...basílicas de escombros, levantadas
trombas
de
fuego, sangre, cal, ceniza.
Rafael Alberti
tuve la certeza de que, una vez muerto,
me violarías.
David Foronda
Durante cuatro días consecutivos los niños me llamaron a casa, aprovechando momentos en
los que su madre se encontraba enzarzada en agrias discusiones con su nuevo
novio —o, al menos, esa fue la reconfortante imagen que forjé en mi mente—, con
la intención de involucrarme en una aventura que los profesores les habían propuesto
en el colegio. Durante esos cuatro días, sonriendo en mi interior por ser el
afortunado padre elegido, escuché con atención sus diálogos entrecortados a
través del teléfono y sus exposiciones desordenadas del asombroso
acontecimiento que se avecinaba. El último año se habían agrandado las
distancias entre nosotros, y si bien procuraba verlos un fin de semana sí y
otro no, Laura ponía todo su empeño para que esos pocos instantes de intimidad
resultaran lo más incómodos posible. En el fondo ella mostraba una actitud
defensiva, hasta cierto punto comprensible, intentando no perder el afecto de
unos niños demasiado pequeños para comprender lo que había sucedido entre
nosotros. Habíamos perdido nuestra condición conjuntiva, y ahora
representábamos a dos frágiles figuras, papá y mamá, mutuamente excluyentes.
Atraído
por la excitación de los niños, busqué información acerca del lugar, y
descubrí que la visita que preparaban en el colegio tendría como destino unos
refugios subterráneos que databan del principio de la Guerra Civil.
Situados en la sierra para proteger a los ciudadanos de los bombardeos, habían
sido objeto de una restauración exhaustiva gracias al esfuerzo desinteresado de
varias personas con conocimientos de albañilería y pintura. Desde el
Ayuntamiento se pretendía ofrecer visitas guiadas a grupos de escolares para
recordarles el terrible espíritu de la guerra. A primera vista no me convencía
como opción más atractiva para el fin de semana, pero no dudaba que los profesores
habrían sabido vender con suficiente habilidad el producto a unos alumnos
ávidos de nuevas experiencias.
Dediqué un par de tardes, al salir del trabajo, a comprarme unas
botas de montaña y una pequeña mochila, ya que desde donde nos dejaba el
autobús hasta el lugar de la visita tendríamos que caminar algo más de un
kilómetro. No conocía el terreno de primera mano, pero todo me hacía suponer
que necesitaría un equipo adecuado. Me sentía alegre, ajeno a los problemas
cotidianos, dispuesto a disfrutar de la compañía de mis dos hijos en un
ambiente agradable y, de paso, compartir con ellos algo de la historia de nuestro
país. Siempre había escuchado las historias de la guerra que me narraba mi
padre con cierto desinterés, debido más a la repetición a la que me sometía cada
día que a otros motivos. Ahora, sin embargo, veía la posibilidad de transmitirles
a mis hijos algo del legado de nuestra familia de forma indirecta, y una cierta
nostalgia de aquellas conversaciones apenas susurradas en el salón —mi madre
prefería no recordar nada de aquellos tristes años— me embargaba sin que
pudiera —ni quisiera— hacer nada para evitarlo.