Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

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Ángel Torres Quesada: Las pelotas que vinieron del espacio

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Para la mayoría de los viejos aficionados también conocido como Thorkent. Es un honor tener hoy de visita a uno de los más prolíficos escritores del género en España. Es autor de la Trilogía de las Islas editada por Ultramar que aún se consigue en la Av. Corrientes, por citar una parte de su extensa obra.


La situación en el mundo había llegado a tal extremo que los más optimistas no le daban un año de vida. Los pesimistas afirmaban que menos, que el mundo no tardaría en irse al carajo.
Las causas de la peliaguda situación de nuestro pobre planeta eran muchas y muy complicadas. ¿Para qué vamos a enumerarlas?
El caso es que el final de la civilización humana, por llamarla de alguna manera, estaba a la vuelta de la esquina.
Entonces llegaron los extraterrestres, pero en esta ocasión de verdad.

Para no perder la tradición impuesta por las películas, los cómics y las novelas de ciencia ficción de a duro, los extraterrestres aterrizaron en los Estados Unidos.
Y como si no quisieran desilusionar a nadie, llegaron a bordo de un platillo volante enorme, de pulido metal y encendido color de plata, de un kilómetro y dos metros y medio de diámetro.
El lugar elegido por los extraterrestres para su descenso fue el desierto de Mojave. Al poco de posarse, mientras que por todas las carreteras fluían caravanas de tanques y camiones cargados de soldados, y miedo ante lo desconocido, el platillo emitió un mensaje a todo el mundo y en todos los idiomas que al menos lo hablaran veinte millones de individuos. Los parlantes de una lengua menos concurrida tuvieron que esperar a que les fuera traducido.
Los seres del espacio convocaba en su mensaje una reunión urgente de jefes de estado, al pie de su nave y a las doce de la mañana. Era verano.
El presidente de los Estados Unidos mandó retirar el ejército, subió al reactor presidencial, el USA One ese y fue el primer mandatario de la Tierra en acudir a la cita. Faltaría más. Eran las ocho de la mañana. A eso del mediodía ya estaba allí hasta el más rezagado líder mundial. Faltaban dos minutos para la hora fijada y algunos políticos se habían quedado sin asiento y tuvieron que buscar más. Cuando por fin se acomodó el último líder delante del platillo se abrió una compuerta y todo el mundo aguantó la respiración y el sofoco que les producía el calor del desierto quedó olvidado. Alguien se atrevió a comentar que los alienígenas podían haber elegido un sitio más fresquito para aterrizar, y convocar la reunión a una hora menos calurosa.

Algis Budrys: The War Is Over

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A slow wind was rolling over the dusty plateau where the spaceship was being fueled, and Frank Simpson, waiting in his flight coveralls, drew his nictitating membranes across his stinging eyes. He continued to stare abstractedly at the gleaming, just-completed hull.
Overhead, Castle's cold sun glowed wanly down through the ice-crystal clouds. A line of men stretched from the block-and-tackle hoist at the plateau's edge to the exposed fuel racks at the base of the riveted hull. As each naked fuel slug was hauled up from the plain, it passed from hand to hand, from man to man, and so to its place in the ship. A reserve labor pool stood quietly to one side. As a man faltered in the working line, a reserve stepped into his place. Sick, dying men staggered to a place set aside for them, out of the work's way, and slumped down there, waiting. Some of them had been handling the fuel since it came out of the processing pile, three hundred miles across the plains in a straight line, nearer five hundred by wagon track. Simpson did not wonder they were dying, nor paid them any
attention. His job was the ship, and he'd be at it soon.
He wiped at the film of dirt settling on his cheeks, digging it out of the serrations in his hide with a horny forefingernail. Looking at the ship, he found himself feeling nothing new. He was neither impressed with its size, pleased by the innate grace of its design, nor excited by anticipation of its goal. He felt nothing but the old, old driving urgency to get aboard, lock the locks, throw the switches, fire the engines, and go--go! From birth, probably, from first intelligent self- awareness certainly, that drive had loomed over everything else like a demon just behind his back. Everyone of these men on this plateau felt the same thing. Only Simpson was going, but he felt no triumph in it.
He turned his back on a particularly vicious puff of dust and found himself looking in the direction of Castle town, far over the horizon on the other side of the great plains that ended at the foot of this plateau.
Castle town was his birthplace. He thought to himself, with sardonic logic, that he could hardly have had any other. Where else on Castle did anyone live but in Castle town? He remembered his family's den with no special sentimental affection. But, standing here in the thin cold, bedeviled by dust, he appreciated it in memory. It was a snug, comfortable place to be, with the rich, moist smell of the earth surrounding him. There was a ramp up to the surface, and at the ramp's head were the few square yards of ground hard-packed by the weight of generations of his family Iying ecstatically in the infrequently warm sun.

Alfonso Álvarez Villar: Confusión en el hospital

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El Profesor N pasaba su consulta en el Hospital de la Beneficencia. Era aquélla la sala Psiquiátrica, y la mañana se presentaba cargada de trabajo. Pero todos los días ocurría lo mismo: docenas de enfermos mentales pasaban por aquel cuarto desnudo y aséptico en el que el Jefe de la Sala, rodeado de sus ayudantes, recibía a los pacientes.

El Profesor N había ya explorado a tres retrasados mentales, cinco alcohólicos y un psicópata. Parecía aburrido de la monotonía de los casos. Decididamente, la mayor parte de los enfermos psiquiátricos padecían, sobre todo, una vida harto vulgar, que se abría como un enorme bostezo cada vez que brotaban a la superficie sus antecedentes personales, sus problemas íntimos y hasta sus síntomas patológicos. ¿Dónde estaban aquellas historias clínicas que el Profesor N había leído y seguía leyendo en los Manuales de Psiquiatría o plastificadas por novelistas ingeniosos? Porque la imaginación de los escritores sobrepasaba la misma naturaleza: por cada caso verdaderamente interesante que entraba por aquella puerta de la consulta, noventa y nueve enfermos le repetían la misma cantilena.

Pero aquel individuo de facciones afiladas, que, conducido por la enfermera, ocupó la silla todavía caliente por el contacto glúteo de un rollizo alcohólico a punto de cirrosis hepática, seducía con su sola presencia.

—Dígame su nombre, por favor —preguntó rutinariamente el Profesor N.

—A-l.347.208 —contestó impasible el enfermo.

—No le he preguntado a usted el número del Documento Nacional de Identidad. Dígame su nombre.

—A-l. 347.208.

El Profesor N miró con aire de triunfo a sus ayudantes. Acababa de explicar aquel mismo día en la Facultad en qué consistía la desorientación autopsíquica. Pero el interrogatorio debía continuar.

—Natural de...

Harlan Ellison: Susan

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As she had done every night since they met, she went in bare feet and a cantaloupe-meat-colored nightshift to the shore of the sea of mist, the verge of the ocean of smothering vapor, the edge of the bewildering haze he called the Brim of Obscurity.

Though they spend all their daytime together, at night he chose to sleep alone in a lumpy, Volkswagen-shaped bed at the southernmost boundary of the absolutely lovely forest in which their home had been constructed. There are the border between the verdant woods and the Brim of Obscurity that stretched on forever, a sea of fog that roiled and swirled itself into small, murmuring vortexes from which depths one could occasionally hear something like a human voice pleading for absolution (or at least a backscratcher to relieve this awful itch!), he had made his bed and there, with the night-light from his old nursery, and his old vacuum-tube radio that played nothing but big-band dance music from the 1920s, and a few favorite books, and a little fresh fruit he had picked on his way from the house to his resting-place, he slept peacefully every night. Except for the nightmares, of course.

And as she had done every night for the eight years since they had met, she went barefooted and charmed, down to the edge of the sea of fog to kiss him goodnight. That was their rite.

Before he had even proposed marriage, he explained to her the nature of the problem. Well, the curse, really. Not so much a problem; because a problem was easy to reconcile; just trim a little nub off here; just smooth that plane over there; just let this big dangle here and it will all meet in the center; no, it wasn't barely remotely something that could be called "problem." It was a curse, and he was open about it from the first.

"My nightmares come to life," he had said.

Which remark thereupon initiated quite a long and detailed conversation between them. It went through all the usual stages of good-natured chiding, disbelief, ridicule, short-lived anger at the possibility he was making fun of her, toying with her, on into another kind of disbelief, argument with recourse to logic and Occam's Razor, grudging acceptance, a brief lapse into incredulity, a return to the barest belief, and finally, with trust, acceptance that he was telling her nothing less than the truth. Remarkably (to say the least) his nightmares assumed corporeal shape and stalked the night as he slept, dreaming them up. It wouldn't have been so bad except:

Eduardo Vaquerizo: Una esfera perfecta

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1

Una esfera perfecta, roja, trémula en la punta de mi dedo. Apenas un movimiento y caerá. Se apagarán las mil velas de la sala del trono, ar­derán las filias de los regidores y el sol teñirá de fuego por última vez las cúpulas de la ciudad alta.
Indiferentes, los pájaros sagrados gritarán al atardecer como han hecho siempre, como siempre seguirán haciendo.
Esa esfera al borde del abismo, más allá de la velocidad, de las pasiones, de la vida.


Una mañana escuché tumulto. Justo delante del puesto unos orgos oscuros, de músculos nudosos como raíces barnizadas, apartaban a la gente a empellones. Sin esfuerzo aparente transportaban un aparatoso palanquín ornado de cobre y plata que se bamboleaba debido a su paso vivo. Una niña de unos doce años, rapada según una condantía hereditaria y vestida con el ocre de la niñez, asomó desde detrás del terciopelo de la cortina y me miró de medio lado. Tan asombrado estaba que no pude moverme. Esa mirada... nunca había visto nada igual. No había desprecio, sólo una indiferencia pulida por un uso de siglos, dura como la piedra y tan implacable como la espada. Bajé la vista y miré a los gusanos que vendíamos, oscuros, sedosos, gruesos como mi brazo y removiéndose apenas en el balde lleno de estiércol. Sentí claramente que ellos y yo no éramos muy diferentes para esos ojos manchados con el dorado de los ofibles. De golpe supe que el simple universo de mi niñez esta­ba rodeado de otro mucho más grande, cubierto de aristas nítidas, afiladas y dolorosas. Mi vida hasta entonces había transcurrido dentro de un escondido teatro de marionetas. Aquella tarde me fue dado atisbar por encima del decorado y descubrir que el horror y la infelicidad son lo único real.
De alguna manera ya lo sabía. Hubiera sido imposible que dura­sen el goce sin límite, las risas, los atardeceres calurosos bañándo­nos en las aguas del Todolo y las noches sin lunas en que el ciclo parecía una red que había pescado ojos de sarpontes, millones de iris brillantes como si infinitos peces muertos nos mirasen desde el cielo. Lo sabía. Cuando los adultos nos gritaban con voces estentó­reas ¡escondeos! no era un juego más. Escuchábamos desde los árboles los disparos, los gritos de las mujeres, las voces de los ma­yores suplicando y todos sabíamos que no era un juego. Luego, cuando volvíamos a la aldea, olvidábamos con fuerza, negábamos los rostros curtidos de dolor, las chozas quemadas y los llantos. Se­guíamos riendo y jugando.

Hector Hugh Munro (Saki): Tobermory

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It was a chill, rain-washed afternoon of a late August day, that indefinite season when partridges are still in security or cold storage, and there is nothing to hunt - unless one is bounded on the north by the Bristol Channel, in which case one may lawfully gallop after fat red stags. Lady Blemley's house-party was not bounded on the north by the Bristol Channel, hence there was a full gathering of her guests round the tea-table on this particular afternoon. And, in spite of the blankness of the season and the triteness of the occasion, there was no trace in the company of that fatigued restlessness which means a dread of the pianola and a subdued hankering for auction bridge. The undisguised open-mouthed attention of the entire party was fixed on the homely negative personality of Mr. Cornelius Appin. Of all her guests, he was the one who had come to Lady Blemley with the vaguest reputation. Some one had said he was "clever," and he had got his invitation in the moderate expectation, on the part of his hostess, that some portion at least of his cleverness would be contributed to the general entertainment. Until tea-time that day she had been unable to discover in what direction, if any, his cleverness lay. He was neither a wit nor a croquet champion, a hypnotic force nor a begetter of amateur theatricals. Neither did his exterior suggest the sort of man in whom women are willing to pardon a generous measure of mental deficiency. He had subsided into mere Mr. Appin, and the Cornelius seemed a piece of transparent baptismal bluff. And now he was claiming to have launched on the world a discovery beside which the invention of gunpowder, of the printing-press, and of steam locomotion were inconsiderable trifles. Science had made bewildering strides in many directions during recent decades, but this thing seemed to belong to the domain of miracle rather than to scientific achievement.


     "And do you really ask us to believe," Sir Wilfrid was saying, "that you have discovered a means for instructing animals in the art of human speech, and that dear old Tobermory has proved your first successful pupil?"


     "It is a problem at which I have worked for the last seventeen years," said Mr. Appin, "but only during the last eight or nine months have I been rewarded with glimmerings of success. Of course I have experimented with thousands of animals, but latterly only with cats, those wonderful creatures which have assimilated themselves so marvellously with our civilization while retaining all their highly developed feral instincts. Here and there among cats one comes across an outstanding superior intellect, just as one does among the ruck of human beings, and when I made the acquaintance of Tobermory a week ago I saw at once that I was in contact with a `Beyond-cat' of extraordinary intelligence. I had gone far along the road to success in recent experiments; with Tobermory, as you call him, I have reached the goal."


Mr. Appin concluded his remarkable statement in a voice which he strove to divest of a triumphant inflection. No one said "Rats," though Clovis's lips moved in a monosyllabic contortion which probably invoked those rodents of disbelief.

León Arsenal: Refutación de América

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Es hora de poner por escrito lo que la mayoría ignora, algunos saben y unos pocos sospechan: América no existe.
No, no existe. Pero el engaño es tan mayúsculo, tiene tantos siglos de antigüedad y hunde sus raíces de tal forma en nuestra cultura que, claro, muchos de ustedes habrán de sentirse incrédulos o atónitos, y volverán sobre la primera frase, creyendo haber entendido mal. Pero no, no es así. América no existe, nunca existió.
La farsa comienza a fines del siglo XV, a raíz de la loca expedición del genovés Colón que, financiado por Castilla, quiso llegar a las Indias navegando hacia occidente. Una aventura que no acabó tal y como cuentan los libros de historia, y a la que a duras penas sobrevivieron las tripulaciones de la Pinta y la Niña, en tanto que la Santa María caía por el borde, arrastrada al abismo sin fondo por las rugientes cataratas del Fin del Mundo.
Muchos ven, tras la ficción de América, la mano de Fernando el Católico; ese modelo de príncipe renacentista, tortuoso y maquinador, al decir de Maquiavelo. Fernando, que siempre se mostró escéptico ante las fantasías de Colón y que, llegada la hora del fracaso, debió ser quien supo sacarle algún partido.
Porque, para entender el porqué de esa gran mentira llamada América, hay que saber cual era la situación de la Corona de Castilla en el siglo XV. Una época de luchas banderizas, de bandidaje nobiliario y de hermandades en armas, con los reinos sobrados de hidalgos pobres, entendidos en aceros, pendencias y poco más.
Fernando sabía que la toma de Granada, con la desaparición de esa frontera que, durante siglos, había absorbido a los castellanos más pobres y belicosos, no había sino de atizar las luchas intestinas gracias a miles de hidalgones, sin oficio ni beneficio, dispuestos a alistarse en cualquiera de los bandos. Y también sabía –mejor que los reyes portugueses– de lo inútil y costoso que habría de resultar cualquier intento de conquista en el Norte de África.
Sí. Debió ser Fernando –el ingenioso, el taimado, el prudente– quien maquinó ese espejismo de tierras vírgenes llamado América.
Y así, como en ese antiguo remedio llamado sangría, en las décadas siguientes, la Corona de Castilla fue vertiendo regularmente un poco de su sangre, la más ardiente, para evitar al paciente sofocos y convulsiones. Sin embargo, el reinado de Carlos I trajo aún mayor tensión social, que habría de desembocar en la rebelión de los Comuneros, llevando a los consejeros reales a obrar en consecuencia. La quimera de unas pocas islas a occidente dejó paso a la de todo un Nuevo Mundo, pletórico de imperios y riquezas, y el goteo de unos pocos millares de aventureros se tornó en riada de decenas, cientos de miles que embarcaban en busca de fortuna. La pequeña fábula de las Indias Occidentales se convirtió en el gigantesco engaño llamado América, tal y como hoy lo conocemos.

Ray Bradbury: The Highway

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THE cooling afternoon rain had come over the valley, touching the corn in the tilled mountain fields, tapping on the dry grass roof of the hut. In the rainy darkness the woman ground corn between cakes of lava rock, working steadily. In the wet lightlessness, somewhere, a baby cried.

Hernando stood waiting for the rain to cease so he might take the wooden plow into the field again.

Below, the river boiled brown and thickened in its course. The concrete highway, another river, did not flow at all; it lay shining, empty. A car had not come along it in an hour. This was, in itself, of unusual interest. Over the years there had not been an hour when a car had not pulled up, someone shouting,

“Hey there, can we take your picture?” Someone with a box that clicked, and a coin in his hand. If he walked slowly across the field without his hat, sometimes they called, “Oh, we want you with your hat on!” And they waved their hands, rich with gold things that told time, or identified them, or did nothing at all but winked like spider’s eyes in the sun. So he would turn and go back to get his hat.

 His wife spoke. “Something is wrong, Hernando?”

 “Sí. The road. Something big has happened. Something big to make the road so empty this way.”

 He walked from the hut slowly and easily, the rain washing over the twined shoes of grass and thick tire rubber he wore. He remembered very well the incident of this pair of shoes. The tire had come into the hut with violence one night, exploding the chickens and the pots apart! It had come alone, rolling swiftly.

The car, off which it had come, had rushed on, as far as the curve, and hung a moment, headlights reflected, before plunging into the river. The car was still there. One might see it on a good day, when the river ran slow and the mud cleared. Deep under, shining its metal, long and low and very rich, lay the car.

But then the mud came in again and you saw nothing.

 The following day he had carved the shoe soles from the tire rubber.

 He reached the highway now, and stood upon it, listening to the small sounds it made in the rain.

 Then, suddenly, as if at a signal, the cars came. Hundreds of them, miles of them, rushing and rushing as he stood, by and by him. The big long black cars heading north toward the United States, roaring, taking the curves at too great a speed. With a ceaseless blowing and honking. And there was something about the faces of the people packed into the cars, something which dropped him into a deep silence. He stood back to let the cars roar on. He counted them until he tired. Five hundred, a thousand cars passed, and there was something in the faces of all of them. But they moved too swiftly for him to tell what this thing was.

Nikolai Gogol ( Николай Васильевич Гоголь ): Viy ( Вий )

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Как только ударял в Киеве поутру довольно звонкий семинарский колокол, висевший у ворот Братского монастыря, то уже со всего города спешили толпами школьники и бурсаки. Грамматики, риторы, философы и богословы, с тетрадями под мышкой, брели в класс. Грамматики были еще очень малы; идя, толкали друг друга и бранились между собою самым тоненьким дискантом; они были все почти в изодранных или запачканных платьях, и карманы их вечно были наполнены всякою дрянью, как-то: бабками, свистелками, сделанными из перышек, недоеденным пирогом, а иногда даже и маленькими воробьенками, из которых один, вдруг чиликнув среди необыкновенной тишины в классе, доставлял своему патрону порядочные пали в обе руки, а иногда и вишневые розги. Риторы шли солиднее: платья у них были часто совершенно целы, но зато на лице всегда почти бывало какое-нибудь украшение в виде риторического тропа: или один глаз уходил под самый лоб, или вместо губы целый пузырь, или какая-нибудь другая примета; эти говорили и божились между собою тенором. Философы целою октавою брали ниже; в карманах их, кроме крепких табачных корешков, ничего не было. Запасов они не делали никаких и все, что попадалось, съедали тогда же, от них слышалась трубка и горелка иногда так далеко, что проходивший мимо ремесленник долго еще, остановившись, нюхал, как гончая собака, воздух.
Рынок в это время обыкновенно только что начинал шевелиться, и торговки с бубликами, булками, арбузными семечками и маковниками дергали наподхват за полы тех, у которых полы были из тонкого сукна или какой-нибудь бумажной материи.
— Паничи! паничи! сюды! сюды! — говорили они со всех сторон. — Ось бублики, маковники, вертычки, буханци хороши! ей-Богу, хороши! на меду! сама пекла!
Другая, подняв что-то длинное, скрученное из теста, кричала:
— Ось сусулька! паничи, купите сусульку!
— Не покупайте у этой ничего: смотрите, какая она скверная — и нос нехороший, и руки нечистые...
Но философов и богословов они боялись задевать, потому что философы и богословы всегда любили брать только на пробу и притом целою горстью.

Salomé Guadalupe Ingelmo: La nueva raza

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Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Lo contrario de la belleza no es la fealdad, es la indiferencia. Lo contrario de la fe no es herejía, es la indiferencia. Y lo contrario de la vida no es la muerte, sino la indiferencia entre la vida y la muerte.

El Sol se alza sobre un paisaje desolado, sobre los decadentes restos de una civilización casi olvidada, de una humanidad extinta. Atraídas por la promesa de calor, de entre los escombros surgen figuras de pequeña estatura y pieles pálidas. Se asemejan vagamente a hombres, pero sus cuerpos lucen huellas de impresionantes mutaciones.

Los dedos huesudos de nudillos prominentes revuelven entre lo que, en otro tiempo, en otro mundo, se habría denominado “basura”. Recogen la cabeza de una muñeca de cara sucia, ahora tuerta y medio calva. El ser la sostiene a la altura de sus enormes ojos negros y escruta, en apariencia conmovido, el iris azul de vidrio, solitario.

―Qué raza extraña la de los hombres. Unos desconocidos hicieron del atesoramiento el objetivo principal de sus vidas y mira ahora… Todos sus sueños terminaron aquí, en estos enormes montículos que se descomponen bajo el sol. ¿Qué valor tenían sus ilusiones? Quién sabe cuánto ansió alguien cada una de estas cosas ―dice con esa inconfundible forma de hablar, entre jadeos, que los distingue―. Cuántas noches en vela proyectando cómo conseguirlas, imaginando el placer que les habrían proporcionado…

―Esos hombres debían de ser muy estúpidos para luchar entre sí por todos estos objetos inútiles. Sólo la comida puede dar la felicidad. Sólo por ella vale la pena morir o matar.

El ser comprende que, pese a su juventud, el compañero ha entendido ya: hambre y humanidad no son compatibles. Impresionado, lanza la cabeza lejos y deposita la mano en su hombro para expresar de alguna forma lo orgulloso que se siente de él.

El pequeño parece desconcertado y meditabundo. Observa con insistencia la extremidad que reposa, inmóvil, cerca de su cuello, como una araña exótica. Mira fijamente los peculiares dedos, aunque grotescos, especialmente aptos para hurgar entre las montañas de restos. Deduce que su curiosa forma ha de ser producto de una evolución en absoluto fortuita, de una estrategia bien calculada por la naturaleza. Compara entonces esas manos con las suyas, diminutas y rechonchas, y lo embargan la envidia y la ira.

Philip K. Dick: Roog

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“Roog!” the dog said. He rested his paws on the top of the fence and looked around him.

The Roog came running into the yard.

It was early morning, and the sun had not really come up yet. The air was cold and gray, and the walls of the house were damp with moisture. The dog opened his jaws a little as he watched, his big black paws clutching the wood of the fence.

The Roog stood by the open gate, looking into the yard. He was a small Roog, thin and white, on wobbly legs. The Roog blinked at the dog, and the dog showed his teeth.

“Roog!” he said again. The sound echoed into the silent half-darkness. Nothing moved nor stirred. The dog dropped down and walked back across the yard to the porch steps. He sat down on the bottom step and watched the Roog. The Roog glanced at him. Then he stretched his neck up to the window of the house, just above him. He sniffed at the window.

The dog came flashing across the yard. He hit the fence, and the gate shuddered and groaned. The Roog was walking quickly up the path, hurrying with funny little steps, mincing along. The dog lay down against the slats of the gate, breathing heavily, his red tongue hanging. He watched the Roog disappear.

The dog lay silently, his eyes bright and black. The day was beginning to come. The sky turned a little whiter, and from all around the sounds of people getting up echoed through the morning air. Lights popped on behind shades. In the chilly dawn a window was opened.

The dog did not move. He watched the path.

In the kitchen Mrs. Cardossi poured water into the coffeepot. Steam rose from the water, blinding her. She set the pot down on the edge of the stove and went into the pantry. When she came back Alf was standing at the door of the kitchen. He put his glasses on.

“You bring in the paper?” he said.

“It’s outside.”

José María Aroca: Traidor

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Le cogieron en París.

Los seres misteriosos habían desaparecido. Pero unas cuantas chozas de brillante metal en la tundra siberiana daban mudo testimonio de que no había sido una pesadilla.

En realidad, podía haber sido una pesadilla. Una pesadilla durante la cual la Tierra había permanecido indefensa, incapaz de resistir o de huir, mientras las extrañas formas aleteaban sobre sus verdes campos y sus hermosas ciudades. Y el despertar no había aportado la convicción de que todo había sido un mal sueño. No, había sido una espantosa realidad. Y los terrestres no habían sido capaces de resistir a los seres misteriosos, del mismo modo que un chiquillo no es capaz de matar al ogro de su cuento favorito.

Un curioso parangón, porque lo que finalmente había salvado a la Tierra había sido un cuento infantil. Una fábula.

La antigua fábula del león y el ratón. Cuando el león hubo agotado su orgullosa ciencia contra los invencibles e inmortales invasores de la Tierra, el ratón atacó y los venció.

El ratón, en este caso, fueron los microbios, una de las formas de vida más diminutas: como en el cuento de Wells, los seres misteriosos no estaban inmunizados contra las infecciones bacterianas. Sus monstruosos cuerpos fueron fácil presa de las enfermedades que sus poderosas inteligencias desconocían, y los pocos que sobrevivieron emprendieron una precipitada fuga en su ingenio espacial y desaparecieron definitivamente.

Si el traidor hubiera sabido el efecto que las bacterias iban a tener sobre ellos, les hubiera advertido, desde luego. Les habría informado de todo lo demás, cuando le recogieron en una calle de una gran ciudad como ejemplar de ser humano destinado a la experimentación. Una medida imprescindible antes de efectuar la gran invasión.

Pere Calders: La consciència, visitadora social

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Per una escletxa prima, un raig de bonhomia il·lumina l’esperit de Depa Carel·li, l’assassí.
Es deixondeix estirant els braços, com tantes i tantes persones normals i, ben bé de passada, aparta el petit escrúpol i es limita a pensar que possiblement es repetirà aquella visita, a punt d’esdevenir familiar.
Per la finestra de la seva mansarda, mira el despuntar del dia en el paisatge de terrats, i el mandrós desplegar-se dels fumerols de cada xemeneia, les tentines de bandera dels llençols bressolats per l’oreig de l’alba, i qui sap quin encís que es desprèn del perfil d’una muntanya llunyana l’inclinen cap a la poesia. Una mena de poesia, és clar. Allarga un dit i prem el dispositiu que para el timbre del despertador.
Aleshores, el primer silenci de la jornada li retorna una cavil·lació del vespre anterior. Usarà la corda, avui, a l’arma de foc, o la blanca? La feina és senzilla, però la llarga tradició de l’arma blanca li fa fer un somriure aprovador, s’alça, obre el calaix d’una taula esvinçada i en treu un manyoc de punyals i ganivets. La contemplació d’un d’ells li dóna la lleu esgarrifança que provoquen de vegades els tendres records de joventut. Una llegenda opaca la brillantor de la fulla de dalt a baix: “A Depa, perquè tingui present, cada vegada, l’amor de la seva Coloma. 10-11-04”.
“Coloma, Coloma!”. Clou els ulls evocant l'idil·li i el desenllaç, els set anys de reclusió a Santa Lèida i la fuga a través de les dunes marítimes. Guarda l'eina, únicament, per aquest lligam sentimental, perquè una gran osca es menja una part de la “l”, de la segona “o” i de la “a” del nom de la seva antiga enamorada. Una taca de rovell prop de l'empunyadura li encomana sempre el dubte de si es tracta d'una relíquia de la sang d'ella.
Pel que necessita en aquesta ocasió, li anirà bé el tallapapers d'or de Toledo, hàbilment esmolat. L'agafa i l'esgrimeix amb un gest d'assaig ple d'experiència, i que té el braç endarrera, a posta per carregar el pes del cos per donar al cop el bon impuls necessari, el deixa glaçat una coneguda sensació: és com si milers de pinzells de pèl de marta li resseguissin l'esquena fent-li un pessigolleig metafísic. “Deu ser ell!”. Es gira i, en efecte, es topa amb l'àngel.
En diu “l'àngel” per expressar la seva hibridesa, però se'n adona que en cap història sobrenatural no se'l podria classificar així.
La figura mou el cap i un dit negativament, i, amb una veu sense sexe, diu:

Dale Bailey: Sleep Paralysis

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I am subject to dreams, especially one of a curious type in which I wake on my back, unable to move, my arms pinned to my side, my legs straight. My paralysis is complete, and a thick darkness pervades my bedchamber, a darkness of an almost viscous weight, so that I can feel it pressing upon my face and bearing down against the bedclothes. And there is something else, as well: a sense of obscure doom falls upon me. Something worse than death—I am an undertaker, accustomed to death; we are old friends, death and I—though what it is, I cannot say or guess.
For much of my life, I endured these episodes alone, though I sought help (Dreams are but the product of unconscious desires, one alienist told me; I will not speak of his further explanation except to say that I withdrew in distaste). Yet there came a time, and not so long ago, when I found solace during these attacks of narcoleptic horror: a wife, very beautiful and some years younger. How I met her is of no importance, but her loveliness haunts me to this day: the sonorous fall of her auburn hair, the green eyes set like emeralds in her heart-shaped face, the complexion of almost pellucid clarity. I could speak with eloquence on the shapeliness of her body, as well, but here let us draw the veil of marital decorum that should in all cases govern such matters.
One more element I have yet to mention of these dreams: the waking conviction, for so I seemed awake, that could I but move, that could I so much as twitch a finger, the horror that transfixed me would recede. And my wife—I will not name her here—would often hear the whimper that was the scream locked inside my aching jaws, and gently, gently, she would shake me into awareness. Yet frequently a tearful panic would linger—it is not meet that a man should admit tears, but I have vowed complete honesty here—and my lovely wife would ease me in my distress.
There was talk, of course.
When a man of a certain age and means marries for the first time—especially if he marries a woman still in the springtime of her years—there is bound to be talk. I knew this when I undertook the adventure, of course, but there are things one knows and there are things one knows, if you take my meaning, and in this case what I knew I did not know. I had prepared myself for speculation, so it came as no surprise when it was said that a woman of such youth and beauty could have no real interest in a man so old, so plain, and so bereft of interesting conversation. She had surely attached herself to me in the hope of an inheritance, it was said.

Tales of Mystery and Imagination