El amor es algo muy especial. Por eso cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su naturaleza a esta presencia recobrada.
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que inicialmente hacían referencia, aunque confusa, a los sucesos y a los paisajes, fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.
Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él; y la vieja, aunque muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en las charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él y las oscuras noticias de la guerra. Al año murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.
Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día (excepto cuando se acercaba a donde su hermana para alguna breve charla), en un pueblo también silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo, segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.
Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal diabólico y temible, infeccioso como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de algún país lejano y ominoso. Hasta tal punto que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo en convoy con prisioneros, y los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerina manifestó, en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían hecho imaginar.
—¡No tienen rabo!