De pequeño era yo esmirriado, granujiento y lastimoso. Tenía los pies y las manos desmesuradamente largos; el cuello, muy flaco; los ojos, vibrantes, metálicos; los hombros, cuadrados, pero huesosos, como los brazos de un perchero; la cabeza, pequeña, sinuosa. Mis cabellos eran ralos y crespos y mis dientes amarillos, si no negros. Mi voz, excesivamente chillona, irritaba a mis progenitores, a mis hermanos, a los profesores de la escuela y aun a mí mismo. Cuando tras un prolongado silencio —en una reunión de familia, durante las comidas, etcétera—, rompía yo a hablar, todos saltaban sobre sus asientos, cual si hubieran visto al diablo. Después, por no seguir escuchándome, producían el mayor ruido posible, bien charlando a gritos o removiendo los cubiertos sobre la mesa, los vasos, la loza…
Tenía yo una hermanita que ha muerto y que solía importunarme siete u ocho veces diarias:
—Roberto, ¿por qué me miras así?
Recuerdo sus ojazos claros, redondos, como dos cuentas de vidrio, y sus rodillitas en punta, siempre cubiertas de costras.
Yo objetaba entonces, viéndola temblar de miedo:
—¡Bah, no sé cómo quieres que te mire si no sé hacerlo de otro modo!
Y ella echaba a correr, deteniéndose los bucles, en busca de la madrecita. Se arrojaba sobre sus faldas, rompía a gimotear del modo más cómico, y prorrumpía, señalándome con el dedo:
—¡Roberto me ha mirado! ¡Roberto me ha mirado!
La madrecita, al punto, le secaba los carrillos, haciéndole la cruz en la nuca. Había cumplido yo los once años, me encaminaba precozmente hacia la adolescencia y aún no tenía un solo amigo en la comarca. Era mi voluntad. Gustaba, en cambio, de internarme a solas por el bosque, atrapando mariposas y otros volátiles, para triturarlos después a pedradas. Cuando lograba cazar un pajarito, me sentaba cómodamente a la sombra de un árbol y le arrancaba una a una las plumitas, hasta que lo dejaba por completo en cueros. Si sobrevivía, lo soltaba sobre la hierba, con un sombrero de papel en la cabeza. A continuación, volvía a echarle mano y me lo llevaba al río. Allí lo sumergía cuantas veces se me antojaba, ahogándolo por fin en las ondas tumultuosas de la corriente. Acto seguido, me tumbaba sobre cualquier pradera y me masturbaba frenéticamente.