Tales of Mystery and Imagination

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Rafael Marín: Una canica en la palmera

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Ya le podían llevar la contraria en lo que quisieran, pero tener un padre maestro era lo peor, pero lo peorcito que podía tocarle a una en el mundo. No sólo te controlaban las comidas, las tareas y las amigas, y te decían Lucía los deberes, y a ver si me haces esta cuenta, y cómo se dice tal palabra en inglés, que a ella no le importaba todavía, porque cuando tuviera edad para ligarse a Leo di Caprio él sería ya una pasa y seguro que había otros actores más monos a tiro, sino porque había que cambiar de casa cada dos por tres, a remolque de los destinos y las oposiciones, que no entendía muy bien de qué venía la palabreja, si su padre a todo aquello no se oponía ni pizca. Primero fue El Coronil, luego Arcos, después Puerto Real, y aunque ella había nacido en la residencia de aquí de Cádiz, en el hospital Puerta del Mar un lunes de junio, había pasado ya por dos guarderías, una escuela infantil, y otra de primaria, siempre en lugares diferentes, como para que la pobre pudiera echar raíces. Tenía ocho años recién cumpliditos y había recorrido más mundo que Ricky Martin con sus maletas, con lo pesado que era cambiar de uniforme cuando lo había, acostumbrarte al agua de los sitios, a que llamaran al pan de otra manera (con lo bonito que era manolete y no baguét, que le sonaba a bigote de tío ruso), y a que cecearan donde otros seseaban, se comieran las terminaciones en ado o al telediario le llamaran el parte y al tocadiscos el picú. Una lata. Pero eso no era lo peor, sino tener que cambiar también de amistades cada vez que a papá el Ministerio o la Junta o quien fuera, aquel tal Pezzi que salía en los periódicos siempre que había una huelga, decidiera que andando, a mover el esqueleto y carretera y manta. Lucía aceptaba todo aquello como un sino inevitable, la maldición gitana que arrastraban como si fueran de verdad gitanos, que no lo eran ni nada, y en alguna ocasión, pero las menos, hasta agradecía cambiar de aires y de aguas. Lo peor-peor, lo más malo de todo, era tener que ser siempre la nueva en la clase, la recién llegada a la plazoleta, la niña que hablaba raro o tenía un padre profe, que unas decían que era mayor y con barriguita cervecera y otras que era muy guapo y se parecía a Luis Fernando Alvés, el de Todos los hombres sois iguales, aunque su padre no era dentista ni ligón compulsivo ni nada por el estilo; vamos, al menos eso creía ella, con lo celosa que era su madre cualquiera lo podía asegurar. Lucía no tenía más que recuerdos amontonados de las niñas y los niños que habían sido sus amigos en las guarderías: Susana, Perico, Elena. En segundo de preescolar se hizo amiga del alma de María Jesús y se ennovió por primera vez con Alberto Cascales, que siempre se ponía colorada al encontrarlo por la calle principal del pueblo, y en primero de primaria otra vez con gente nueva en un cole nuevo: Alicia, otra Susana, Laura y Tomás, Eduardo López y Pili Alba. A estos los recordaba mejor, porque ya iban siendo mayores y estaban más cerca en la memoria. Era una pena saber que nunca más iba a volver a verlos, porque ahora estaban viviendo otra vez en Cádiz, y papá había asegurado que, por fin, ya tenía la plaza fija y no los iban a mover de aquí para allá, que se acabaron los traslados y las casas donde no podían tener ni muebles propios, salvo el video, el televisor y el microondas. A lo mejor era verdad, y tanto papá como mamá como el mocoso de David, que con tres añitos cortos se había evitado lo peor de los éxodos continuos de la familia, estaban locos de alegría, como si volver a vivir en Cádiz fuera mejor, no sé, que haberse vuelto ricos de pronto o que hubieran aceptado la foto de los niños para ser portada en Crecer Feliz. Lucía también estaba contenta, desde luego, porque le gustaba a rabiar la playa por las mañanas y ahora había muchos cines en el Palillero, y ya había visto la película de los Rugrats, y La Momia, que ni le dio miedo ni nada, sino mucha risa, y Brendan Fraser estaba como un tren con tantas pistolas, y otra vez Mulán en el cine de verano, mientras se comía una pizza de jamón y bacon, y estaba esperando que pusieran de una vez aquella de Doug, que le gustaba mucho la serie de televisión, sobre todo el perro y el amigo azul, que era total. Lucía estaba feliz también porque así viviría más cerca de la abuela y de los primos, y recibiría lo mismo paguitas semanales y no de higos a brevas, y jugaría más veces con Arancha y con Marimar, y hasta con el brutote de Carlos y su no menos terrible hermano Iván, y no tendrían que pegarse el palizón las navidades y compartir casa con otra familia que era familia pero psé, y soportarse el olor a calcetines y el follón de volver corriendo al pueblo de turno donde le tocara trabajar a su padre, porque los Reyes, que eran unos imbéciles que ya podían venir a la vez que Papá Noel, nunca caían en la cuenta de ponerles los juguetes aquí en Cádiz, para no confundirse con los regalos de los primos, y siempre lo dejaban todo, muy ordenadito y con una capita de polvo, en la casa del pueblo que alquilaban y a la que volvían dos días antes de que tanto papá como ellos empezaran el cole y el segundo trimestre.


Se habían venido, aleluya, a vivir a Cádiz y hasta tenían por fin una casa propia, en la calle Brunete, un piso nuevo y soleado desde donde se veía la iglesia de San Severiano y la Institución Provincial a un lado y más allá, al frente, una muralla blanca con un marinero de guardia y detrás un jardín verde, con una bola enorme de color plateado entre los pinos, el Instituto Hidrográfico. El lugar estaba bien, a menos de cinco minutitos andando de la playa de Santa María del Mar, que bajaban por unas escalerillas muy cucas y donde siempre pasaban señores vendiendo fantas y cocacolas y muchas, pero que muchísimas patatas, y hasta cerveza sin alcohol y pepsi sin, que en la playa y todo hay gente la mar de delicada. Y a dos pasos exactos, de espaldas al balcón, delante de la avenida, una plazoleta muy mona donde había una especie de castillo de cuento antiguo, amarillo y no muy agraciado ya, los jardines de Varela, que antes por lo visto había sido un palacete que englobaba los parterres y los árboles y las fuentes, y era de suponer que también las cacas de perro, las palomas hambrientas y los paquetes que revoloteaban de gusanitos y golosinas.

La plazoleta estaba bien, y mamá en seguida encontró amigas con niño o barriga de seis meses y se puso a charlar por los codos, que era la especialidad que todas las mamás del mundo comparten, y hasta el mocoso de David se las apañaba muy bien para espantar las palomas y tirar del rabo a los perros y convertirse en un santiamén en jefe de una banda de delincuentes infantiles con pipo y dodotis, pero Lucía lo pasaba peor, porque era así como más tímida, y no había muchos niños de su edad, que era una edad difícil, según decía su padre, y los dos o tres que había eran de un antipático y de un roña que daba asco. Habían vuelto a Cádiz, vale, pero hasta que no empezara el curso no iba Lucía a conocer nuevos amigos, porque los primos estaban bien para la playa o el almuerzo de los domingos, pero no venían aquí todas las tardes, para jugar con las bicis en los jardines, y vivían demasiado lejos (en el casco antiguo, en Cortadura) para poder hacerles una visita, con el calor que hace por la tarde cuando sopla el levante y te da una pereza que lo único que te apetece es sentarte a la sombra y jugar con la videoconsola o leer un libro de aventuras fantásticas o de amores. A Lucía el verano siempre le había entusiasmado, porque le encantaba la playa y siempre soñaba que un día al darse un chapuzón encontraría bajo el mar un reino mágico de unicornios rosa y sirenitas que cantaban, pero la verdad era que las tardes en la placita se le hacían eternas, y acababa con las yemas de los dedos lastimadas de tanto darle al botoncito de goma de la nintendo y los ojos doloridos de seguir prestando atención al Super Mario o de ganas de saber de una vez por todas si Jim Hawkins le volaba los sesos de un disparo al patapalo aquel, que era un malvado mentiroso pero que bien pensado y todo hasta tenía su gracia. Le estaba pasando a la pobre lo que nunca había pensado que le podría pasar: que estaba deseando que empezara el cole, aunque fuera un cole distinto, para variar, porque por lo menos así encontraría caras nuevas.

No se dio cuenta de que tenía al niño al lado hasta que lo sintió respirarle en el cogote, por encima del libro de piratas, y casi casi le dio un susto, porque no lo había sentido llegar y al principio le dio así por pensar como que no había nadie a su lado, que seguía sola. Pero allí estaba, un niño flaco y tirando a feucho, con los pelos cortados al cepillo, como era la moda, y un niki amarillito claro y unos pantalones gris oscuro que le caían hasta por debajo de las rodillas, que una no sabía si eran unos pantalones largos que se le habían quedado cortos o unos pantalones cortos que habían dejado mal al soltarle el dobladillo. Era un niño algo más chico que ella, de unos siete años o por ahí, y a Lucía le llamó la atención que al leer silabeaba, como si no supiera leer muy bien todavía, cosa que ella hacía de carrerilla y entendiendo además lo que ponía. A Lucía, como a papá, le molestaba que le leyeran por encima del hombro, porque se aturrullaba, pero el niño aquel de los pantalones raros se encogió de hombros y se dio la vuelta y se arrodilló en el suelo y se puso a jugar él solo con unas cuantas canicas de colores.

Lucía dejó el tesoro a medio desenterrar en la isla y vio cómo el niño marcaba con la palma de la mano, moviendo los dedos como una araña, el territorio de las bolas antes de darles un meco y meterlas en el hoyo. Le pareció un juego más bien tonto, como el minigolf de Sancti Petri pero sin palitos, pero el niño parecía muy entretenido jugando allí, de rodillas en el suelo de albero y cacas de paloma, así que ni corta ni perezosa, porque parecía tan solitario como ella, Lucía se presentó y le dijo que a qué estaba jugando, y si le podía enseñar. El niño la miró de arriba a abajo, con ese nosequé machista que tienen los niños de siete años, que se creen que son alguien y no son más que unos lacios, pero al final se metió las manos en los bolsillos kilométricos y le dijo que se llamaba Pablo y que bueno, vale, y le enseñó a dar cosquis a los bolindres y a meterlos en el hoyo a la tercera o cuarta mano, que era más difícil de lo que parecía en un principio, pero se iba a enterar el Pablo aquel cuando mañana le trajera la videoconsola, a ver si era capaz de cargarse a tantos aliens como ella, que ni el temible Iván ni el fortachón de Carlos tenían tanta maña. Se les fue la tarde en un suspiro, y cuando ya oscurecía y empezaba a refrescar, como David se había hecho caca y mami no tenía dodotis de repuesto, se subieron para casa, después de que la tuvieran que llamar dos y tres veces, Lucía que nos vamos, Lucía venga, y por fin ella tuvo que dejar los bolis y despedirse de Pablo a la carrera y decirle bueno me voy, hasta mañana.

Al día siguiente era sábado y fueron al cine con los primos y la tía Patricia, la farmacéutica soltera, así que no les dio tiempo de bajar al jardincito, pero el domingo sí que fueron, después de dar un paseo por la Alameda y acabar comiéndose unos helados en la Calle Ancha, y al rato de estar allí, cuando ya se aburría, apareció otra vez Pablo con sus pantalones extraños y su niki amarillo, y ahora Lucía se dio cuenta de que calzaba además unos zapatos rarísimos, como de tela o de esparto, y cuando le dijo que de donde había sacado aquellos espantos él se los miró y no le contestó al principio, pero luego le dijo que por lo menos sus alpargatas eran cómodas y no ella, que ya había visto que tenía esparadrapo en un talón, qué palabra más antigua, si lo que Lucía tenía era una tirita, y además del gato Isidoro. A Pablo al principio le pareció interesante la videoconsola, pero como ya era de esperar, porque Lucía era un hacha, no fue capaz de pasar de la primera pantalla, pero nunca-nunca, y a veces hasta daba la impresión de que ni siquiera sumaba puntos al marcador. Al final, dijo que aquellas cosas raras eran una tontería, y que él prefería jugar al contra, al puli, al puli en alto, a mangüiti no sabe tocar las palmas, a la leva a la leva a quien coja se lo lleva, al abejorro, al trompo, al látigo, al tula, a las chapas, a la gallina ciega, a pañolito, a la pelota y al balontiro, a las canicas, y sobre todo al pincho, y ni corto ni perezoso se sacó del bolsillo infinito una lima gorda, terminada en punta, y dibujó en la arena ocho rectángulos y marcó ocho números con mucha traza y empezó a lanzar la lima, el pincho como él decía, y a clavarlo primero en los recuadros pares, luego en los impares, después en zigzag, y saltaba a la pata coja de uno a otro, y llegaba al final de la línea y se daba la vuelta, y hacía lo mismo pero al revés, sin fallar ni una. A Lucía le pareció un poco peligroso el jueguecito, que capaz era de no haber pasado las normas mínimas de seguridad de la Unión Europea, o de clavarse la punta en el pie o en la alpargata, pero cuando le tocó el turno de tener en la mano aquel trozo de hierro frío, y sopesarlo en la palma, vio que tirarlo del revés era hasta divertido, le dio mucho morbo, como decía su madre, y más todavía cuando empezó a pasar de las casillas pares a las casillas impares cantando las canciones tan chulis que Pablo le enseñaba.

Tener un amigo nuevo era una sensación parecida a la de sentir en las manos los libros recién comprados al principio de curso, ese olor como a entero y a papel brillante, los nervios de no poder esperar a descubrir qué maravillas ibas a encontrarte cuando llegaras, no sé, a la lección de los minerales o el misterio de la Santísima Trinidad, y además todo venía siempre acompañado de los tejidos recién planchados de los uniformes de estreno y las trencas compradas en Hipercor, y los calcetincitos a juego, y los zapatos marrones y las camisas blancas. Pues lo mismo era tener un amigo al que ir confesando secretos y al que ir descubriendo poco a poco, en busca de aficiones comunes y odios compartidos, los bollicaos contra los gusanitos, los batidos Okey contra el Nesquik, el salami El Pozo contra la mortadela de aceitunas o el jamón de pata negra contra el jamón blanco, pero resultó que a Pablo todo aquello le sonaba a chino, o se hacía el tonto, y a él lo que decía que le gustaba era el chorizo en un cundi, y un pan con aceite y azúcar y migotes en el desayuno, y hasta tuvo la cara de decirle que nunca había probado un batido Puleva, ni sabía lo que podía ser el salami, y el jamón era una cosa que sí, que sabía que existía, pero que él no había catado en toda su vida. Lucía a ratos tenía la impresión de que Pablo era un mentiroso de pronóstico, que se estaba quedando con ella, vamos, pero por otro lado parecía sincero, y la admiración que profesaba por ejemplo hacia el paté, que le dio una vez una rebanada de pan Bimbo con fuagrás Apis, o por los gusanitos, o por el chopped de pavo, la carita que ponía y la sonrisita de agradecimiento le hacían pensar que no, que no mentía, que de verdad que no había probado nada de aquello, pero nada de nada, y entonces Lucía empezó a pensar que además de un poco rarito y de aparecer como por sorpresa las tardes que aparecía a verla, que eran casi todas, Pablo era muy pobre muy pobre, pero pobre de verdad, como los de Nueva York, y por eso nunca se cambiaba de ropa y tenía que llevar aquellos alpargatones. Una vez hasta le preguntó dónde vivía, y a qué se dedicaban sus padres, y Pablo dejó por un momento de liar el trompo con su cuerda gastada, y se quedó como sin saber qué decir, como pillado en falta, y dijo que no tenía padres, no que él recordara, y que vivía allí cerca, en la casacuna. A Lucía le dio otra vez la impresión de que se estaba burlando de ella, porque nunca había escuchado una palabra así, bueno, a lo mejor dos palabras, y en su imaginación aquella noche trató de ver cómo era una casacuna, o una casa cuna, o una Casa Cuna, a lo mejor, y a lo más que llegaba era a pintar en su mente una cuna muy grande muy grande, con barrotes blancos y un tren pintado con colores pastel en la cabecera, y a un niño dentro, como encarcelado y queriendo salir, pero sin saber trepar porque era tan alta como una casa, y de ahí su nombre.

A lo mejor era verdad, no lo de que viviera en una cuna gigante con barrotes, sino que no tenía padres, y que era pobre-pobre, y eso explicaba que no tuviera nintendos ni libros del Barco de Vapor, y que jugara a todos aquellos juegos tan extraños y tan divertidos, y a veces tan violentos, que incluso una vez la lastimó con un cate, pero que al fin y al cabo no costaban ni una peseta, ni había que usar pilas Duracell ni comprar repuestos ni programas nuevos ni todo eso. A lo mejor era verdad lo que decía su padre los días que estaba de mal humor porque tenía sesión de evaluación en el colegio y no podía pasarse la tarde construyendo barquitos de madera de balsa o ir a comprar al hipermercado los avíos del mes, y toda la televisión y los videojuegos y los ordenadores lo que estaban haciendo era matar la imaginación de los niños, con lo bueno que sería que ejercitaran otro tipo de juegos, como los de cuando él era chico, y entonces era el momento de que Lucía soltara la nintendo y cogiera un libro y se pusiera a leer, ya que entonces se callaba porque contra los libros su padre no podía decir nada, si hasta escribía poemitas, si lo sabría ella, y una vez ganó una flor natural en un concurso en Alicante.

Sí que era verdad que Pablo era un niño un poquito triste, como perdido, ensimismado muchas veces en sus juegos extraños. Le gustaba mucho el cine, y le encantaba que Lucía le contara las pelis que había visto últimamente, y hasta decía que no sabía lo que era una tele, y que no seguía los Teletubbies ni las aventuras de Pingu, que eran una risa. Su personaje favorito era Tarzán de los monos, y se descolgaba de vez en cuando desde los árboles como si de verdad viviera en la selva, y hasta se quedó un poquito más triste cuando Lucía le dijo que ya que estaba viviendo por aquí, podían ir juntos al cine cuando estrenaran en Navidad la nueva película de Disney, que era de Tarzán, según había leído, y hasta le enseñó una pegatina, pero Pablo, como era pobre, se puso más triste aún, y miró al suelo y dijo que no, que mejor fuera ella sola y después se la contaba. Lucía le regaló la pegatina del hombre de la jungla, aunque él antes le había puesto pegas diciendo que no se parecía a Johnny Weissmüller, y él a cambio le regaló una canica, un bolindre pequeñito y blanco tan gastado por el uso que casi no rodaba, porque estaba cambembo.

A pesar de lo valentorro que era, y lo bien que trepaba a los árboles y el tino que tenía tirando el pincho, a Pablo las motos le daban un miedo de muerte. Bueno, las motos no, sino el ruido de las motos, el pum pam pum de los escapes, que pasaban de higos a brevas pitando por la avenida, espantando a las palomas y poniendo de mal humor al vecindario. Se quedaba blanquito, paralizado, y Lucía vio una vez que hasta las piernas le temblaban, pero luego se recuperaba y decía que tenía que marcharse, y una vez se fue y todo, y ella no pudo convencerlo para que se quedara.



Y claro, con tan poco que hacer durante las vacaciones, y los juegos tan divertidos y tan nuevos que Pablo le enseñaba, a Lucía se le empezó a llenar la boca hablando de él, que si Pablo dice esto, que si Pablo dice lo otro, que si Pablo por aquí que si Pablo por allá, y empezó a explicarle a su hermano chico cómo se bailaba el trompo, y a jugar al pañolito, y su madre le preguntaba quién le había enseñado esas cosas tan antiguas, si la abuela, y ella decía que no, mamá, que ha sido Pablo. Y su madre le decía que quién era Pablo, y ella le explicaba, con la desesperación esa tan típica con que una niña de ocho años tiene que aclarar a su madre lo que es evidente, que Pablo era el niño del pelo al cepillo y los pantalones cortos que le quedaban largos, el niño con el que jugaba casi todas las tardes en la plazoleta. Y fíjate tú cómo podía ser posible que su madre, con tanto charloteo con las amigas, hablando de potitos y dodotis y dando consejitos inútiles a las embarazadas, resulta que no se había dado cuenta de que ella tenía un amigo nuevo desde hacía casi un mes, y que se veía con él todas las tardes en el jardín de Varela, sino que tuvo la osadía de decirle que ya era un poquito mayor, Lucía, para tener amigos invisibles, que iba a empezar tercero de primaria dentro de pocas semanas, y se iba a convertir en el pitorreo padre de su clase.

Cuando mamá se ponía en modo imposible era imposible de verdad, así que Lucía no se empeñó en demostrarle que estaba equivocada, que ella ya no tenía edad para inventarse nada, y en cuanto Pablo viniera a la tarde siguiente iba a enseñárselo, y mientras mamá charlaba con las amigas y cuidaba, es un decir, que David no se cayera al charco de la fuente o devorara viva a una paloma, ella la saludaba con la mano y le señalaba diciendo éste es Pablo, no lo ves, y ella le decía que sí con la cabeza y hasta le devolvió el saludo con dos dedos, y cuando de vuelta a casa Lucía le comentó ves cómo Pablo no era un invento mío, si lo saludaste y todo aunque no quiso acercarse a decirte hola, su madre la miró entre fastidiada y algo molesta y le dijo Lucía, por favor, déjate de bromas tontas, que yo te saludaba a ti nada más, si a tu lado no había nadie.

Esa noche Lucía se cogió un berrinche gordo-gordo, y no quiso ni cenar siquiera, y eso que había pizza que trajo la tía Patricia, porque su madre estaba empeñada en que ella era una mentirosa o peor, que estaba loca, si Pablo la había saludado y no era un amigo inventado, y hasta tenía como prueba la canica blanca que le había dado hacía dos o tres días. Su madre podía ser tan cabezota como ella, y se negó en redondo a escuchar más tonterías, así que le tocó a la tía Patricia convertirse en pañuelo de lágrimas y tratar de hacer de correveidile entre una y otra, pero no había manera, ni mamá se iba a bajar del burro ni Lucía iba a decir que se estaba inventando nada, porque se podría inventar una mentira, una redacción para el cole, o incluso una historia, pero no se podía inventar a un niño que se llamaba Pablo y jugaba al pincho y le regalaba canicas. Tanto discutieron y tanto pelearon, que al final mamá decidió que mañana iba a llevarla a la plaza Rita la estanquera, con lo cual jamás de los jamases iba a poder Lucía demostrarle que estaba equivocada y que la estaba tomando por mentirosa cuando le decía la verdad y toda la verdad y nada más que la verdad, así que al final fue la tía Patricia la que actuó otra vez de moderadora, que era muy sensata y muy guapa y tenía un tipito imponente, según decía papá, a pesar de que seguía soltera, y fue ella la que acabó liada en la discusión y la que hubo de encargarse de bajar a la tarde siguiente con los niños al jardín, porque mamá aprovechó la oportunidad y se marchó con su padre a hacer unas compras, que a ver si Lucía no se iba a dar cuenta de que iban al toisarás a buscar juguetes para Reyes entre las ofertas.

Pablo tardó en aparecer, pero apareció cuando ya casi oscurecía, y a una seña convenida, porque Lucía sabía que era tímido y no iba a querer ir a saludarla, la tía Patricia se acercó hasta donde estaban y pudo comprobar que era verdad, que Pablo no era un invento, sino un niño de verdad, un niño de carne y hueso que llevaba un tirador en un bolsillo del pantalón, por encima de un siete, aunque de verdad que al principio, con tan poca luz, hasta llegó a pensar que su hermana Mayte, o sea, mamuchi, tenía razón y no había niño, sino un invento de Lucía, que era muy fantasiosa por culpa de las pelis de terror y todos los libros que leía, que a veces era pasarse. Pablo se quedó un poco cortado de que aquella rubia impresionante se le acercara y le dijera cómo estás, y pareció por un momento como un cervatillo cogido por sorpresa, y hasta miró furtivamente en todas direcciones por si podía escaparse echando leches, pero al final acabó por responder a los saludos de tía Patricia, y hasta le estrechó una mano, y estuvo charlando con ella cosas tontas, que cómo estaba y tal, y si le gustaba la pizza lo invitaba, pero Pablo dijo que no, aunque Lucía ya sabía que no había probado la pizza nunca, y al final la tía Patricia se ofreció a invitarlo a un helado de fresa, y a eso él ya no pudo decir que no, y se le pusieron los ojillos como platos, y hasta dejó de descabezar flores con el tirachinas, que tenía una puntería endiablada, y accedió a acompañarlas a las dos andandito hasta la heladería favorita de Lucía, en el Paseo Marítimo, junto al hotel Playa.

Se tomaron un cucurucho doble de chocolate y fresa, que pagó la tía Patricia aunque ella no pidió nada, porque no quería perder la silueta que si no después no le entraba el bikini ni la bata de la farmacia, y se acercaron al paseo y desde allí contemplaron la playa iluminada, que tal parecía que Pablo la veía por primera vez, las barbacoas asando sardinas a lo lejos, el mercadillo ambulante de negros fugados de su tierra a base de desesperación y de pateras, y ya iban a volverse a casa, porque era tarde y David estaba que se caía de sueño en el carrito al que lo habían tenido que amarrar, cuando el cielo se iluminó de estrellas verdes y de estrellas rojas, y de espirales mágicas y de fuentes luminosas, y Lucía dijo oh, fuegos artificiales, y todos se pusieron a mirar hacia arriba con la boca abierta. Había tanta gente contemplando el espectáculo nocturno, la despedida del verano, según dijo la tía Patricia, que se cogieron de la mano para no perderse en la bulla, Pablo en el centro, Patricia a la derecha, Lucía a la izquierda, y David dormido en el carrito delante, menos mal, que lo mismo con los fuegos se asustaba, pero qué va, quien se asustó fue Pablo, pero asustarse de verdad, que estaba mirando los dibujos de fuego en el cielo y de pronto se estremeció con el primer zambombazo y tanto Lucía como la tía Patricia lo sintieron temblar, como un calambre contagioso que les subió a las dos por la mano hasta el codo, y oyeron a Pablo murmurar no no no, muerto de pánico, y un segundo sintieron el contacto de su mano agarrada con fuerza y al siguiente ya no estaba, como si se hubiera borrado del mapa, y aunque parecía que la mano seguía allí, y el temblor nervioso, la sobrina y la tía giraron la cabeza para decirle no tengas miedo, no pasa nada, y cuál no sería su sorpresa cuando se encontraron sujetando el aire, porque Pablo ya no estaba allí, Pablo se había volatilizado como en el cielo la pólvora se convertía en estruendo y después en un recuerdo, en nada.

Dejaron de prestarle atención al festival de luces y ruidos, porque ahora lo que importaba era encontrar al niño, y lo empezaron a llamar, Pablo no te asustes, Pablo que no pasa nada, Pablo que vengas, pero Pablo no venía, ni se le veía siquiera entre tanta gente congregada en el filito de la playa. A la tía Patricia le entró un sofoco, y Lucía se puso la mar de nerviosa, y por más que recorrieron el paseo de un lado a otro no encontraron ni rastro del niño, y hasta fueron a dar parte a la policía local, y a los de protección civil, y como Lucía estaba que se caía de sueño tuvieron que volverse para casa, y la tía Patricia se pasó toda la noche esperando que la llamaran con la noticia de que habían encontrado al niño desaparecido, pero nada. Pablo se había perdido viendo los fuegos artificiales, y si no lo hubiera invitado al helado de chocolate y fresa, si no hubiera charlado con él y lo hubiera cogido de la mano, que por cierto estaba muy fría, la tía Patricia hasta habría podido creer que era verdad, que no existía, que se lo había inventado Lucía. Cuando la policía llamó eran las diez de la mañana y la noticia que pudieron dar fue que no había noticia, y como ellas no supieron decirles un apellido la explicación que encontraron a la desaparición del niño fue que habría encontrado a sus padres y se había marchado con ellos, las cosas de los chiquillos, porque de ninguna parte había llegado otra denuncia de desaparición, y esas cosas vuelan.

Lucía se enteró de todo por la mañana, y dijo que era imposible que Pablo se hubiera ido con sus padres, porque padres no tenía, si era huérfano, y que en todo caso habría regresado andando él solito hasta la casacuna. Y en éstas que la tía Patricia va y se queda así como extrañada, porque no hay ya ninguna Casa Cuna en Cádiz, que la Casa del Niño Jesús que estaba en las Puertas de Tierra la habían cerrado hacía años, y que ella supiera no había un sitio que se llamara así, y que los huérfanos ahora los recogían en Puerto Real, o quizá en San Fernando, de eso no estaba segura. Pero que de Casa Cuna nada de nada, que seguro que Pablo se había vuelto a quedar con ella, y entonces Lucía le dijo que no lo creía, si se le veía muy triste y muy solo, y no podía venir desde San Fernando o desde otro sitio sino de más cerca, porque aparecía todos los días por los jardines de Varela, y se marchaba un poquito antes de las diez todas las noches, a menos cuarto exactas, o sea que no, que si vivía en la casacuna tenía que estar por allí cerca.

Esa tarde Pablo no acudió a la plazoleta, para gran mosqueo de Lucía, que le quería decir cuatro palabras por el plantón y el susto que les había dado el día antes el niño sinvergüenza, y la tía Patricia se puso a preguntarle al jardinero si había visto a un niño de aquella descripción, pequeñito y de unos siete años, pelado casi al cero, con orejas de soplillo, algo feucho y muy triste, con alpargatas de esparto y un tirachinas en el bolsillo de atrás, pero el hombre dijo que no, que no lo había visto nunca, ni siquiera cuando Lucía le insistió que jugaba con ella todos los días. Parecía verdad, jolín que a Pablo se lo había tragado la tierra o era una invención de la propia Lucía, qué coraje, si ella y la tía Patricia sabían que no era verdad, que se les había escabullido en las narices mirando los fuegos, cuando se asustó por las explosiones o las luces de las llamas.

Al día siguiente Patricia llegó con un medio noviete que tenía, un antiguo boxeador algo cascado, al que Lucía le tuvo que contar otra vez de pe a pa toda la historia de Pablo y el pincho y el trompo y el abejorro y el puli y los tirachinas, y el novio o lo que fuera dijo qué raro, si yo creía que a esas cosas ya no se juega, y lo único que les pudo sacar en claro fue que la Casa Cuna, sí, estaba aquí al ladito, y señaló a la Institución Provincial, con sus palmeras altas asomando sobre el color crema de la valla, esto era la Casa Cuna, según me han explicado, comentó el boxeador, o lo fue hasta el mismo día en que yo nací, porque se hizo pedazos cuando el polvorín de la Armada destrozó todo el barrio hacía ya cincuenta y dos años.

Preguntando preguntando, la tía Patricia encontró por fin a dos personas que habían visto a un niño así de aquellas características rondando por la zona, sí que recordaban al chiquillo, con el pelito corto y unos pantalones extraños, y un niki amarillo o de color clarito, pero resulta que uno era una vieja beata poco de fiar, algo tarada, a la que encontraron en misa de a ocho y que decía haberlo visto cuando era maestra en la Institución Generalísimo Franco, que era como se llamaba antes la Institución Provincial, o sea, la Casa Cuna, rondando por las clases como para atosigar a las estudiantes, y nada menos que por los años sesenta. Y otro fue el dueño del todo a cien de la esquina, que antes había sido un puesto de chucherías, y el hombre recordaba haber visto a un niño que encajaba con la descripción de Pablo, pero en el año setenta y cuatro, cuando abrió el negocio; lo recordaba porque miraba las golosinas desde la esquina pero no entraba nunca, y al final dejó de prestarle atención y no lo había vuelto a ver, menuda memoria.


Aquello era la monda. Vamos, que no sólo Pablo no existía, sino que si existía tenía un padre o un abuelo que eran clavaditos y hasta vestían la misma ropa, para que dijeran, porque su abuelo y su padre tenían que ser aquellos dos niños que la vieja beata y el vendedor de todo a veinte duros habían visto hacía más de treinta años, hacía casi veinticinco. Lástima, comentó la tía Patricia, que el programa de Lobatón lo hubieran quitado, y tampoco estaba muy seguro de que pudieran irle con el cuento a Carlos Herrera para que les resolviera la papeleta en Así es la vida.

En la tele estaba claro que no iban a encontrar a Pablo, y la tía Patricia tampoco quiso esperar a que volviera la tarde que le diera la gana a la plazoleta, y sin cortarse ni un pelo ni pedir permiso a nadie se llevó a Lucía una tarde de paseo, con el calor tan pegajoso que hacía, y fueron andandito hasta Puertas de Tierra y entraron por el barrio de Santa María y llegaron hasta la iglesia del Rosario, donde estaba la imagen de la Patrona, y subieron luego por una callecita estrecha que tenía un nombre que sonaba a hipo, porque se llamaba Botica, y resulta que ese era el nombre de las farmacias de antes, mira tú qué cosas. Lucía no tenía ni idea de adónde iban, pero sabía que tenía que estar relacionado con Pablo y su desaparición, y no se equivocó, porque tonta no era, pequeña sí, y la tía Patricia la llevó hasta una puerta marrón oscuro y los atendió una mujer con gafas a la que por lo visto había llamado por teléfono, y en eso que Lucía recordó aquella peli de los Poltergeist que reponían cada pocos sábados en la primera de televisión española, y cuando acabaron de entrar en la casa y de recorrer un patio que olía a flores y se sentaron ante una mesita con un paño de croché, le dio un escalofrío pero no de miedo, sino de emoción, porque sin saber muy bien por qué se dio cuenta de que la tía Patricia, a lo mejor por mediación de su medio novio el boxeador, la había traído a la consulta de una bruja.

Se llamaba Chloe, pero eso no significaba que hiciera el mismo ruidito que al poner las gallinas, y escuchó muy atenta las explicaciones que sobre el niño le dio primero la tía Patricia, y después Lucía, y les hizo unas cuantas preguntas, si de verdad que lo habían visto otras personas aparte de ellas dos, que sí, una vieja beata y el dueño del todo a cien, que tenía el pobre los ojos comidos por las cataratas, pero en tiempos distintos, o sea que no podía ser el mismo niño, ni podía vivir en la Casa Cuna, porque Casa Cuna ya no había. La vidente no negaba ni afirmaba nada, ni sacó mazos de cartas ni huesos de rata ni cosas por el estilo, pero dijo muy seria, con tono asustado porque lo mismo aquello se escapaba de sus conocimientos, que notaba una presencia pero no allí ahora mismito, pero sí que habían tocado las dos un alma en pena. La tía Patricia estuvo a punto de decirle que menos lobos, pero entonces la vidente se llevó una mano a la frente y le preguntó a Lucía, mientras cerraba los ojos, que le describiera al niño, cómo iba vestido, a qué jugaba, a qué hora venía y a qué hora se marchaba, y si le había dado algún objeto, algún simbolismo de su alma.

Lucía se quedó sin saber qué decir, porque todo aquello a ella sí que le venía pero que enorme y estaba empezando a entrarle miedo, y hasta la tía Patricia empezó a pensar que había hecho mal en venir con la niña a este lugar, si ella era una científica que siempre se había carcajeado de estos temas y lo que buscaba era una pista del paradero de Pablo y no un cursillo espiritista, pero Lucía asintió a la pregunta de la medium y dijo que sí, que ella le había regalado a Pablo una pegatina del Tarzán de Disney y él le había dado a cambio una bolita, una canica blanca.

Ni Lucía ni la tía Patricia supieron cómo sabía Chloe que la niña llevaba la canica encima, pero extendió una mano blanca y gruesa y le dijo que se la entregara, que aquello era un lazo, un vínculo o una palabra todavía más rara, y Lucía se metió la mano en el peto rosa y sacó la bolita, toda gastada y diminuta, que de pronto le pareció que era una piedra fea y no una canica preciosa, y Chloe la recogió con la palma abierta y la cerró, y tembló un poco y dijo eso es, ésta es su alma, aquí dentro está, es verdad que el niño no existe, es verdad que Pablo no es de este mundo, pero vaga por aquí, porque no sabe que hay una salida, ni entiende del misterio de las puertas y sólo es un crío perdido entre dos mundos que sólo vive porque no sabe que está muerto.

Antes de que Lucía se echara a llorar de puro miedo y de que la tía Patricia se levantara para echarle en cara a la bruja que estaba asustando a la criatura y se dejara de monsergas, Chloe hizo un gesto con la mano izquierda y dijo que no había por qué tener miedo ninguno, porque era un espíritu bueno, un espíritu indefenso, un espíritu ingenuo, y miró la bolita en su mano y la tía y la sobrina la miraron también, y fue como si de verdad se asomaran dentro de una bola mágica, solo que en chiquitita y cambemba, y en sus mentes y en la voz de Chloe se formó una situación, imágenes o palabras o todo mezclado, lo mismo daba, dieciocho de agosto de mil novecientos cuarenta y siete, las nueve y cincuenta minutos de la noche, el fin del mundo, el aire en llamas, el cielo pintado de rojo, y el estruendo.



Era la noche de la explosión, eso lo sabía Patricia, el vendaval de muerte que sembró de cristales medio Cádiz y destrozó paredes y rompió más vidas de las que luego habían reconocido los organismos oficiales de la época. La explosión, el mismo día que había nacido, también era casualidad, su medio novio el boxeador, cuando el polvorín de la Armada estalló y se llevó por delante la factoría de Astilleros, el barrio de San Severiano y la Casa Cuna, que estaba a dos pasos, el lugar donde se alojaban los niños recogidos sin padres, las criaturas sin techo que fueron las primeras en morirse, vaya lástima.

Ese niño, dijo Chloe, ese niño fue una de las víctimas, pero no sabe lo que pasó, no estaba en su sitio. Veo un deseo de huida, un capricho de crío, un intento de evasión, lo veo encaramado a una palmera, escabulléndose del dormitorio, porque quería ver a Tarzán, quería conocer cómo era el hijo de Jane y de Johnny Weissmüller, y la explosión lo debió de pillar camino de algún cine, o todavía en lo alto del árbol, intentando franquear la cancela, y es por eso por lo que tú lo has visto, pequeña, es por eso por lo que lo han visto el vendedor de todo a cien y la maestra jubilada, porque Pablo no sabe lo que pasó, no sabe que está muerto, y sólo entiende que hizo algo malo y el cielo se llenó de fuego, y trata de regresar a la Casa Cuna todavía, pero no encuentra el camino, porque ya no hay Casa Cuna a la que regresar, porque está perdido en la autopista sin carteles que va de la muerte a la vida, y por eso juega a la rayuela o a un juego parecido, el pincho, dijo Lucía, y Chloe dijo que eso era, un juego que simboliza el paso entre el cielo y el infierno, volviendo siempre porque no sabe quedarse en la meta.

El problema era explicarle al niño muerto, si volvía a aparecer, que lo que había pasado no había sido culpa suya, que toda la tristeza y la soledad que venía sufriendo desde hacía cincuenta y dos años se debían a una mala jugarreta del destino, a una casualidad o a un sabotaje, que todavía no se sabía segura la causa del explotijo, pero no a que él se escapara de la Casa Cuna por el deseo infantil de ver una película de Tarzán de los monos y de Jane su compañera. Y ahí podía estar el peligro, en cómo contarle al muerto que muerto estaba, que de cualquier manera seguía siendo un niño de siete años y no lo iba a poder comprender de todas formas, y que podría sentarle hasta fatal. Con esas cosas de la muerte y de la vida no se juega, sentenció Chloe, aunque diera la impresión de que jugando estaban, y lo primero que había que hacer era tratar de recuperar el hilo que había unido a la niña con Pablo, y reforzarlo, y a partir de ahí tratar de que el fantasma comprendiera que su futuro estaba al otro lado de la puerta.

Se marcharon de allí con la promesa por parte de Chloe de que iba a investigar por su cuenta el tema, y tía Patricia le hizo jurar por Snoopy allí mismo a Lucía que no iba a contarle nada de todo aquello a su mami del alma, porque la podía poner a caldo a ella y encima le iba a entrar miedo, que su hermana siempre había sido una cagueta. Lucía estaba tan alucinada, tan perdida en todo aquello que era como si estuviera leyendo un libro de aventuras, como si de verdad se hubiera dado un chapuzón en la playa y hubiera encontrado una ciudad mágica y submarina.

Dos días más tarde la tía Patricia llegó con unos cuantos libros y un montón de fotocopias, y resulta que era verdad, que el día de la explosión estaban pasando en el Cine Cómico una película de Tarzán, una antigua en blanco y negro, Tarzán y su hijo se llamaba, y hasta trajo una lista de los doscientos y pico muertos en la explosión, y el dato de cuántos niños y niñas había en la Casa Cuna en el momento de la catástrofe, y resulta que eran ciento noventa y nueve niños, ciento diecisiete niños y ochenta y dos niñas, todos con menos de siete añitos, la edad que Pablo todavía aparentaba. Con la explosión habían muerto veinticinco de ellos, más algún maestro y alguna cocinera, y el detalle que faltaba, lo que corroboraba aquella locura: el cadáver de un niño no había aparecido con los demás. Ese tenía que ser Pablo, que se había escapado del Hogar, haciendo rabona, para ver la película de su héroe favorito, y ni siquiera ya su nombre constaba.

Chloe llamó por la tarde, diciendo que había descubierto además que las palmeras que ahora se alzaban en el edificio nuevo de la Institución eran injertos de las palmeras que no habían resultado calcinadas, las supervivientes de la explosión, la continuación en el presente de los árboles que había habido en aquel sitio. Y luego hizo dos preguntas, una a Lucía, la otra a Patricia: si se atrevía a buscar a Pablo en la plazoleta, aunque ya sabía que podía ser peligroso, y si en la casa tenían video.

Las dos respuestas fueron afirmativas, porque sobre todo lo que no querían ninguna de las tres mujeres era que la criatura siguiera sufriendo tanto, estuviera muerto o estuviera vivo, y allá se apostaron las tres en los jardines de Varela, Lucía leyendo un libro al que no podía prestar atención, Chloe en un banco de espaldas a la avenida, la tía Patricia haciendo como que ojeaba un Diez Minutos. Y en efecto por fin apareció Pablo, con sus pantalones raros y sus alpargatas, y su expresión confusa en la mirada y su pelo al ras, y ella lo llamó y le preguntó cómo estaba, y si se había recuperado del susto de la otra noche, y él se encogió de hombros y miró al suelo, más desconcertado que avergonzado. Lucía ya sabía lo que tenía que decirle, porque Chloe y la tía Patricia se lo habían explicado muy clarito, y le preguntó a Pablo si le importaba acompañarla a su casa, que lo invitaba a merendar pan con chocolate y quería enseñarle su habitación y sus cosas, que no se preocupara, que estaba aquí al lado, y como tenía la canica que era su alma en el bolsillo y la presencia de Chloe reforzaba el vínculo, Pablo dijo que bueno, si era un ratito nada más, y las tres se pusieron en marcha y se llevaron al fantasma hasta la casa.

La tía Patricia trajo el pan con chocolate y un vaso de leche entera, nada de desnatada, y el fantasma de Pablo se sentó en el butacón, y vio por primera vez lo que era un televisor, y lo que era un video, y un frigorífico y un ordenador y un lavaplatos, todas aquellas cosas que no había visto porque no existían cuando él vivía. Y entonces Chloe encendió el video y pulsó el botoncito del mando a distancia y salió el león de la Metro Goldwyn Mayer y sonaron los tam-tams y la música algo estridente, y Pablo se asustó, y al principio se puso nervioso, y hasta incómodo, pero Chloe le dijo que no tenía por qué inquietarse, que esto era un video y esa era la película que siempre había querido ver, y entonces se oyó el grito inconfundible del hombre mono que acudía al rescate del avión caído, y Pablo se quedó embobado mirando la pantalla, mientras Chloe le decía en un susurro que no había sido culpa de él, que había sido a causa de un accidente en mala hora, y que si quería volver con sus amigos ellas le podían ayudar, que le podían hacer pasar la puerta y regresar a la Casa Cuna donde estaban los otros niños, y Pablo decía que sí con la cabeza, mientras el hombre mono que había sido nadador olímpico se balanceaba de liana en liana, que claro que quería volver, que quería saber dónde habían estado todo este tiempo, toda esta noche tan larga, y entonces Jane, que era Maureen O´Sullivan, cascó un huevo de avestruz en el televisor, y Pablo el fantasma se borró del sofá, como se había borrado la luz en todo Cádiz aquella noche de agosto cuando la explosión interrumpió la película en el Cine Cómico exactamente en ese fotograma.



Chloe había conseguido permiso por parte del amigo de una cliente de su tarot o de sus trabajos de quiromancia, y al anochecer entraron las tres en el patio de la Institución, y con una pala de la playa Lucía cavó un agujero al pie de una de las palmeras que habían sobrevivido o eran hijas de las que aquí mismo se levantaban hacía cincuenta y dos años, y allí dentro echó la canica blanca que era el alma de Pablo, con el movimiento en mano de araña que él le había enseñado en el jardín el primer día, cuando la buscó para que le diera la paz eterna sin saber siquiera que la paz buscaba, y luego entre las tres cubrieron el hoyo con una semilla de girasol, para que allí creciera una flor que fuera siempre buscando la luz todas las mañanas, y se volvieron cada una por donde habían venido, y la tía Patricia miró la hora y eran exactamente las nueve y cuarenta y cinco minutos de la noche, la misma hora de la explosión del cuarenta y siete, la misma hora en que el fantasma de aquel niño decía que tenía que volverse a su Casa.

Ya había vuelto a la Casa Cuna, eso lo sabía Lucía, ya había podido reunirse al otro lado de la puerta que decía Chloe con los otros veinticinco niños que habían visto quemadas de cuajo las ilusiones de su infancia. Lucía sabía que había hecho lo que debía hacer, que el destino era como sale en los libros, como te cuentan las historias, y lo mismo que Jim Hawkins había dejado escapar a Long John Silver porque sabía que entre los dos había un vínculo mágico que estaba por encima de sus diferencias, ella había ayudado al niño muerto a encontrar el camino que había perdido, el rumbo del que se había despistado cuando escapó del Hogar en busca de la aventura de un salvaje en África.

Y otra vez volvió Lucía a los jardines, a las tardes que cada vez eran más cortas y más frescas, a sentarse en un banco y jugar con la nintendo o leer libros de Armando Boix, que le gustaban mucho, porque tenían aquella misma mezcla de aventura y de misterio que ella misma había vivido, o a lo mejor lo había soñado, aquel verano que tuvo un amigo fantasma, pero estaba en las mismas, como al principio, sin gente de su edad con la que jugar ni relacionarse, hasta que el quince de septiembre empezaran las clases y conociera a gente nueva, que cualquiera sabía cómo iban a ser, si simpáticos o malages o con mucha guasa, vuelta a la casilla de salida aunque por lo menos el verano ya se terminaba.

Oyó roces en las sombras, risas nerviosas, pasos furtivos de pies con alpargatas, y se volvió y allí vio la figura delgada y las orejas de soplillo de Pablo el fantasma, y detrás de él, corriendo y saltando, dándose palmetadas y jugando al pañolito, un puñado de niños y niñas vestidos como él, con aquella ropa que ahora sabía que era ropa antigua, o ropa de interno, o ropa prestada, los veinticinco niños que habían muerto con Pablo cuando la explosión, que ahora todos se habían dado el reencuentro, que por fin habían cruzado la puerta y satisfecho la ansiedad de su alma, y Pablo la vio y la saludó y le dijo ven, que te quiero presentar a mis amigos, y Lucía soltó el libro y corrió a conocerlos, para jugar con ellos el resto del verano al tula, al contra, al puli en alto, a la gallina ciega, al pincho y sobre todo a las canicas, y anda que no era una chulada tener una clase entera de amigos fantasmas.

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