Un cierto predicador de una de las tantas religiones menores que pueblan la tierra, no incluida en las estadísticas, pero cuyo número de adeptos había crecido últimamente en medida considerable (hasta promover la alarma en los partidarios de otras sectas), se puso un buen día a predicar a voz en cuello ante un grupo, harto nutrido, de celosos neófitos, quienes, pendientes de los proféticos labios, sintiéndose gradualmente iluminados, finalizaron por caer en éxtasis.
Esto ocurría una mañana de domingo en un amplio local cerrado al que sólo tenían acceso los miembros de la fe, de la cual era el que hablaba dignísimo custodio, a justo título, tanto por ser jefe máximo en la actualidad como animador candente de su propagación. Los creyentes allí congregados, una vez que el oficio solemne fijara una tregua a la ceremonia que solíase celebrar cada domingo a la misma hora, sentaron se como de costumbre en sus respectivos bancos a fin de, en actitud reposada, mantener firme la atención en las palabras que les dirigía.
Apenas había levantado los brazos el fogoso predicador y lanzara las llamas de las primeras frases –fuego en la voz-, he aquí que, soliviantados sin duda por un sentimiento unánime de fervor, como bajo la fuerza de un arranque imprevisto, cayeron nuevamente de hinojos y así permanecieron inmóviles, las cabezas inclinadas y ambas manos ocultando el rostro, mientras el místico apóstol proseguía su sublime sermón con el mismo ritmo de catarata desenfrenada con que lo había iniciado.
Ebrio de cólera celeste, pleno de irresistible autoridad, mostrando sin cesar la lava de su espíritu, con lenguaje tajante y sin embargo parabólico, les estaba diciendo estas cosas: “Os exhorto, hermanos míos, a comulgar con la acción redentora de los sacrificios personales. Os exhorto a exponeros a la pira del sacrificio expiatorio. Pero escuchadme bien: nuestra fe pide un sacrificio sin tragedia; un sacrificio sin preámbulos, rituales, sencillo y silencioso. Que sea público, si se quiere, pero sin cálculos, sin miras a la santidad, sin mea culpa, sin pompa ni vanidades.”
Hizo una pausa para tragar saliva y apenas el silencio se tragaba los ecos de su última frase, mientras los fieles alzaban los ojos beatamente hacia el público, su voz volvió a resonar con vibración tan potente que todas las cabezas se inclinaron a un mismo tiempo, los párpados bajos, y de nuevo la voz del predicador se tragaba el silencio. Prosiguió diciendo: “Una vez más os digo: ¡Pronto!¡Pronto!¡Pronto!¡Hundíos en las verdaderas ciénagas y pacificaos allí, envueltos en la sofocación del limo! Lo que nos hace falta es un sacrificio humilde. Un sacrificio que no deje huella ni deje nombre. ¡Algo que no se parezca en nada a lo que
hizo Cristo! Que sea un sacrificio subterráneo, por decirlo con una imagen clara y precisa. Un sacrificio que mire hacia abajo. La cruz es un sacrificio cara a los aires; un sacrificio elevado en toda la extensión de la palabra. Era un sacrificio vertical, digno del Hijo del Hombre. ¿No fue un espejo de sacrificios en el que el hombre se miró y no quiso reconocerse? Ahora bien. No os pido que os miréis en ese espejo empañado por el vaho que arroja la peste del pecado. Hace falta en estos momentos de humanidad degenerada un sacrificio de bajos fondos, porque no somos dignos de la lección de Cristo. Cristo era el techo de la humanidad y nosotros somos eso: los bajos fondos. Que nuestro sacrificio sea digno de nosotros...¡Pronto!¡Pronto!¡Pronto!¡Buscad las simas...!”
Decía estas cosas levantando los brazos. Los brazos que nadie podía
ver, curvados como estaban y paralizados por el recogimiento religioso.
Esta vez, los fieles sabían que el predicador había dado fin a su sermón
dominical, pero no se movieron, tan conmovidos estaban de lo que
acababan de oír. ¿Lo comprendían? Más que comprenderlo. Un silencio
sobrecogedor pesaba ahora sobre las meditaciones de los fieles. Cada
cuerpo interrogaba a su alma acerca del recto sentido de la parábola de
los bajos fondos. ¡Inesperado sermón!.
En medio de la capilla, entre todos esos cuerpos inclinados, uno se
eleva de súbito: un hombre, y por un corto tiempo permanece de pie,
extraordinariamente erguido, poderoso y duro; pesado, como si estuviera
clavado en el suelo. Todo el mundo lo mira, habiendo levantado las
cabezas simultáneamente como si hubieran sido mecánicas y un resorte
las pusiera en movimiento al unísono.
El hombre enhiesto sale de la hilera. Avanza hacia la puerta. Como
guiado por un impulso imperioso sale del recinto, dejando las puertas
entreabiertas. El predicador suspende su propia meditación, oculta a las
miradas, se levanta de su asiento y contempla la retirada solitaria de un
miembro de la congregación. Al fin, desciende del púlpito. Pero nadie
hace caso ya de él. Han visto al hombre, con paso lento, dirigirse a la
puerta. Lo han visto desaparecer. Toda la congregación se estremece. Lo
vieron erguirse y quedarse de pie sin movimiento. Todos se habían
puesto de pie cuando el hombre abría la puerta para salir. Sin moverse de
su sitio miran hacia fuera; el hombre, con andar pausado, se aleja. ¿Lo
ven o ya no lo ven? Se dirige hacia el campo.
Entonces, sin previo aviso, los fieles abandonan las filas de bancos y se
marchan a la zaga del hombre. Allá va. Silenciosamente marchan detrás
de él. El predicador también. Donde va el hombre, ellos van a pocos
pasos de distancia. Cuando el hombre se detiene, ellos se detienen. Haga
lo que haga el hombre, ellos lo hacen. También el predicador.
Van a campo traviesa. Todos marchan ya con picos y palas, porque el
hombre ha cogido pico y pala. La marcha continúa, silenciosa, extática.
El hombre camina; eso es todo. Le siguen mujeres y hombres y también
el predicador.
Llegando finalmente a una planicie, en plena extensión, el hombre cesa
de caminar. Tras él, el cortejo interrumpe el paso. Sobre sus cabezas, el
espacio inmenso. Bajo sus pies, la tierra llana y seca. El cielo está
cubierto de nubes, y el sol invisible. Es mediodía.
El hombre, sin decir nada, comienza a cavar con sus instrumentos. Los
demás cavan con él, con los suyos, en el mismo trozo de tierra. El
predicador hace lo mismo. Por un breve tiempo, picos y palas funcionan
supeditados al continuo vaivén de brazos. Cuando el agujero es bastante
profundo y ancho, el hombre abandona sus utensilios y mira al cielo. En
ese instante todo el mundo hace como él, deposita en tierra los
instrumentos y miran al cielo. Pero le hombre ya se ha tendido dentro del
agujero, más largo que ancho, hecho a la medida de su cuerpo: sobre la
tierra escarbada, entre su pico y su pala, horizontal, rígido, ha cerrado los
ojos. No dice nada y espera. Toda la gente rodea el hoyo y empuñan
solamente las palas. Uno sólo de los presentes llora, sin ser visto, alejado
del grupo. Es el predicador.
Todos los ojos miran al hombre, allí abajo, que parece dormir. Una
mujer hunde la pala en el montón de tierra y arroja la primera palada
sobre la cara del hombre. Inmediatamente, el resto de los testigos imita
su acción. En un corto tiempo vierten la tierra extraída sobre el hombre
horizontal, inmóvil y viviente, apelado por el sacrificio de los bajos
fondos. Ya no vive, y marchan encima para aplastar la tierra y dejarla
otra vez llana.
Las nubes se despejan ahora y el sol baña la llanura de luz.
Más allá, otro agujero se practica en tierra. La misma mujer de antes es
enterrada viva. Se alejan de allí y cavan en otro sitio. Otro fiel descansa.
Más allá otro agujero, y otro, y otro, y otro más allá. Y cada vez quedan
menos fieles. El sol declina, apareciendo y desapareciendo entre espesos
nubarrones. Antes de la hora del crepúsculo un grupito de fieles cubre un
agujero con la tierra extraída de él. El cielo es de color gris plomo y el
horizonte violeta lanza resplandores rojo sangre.
El sol declina. Dos hombres marchan llevando en las manos picos y
palas. Se detienen, hunden los picos, remueven la tierra, luego trabajan
con las palas. Han abierto, con dificultad, un hoyo como los anteriores y
están cansados. Miran ponerse el sol en el horizonte, donde no hay más
que leves cintas de nubes. Empieza a llover cuando el hombre que queda
termina de tapar el hoyo. Se aleja de allí, con paso lento. Bajo las
sombras del anochecer, camina de vuelta, llevando sobre los hombros un
pico y una pala. Es el predicador.
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