and of the holy candles was still in his heart. Seeing this, the five troopers who were Sir Frederick Hamilton's body-guard darted forward, and taking each a holy candle set the straw in a blaze. The red tongues of fire rushed up and flickered from corbel to corbel and from tablet to tablet, and crept along the floor, setting in a blaze the seats and benches. The dance of the shadows passed away, and the dance of the fires began. The troopers fell back towards the door in the southern wall, and watched those yellow dancers springing hither and thither.

For a time the altar stood safe and apart in the midst of its white light; the eyes of the troopers turned upon it. The abbot whom they had thought dead had risen to his feet and now stood before it with the crucifix lifted in both hands high above his head. Suddenly he cried with a loud voice, 'Woe unto all who smite those who dwell within the Light of the Lord, for they shall wander among the ungovernable shadows, and follow the ungovernable fires!' And having so cried he fell on his face dead, and the brazen crucifix rolled down the steps of the altar. The smoke had now grown very thick, so that it drove the troopers out into the open air. Before them were burning houses. Behind them shone the painted windows of the Abbey filled with saints and martyrs, awakened, as from a sacred trance, into an angry and animated life. The eyes of the troopers were dazzled, and for a while could see nothing but the flaming faces of saints and martyrs. Presently, however, they saw a man covered with dust who came running towards them. 'Two messengers,' he cried, 'have been sent by the defeated Irish to raise against you the whole country about Manor Hamilton, and if you do not stop them you will be overpowered in the woods before you reach home again! They ride north-east between Ben Bulben and Cashel-na-Gael.'

Salomé Guadalupe Ingelmo: Vendrá la muerte y tendrá tu rostro

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Es obvio que los valores de las mujeres difieren con frecuencia de los valores creados
por el otro sexo y sin embargo son los valores masculinos los que predominan
Virginia Woolf, Una habitación propia


La pluma rasca insistentemente sobre el papel siguiendo un ritmo regular que resulta casi melodioso. Le gusta trabajar por las noches, a la escasa luz de un quinqué que a duras penas ilumina su escritorio. Prefiere no ver el mundo que la rodea mientras escribe. Su vida se ha vuelto demasiado triste: podría perder la inspiración y dejar de narrar para siempre. Y la literatura es el único motivo que le queda para seguir viviendo.
―¿Crees que ha valido la pena? ―pregunta abruptamente una voz cavernosa procedente de uno de los rincones en penumbra.
―Por su puesto.
Responde con naturalidad, sin dar muestras de sobresalto ni sorpresa. Como si no hubiesen pasado casi seis años desde su último encuentro. Como si sus palabras fuesen, sencillamente, parte del diálogo escrito por un dramaturgo.
No necesita alzar la vista para saber quién se esconde entre las sombras de la habitación. Reconoce perfectamente la voz ronca que tantas veces ha regresado a su vida. Al principio se sentía turbada por cada una de sus apariciones. Sin embargo ya no le cabe duda: él es el único que la acompañará hasta el final, el único que jamás la abandonará. Ha estado a su lado cada vez que el dolor parecía volverse insoportable. Estuvo allí cuando enterró a sus hijos. Volvió a estar allí cuando recuperaron el cuerpo de Percy.
Después de todo, quizá él le haya demostrado más gratitud que ningún ser humano. Y, después de todo, puede que ella le deba mucho más de cuanto le dio un día. Si es que él tenía una deuda, la había pagado con creces.
―¿Cómo puedes seguir viviendo tan tranquila? ¿Cómo puedes seguir escribiendo como si tal cosa?
―Escribir es lo único que sé hacer. Pero tú, ¿por qué pareces tan indignado?
―Y ¿cómo no habría de estarlo? Te han menospreciado y vilipendiado durante años. Primero dijeron que tus obras eran producto de la pluma de tu esposo. Más tarde, que de la de tu padre… Los mismos que las alababan mientras las creían fruto de las mentes de esos dos grandes hombres, las tachaban de pueriles al convencerse de que en efecto podrían ser tuyas. No comprendo cómo no has abandonado este mundo.
―¿Sabes cuántas mujeres han pasado por lo mismo antes que yo? ¿Tienes una idea de cuántas habrán de hacerlo aún mucho después de que yo descanse bajo tierra? Es una historia vieja cuanto el mundo.
―¿Y por eso hay que aceptarla?
―Yo no la acepto. De haberlo hecho, habría dejado de escribir hace ya mucho tiempo. ¿No crees? Al fin y al cabo, he pasado la vida aceptando cosas. Acepté la culpa por haber puesto fin a la vida de mi propia madre con mi nacimiento; acepté la decisión de mi padre de darme una madrastra a la que yo detestaba; acepté el suicidio de mi hermana Fanny; acepté el desprecio de la sociedad cuando decidí unirme a un hombre casado; acepté que el hombre al que amaba se hiciese amante de mi hermanastra Jane; acepté la muerte de la primera hija que tuve con él cuando era sólo un bebé; acepté enterrar a dos hijos más en Italia ―dice con un aplomo escalofriante―; acepté los caprichos de Percy, que me arrastró por media Europa; acepté también su muerte y ahora acepto la enfermedad… Me siento vieja y cansada. Creo que me he ganado el derecho de ser dueña de lo poco que me pueda quedar de vida. Esta anciana solitaria seguirá escribiendo hasta el final. Quizá sea ésa la única forma de hablar con los que ya no están presentes. Y de cuya partida puede que yo sea responsable. Pierdo cuanto amo y marchito cuanto toco. La muerte es muy celosa; no está dispuesta a compartirme con nadie. Por eso cuantos se me acercan demasiado peligran.

Donald A. Wollheim: Mimic

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. It is less than two hundred years since the discovery of the last continent. The sciences of chemistry and physics go back scarce one century. The science of aviation goes baclc forty years. The science of atomics is being born. And yet we think we know a lot. We know little or nothing. Some of the ,most startling things are unknown to us. When they are discovered they may shock us to the bone. We search for secrets In the far Islands of the Pacific and among the ice fields of the frozen North while under our very noses, rubbing shoulders with us every day, there may walk the undiscovered.It Is a curious fact of nature that that which is In plain view Is oft best hidden. 1 have always known of the man in the black cloak. Since I was a child he has always lived on my street, and his eccentricities are so familiar that they go unmentioned except among casual visitors. Here, in the heart of the largest city in the world, in swarming New York, the eccentric and the odd may flourish unhindered. As children we had hilarious fun jeering at the man in black when he displayed his fear of women. We watched, in our evil, childish way, for those moments; we tried to get him to show anger. But he ignored us completely, and soon we paid him no further heed, even as our parents did. We saw him only twice a day. Once in the early morning, when we would see his six-foot figure come out of the grimy dark hallway of the tenement at the end of the street and stride down towards the elevated to work again when he came back at night. He was always dressed in a long black cloak that came to his ankles, and he wore a wide-brimmed black hat down far over his face. He was a sight from some weird story out of the old lands. But he harmed nobody, and paid attention to nobody. . Nobody except perhaps women. When a woman crossed his path, he would stop in his stride and come to a dead halt. We could see that he closed his eyes until she had passed. Then he would snap those wide watery blue eyes open and march on as if nothing had happened. He was never known to speak ,to a woman.

He had then. he never spoke to anyone. unless you look very carefully. people like that inhabit big cities and nobody knows the story of their lives until they're all over. But that had stopped and that was all there was to that story. It is colored to appear shiny and armored. Even to having phony vein markings that look just like the real leaf's. but he never had any trouble with him either.He would buy some groceries maybe once a week. We grew up on the street. and they had heard a lot of hammering and banging in his room for several days. There are twig insects that look exactly like a leaf or a branch of a tree. Exactly. we saw him occasionally when he came home and went back into the dark hallway of the house he lived in. I went to college. Or until something strange happens. though there were one or two funny stories. He. I learned. Antonio did not like him. We got used to him. which it twists and curls just like a wasp's stinger. Now that I think of it. I studied. years ago. It even has a fake stinger made of hair. and hundreds and hundreds of insects from all over. Finally I got a job assisting a museum curator. I spent my days mounting beetles and classifying exhibits of stuffed animals and preserved plants. One of the kids on the block lived in that house too. Nature is a strange thing. Antonio said once that he never talked. even though its body is soft and not armored like a wasp's. A lot of families did. You realize how nature uses the art of camouflage. I grew up. You learn that very clearly when you work in a museum. Nature is strange and perfect that way. It has the same colorings and. for he was reputed to pay his rent regularly when the janitor asked for it. You can't tell them apart. He had money. never had visitors. . And he had once built something in his room out of metal. hauled up some long flat metal sheets. There is a moth in. Central America that looks like a wasp. at Antonio's but only when there were no other patrons there. Well. Where he worked I don't know and never found out. he just pointed at things he wanted and paid for them in bills that he pulled out of a pocket somewhere under his cloak. Antonio said they knew nothing much about him either. nobody ever did have any trouble with him. sheets of tin or iron.

Wenceslao Fernández Flórez: El alma en pena de Fiz Cotovelo

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Esto ocurrió en aquellos años en que una gallina costaba dos pesetas y la fraga de Cecebre era más extensa y frondosa.
Xan de Malvís, más conocido por Fendetestas, pensó -una vez que llenaba de piñas un saco remendado- que aquella espesura podía muy bien albergar a un bandolero. No es que Xan de Malvís viese en tal detalle un complemento romántico de la hosca umbría; más bien apreció la inexistencia del bandido como una vacante que podía ser cubierta. Y se adjudicó la plaza.
Cuando Fendetestas abandonó sus tareas de jornalero en Armental para emprender la higiénica vida del ladrón de caminos, no disponía más que de un pistolón probado algunas veces en las reyertas de romería, y cuyo cañón, enmohecido y atado con cuerdas, parecía casi el cañón de un trabuco. Fendetestas llevó también a la fraga un ideal: robar la casa de algún cura. No hubo ni hay en campo gallego un solo ladrón que no haya robado a un cura o soñado en robarle. Es un tópico de la profesión. Puede ocurrir -y hasta es frecuente- que los curas sean más pobres que los mismos labriegos, pero esto no librará a sus casas del asalto. Se ignora el espejismo o la voluptuosidad que incita a los ladrones a preferir estas presas -acaso una reminiscencia de los tiempos del clero poderoso y feudal-, pero puede afirmarse que si desapareciesen súbitamente de Galicia todos los curas, todos los ladrones se encontrarían desconcertados y con la aprensión angustiosa de que se había acabado su misión en las aldeas.
Xan de Malvís pensó, naturalmente, en robar a un párroco, pero aplazó su proyecto para cuando hubiese adquirido cierta perfección en el oficio. Las primeras semanas las dedicó a desvalijar a los labriegos que volvían de vender ganado en las ferias. Se tiznaba grotescamente el rostro y aparecía en lo sumo de la corredoira dando brincos, apuntando con el pistolón y gritando, para amedrentar a sus víctimas.
-¡Alto, me caso en Soria!
Y no le iba mal. Apañó el primer mes dieciocho duros, más de lo que ganaba en un trimestre trabajando para los ladrones de Armental. Comía lo suficiente, dormía en una cueva arcillosa que iba dando, poco a poco, a su traje la dureza de una tabla, y entretenía sus largos ocios haciendo trampas para pájaros. Por las noches miraba largamente la luna, oía los perros de las aldeas, rezaba un padrenuestro y resbalaba hasta el sueño pensando: «El día que me resuelva a robar en la casa del cura ... ».
Verdaderamente, no le iba mal. Pero una noche en que la inquietud le había arrojado de su guarida llevándole a vagar cautelosamente por lo más intrincado de la fraga, tuvo una visión que le llenó de pavura. Por entre robles y castaños, siguiendo las sinuosidades de una vereda casi cubierta por los tojos, vio avanzar un fantasma. Era un fantasma enteramente igual a cualquier otro fantasma aldeano. Venía envuelto en una blanca sábana, traía una luz sobre la cabeza y arrastraba unas cadenas que chirriaban al rozar con los pedruscos del camino. Xan de Malvís se había disfrazado demasiadas veces de espectro en sus aventuras amorosas para no comprender que aquella era una auténtica alma en pena. Tan asustado quedó, que ni habla tuvo para conjurar la aparición inesperada. Corrió hacia su cueva, arañándose en las zarzas, y no concilió el sueño hasta el amanecer.

Ray Bradbury: The Third Expedition

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The ship came down from space. It came from the stars and the black velocities, and the shining movements, and the silent gulfs of space. It was a new ship; it had fire in its body and men in its metal cells, and it moved with a clean silence, fiery and warm. In it were seventeen men, including a captain. The crowd at the Ohio field had shouted and waved their hands up into the sunlight, and the rocket bad bloomed out great flowers of beat and cobs and run away into space on the third voyage to Mars!
Now it was decelerating with metal efficiency in the upper Martian atmospheres. It was still a thing of beauty and strength. It had moved in the midnight waters of space like a pale sea leviathan; it had passed the ancient moon and thrown itself onward into one nothingness following another. The men within it had been battered,, thrown about, sickened, made well again, each in his turn. One man had died, but now the remainii~g sixteen, with their eyes clear in their heads and their faces pressed to the thick glass ports, watched Mars swing up under them.
“Mars! Mars! Good old Mars, here we are!” cried Navigator Lustig.
“Good old Mars!” said Samuel Hinkston, archaeologist.
“Well,” said Captain John Black.
The ship landed softly. on a lawn of green grass. Outside, upon the lawn, stood an iron deer. Further up the lawn, a tall brown Victorian house sat in the quiet sunlight, all covered with scrolls and rococo, its windows
made of blue and pink and yellow and green colored glass. Upon the porch were hairy geraniums and an old swing which was hooked into the porch ceiling and which now swung back and forth, back and forth, in a little breeze. At the top of the house was a cupola with diamond, leaded-glass windows, and a dunce-cap roof! Through the front window you could see an ancient piano with yellow keys and a piece of music titled Beautiful Ohio sitting on the music rest.
Around the rocket in four directions spread the little town, green and motionless in the Martian spring, There were white houses and red brick ones, and tall elm trees blowing in the wind, and tall maples and horse chestnuts. And church steeples with golden bells silent in them.
The men in the rocket looked out and saw this. Then they looked at one another and then they looked out again. They held on~ to each other’s elbows, suddenly unable to breathe, it seemed. Their faces grew pale and they blinked constantly, running from glass port to glass port of the ship.
“I’ll be damned,” whispered Lustig, rubbing his face with his numb fingers, his eyes wet. “Ill be thinned, damned, damned.’~
“It can~t be, it just can’t be,” said Samuel Hinkston.
“Lord,” said Captain John Black.
There was a call from the chemist. “Sir, the atmosphere is fine for breathing, sir.” -
Black turned slowly. “Are you sure?’
“No doubt of it, sir.”
“Then we’ll go. out,” said Lustig.
“Lord, yes,” said Samuel Hinkston.
“Hold on,” said Captain John Black. “Just a moment, Nobody gave any orders.”
“But, sir-.-”
“Sir, nothing. How do we know what this is?”
“We know what it is, sir,” said the chemist. “It’s a small town withgood air in it, sir.”
“And it’s a small town the like of Earth towns,” said Samuel Hinkston, the archaeologist. “Incredible. j~ can’t be, but it is.”
Captain John Black looked at him, idly. “Do you think
that the civilizations of two planets can progress at the same rate and evolve in the same way, Hinkston?”
“I wouldn’t have thought so, sir.”
Captain Black stood by the port. “Look out there. The
geraniums. A specialized plant. That specific variety has only been known on Earth for fifty years. Think of the thousands of years of time it takes to evolve plants. Then tell me if it is logical that the Martians should have:

Julio Cortázar: cuello de gatito negro

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Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entrando las estaciones en las ventanillas del vagón, pero esa tarde pasaba de otra manera, primero que Lucho estaba helado y con el pelo lleno de nieve que se había derretido en el andén y le resbalaban gotas frías por dentro de la bufanda, había subido al metro en la estación de la rue du Bac sin pensar en nada, un cuerpo pegado a tantos otros esperando que en algún momento fuese la estufa, el vaso de coñac, la lectura del diario antes de ponerse a estudiar alemán entre siete y media y nueve, lo de siempre salvo ese guantecito negro en la barra de apoyo, entre montones de manos y codos y abrigos un guantecito negro prendido en la barra metálica y él con su guante marrón mojado firme en la barra para no írsele encima a la señora de los paquetes y la nena llorona, de golpe la conciencia de que un dedo pequeñito se estaba como subiendo a caballo por su guante, que eso venía desde una manga de piel de conejo más bien usada, la mulata parecía muy joven y miraba hacia abajo como ajena, un balanceo más entre el balanceo de tantos cuerpos apelmazados; a Lucho le había parecido un desvío de la regla más bien divertido, dejó la mano suelta, sin responder, imaginando que la chica estaba distraída, que no se daba cuenta de esa leve jineteada en el caballo mojado y quieto. Le hubiera gustado tener sitio suficiente como para sacar el diario del bolsillo y leer los titulares donde se hablaba de Biafra, de Israel y de Estudiantes de la Plata, pero el diario estaba en el bolsillo de la derecha y para sacarlo hubiera tenido que soltar la mano de la barra, perdiendo el apoyo necesario en los virajes, de manera que lo mejor era mantenerse firme, abriéndole un pequeño hueco precario entre sobretodos y paquetes para que la nena estuviera menos triste y su madre no le siguiera hablando con ese tono de cobrador de impuestos.

Casi no había mirado a la chica mulata. Ahora le sospechó la mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo y pensó críticamente que con el calor del vagón bien podía haberse echado atrás la capucha, justamente cuando el dedo le acariciaba de nuevo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose al caballo húmedo. El viraje antes de Montparnasse-Bienvenue empujó a la chica contra Lucho, su mano resbaló del caballo para apretarse a la barra, tan pequeña y tonta al lado del gran caballo que naturalmente le buscaba ahora las cosquillas con un hocico de dos dedos, sin forzar, divertido y todavía lejano y húmedo. La muchacha pareció darse cuenta de golpe (pero su distracción, antes, también había tenido algo de repentino y de brusco), y apartó un poco más la mano, mirando a Lucho desde el oscuro hueco que le hacía la capucha para fijarse luego en su propia mano como si no estuviera de acuerdo o estudiara las distancias de la buena educación. Mucha gente había bajado en Montparnasse-Bienvenue y Lucho ya podía sacar el diario, solamente que en vez de sacarlo se quedó estudiando el comportamiento de la manita enguantada con una atención un poco burlona, sin mirar a la chica que otra vez tenía los ojos puestos en los zapatos ahora bien visibles en el piso sucio donde de golpe faltaban la nena llorona y tanta gente que se estaba bajando en la estación Falguière. El tirón del arranque obligó a los dos guantes a crisparse en la barra, separados y obrando por su cuenta, pero el tren estaba detenido en la estación Pasteur cuando los dedos de Lucho buscaron el guante negro que no se retiró como la primera vez sino que pareció aflojarse en la barra, volverse todavía más pequeño y blando bajo la presión de dos, de tres dedos, de toda la mano que se subía en una lenta posesión delicada, sin apoyar demasiado, tomando y dejando a la vez, y en el vagón casi vacío ahora que se abrían las puertas en la estación Volontaires, la muchacha girando poco a poco sobre un pie enfrentó a Lucho sin alzar la cara, como mirándolo desde el guantecito cubierto por toda la mano de Lucho, y cuando al fin lo miró, sacudidos los dos por un barquinazo entre Volontaires y Vaugirard, sus grandes ojos metidos en la sombra de la capucha estaban ahí como esperando, fijos y graves, sin la menor sonrisa ni reproche, sin nada más que una espera interminable que vagamente le hizo mal a Lucho.

Willa Cather: A tale of the white pyramid

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[I, Kakau, son of Ramenka, high priest of Phtahah in the great temple at Memphis, write this, which is an account of what I, Kakau, saw on the first day of my arrival at Memphis, and the first day of my sojourn in the home of Rui, my uncle, who was a priest of Phtahah before me.]

As I drew near the city the sun hung hot over the valley which wound like a green thread toward the south. On either side the river lay the fields of grain, and beyond was the desert of yellow sand which stretched away to where the low line of Libian hills rose against the sky. The heat was very great, and the breeze scarce stirred the reeds which grew in the black mud down where the Nile, like a great tawny serpent, crept lazily away through the desert. Memphis stood as silent as the judgment hall of Osiris. The shops and even the temples were deserted, and no man stirred in the streets save the watchmen of the city. Early in the morning the people had arisen and washed the ashes from their faces, shaved their bodies, taken off the robes of mourning, and had gone out into the plain, for the seventy-two days of mourning were now over.

Senefrau the first, Lord of the Light and Ruler of the Upper and Lower Kingdoms, was dead and gathered unto his fathers. His body had passed into the hands of the embalmers, and lain for the allotted seventy days in niter, and had been wrapped in gums and spices and white linen and placed in a golden mummy case, and to-day it was to be placed in the stone sarcophagus in the white pyramid, where it was to await its soul.

Early in the morning, when I came unto the house of my uncle, he took me in his chariot and drove out of the city into the great plain which is north of the city, where the pyramid stood. The great plain was covered with a multitude of men. There all the men of the city were gathered together, and men from all over the land of Khem. Here and there were tethered many horses and camels of those who had come from afar. The army was there, and the priesthood, and men of all ranks; slaves, and swineherds, and the princes of the people. At the head of the army stood a tall dark man in a chariot of ivory and gold, speaking with a youth who stood beside the chariot.

"It is Kufu, the king," said Rui, "mensay that before the Nile rises again he will begin to build a pyramid, and that it will be such a one as men have never seen before, nor shall we afterwards."

"Who is he that stands near unto the king, and with whom the king speaks?" I asked. Then there came a cloud upon the face of Rui, the brother of my father, and he answered and said unto me:

José María Latorre: La sonrisa púrpura

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... entró y vio los secretos de la ignota tierral vio los lechos de los muertos...
William Blake

Cuando Thomas John Pettigrew fue llamado a presentarse con premura en el castillo de Windsor en la mañana del 8 de febrero de 1821, estaba lejos de sospechar que eso iba a involucrarlo en unos sucesos extraordinarios que le harían dudar de su sentido de la realidad. La invitación, cursada por Caroline, la esposa del nuevo monarca todavía no coronado, George IV, le había llegado el día anterior de manos de un lacayo y en ella no se hacía referencia al motivo de que se le requiriera con apremio; sólo apuntaba que debía acudir provisto de su instrumental. Aunque la nota le produjo extrañeza había procurado no pensar en eso, ni aun por la noche en la cama, hasta el momento de acudir allí, pero cuando al punto de la mañana el coche tirado por dos caballos enviado por Caroline lo llevaba a Windsor sintió crecer su curiosidad. Estaba seguro de que la llamada no tenía que ver con problemas cortesanos, porque nunca había tenido relaciones con la realeza ni la aristocracia y su vida transcurría con placidez, dedicado como estaba al ejercicio de la medicina, terreno en el que -eso no se le escapaba— había adquirido cierta notoriedad.
«Probablemente me ha llamado por algo relacionado con un problema de salud; de ahí que deba ir con mi instrumental», pensó, no sin un cierto asomo de vanidad.
Lo que sí sabía, pues era el principal tema de conversación en las reuniones a las que había asistido desde la reciente muerte de George III, era que el rey y su esposa hacían vidas separadas, y se comentaba con repugnante malicia que George habría compartido el trono de mejor gana con una cualquiera de sus muchas amantes, y Caroline la cama con uno de los suyos. No era ningún secreto que la pareja apenas se relacionaba, y el hecho de que la mujer llevara viviendo unas semanas en Windsor parecía indicar que se trataba de un gesto inducido por George para acallar las murmuraciones, por lo menos hasta el día de la coronación, fijado para el 19 de julio. Se rumoreaba que la mujer se hallaba de viaje por Europa acatando órdenes de su marido, quien la quería mantener alejada de Londres, pero aquella nota era una prueba irrefutable de que no era así. «La atmósfera de malestar que en tales circunstancias debe de respirar Caroline en el castillo puede afectar a su salud», siguió reflexionando Pettigrew. «Pero... ¿por qué me ha llamado precisamente a mí en lugar de a uno de los médicos de la corte? ¿Es posible que las opiniones sobre mi trabajo hayan llegado al castillo?»
Esa mañana la bruma era tan intensa que impedía ver los árboles a ambos lados del camino, y tan hedionda que Pettigrew se dijo que era como si las aguas del Támesis fueran un depósito de cadáveres descompuestos. Cada vez que, para observar el paisaje, aproximaba su cabeza al cristal de la ventanilla acariciándolo con las mejillas o con la frente hasta sentir en sus entrañas el frío del vidrio, veía los árboles convertidos en unas sombras informes, haciéndole pensar en un ejército fantasmal acechante del paso de viajeros, y advertía que la niebla se hacía cada vez más espesa, hasta el punto de que temió sufrir un accidente, si bien se daba cuenta de que el cochero tenía cuidado de no azuzar en demasía a los caballos. Sentía como si el coche lo estuviera llevando a un destino incierto internándose por tierras desconocidas. No le gustaba alejarse de Londres, y menos aún viajar. Se sentía a gusto con sus costumbres, contaba con una distinguida clientela en la ciudad, y por ese motivo había rechazado una propuesta que le había hecho su amigo italiano Giovanni Battista Belzoni para viajar juntos a Egipto a la llegada del otoño con el propósito de cultivar su compartido interés por las momias y por otros hallazgos pertenecientes a la antigüedad de ese país. Egipto le agradaba, pero visto desde Londres, con la pipa de opio preparada, un buen libro en las manos y el fuego de la chimenea caldeando la habitación.
Ese pensamiento le hizo sentirse mejor, como si el evocado ambiente de su casa se hubiera trasladado mágicamente al interior del coche. Cuando éste se detuvo por unos instantes, oyó piafar a los caballos y cerró los ojos después de apoyar la cabeza en el respaldo. Windsor distaba pocas millas de la ciudad e hizo el resto del viaje sumido en un estado próximo a la ensoñación, mecido por el traqueteo y tratando de no pensar en nada que no fuera su trabajo. La niebla tampoco le dejó ver el castillo en lo alto de una colina que se elevaba orgullosa desde el Támesis, pero conforme el coche se aproximaba a él por el neblinoso camino se iba haciendo más visible, aunque siempre en forma de gigantesca sombra. Nunca había estado en aquel lugar, al que sólo conocía por medio de un cuadro de su amigo John Constable, quien lo había pintado atraído por la belleza del paisaje. Y ya no apartó la mirada de la mole hasta que el coche, con él dentro, pasó a formar parte del castillo. Por un momento tuvo la extraña sensación de que ambos habían sido adheridos mágicamente en otro cuadro al patio de piedra, a los pies de una torre cilindrica engullida en su parte superior por la bruma.

Algernon Blackwood: The Invitation

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They bumped into one another by the swinging doors of the little Soho restaurant, and, recoiling sharply, each made a half-hearted pretence of lifting his hat (it was French manners, of course, inside).
Then, discovering that they were English, and not strangers, they exclaimed, “Sorry!” and laughed. “Hulloa! It’s Smith!” cried the man with the breezy manner; “and when did you get back?” It sounded as though “Smith” and “ you” were different persons. “I haven’t seen you for months!” They shook hands cordially.
“Only last Saturday on the Rollitania,” answered the man with the pince-nez. They were acquaintances of some standing. Neither was aware of anything in the other he disliked. More positive cause for friendship there was none. They met, however, not infrequently.
“Last Saturday! Did you really?” exclaimed the breezy one; and, after an imperceptible pause which suggested nothing more vital, he added, “And had a good time in America, eh?”
“Oh! Not bad, thanks—not bad at all.” He likewise was conscious of a rather barren pause. “Awful crossing, though,” he threw in a few seconds later with a slight grimace.
“Ah! At this time of year, you know—” said Breezy, shaking his head knowingly; “though sometimes, of course, one has better trips in winter than in summer.
I crossed once in December when it was like a millpond the whole blessed way.”
They moved a little to one side to let a group of Frenchmen enter the swinging doors.
“It’s a good line,” he added, in a voice that settled the reputation of the steamship company for ever. “By Jove, it’s a good line.”
“Oh! It’s a good line, yes,” agreed Pince-nez, gratified to find his choice approved. He shifted his glasses modestly. The discovery reflected glory upon his judgment. “
And such an excellent table!”
Breezy agreed heartily. “I’d never cross now on any other,” he declared, as though he meant the table.
“You’re right.”
This happy little agreement about the food pleased them both; it showed their judgment to be sound; also
it established a ground of common interest—a link— something that gave point to their little chat, and made it seem worth while to have stopped and spoken. They rose in one another’s estimation. The chance meeting ought to lead to something, perhaps.
Yet neither found the expected inspiration; for neither an fond had anything to say to the other beyond
passing the time of day.
“Well,” said Pince-nez, lingeringly but very pleasantly, making a movement towards the doors; “I suppose I must be going in. You—er—you’ve had lunch, of course?”

Alejo Carpentier: Los fugitivos

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I

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro ––nunca le habían llamado sino Perro–– estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omóplatos. Las sombras se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.

Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña.

No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alobunadas que todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla. La fina araña, que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.

Clark Ashton Smith: Master of the Asteroid

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Man's conquest of the interplanetary gulfs has been fraught with many tragedies. Vessel after vessel, like venturous motes, disappeared in the infinite — and had not returned. Inevitably, for the most part, the lost explorers have left no record of their fate. Their ships have flared as unknown meteors through the atmosphere of the further planets, to fall like shapeless metal cinders on a never-visited terrain; or have become the dead, frozen satellites of other worlds or moons. A few, perhaps, among the unreturning fliers, have succeeded in landing somewhere, and their crews have perished immediately, or survived for a little while amid the inconceivably hostile environment of a cosmos not designed for men.

In later years, with the progress of exploration, more than one of the early derelicts has been descried, following a solitary orbit; and the wrecks of others have been found on ultraterrene shores. Occasionally — not often — it has been possible to reconstruct the details of the lone, remote disaster. Sometimes, in a fused and twisted hull, a log or record has been preserved intact. Among others, there is the case of the Selenite, the first known rocket ship to dare the zone of the asteroids.

At the time of its disappearance, fifty years ago, in 1980, a dozen voyages had been made to Mars, and a rocket base had been established in Syrtis Major, with a small permanent colony of terrestrials, all of whom were trained scientists as well as men of uncommon hardihood and physical stamina.

The effects of the Martian climate, and the utter alienation from familiar conditions, as might have been expected, were extremely trying and even disastrous. There was an unremitting struggle with deadly or pestiferous bacteria new to science, a perpetual assailment by dangerous radiations of soil, and air and sun. The lessened gravity played its part also, in contributing to curious and profound disturbances of metabolism.

The worst effects were nervous and mental. Queer, irrational animosities, manias or phobias never classified by alienists, began to develop among the personnel at the rocket base.

Violent quarrels broke out between men who were normally controlled and urbane. The party, numbering fifteen in all, soon divided into several cliques, one against the others; and this morbid antagonism led at times to actual fighting and even bloodshed.

One of the cliques consisted of three men, Roger Colt, Phil Gershom and Edmond Beverly. These three, through banding together in a curious fashion, became intolerably antisocial toward all the others. It would seem that they must have gone close to the borderline of insanity, and were subject to actual delusions. At any rate, they conceived the idea that Mars, with its fifteen Earthmen, was entirely too crowded. Voicing this idea in a most offensive and belligerent manner, they also began to hint their intention of faring even further afield in space.

Their hints were not taken seriously by the others, since a crew of three was insufficient for the proper manning of even the lightest rocket vessel used at that time. Colt, Gershom and Beverly had no difficulty at all in stealing the Selenite, the smaller of the two ships then reposing at the Syrtis Major base. Their fellow-colonists were aroused one night by the cannon-like roar of the discharging tubes, and emerged from their huts of sheet-iron in time to see the vessel departing in a fiery streak toward Jupiter.

Tales of Mystery and Imagination