Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Ramón Gómez de la Serna: La sangre en el jardín

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El crimen aquel hubiera quedado envuelto en el secreto durante mucho tiempo si no hubiera sido por la fuente central del jardín, que, después de realizado el asesinato, comenzó a echar agua muerta y sangrienta.
La correspondencia entre el disimulado crimen de dentro del palacio y la veta de agua rojiza sobre la taza repodrida de verdosidades dio toda la clave de lo sucedido.

Richard Middleton: The Coffin Merchant

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I

London on a November Sunday inspired Eustace Reynolds with a melancholy too insistent to be ignored and too causeless to be enjoyed. The grey sky overhead between the house-tops, the cold wind round every street-corner, the sad faces of the men and women on the pavements, combined to create an atmosphere of ineloquent misery. Eustace was sensitive to impressions, and in spite of a half-conscious effort to remain a dispassionate spectator of the world's melancholy, he felt the chill of the aimless day creeping over his spirit. Why was there no sun, no warmth, no laughter on the earth? What had become of all the children who keep laughter like a mask on the faces of disillusioned men? The wind blew down Southampton Street, and chilled Eustace to a shiver that passed away in a shudder of disgust at the sombre colour of life. A windy Sunday in London before the lamps are lit, tempts a man to believe in the nobility of work.

At the corner by Charing Cross Telegraph Office a man thrust a handbill under his eyes, but he shook his head impatiently. The blueness of the fingers that offered him the paper was alone sufficient to make him disinclined to remove his hands from his pockets even for an instant. But, the man would not be dismissed so
lightly.

"Excuse me, sir," he said, following him, "you have not looked to see what my bills are."

"Whatever they are I do not want them."

"That's where you are wrong, sir," the man said earnestly. "You will never find life interesting if you do not lie in wait for the unexpected. As a matter of fact, I believe that my bill contains exactly what you do want."

Eustace looked at the man with quick curiosity. His clothes were ragged, and the visible parts of his flesh were blue with cold, but his eyes were bright with intelligence and his speech was that of an educated man. It seemed to Eustace that he was being regarded with a keen expectancy, as though his decision I on the trivial point was of real importance.

"I don't know what you are driving at," he said, "but if it will give you any pleasure I will take one of your bills; though if you argue with all your clients as you have with me, it must take you a long time to get rid of them."

"I only offer them to suitable persons," the man said, folding up one of the handbills while he spoke, "and I'm sure you will not regret taking it," and he slipped the paper into Eustace's hand and walked rapidly away.

Eustace looked after him curiously for a moment, and then opened the paper in his hand. When his eyes comprehended its significance, he gave a low whistle of astonishment. "You will soon be warning a coffin!" it read. "At 606, Gray's Inn Road, your order will be attended to with civility and despatch. Call and see us!!"

Horacio Quiroga: Los Destiladores de naranja

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El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los bolichea de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón -un nudoso palo sin cáscara-, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resista a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho. Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.
Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales- Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.
Este hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de naranjas.
El manco, que ya hemos conocido con Rivet en otro relato, tenía simultáneamente en el cerebro tres proyectos para enriquecerse, y uno o dos para su diversión. Jamás había poseído un centavo ni un bien particular, faltándole además un brazo que había perdido en Buenos Aires con una manivela de auto. Pero con su solo brazo, dos mandiocas cocidas y el soldador bajo el muñón, se consideraba el hombre más feliz del mundo.
-¿Qué me falta? -solfa decir con alegría, agitando su solo brazo.
Su orgullo, en verdad, consistía en un conocimiento más o menos hondo de todas las artes y oficios, en su sobriedad ascética y en dos tomos de L'Eneyclopédie. Fuera de esto, de su eterno optimismo y su soldador, nada poseía. Pero su pobre cabeza era en cambio una marmita bullente de ilusiones, en que los inventos industriales le hervían con más frenesí que las mandiocas de su olla. No alcanzándole sus medios para aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local, o bien dispositivos asombrosos para remontar el agua por filtración, desde el bañado del Horqueta hasta su casa.
En el espacio de tres años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado, siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de cáscaras abrillantadas de apepú, cuyas muestras habían enloquecido de gula a los mensús; de tintura de lapacho, precipitada por la potasa; y de aceite esencial de naranja, industria en cuyo estudio lo hallamos absorbido cuando Else apareció en su horizonte.
Preciso es observar que ninguna de las anteriores industrias había enriquecido a su inventor, por la sencilla razón de que nunca llegaron a instalarse en forma.
-¿Qué me falta? -repetía contento, agitando el muñón-. Doscientos pesos. ¿Pero de dónde los voy a sacar?
Sus inventos, cierto es, no prosperaban por la falta de esos miserables pesos. Y bien se sabe que es más fácil hallar en Iviraromí un brazo de más, que diez pesos prestados. Pero el hombre no perdía jamás su optimismo, y de sus contrastes brotaban, más locas aún, nuevas ilusiones para nuevas industrias.

Henry Iliowizi: The Doom of Al Zameri

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Nothing is known in nature which, in awful impressiveness, compares with the overpowering scenery forever associated with God's revelation to man. That arm of the Indian Ocean called the Red Sea bifurcates into the westerly gulf of Suez and the easterly one of Akabah, and the triangular peninsula thus formed embraces the region that bears the name of the sky-consecrated Mount Sinai. He who, from an overtopping height, once surveys those prodigies of this globe's eternal framework, pile on pile, varied by solitary peaks raising their heads above the clouds, amidst a confusion of innumerable gorges, _wadys_ and ravines, the red of the stupendous mass interspersed with porphyry and greenstone, will, apart from their spiritual reminiscences, bear the impression to the end of his days that he has been in the very heart of creative omnipotence. About the entire system there is such a ghostly air, such a terrific frown, as is recalled by no other chain of crests and cliffs, however bold or life-deserted. If the bleaker rocks that encompass the basin of the Dead Sea are more deterring, those of Horeb are of a thrilling sublimity; and if this is true in broad daylight, night invests them with an inexpressible mystic awe, intensified by an inexplicable rumbling and roaring not unlike distant thunder. But all other feelings are merged in the one of terror when, as it sometimes happens, a heavy thunderstorm breaks over the wilderness of Sinai. Rendered impervious by a rarely disturbed aridity, the barren rocks retain little more water than would the glazed incline of a pyramid, so that the mountain torrents rush down with cyclonic impetuosity, uprooting trees and sweeping off settlements, with no trace left of what man and nature combine to produce.

It was in one of those spasmodic storms that, in the year 1185 after Mohammed's flight from Mecca, a muffled figure moved cautiously in the heart of a cloudburst which was accompanied by blinding flashes of lightning and such thunderbolts as shook the very bedrock of the mountainous desolation. The Bedouin's watch-fires, nightly seen all along the gentler acclivities, vanished before the elemental fury; and though the plain of al-Rahe opened before him, the lonely wanderer turned his face toward Jebel Musa, or Mount of Moses, betraying his anxiety to remain unrecognized. Wind and rain forced the man to seek shelter somewhere, but he seemed to prefer a dark hollow to the sure hospitality of the Arab's tent. From the heights the torrents came roaring like waterfalls, carrying along piled up masses of uprooted tamarisks, palm-trees, struggling sheep and goats; even bowlders were swept down like pebbles.

While stopping for a moment, irresolute as to the direction he should take, the muffled figure discerned a human form stranger than his own, whelmed by the flood and on the point of being either engulfed or crushed to death by the wreck-encumbered torrent. With a rush which endangered his life, the mysterious wanderer caught hold of the forlorn victim, tearing him out of the destructive tide, and as it happened landing him near a cave which he had not before seen. "Touch me not!" cried the rescued creature in a voice that startled his preserver. Yet compared with the rest of his individuality, the voice was the least appalling of his features. There stood a bare-headed being, bent with age, pale as a ghost, lean as starvation, wrinkled as a shriveled hag, shaggy as a bear, his beard descending to his knees, and his hair to his waist. Death stared from his eyes, misery from his face; in all an image of hopelessness, tottering toward the grave. Barely strong enough to drag his limbs, the wretch waddled into the rayless hole, whining and groaning.

The weather's inclemency would have hardly induced the other to divide the cave with one whose aspect suggested the tenant of the graveyard, but the tramp of approaching horses left no time for reflection. Like a shadow the muffled figure disappeared just in time to escape the notice of two Mamlooks on horses, who, perceiving the hole, drew in the reins with an oath: "Allah tear the devil!--If it were not for my poor horse I would crawl into that black pit to get out of this infernal tempest.--See this cataract! Why, this beats the Nile!--And the hawk we are looking for may as well be leagues out of this wilderness as within it. If we do not hurry to Wady-Feiran, the fever will settle in my belly. I feel cold about the heart," said one of the horsemen.

Emilia Pardo Bazán: Un destripador de antaño

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La leyenda del «destripador», asesino medio sabio y medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí en tiernos años, susurrada o salmodiada en terroríficas estrofas, quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocina aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con estremecimientos de temor o risotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, como fantasmagórica creación de Hoffmann, en las sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace poco permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía hubiese peregrinos en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de la catedral el himno de Ultreja. Más tarde, el clamoreo de los periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud, hacen surgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo, jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la Superstición infame. Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en la zona de sombra del alma.

I.
Un paisajista sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela, dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas y poas, puesto, como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida con maíz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien «componía», coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del humo que salía, no por la chimenea -pues no la tenía la casa del molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia-, sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!

El complemento del asunto -gentil, lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial en algún cuadro idílico- era una niña como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea la llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que, a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval y descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul que a veces se entrevé al través de las brumas del montañés celaje. Minia cubría sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo llevaba envedijado y revuelto y a veces mezclado -sin asomo de ofeliana coquetería- con briznas de paja o tallos de los que segaba para la vaca en los linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona del santuario próximo, con la cual ofrecía -al decir de las gentes- singular parecido.

B. M. Croker: Number Ninety

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‘To let furnished, for a term of years, at a very low rental, a large old-fashioned family residence, comprising eleven bed-rooms, four reception-rooms, dressing-rooms, two stair-cases, complete servants’ offices, ample accommodation for a Gentleman’s establishment, including six-stall stable, coach-house, etc.’

The above advertisement referred to number ninety. For a period extending over some years this notice appeared spasmodically in various daily papers. Occasionally you saw it running for a week or a fortnight at a stretch, as if it were resolved to force itself into consideration by sheer persistency. Sometimes for months I looked for it in vain. Other ignorant folk might possibly fancy that the effort of the house agent had been crowned at last with success — that it was let, and no longer in the market.

I knew better. I knew that it would never, never find a tenant as long as oak and ash endured. I knew that it was passed on as a hopeless case, from house-agent to house-agent. I knew that it would never be occupied, save by rats — and, more than this, I knew the reason why!

I will not say in what square, street, or road number ninety may be found, nor will I divulge to any human being its precise and exact locality, but this I’m prepared to state, that it is positively in existence, is in London, and is still empty.

Twenty years ago, this very Christmas, my friend John Hollyoak (civil engineer) and I were guests at a bachelor’s party; partaking, in company with eight other celibates, of a very recherché little dinner, in the neighbourhood of Piccadilly. Conversation became very brisk, as the champagne circulated, and many topics were started, discussed, and dismissed.

They (I say they advisedly, as I myself am a man of few words) talked on an extraordinary variety of subjects.

I distinctly recollect a long argument on mushrooms — mushrooms, murders, racing, cholera; from cholera we came to sudden death, from sudden death to churchyards, and from churchyards, it was naturally but a step to ghosts.

On this last topic the arguments became fast and furious, for the company was divided into two camps. The larger, ‘the opposition,’ who scoffed, sneered, and snapped their fingers, and laughed with irritating contempt at the very name of ghosts, was headed by John Hollyoak; the smaller party, who were dogged, angry, and prepared to back their opinions to any extent, had for their leader our host, a bald-headed man of business, whom I certainly would have credited (as I mentally remarked) with more sense.

Amparo Dávila: Alta cocina

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CUANDO oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de tono a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.
Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.
En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. "No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio", solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.
Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.
A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían y, me siguen aún, a todas partes.
Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.
Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daban una hierba rara qua ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.

Howard Phillips Lovecraft: The Call of Cthulhu

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I.
The Horror in Clay.

The most merciful thing in the world, I think, is the inability of the human mind to correlate all its contents. We live on a placid island of ignorance in the midst of black seas of infinity, and it was not meant that we should voyage far. The sciences, each straining in its own direction, have hitherto harmed us little; but some day the piecing together of dissociated knowledge will open up such terrifying vistas of reality, and of our frightful position therein, that we shall either go mad from the revelation or flee from the deadly light into the peace and safety of a new dark age.
Theosophists have guessed at the awesome grandeur of the cosmic cycle wherein our world and human race form transient incidents. They have hinted at strange survivals in terms which would freeze the blood if not masked by a bland optimism. But it is not from them that there came the single glimpse of forbidden aeons which chills me when I think of it and maddens me when I dream of it. That glimpse, like all dread glimpses of truth, flashed out from an accidental piecing together of separated things—in this case an old newspaper item and the notes of a dead professor. I hope that no one else will accomplish this piecing out; certainly, if I live, I shall never knowingly supply a link in so hideous a chain. I think that the professor, too, intended to keep silent regarding the part he knew, and that he would have destroyed his notes had not sudden death seized him.
My knowledge of the thing began in the winter of 1926–27 with the death of my grand-uncle George Gammell Angell, Professor Emeritus of Semitic Languages in Brown University, Providence, Rhode Island. Professor Angell was widely known as an authority on ancient inscriptions, and had frequently been resorted to by the heads of prominent museums; so that his passing at the age of ninety-two may be recalled by many. Locally, interest was intensified by the obscurity of the cause of death. The professor had been stricken whilst returning from the Newport boat; falling suddenly, as witnesses said, after having been jostled by a nautical-looking negro who had come from one of the queer dark courts on the precipitous hillside which formed a short cut from the waterfront to the deceased’s home in Williams Street. Physicians were unable to find any visible disorder, but concluded after perplexed debate that some obscure lesion of the heart, induced by the brisk ascent of so steep a hill by so elderly a man, was responsible for the end. At the time I saw no reason to dissent from this dictum, but latterly I am inclined to wonder—and more than wonder.
As my grand-uncle’s heir and executor, for he died a childless widower, I was expected to go over his papers with some thoroughness; and for that purpose moved his entire set of files and boxes to my quarters in Boston. Much of the material which I correlated will be later published by the American Archaeological Society, but there was one box which I found exceedingly puzzling, and which I felt much averse from shewing to other eyes. It had been locked, and I did not find the key till it occurred to me to examine the personal ring which the professor carried always in his pocket. Then indeed I succeeded in opening it, but when I did so seemed only to be confronted by a greater and more closely locked barrier. For what could be the meaning of the queer clay bas-relief and the disjointed jottings, ramblings, and cuttings which I found? Had my uncle, in his latter years, become credulous of the most superficial impostures? I resolved to search out the eccentric sculptor responsible for this apparent disturbance of an old man’s peace of mind.
The bas-relief was a rough rectangle less than an inch thick and about five by six inches in area; obviously of modern origin. Its designs, however, were far from modern in atmosphere and suggestion; for although the vagaries of cubism and futurism are many and wild, they do not often reproduce that cryptic regularity which lurks in prehistoric writing. And writing of some kind the bulk of these designs seemed certainly to be; though my memory, despite much familiarity with the papers and collections of my uncle, failed in any way to identify this particular species, or even to hint at its remotest affiliations.
Above these apparent hieroglyphics was a figure of evidently pictorial intent, though its impressionistic execution forbade a very clear idea of its nature. It seemed to be a sort of monster, or symbol representing a monster, of a form which only a diseased fancy could conceive. If I say that my somewhat extravagant imagination yielded simultaneous pictures of an octopus, a dragon, and a human caricature, I shall not be unfaithful to the spirit of the thing. A pulpy, tentacled head surmounted a grotesque and scaly body with rudimentary wings; but it was the general outline of the whole which made it most shockingly frightful. Behind the figure was a vague suggestion of a Cyclopean architectural background.

Rubén Darío: Verónica

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Fray Tomás de la Pasión era un espíritu perturbado por el demonio de la ciencia. Flaco, anguloso, nervioso, pálido, dividía sus horas del convento entre la oración, la disciplina y el laboratorio. Había estudiado las ciencias ocultas antiguas, nombraba con cierto énfasis, en las conversaciones del refectorio, a Paracelso y a Alberto el Grande, y admiraba a ese otro fraile Schwartz, que nos hizo el favor de mezclar el salitre con el azufre.

Por la ciencia había llegado hasta penetrar en ciertas iniciaciones astrológicas y quirománticas; ella le desviaba de la contemplación y del espíritu de la Escritura; en su alma estaba el mal de la curiosidad, la oración misma era olvidada con frecuencia, cuando algún experimento le mantenía caviloso y febril; llegó hasta pretender probar sus facultades de zahorí, y los efectos de la magia blanca. No había duda de que estaba en gran peligro su alma, a causa de su sed de saber y de su olvido de que la ciencia constituye sencillamente, en el principio, el arma de la Serpiente; en el fin, la esencial potencia del Anticristo.

!Oh, ignorancia feliz, santa ignorancia! Fray Tomás de la Pasión no comprendía tu celeste virtud, que pone un especial nimbo a ciertos mínimos siervos de Dios, entre los esplendores místicos y milagrosos de las hagiografías. Los doctores explican y comentan altamente, cómo ante los ojos del Espíritu Santo, las almas de amor son de modo mayor glorificadas que las almas de entendimiento. Hello ha pintado, en los sublimes vitraux de sus Fisonomías de santos, a esos beneméritos de la Caridad, a esos favorecidos de la humildad, a esos seres columbinos, sencillos y blancos como los lirios, limpios de corazón, pobres de espíritu, bienaventurados hermanos de los pajaritos del Señor, mirados con ojos cariñosos y sororales por las puras estrellas del firmamento. Huysmans en el maravilloso libro en que Durtal se convierte, viste de resplandores paradisíacos al lego guardapuercos que hace bajar a la pocilga la admiración de los coros arcangélicos, el aplauso de las potestades de los cielos. Y fray Tomás de la Pasión no comprendía eso. Él creía, creía, con la fe de un verdadero creyente. Mas la curiosidad le azuzaba el espíritu, le lanzaba a la averiguación de los secretos de la naturaleza y de la vida. A tal punto, que no comprendía cómo esa sed de saber, ese deseo indomable de penetrar en lo velado y en lo arcano del universo, era obra del pecado, y añagaza del Bajísimo para impedirle de esa manera su consagración absoluta a la adoración del Eterno Padre.

Llegó a manos de fray Tomás un periódico en que se hablaba detalladamente del descubrimiento del alemán doctor Roentgen, quien había encontrado la manera de fotografiar a través de los cuerpos opacos; supo lo que era el tubo Crookes, la luz catódica, el rayo X. Vio el facsímile de una mano cuya anatomía se transparentaba claramente, y la figura patente de objetos retratados entre cajas bien cerradas.

Pere Calders: El baralló perdut

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La pluja caigué amb més força i la llum elèctrica disminuí d'intensitat. Des d'un extrem de l'escó, un dels companys va preguntar:
—I tu no saps cap història nadalenca?
—Sí. Em sé la meva. Fou durant una guerra, també la meva guerra. Hi ha tanta passió pels temes i un amor tan gran pels punts de vista que potser no existeix ni un sol home de la nostra generació que no hagi participat en un conflicte bèl.lic, o almenys que la seva vida no s'hagi vist modificada d'una manera fonamental per topades militars.
La meva guerra fou petita, si se la compara amb les obres mestres del gènere. Per què hauria d'exagerar, ara, sense saber si em dóna més o menys importáncia el volum relatiu d'uns fets que m'arrossegaren sense poder-los modificar? El cas és que la meva guerra tingué tot el que calia, la tristesa i el dolor necessaris i la sang, sáviament repartida per boscos i carrers. Sovint, acluco els ulls i la veig encara, formant innombrables claps per tot el país, en diminuts bassiols, escorrent-se amb lentitud pels troncs dels arbres o per les parets encalcinades, o tenyint les pedres amb l'empremta de mans en crispació. La veig —i això em permet tenir sempre al corrent la meva nostálgia— obrint-se com una flor, com una taca, en el rostre i el pit d'amics meus, xopant la roba i les corretges, oferint a la vida exigües sortides fluvials.
Però la meva guerra, com totes, compensá moltes coses amb la mágica naixença de la companyonia. Com s'estimen els homes que comparteixen una mateixa por!
Jo tenia un company inseparable. Vull dir que, dins la brigada a la qual pertanyíem i tenint en ella una missió semblant, procurávem estar junts tot el temps possible. Cada matí sortíem a recórrer les línies i marcávem la posició de les unitats menors en uns calcs de paper transparent que havíem preparat la nit abans. El front fluctuava i nosaltres érem els primers a tenir esment dels canvis i registrar-los. De vegades, ens donava feina retrobar una secció o una companyia que el dia anterior teníem ben localitzada; trescávem pel talús dels barrancs i les faldes de les carenes, tot seguint senders rurals o bé obrint-nos pas a través de les bardisses, amb l'ánim encongit per la temença d'endinsar-nos en terreny enemic. En Joan Almós, el meu amic, parlava sempre mentre caminávem. Tenia una mena d'obsessió nadalenca i assenyalava la seva vida passada i la previsió del futur amb fites que anaven de Nadal a Nadal. No podria dir si ell era exactament així o si la impressió que ha quedat en el meu esperit prové del fet que la història que conto s'esdevingué durant els dies vint-i-quatre i vint-i-cinc de desembre de l'any de les acaballes de la guerra. Les nostres posicions havien sofert un foc seguit d'artilleria, una escomesa persistent, tenaç, sense la treva de les nits. L'enemic feia ostentació d'abundáncia de material, amb una prodigalitat excessiva, una mica de nou ric.
A l'alba del dia vint-i-quatre, els canons callaren de sobte i vingué aleshores la pesada feina de repassar els danys, la terrible rebaixa d'inventari sense la qual les guerres arribarien a tenir l'aire de grans fontades deportives. Començaren a arribar reports comunicant que el sector que havia sofert més era el corresponent al dotzè batalló, i el coronel ens ordená a l'Almós i a mi que comprovéssim les variacions de la unitat. Era una insòlita ocupació aquella de calcar la mort damunt d'un mapa, però el soldat pren el pretext del deure per a sublimar-ho tot.
Sortírem sense que el matí acabés d'alçar-se. La boira baixa posava una mena de cel a la mesura humana i empetitia el món, canviava els decorats habituals per uns altres de rutes més incertes. Feia molt de fred i la terra, coberta de gebre, es clivellava sota els nostres peus; apagat, lent, com si no tingués res a veure amb la nostra feina, ens arribava el so de les ráfegues d'una metralladora. Breus, llunyanes, com els nusos d'una má oculta que repiquessin damunt la fumassola.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Cthulhu 5.0


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Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn (“En la ciudad de R´lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando”). H. P. Lovecraft, La llamada de Cthulhu.


En efecto ha leído cosas espeluznantes sobre la Deep Web. No esas chorradas de monstruos que se introducen en casa a través de la pantalla del ordenador, obviamente; sino amenazas muy reales sobre tipos que consiguen tus datos y te raptan y te cortan una oreja ‒o incluso peor‒ para cobrar rescate en una moneda virtual imposible de rastrear y, en el mejor de los casos, te sueltan en un descampado con una mano delante y otra detrás ‒lo único que te queda para el resto de tu vida‒. No se considera idiota, es un tipo juicioso: nunca se le ocurriría entrar en ese submundo de traficantes, pederastas, asesinos y todo tipo de indeseables. Nunca se le habría ocurrido de no ser porque su editor ‒siempre tan original‒ exigía un relato sobre ese infierno. Así que el tipo juicioso, salvando su natural reticencia, se descarga un programa para, al menos, no dejar pistas y tener las espaldas cubiertas. Y se sumerge en ese turbador universo. Para su sorpresa, no descubre nada sórdido: información muy trivial que, por un motivo u otro, no encuentran los buscadores. Si de verdad es un paraíso para los maleantes, estos saben esconderse muy bien o utilizan un lenguaje en clave que él no detecta. Así, el hombre precavido comienza a bajar la guardia. Tras unas cuantas sesiones, incluso le coge el gusto. Y curiosea, husmea y fisgonea por todos lados. Cada día ahonda más. Cada día, más descarado e imprudente. Hasta que, durante una de esas sesiones, escucha una voz recóndita. Juraría, en su cabeza.
¿Cómo te atreves a despertarme? Era muy profundo mi sueño, piensa. Y se resiste al principio. Pero el extraño llama insensatamente a su enorme cabeza de pulpo.
En el nivel más profundo, ése al que nadie ha bajado desde el principio de los tiempos, algo oscuro y gelatinoso se agita. Molesto al principio; intrigado después. Una vez desvelado, tras tantos siglos aguardando su momento ‒el de la reconquista‒, comprende que está hambriento. Hambriento de experiencias nuevas; de un cerebro humano al que sólo ha accedido, a distancia, a través de ese ingenio. Hambriento de carne fresca con la que reanimar sus tentáculos, anquilosados durante milenios.

Truman Capote: Miriam

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For several years, Mrs. H. T. Miller lived alone in a pleasant apartment (two rooms with kitchenette) in a remodeled brownstone near the East River. She was a widow: Mr. H. T. Miller had left a reasonable amount of insurance. Her interests were narrow, she had no friends to speak of, and she rarely journeyed farther than the corner grocery. The other people in the house never seemed to notice her: her clothes were matter-of-fact, her hair iron-gray, clipped and casually waved; she did not use cosmetics, her features were plain and inconspicuous, and on her last birthday she was sixty-one. Her activities were seldom spontaneous: she kept the two rooms immaculate, smoked an occasional cigarette, prepared her own meals and tended a canary.

Then she met Miriam. It was snowing that night. Mrs. Miller had finished drying the supper dishes and was thumbing through an afternoon paper when she saw an advertisement of a picture playing at a neighborhood theatre. The title sounded good, so she struggled into her beaver coat, laced her galoshes and left the apartment, leaving one light burning in the foyer: she found nothing more disturbing than a sensation of darkness.

The snow was fine, falling gently, not yet making an impression on the pavement. The wind from the river cut only at street crossings. Mrs. Miller hurried, her head bowed, oblivious as a mole burrowing a blind path. She stopped at a drugstore and bought a package of peppermints.

A long line stretched in front of the box office; she took her place at the end. There would be (a tired voice groaned) a short wait for all seats. Mrs. Miller rummaged in her leather handbag till she collected exactly the correct change for admission. The line seemed to be taking its own time and, looking around for some distractions, she suddenly became conscious of a little girl standing under the edge of the marquee.

Her hair was the longest and strangest Mrs. Miller had ever seen: absolutely silver-white, like an albino’s. It flowed waist-length in smooth, loose lines. She was thin and fragilely constructed. There was a simple, special elegance in the way she stood with her thumbs in the pockets of a tailored plum-velvet coat.

Mrs. Miller felt oddly excited, and when the little girl glanced toward her, she smiled warmly. The little girl walked over and said, “Would you care to do me a favor?”

“I’d be glad to if I can,” said Mrs. Miller.

“Oh, it’s quite easy. I merely want you to buy a ticket for me; they won’t let me in otherwise. Here, I have the money.” And gracefully she handed Mrs. Miller two dimes and a nickel.

They went over to the theatre together. An usherette directed them to a lounge; in twenty minutes the picture would be over.

Esther Seligson: Rojo menguante

Esther Seligson


Tsering era un monje nuevo. Es decir que hacía solamente un par de años que formulara sus votos y vistiera
el hábito de la Orden. No fue empujado por alguna crisis mística o una urgente devoción. Tampoco habría
dicho que lo hizo por comodidad. ¿Miedo? Sin duda.
Verse lanzado, a causa de sus acciones, en el Reino de los Infiernos no era una perspectiva esperanzadora para sus próximos sesenta años. El Lama a quien le confesó sus temores, y el origen de ellos, viendo su sincero arrepentimiento, le sugirió esa salida —provisoria sin embargo— para que pudiera ponerse a prueba, dado que nada hay en la vida de un ser humano que esté irremisiblemente perdido, ningún rasgo de carácter que la voluntad y la motivación pura no puedan transformar.
Pero ese Lama, un viejo sabio pleno de compasión y verdadero conocimiento de las flaquezas humanas, no
sin cierto espíritu malicioso, lo envió a presidir los rezos y encargarse del servicio ritual en un pequeño templo recién edificado para una comunidad de adeptos en su mayoría extranjeros y de la cual él era Lama Guía.
Tsering creció en el seno de un budismo condimentado por las diferentes prácticas a los dioses hinduistas, sincretismo amable al que se habían habituado los exiliados que vivían en los alrededores de la gran ciudad, con la particularidad de que su madre era devota del culto a Kali, la Terrible, la Oscura. Sin embargo, él siempre fue dejado en la libertad de hacer de sí mismo lo que su excepcional belleza le dictara. En efecto: tenía un porte majestuoso, una suerte de timidez en los gestos, de asombro infantil en la mirada, de desamparo aquiescente en la sonrisa, que le ganaba de inmediato el corazón de la gente. N
o que hubiese abusado de ello —parecía no tener conciencia cabal del alcance, desastroso o benéfico, de estos rasgos en su persona— con deliberada intención, pero, ahora, al hacer el recuento de su vida hacia atrás, comprendía cuánto fue el daño que causara, en especial entre las mujeres, aunque también hubo una época en que se dejó seducir por hombres maduros y ricos capaces de proporcionarle los medios que iría a dispendiar en los burdeles más exquisitos o en los suntuosos regalos con que compraba al padre, a la madre o a ambos, de la daikini que quería ser suya. Sí, su pasión eran las vírgenes a punto de entrar en la adolescencia, pero con el cuerpo ya formado y exuberante.
Ahora bien, como le dijera el viejo Lama, ése no era el pecado, por supuesto: la pasión erótica, la capacidad de vivirla y hacer de ella un Arte, pertenecía al Reino de las Divinidades y feliz el mortal bendecido con ese don. El aspecto condenador habría sido la facilidad con que Tsering agotaba el fuego de esa pasión, la avidez de hambriento insaciable con que pasaba de un cuerpo a otro sin medir consecuencias. “Hasta los ríos que se salen de madre vuelven a su lecho y regulan el ímpetu de su caudal”, le dijo risueño. “Tú vives desbordado, ajeno a los estragos que causaste a tu paso”, concluyó el venerable sabio al cabo de
las largas sesiones en que Tsering hizo el recuento de sus correrías. Después siguieron varios periodos de ayuno, de meditaciones y de paulatino entrenamiento en las secuencias y contenidos de los rezos que iría a presidir. El Lama lo seguía de cerca en este proceso con la paciencia de quien observa el brote de retoños en un árbol ha poco podado.

Carlos Casares: O xudeu Xacobe

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Fala o P. Heitor Joaquim Arrais no seu Relatarlo crítico sobre supersticdes, Coimbra, 1723, da viaxe que realizou a Galicia poucos anos antes da data de aparición do libro citado, para coñecer en persoa a un xudeo pontevedrés chamado Xacobe, sobre o que escoitara, sempre de labios de xente aparentemente responsa­ble e digna de creto, que nacera e vivira nos tempos de Cristo. Era, polo visto, tal a cantidade de datos fidedignos que ofrecía o interesa­do e tan curiosas as cousas que contaba, que aínda os seus máis escépticos interlocutores acababan por rendirse diante da contundencia duns argumentos que ao parecer facían evidente o que dicía, por máis que a razón se negara a acéptalo de bo grado. Foi entón Arrais de Coimbra a Pontevedra para comprobar a falacia de canto escoitara, pondo especial coidado no segredo e na intención da súa viaxe a fin de evitar que o tal Xacobe se puidera enteirar dalgún xeitu, pois xulgaba moi impor­tante para o éxito do seu propósito que o en­contro tivera lugar sen previo aviso e por sor­presa.

Chegou o sabio bieito portugués a Ponteve­dra nos días amargos do despiadado ataque dos. ingleses do brigadeiro Ormond, coa cidade aín­da media destripada e a xente acontecida polo feroz comportamento daqueles salvaxes extranxeiros. Preguntando, chegou ao Grande dos Alfaiates, onde vivía o xudeo referido, e alí mesmo deu, sentado nun pequeno banco de madeira á porta da casa, co cobizado home que buscaba. Observouno ben antes de dirixirlle a palabra e achou que era o xudeo Xacobe persoa miúda e de poucas carnes, case que amarelo de cor, pequeno, calvo e desdentado. Preguntoulle despois Frei Heitor pola súa gracia e non tivo resposta. Descabalgou entón para achegarse a el e ver de iniciar conversa, pero pese á arte e á paciencia con que procedeu, non conseguiu facerlle abrir a boca para nada. Insistiu un pouco máis, sen traspasar en ningún intre os límites da educación e da prudencia, pero o velliño ergueuse con xesto canso, recolleu o banco onde se sentaba e entrou na casa pechando amante e delicado a porta detrás de si.
En vista da negativa, pensou Arrais na con­veniencia de cambiar de táctica e acordoumeditar con tempo o camiño a seguir. Buscou, pousada no convento de San Francisco, onde o acolleron con agrado, falou eos frades anima­damente do seu país e da nova ciencia, pero senexplicarlles a razón da súa viaxe, fixo as oracións canónicas do día e retirouse logo a des­cansar. Antes de caer no soño, matinou serenonos pasos que debía dar para conseguir entre­vistarse con Xacobe, e despois quedou durmido. Ao día seguinte, unha vez cumpridas asobrigacións do seu estado e sen perda de tempo,saíu á procura do xudeo, ao que volveu atoparsentado á porta da casa, na mesma actitudetranquila e mansa do día anterior. Foise achegando a el o frade, sen lograr que o mirara, ecando se encontraba a menos de dous metros,ergueuse novamente o vello, colleu o banquiñode madeira e meteuse outra vez dentro. Entónsoubo xa o P. Heitor que Xacobe non falaría con el por moito que o intentara, pero aínda así, como para confírmalo ou probar por últi­ma vez a sorte, andou ata a porta e petou lixeiramente. Como esperaba, non recibiu resposta algunha. Voltou logo o padre portugués para o con­vento e decidiu confiarlle o seu propósito e o amargor do seu fracaso a un frade irmán. Respondeulle este que coñecía ben a Xacobe e que podía estar seguro de que non conseguiría arrincarlle unha soa palabra, pois había xa tempo que andaba escarmentado. Oitenta anos atrás, en Hamburgo, sometérano a tortura por dicir que el non era outro que Cartáfilo, agora bautizado Xacobe, aquel porteiro da casa de Pilatos que arrempuxara a Cristo camiño da rúa para que saíra pronto ao seu suplicio e que quedara por esto condenado a agardar a volta de El Señor ata o fin do mundo. En Londres fora acantazado polo mesmo. En Roma solici­tara ser recibido polo papa dos cristiáns e non gañara senón dúas fortes pancadas no pescozo por parte dun cura grande e lambón que lle chamou impostor e falsario. En París queimárano en 1314 e, anque non morreu, saíu todo chamoscadiño do percance e con tantas dores que por primeira vez na súa vida buscou logo a im­posible morte tirándose ao río. En Pontevedra tivo algúns problemas eos frades de Santo Do­mingo, que o investigaron e lle quixeron facer confesar que era un tramposo e un mentirán, de resultas do cal saíu medio coxo dunha perna. 

Tales of Mystery and Imagination