Tales of Mystery and Imagination

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Aloysius Bertrand: Le Cheval Mort

Aloysius Bertrand selfportrait
Aloysius Bertrand selfportrait


Le fossoyeur: - Je vous vendrai
de l'os pour fabriquer des boutons.
Le pialey: - Je vous vendrai de
l'os pour garnir le manche de vos
poignards.
La Boutique de l'Armurier.


La voirie! et à gauche, sous un gazon de trèfle et de luzerne, les sépultures d'un cimetière; à droite, un gibet suspendu qui demande aux passants l'aumône comme un manchot.



Celui-là, tué d'hier, les loups lui on déchiqueté la chair sur le col en si longues aiguillettes qu'on le dirait paré encore pour la cavalcade d'une touffe de rubans rouges.

Chaque nuit, dès que la lumière blémira le ciel, cette carcasse s'envolera, enfourchée par une sorcière qui l'éperonnera de l'os pointu de son talon, la bise soufflant dans l'orgue de ses flancs caverneux.

Et s'il était à cette heure taciturne un oeil sans sommeil, ouvert dans quelque fosse du champ de repos, il se fermerait soudain, de peur de voir un spectre dans les étoiles.

Déjà la lune elle-même, clignant un oeil, ne luit plus de l'autre que pour éclairer comme une chandelle flottante ce chien, maigre vagabond, qui lape l'eau d'un étang.

Dino Buzzati: Lo scarafaggio




Rincasato tardi, schiacciai uno scarafaggio che in corridoio mi fuggiva tra i piedi (restò là nero sulla piastrella) poi entrai nella camera. Lei dormiva. Accanto, mi coricai, spensi la luce, dalla finestra aperta vedevo un pezzo di muro e di cielo. Era caldo, non riuscivo a dormire, vecchie storie rinascevano dentro di me, dubbi anche, generica sfiducia nel domani. Lei diede un piccolo lamento. "Che cos'hai?" chiesi. Lei aprì un occhio grande che non mi vedeva, mormorò: "Ho paura". "Paura di che cosa?" chiesi. "Ho paura di morire". "Paura di morire? E perchè?"
Disse: "Ho sognato..." Si strinse un poco vicino. "Ma che cosa hai sognato?" "Ho sognato ch'ero in campagna , ero seduta sul bordo di un fiume e ho sentito delle grida lontane...e io dovevo morire."
"Sulla riva di un fiume?" "Sì" disse "sentivo le rane... cra cra facevano". "E che ora era?" "Era sera, e ho sentito gridare". "Bè, dormi, adesso sono quasi le due." "Le due?" ma non riusciva a capire, il sonno l'aveva già ripresa.
Spensi la luce e udii che qualcuno rimestava giù in cortile. Poi salì la voce di un cane, acuta e lunga; sembrava che si lamentasse. Salì in alto, passando dinnanzi alla finestra, si perse nella notte calda. Poi si aprì una persiana (o si chiuse?). Lontano, lontanissimo, ma forse mi sbagliavo, un bambino si mise a piangere. Poi ancora l'ululato del cane, lungo più di prima. Io non riuscivo a dormire.
Delle voci d'uomo vennero da qualche altra finestra. Erano sommesse, come borbottate in dormiveglia. Cip, Cip, zitevitt, udii da un balcone sotto, e qualche sbattimento d'ali.
"Florio!" si udì chiamare all'improvviso, doveva essere due o tre case più in là. "Florio!" pareva una donna, donna angosciata, che avesse smarrito il figlio.
Ma perchè il canarino di sotto si era svegliato? Che cosa c'era? Con un cigolio lamentoso, quasi la spingesse adagio adagio uno che non voleva farsi sentire, una porta si aprì in qualche parte della casa. Quanta gente sveglia a quest'ora, pensai. Strano, a quest'ora.

Horacio Quiroga: La tortuga gigante

Horacio Quiroga



Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

_Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le date plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de queroseno.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacia dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

Neil Gaiman: Kiss




I’m dead. I’ve missed you. Kiss … ?




Miguel de Unamuno: El hacha mística

Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla
Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla


Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también el océano de lo desconocido crece a nuestra vista escalamos la montaña del conocimiento.

Dedicose a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas de los más antiguos restos del hombre.
Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no seria hombre.

Descubrió un día una nueva caverna a orilla del mar. Penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.
Del cual creía que ha salido la cruz. “Es un símbolo del Sol”, se dijo. El hacha aquella, lejos de pesarle, parecía como si le alzase, le exaltara, le empujara al cielo. Era como un imán que tendía a lo alto, al reino del sol del medio día. Un pastor, al quien encontrarle cuando salió de la caverna le mostró el hacha, le dijo: “!Es una piedra de rayo!”. Los pastores y las gentes del campo creen que esas hachas de sílice que se recogen para guardarlas en nuestros museos como objetos prehistóricos, son piedras que caen con el rayo. «¡Supersticiones!», pensó nuestro investigador; pero al sentir que el hacha seguía atrayéndole a lo alto, empujándole hacia arriba, se dijo: «Quién sabe... acaso tira hacia la matriz del rayo con que vino ... » Y es que ya no sabia ni lo que se pensaba.

Movido ya de un misterioso empuje, fuera ya de sí y como loco, echó a andar siempre hacia lo más alto, cuesta arriba. Y así llegó al pie de Gredos.

José María Merino: Cien

José María Merino


Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.


Robert E. Howard: The Black Stone

Robert E. Howard


"They say foul things of Old Times still lurk
In dark forgotten corners of the world.
And Gates still gape to loose, on certain nights.
Shapes pent in Hell."


--Justin Geoffrey




I read of it first in the strange book of Von Junzt, the German eccentric who lived so curiously and died in such grisly and mysterious fashion. It was my fortune to have access to his _Nameless Cults_ in the original edition, the so-called Black Book, published in Dusseldorf in 1839, shortly before a hounding doom overtook the author. Collectors of rare literature were familiar with _Nameless Cults_ mainly through the cheap and faulty translation which was pirated in London by Bridewall in 1845, and the carefully expurgated edition put out by the Golden Goblin Press of New York, 1909. But the volume I stumbled upon was one of the unexpurgated German copies, with heavy black leather covers and rusty iron hasps. I doubt if there are more than half a dozen such volumes in the entire world today, for the quantity issued was not great, and when the manner of the author's demise was bruited about, many possessors of the book burned their volumes in panic.

Von Junzt spent his entire life (1795-1840) delving into forbidden subjects; he traveled in all parts of the world, gained entrance into innumerable secret societies, and read countless little-known and esoteric books and manuscripts in the original; and in the chapters of the Black Book, which range from startling clarity of exposition to murky ambiguity, there are statements and hints to freeze the blood of a thinking man. Reading what Von Junzt _dared_ put in print arouses uneasy speculations as to what it was that he dared _not_ tell. What dark matters, for instance, were contained in those closely written pages that formed the unpublished manuscript on which he worked unceasingly for months before his death, and which lay torn and scattered all over the floor of the locked and bolted chamber in which Von Junzt was found dead with the marks of taloned fingers on his throat? It will never be known, for the author's closest friend, the Frenchman Alexis Ladeau, after having spent a whole night piecing the fragments together and reading what was written, burnt them to ashes and cut his own throat with a razor.

Leopoldo Lugones: El escuerzo




Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así es que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles, para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapito me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube empezado, la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo.

–¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! –exclamó con muestras de la mayor alegría –. En este mismo instante vamos a quemarlo.

–Quemarlo? –dije yo–; pero qué va a hacer, si ya está muerto...

–¿No sabes que es un escuerzo –replicó en tono misterioso mi interlocutora– y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién te mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar el fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.

¡Un escuerzo! decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso; ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera.

–¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? –interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años.

–De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado.

Julia sonrió.

–No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...

–Será usted complacida, tanto más cuanto que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. Así, pues –proseguí–, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, le vieja criada hilvanó su narración que es como sigue:

Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando madera en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.

Harry Harrison: Future




TIME MACHINE REACHES FUTURE!!! … nobody there …


José Luis Sampedro: Arca número dos

José Luis Sampedro



Otra vez se movió la plataforma intermitente para llevarse al que acababa de plantear su caso y acercar otro a su ventanilla. El recién llegado era un viejo rústico, de anacrónica barba y nada tipificado, de los que hacía muchos años ya no se veían por las urbes y suburbes mundiales. Venía desconcertado por los vertiginosos ascensores y por las plataformas mecánicas.

La máquina interrogadora entró en acción.

_¿Número? _preguntó su altavoz.

Como el silencio del viejo la dejara sin impresionar, la máquina pasó a la insistencia explicatoria. _Debe declarar su número de identidad.

_No tengo _repuso el viejo_. Yo me llamo Nohé.

En el despacho del controlador se encendió la luz de «caso anormal». Entre tanto la máquina hizo girar la plataforma y, mientras otro peticionario se enfrentaba con el altavoz, el viejo se vio llevado por los suelos móviles, entre barandillas y vástagos, como los botes de conserva en las máquinas empaquetadoras que asombraban a los antiguos del siglo XX. Cuando todo paró, Nohé se vio ante el controlador, que ya había recibido un televisionama de las palabras del viejo.

_¿Dice que no tiene número?

_Así es. Sólo nombre. Nohé.

_¿No_Sé?

El controlador pronunciaba con dificultad aquellas voces arcaicas.

_Nohé _corrigió el viejo, ya como avergonzado de tener nombre.

Ernest Hemingway: The Snows of Kilimanjaro

Ernest Miller Hemingway, Ángel Ganivet, Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet, Concurso Literario Ángel Ganivet, Concurso Ángel Ganivet, Premio Ángel Ganivet, Certamen Ángel Ganivet, Salomé Guadalupe Ingelmo



THE MARVELLOUS THING IS THAT IT’S painless," he said. "That's how you know when it starts."

"Is it really?"

"Absolutely. I'm awfully sorry about the odor though. That must bother you."

"Don't! Please don't."

"Look at them," he said. "Now is it sight or is it scent that brings them like that?"

The cot the man lay on was in the wide shade of a mimosa tree and as he looked out past the shade onto the glare of the plain there were three of the big birds squatted obscenely, while in the sky a dozen more sailed, making quick-moving shadows as they passed.

"They've been there since the day the truck broke down," he said. "Today's the first time any have lit on the ground. I watched the way they sailed very carefully at first in case I ever wanted to use them in a story. That's funny now.""I wish you wouldn't," she said.

"I'm only talking," he said. "It's much easier if I talk. But I don't want to bother you."

"You know it doesn't bother me," she said. "It's that I've gotten so very nervous not being able to do anything. I think we might make it as easy as we can until the plane comes."

"Or until the plane doesn't come."

"Please tell me what I can do. There must be something I can do.

"You can take the leg off and that might stop it, though I doubt it. Or you can shoot me. You're a good shot now. I taught you to shoot, didn't I?"

Poli Délano: A primera vista

POLI DÉLANO



Verse y amarse locamente fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos largos y afilados. Él tenía la piel blanda y suave: estaban hechos el uno para el otro.



Italo Calvino: La gallina di reparto

Italo Calvino


Il guardiano Adalberto aveva una gallina. Egli faceva parte del corpo di guardia interno d'un grande stabilimento; e questa gallina la teneva in un cortiletto della fabbrica; il capo dei guardiani gli aveva dato il permes­so. Gli sarebbe piaciuto di arrivare a farsi, col tempo, tutto un pollaio; e aveva cominciato comprando quella gallina, che gli era stata garantita come buona ovarola e come bestia silenziosa, che non avrebbe mai osato turba­re con un suo coccodè la severa atmosfera industriale. Difatti, non poteva dirsene scontento: gli faceva almeno un uovo al giorno, e si sarebbe detta, non fosse stato per qualche sommesso ciangottio, del tutto muta. Il permes­so che Adalberto aveva avuto riguardava, a dire il vero, l'allevamento in gabbia, ma essendo il terreno del cortile - da non molti anni conquistato alla civiltà meccanica - ricco non solo di viti arrugginite ma pure ancora di lom­brichi, alla gallina s'era tacitamente concesso d'andare becchettando intorno. Così essa andava e veniva pei re­parti, riservata e discreta, ben nota agli operai, e, per la sua libertà e irresponsabilità, invidiata.
Un giorno il vecchio tornitore Pietro aveva scoperto che il suo coetaneo Tommaso, collaudatore, veniva in fabbrica con le tasche piene di granone. Non immemore delle sue origini contadine, il collaudatore aveva subito valutato le doti produttive del volatile e collegando que­st'apprezzamento a un desiderio di rivalsa dalle anghe­rie subite, aveva intrapreso una cauta manovra per ami­carsi la gallina del guardiano e indurla a deporre le sue uova in una scatola di rottami che giaceva accanto al suo banco di lavoro.
Ogni qualvolta scopriva nell'amico un'astuzia segreta, Pietro restava male, perché era sempre lontano dall'a-spettarsela, e subito cercava di non essere da meno. Da quando stavano per diventare parenti, poi (suo figlio s'era messo in testa di sposare la figlia di Tommaso), liti­gavano sempre. Si munì lui pure di granone, preparò una cassetta di tornitura di ferro e, per quel tanto che glie lo permettevano le macchine cui aveva da badare, cercava di attirare la gallina. Così questa partita, che aveva per posta non tanto un uovo quanto una rivincita morale, si giocava più tra Pietro e Tommaso che tra i due ed Adalberto, il quale, poveretto, faceva le perquisi­zioni degli operai all'entrata e all'uscita, frugava borse e flanelle e non ne sapeva niente.
Pietro stava da solo in un angolo di reparto delimitato da un pezzo di parete," e che faceva come un locale a sé o «saletta», con una porta vetrata che dava su un cortile. Fino a qualche anno prima in questa saletta ci stavano due macchine e due operai: lui e un altro. A un certo punto quest'altro s'era messo in mutua per un'ernia, e Pietro provvisoriamente ebbe da badare a tutt'e due le macchine. Imparò a regolare i suoi movimenti com'era necessario: abbassava una leva in una macchina e anda­va a togliere il pezzo finito da quell'altra. L'ernioso fu operato, tornò, ma fu assegnato a un'altra squadra. Pie­tro restò definitivo alle due macchine; anzi, per fargli ca­pir bene che non era una casuale dimenticanza, venne un cronometrista a misurare i tempi e gliene fece ag­giungere una terza: aveva calcolato che tra le operazioni dell'una e dell'altra gli restava ancora qualche secondo libero. Poi, in una revisione generale dei cottimi, gli toc­cò, per far tornare non si sa bene quale somma, di pi­gliarsene una quarta. A sessant'anni suonati aveva do­vuto imparare a fare il quadruplo del lavoro nello stesso margine di tempo, ma poiché il salario restava immuta­to, la sua vita non ne ricevette grandi contraccolpi, tran­ne lo stabilizzarsi d'un'asma bronchiale e il vizio di ca­dere addormentato appena si sedeva, in qualsiasi com­pagnia o ambiente si trovasse. Ma era un vecchio robu­sto e soprattutto pieno di vitalità nel morale, e sempre sperava d'essere alla vigilia di grandi cambiamenti.

Reginald Bretnor: Maybe Just a Little One

Bretnor Reginald


Maximus Everett, who taught physics at Woodrow Wilson Union High School for nearly twenty years, was the first man to accomplish nuclear fission in his basement.

It really wasn't much of a basement either. Along one side was the workbench, littered with tools and wire and dusty old books. On the other side was an empty birdcage and a utility sink with a dripping faucet. A couple of shabby trunks stood in a corner next to a broken lawnmower, and some baled magazines the Red Cross people had forgotten to call for were piled up behind the cyclotron.

The final result of his scientific labors pleased Everett. After observing it quietly for a while, he went upstairs to the kitchen, where his wife was making chopped-olive-and-egg sandwiches. He sat down on a stool, wiped his long bald forehead, and remarked that it certainly was hot in the basement. Without turning around, his wife assured him that this was not abnormal. "Here in Arizona," she observed, "right near the border, it's always hot in summer."

Everett did not dispute the point. "Oh, it's not only that," he told her. "I've just been working pretty hard. It's been a tough job." He leaned back with a little sigh of satisfaction. "I've invented atomic power, hon."

"So that's what you've been doing," said Mrs. Everett. "I thought you were still working on your perpetual motion machine." She cut the last sandwich diagonally in half, put some sliced pickle on the platter, and turned around, smoothing her ample apron. Then suddenly she looked accusingly at her husband. "Why, that's ridiculous!" she exclaimed. "What do you mean, you invented it? How about Hiroshima?"

"That was different," said Everett simply. "That was just a big bang. Anybody can invent that kind."

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