Jean Moreau siguió con la mirada el perezoso curso de una nube de oro que se deslizaba como una carabela sobre el océano aéreo del cielo de Guatemala. Tenía la forma de una máscara tolteca que hubiese ascendido, por un extraño fenómeno, a los espacios celestes, dejando un cuerpo mutilado y sangriento en la Tierra. Aquellos altorrelieves monstruosos sólo le inspiraban pensamientos de sangre al arqueólogo francés. Con sus facies convulsas como gorgonas, sus cabezas de serpientes escupiendo veneno por los incisivos y sus extrañas teorías de sacerdotes, con los dedos de los pies cercenados, parecía aquélla una pirámide surgida del humus en el que se fraguan las pesadillas.
Moreau yacía sentado en la vasta plataforma que remataba la gigantesca arquitectura truncada que dos mil años antes había erigido la más remota civilización maya hasta entonces desenterrada del gigantesco vientre de la jungla de Petén. Miró en derredor suyo y por un momento, al chocar sus ojos con el verde turmalina de la floresta, se creyó asomado a una de las barandillas de hierro de la Torre Eiffel, de París. Pero aquello no era el campo de Marte, sino un animal verdoso que crecía a un ritmo veloz, deglutiendo con rabia civilizaciones enteras. Sus miembros habían reptado durante veinte siglos por aquel gigantesco torreón de más de cien metros de altura. Los peones habían tenido que desenroscar con furia las lianas entrelazadas en torno a la obra del hombre. Y allá, hacia el Oeste, lamiendo casi la base posterior del Teocalli, fulgía un lago de aguas de plomo derretido sobre el que planeaban algunas aves y un enjambre de mosquitos.
Moreau era un hombre maduro. Había vivido en la soledad durante toda su existencia, que ahora se acercaba al cenit. Sus compañeros de universidad le habían considerado siempre un individuo raro, aunque brillante. ¡Cuántas veces en medio de los jolgorios o de las reuniones sociales a las que se había visto obligado a asistir le habían sorprendido con la mirada clavada en un punto lejano! Por eso, allá lejos de toda civilización, a muchos kilómetros de la luz de Francia, no sentía la nostalgia de las grandes urbes retumbantes con las voces del gentío y los escapes de los automóviles. No añoraba siquiera la compañía de las mujeres, ahora que sus cabellos habían encanecido. Precisamente hacía unas noches le acongojó un extraño sueño: desde los altos ventanales del Liceo en que cursó su bachillerato veía a un grupo de muchachas y muchachos jugar al baloncesto. Por un instante se había sentido tan joven como ellos, aunque alzado en el pedestal de sus altas calificaciones escolares. Pero se sobresaltó al percatarse que desde entonces habían pasado treinta años. Sollozó en su hamaca, tendida entre dos zapotes bajo un mosquitero de color blanco.