Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

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Santiago Eximeno: Escombros

Santiago Eximeno


...basílicas de escombros, levantadas trombas
 de fuego, sangre, cal, ceniza.
Rafael Alberti
tuve la certeza de que, una vez muerto,
me violarías.
David Foronda
Durante cuatro días consecutivos los niños me llamaron a casa, aprovechando momentos en los que su madre se encontraba enzarzada en agrias discusiones con su nuevo novio —o, al menos, esa fue la reconfortante imagen que forjé en mi mente—, con la intención de involucrarme en una aventura que los profesores les habían propuesto en el colegio. Durante esos cuatro días, sonriendo en mi interior por ser el afortunado padre elegido, escuché con atención sus diálogos entrecortados a través del teléfono y sus exposiciones desordenadas del asombroso acontecimiento que se avecinaba. El último año se habían agrandado las distancias entre nosotros, y si bien procuraba verlos un fin de semana sí y otro no, Laura ponía todo su empeño para que esos pocos instantes de intimidad resultaran lo más incómodos posible. En el fondo ella mostraba una actitud defensiva, hasta cierto punto comprensible, intentando no perder el afecto de unos niños demasiado pequeños para comprender lo que había sucedido entre nosotros. Habíamos perdido nuestra condición conjuntiva, y ahora representábamos a dos frágiles figuras, papá y mamá, mutuamente excluyentes.
Atraído por la excitación de los niños, busqué informa­ción acerca del lugar, y descubrí que la visita que prepara­ban en el colegio tendría como destino unos refugios sub­terráneos que databan del principio de la Guerra Civil. Situados en la sierra para proteger a los ciudadanos de los bombardeos, habían sido objeto de una restauración exhaustiva gracias al esfuerzo desinteresado de varias per­sonas con conocimientos de albañilería y pintura. Desde el Ayuntamiento se pretendía ofrecer visitas guiadas a grupos de escolares para recordarles el terrible espíritu de la gue­rra. A primera vista no me convencía como opción más atractiva para el fin de semana, pero no dudaba que los pro­fesores habrían sabido vender con suficiente habilidad el producto a unos alumnos ávidos de nuevas experiencias.
Dediqué un par de tardes, al salir del trabajo, a comprar­me unas botas de montaña y una pequeña mochila, ya que desde donde nos dejaba el autobús hasta el lugar de la visi­ta tendríamos que caminar algo más de un kilómetro. No conocía el terreno de primera mano, pero todo me hacía suponer que necesitaría un equipo adecuado. Me sentía ale­gre, ajeno a los problemas cotidianos, dispuesto a disfrutar de la compañía de mis dos hijos en un ambiente agradable y, de paso, compartir con ellos algo de la historia de nues­tro país. Siempre había escuchado las historias de la guerra que me narraba mi padre con cierto desinterés, debido más a la repetición a la que me sometía cada día que a otros motivos. Ahora, sin embargo, veía la posibilidad de trans­mitirles a mis hijos algo del legado de nuestra familia de forma indirecta, y una cierta nostalgia de aquellas conver­saciones apenas susurradas en el salón —mi madre prefería no recordar nada de aquellos tristes años— me embargaba sin que pudiera —ni quisiera— hacer nada para evitarlo.

George R. R. Martin: The Pear-Shaped Man

George R. R. Martin


The Pear-shaped Man lives beneath the stairs. His shoulders are narrow and stooped, but his buttocks are impressively large. Or perhaps it is only the clothing he wears; no one has ever admitted to seeing him nude, and no one has ever admitted to wanting to. His trousers are brown polyester double knits, with wide cuffs and a shiny seat; they are always baggy, and they have big, deep, droopy pockets so stuffed with oddments and bric-a-brac that they bulge against his sides. He wears his pants very high, hiked up above the swell of his stomach, and cinches them in place around his chest with a narrow brown leather belt. He wears them so high that his drooping socks show clearly, and often an inch or two of pasty white skin as well.
His shirts are always short-sleeved, most often white or pale blue, and his breast pocket is always full of Bic pens, the cheap throwaway kind that write with blue ink. He has lost the caps or tossed them out, because his shirts are all stained and splotched around the breast pockets. His head is a second pear set atop the first; he has a double chin and wide, full, fleshy cheeks, and the top of his head seems to come almost to a point. His nose is broad and flat, with large, greasy pores; his eyes are small and pale, set close together. His hair is thin, dark, limp, flaky with dandruff; it never looks washed, and there are those who say that he cuts it himself with a bowl and a dull knife. He has a smell, too, the Pear-shaped Man; it is a sweet smell, a sour smell, a rich smell, compounded of old butter and rancid meat and vegetables rotting in the garbage bin. His voice, when he speaks, is high and thin and squeaky; it would be a funny little voice, coming from such a large, ugly man, but there is something unnerving about it, and something even more chilling about his tight, small smile. He never shows any teeth when he smiles, but his lips are broad and wet.
Of course you know him. Everyone knows a Pear-shaped Man.
* * * *
Jessie met hers on her first day in the neighborhood, while she and Angela were moving into the vacant apartment on the first floor. Angela and her boyfriend, Donald the student shrink, had lugged the couch inside and accidentally knocked away the brick that had been holding open the door to the building. Meanwhile Jessie had gotten the recliner out of the U-Haul all by herself and thumped it up the steps, only to find the door locked when she backed into it, the recliner in her arms. She was hot and sore and irritable and ready to scream with frustration.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Volverá el aroma al guardián de las espinas

salome guadalupe ingelmo, escritora de ciencia ficción, escritora de cuentos, escritora de fantasía, concurso literario internacional ángel ganivet, Ediciones Torremozas



La nieve cae sobre la fila de sombríos hábitos que son engullidos uno a uno por la boca insaciable, ferozmente abierta. Cae sobre las ramas retorcidas de los robles, sobre las tumbas desatendidas, sobre las inscripciones amordazadas por el musgo y los líquenes, sobre las cruces abatidas. Y él sabe que los monjes no son monjes y que la abadía en ruinas de la que apenas queda una ojiva hambrienta no es una abadía. Y sabe que en esas tumbas no yacen cuerpos, que los cuerpos siguen caminando lejos. Pero el poeta no puede apartar la vista de una en particular, una en apariencia idéntica a las demás y sin embargo tan diversa… A su alrededor no crecen zarzas y ortigas sino rosas. Tuvieron color un día, durante un breve espacio de tiempo, pero ahora ya nadie podría adivinar cuál fue. Aunque intenta ocultar su rostro bajo la capucha, la fría piedra llama. Él abandona la fila interminable. Se acerca a la lápida resignado, como se acerca siempre a un amor que se resiste a creer eterno. No ha pasado tanto tiempo, sin embargo apenas es visible ya la familiar fecha.

Ella coloca una cruz sobre el 15 de marzo en el calendario. Aún hace frío. Hace siempre frío en esa casa. No puede seguir esperando un milagro de la primavera; él jamás abrirá las ventanas.

Sabe que las rosas nacen sujetas a un destino de muerte. Su fugaz belleza le turba. No logra disfrutar de ella mientras dura: no deja de pensar que han de marchitarse y ese pensamiento envenena el gozo del momento. Cuando las mira, aun lozanas, él sólo consigue ver pétalos resecos. Por eso las cultiva una y otra vez sin demasiado entusiasmo. Y cuando sus pétalos comienzan a volverse plomizos y a caer pesadamente víctimas de ese juego macabro de las preguntas, no se sorprende. Se dice desde el primer día que de ellas habrán de quedar sólo las espinas. Los pétalos resecos yacerán alrededor de las flores desnudas, deshojadas. Se acumularán en montones tristes. Y él, sin necesidad de contarlos, sabrá que, una vez más, por supuesto son pares. Por eso proyecta salvarlas y salvarse. Proyecta protegerlas y protegerse de la insidiosa primavera.

La tormenta de nieve la sorprende cerca de la cima. Los pedazos de hielo arrancados por el viento le hieren los párpados tiernos. A través de los remolinos blancos, no muy lejos, vislumbra una forma gigantesca, un enorme arco de piedra, el ingreso a un gélido jardín perennemente en calma, lleno de rosas de hielo. Crecen en hileras ordenadas, unas tras otras, todas igualmente bellas y perfectas, igualmente eternas y eternamente dormidas. Al fondo, el poeta vestido de monje siembra nuevas cosechas. Mete la mano en un saco que cuelga de su cuello y lanza el contenido a puñados sobre la mullida nieve que cubre el suelo. Las palabras escritas en tinta negra trazan improbables parábolas en el aire y caen sobre el manto blanco como atraídas por una fuerza irresistible. Por unos segundos sobre la insólita página se leen herméticos mensajes que sólo el jardinero puede entender, pero el frío es tal que las inusuales semillas inmediatamente empiezan a palidecer y se convierten en nuevas plantas de hielo.

Niccolò Ammaniti: Ti sogno con terrore


Niccolò Ammaniti



Ti sogno,...
Perché continuava a sognarlo?
Perché il suo subconscio si ostinava a tirarlo fuori?
Un coniglio da un cappello a cilindro.
Et voilà!
Giovanni.
Tutte le notti. Regolare. Un orologio.
Se ne era andata lontano. Lontano.
Aveva messo più di duemila chilometri di distanza tra lei e lui. Chilometri di campagne e di paesi e di città e di fiumi e di montagne e mare. Ora viveva in un altro posto. In un mondo diverso. Vedeva altra gente. Non aveva più niente da spartire con lui.
Eppure...
L'ultima volta che lo aveva sentito era stato tre mesi pri­ma, al telefono. Roba di vecchie bollette non pagate, risolta in cinque minuti.
Ti mando i soldi, quante? Va bene, non ti preoccupare.
Eppure...
Eppure continuava a sognarlo. Giovanni.
Francesca Morale si alzò dal letto. Si sentiva stanca, affa­ticata e imbarazzata da quel piacere che si era presa inco­scientemente. Odiava quel perverso lavorio che faceva il suo cervello ogni notte appena la coscienza moriva, uccisa dal sonno.
Ricordava tutto molto bene.
Quella notte erano stati a sciare in uno strano posto. Pote­va essere un'isola? Capri? Coperta di neve. Al posto dei fara­glioni iceberg azzurri affilati come lame. Metri di neve copri­vano la piazzetta, i tavolini, le scale della chiesa.
Si rincorrevano, affondavano nel manto candido, si tira­vano su. Poi sprofondavano in una fossa di ghiaccio. Una lu­ce diffusa e azzurra rischiarava la loro tana. La loro tana da orsi. Sentiva ancora nel naso l'odore di selvatico e d'escre­menti che riempiva quel buco.
Là dentro avevano fatto l'amore.
Non in maniera normale, come ogni cristiano dovrebbe fare. Lui l'aveva afferrata con le sue mani rozze, gettata a ter­ra e se l'era sbattuta da dietro. Come una cagna. L'aveva in­sultata dicendole che era una puttana e martellata. Immobi­lizzata per i capelli. Affogata nella neve.
In definitiva era stata stuprata.
Ti è piaciuto! Ti è piaciuto! Ti è piac...
Che cosa fastidiosa!
Le era piaciuto.
Francesca andò in bagno. Si gelava là dentro. Le matto­nelle bianche e umide. Quel terribile neon giallo.
Un languore sensuale le ristagnava addosso, nella carne, nonostante il freddo pungente, rendendola indolente e pigra.
Poggiò le mani sul lavandino e si guardò nello specchio.
Il sogno le balenava davanti ancora vivido, come in un film porno di quarta.
Aveva la faccia sbattuta. Stanca. Le narici dilatate e rosse. Gli occhi gonfi e le occhiaie. Come se non avesse dormito.
Hai la faccia... la faccia di una che ha fatto sesso. Semplice, pensò.
Si toccò i seni. Erano gonfi come quando aveva le sue co­se. I capezzoli turgidi e doloranti e scuri come se fossero sta­ti strizzati da mollette. Viscido tra le gambe.
Sentiva ancora addosso le manate di Giovanni.
Si bagnò la faccia con l'acqua fredda.
E aspettò che l'ondata passasse. Che il sogno si dissolvesse.

Luis Sepúlveda: Cambio de ruta


Luis Sepúlveda



El martes 17 de mayo de 1980 el ferrocarril Antofagasta-Oruro dejó la estación chilena emprendiendo un viaje rutinario. El convoy estaba integrado por un vagón postal, otro de mercancías y dos de pasajeros, de primera y segunda clase respectivamente.

Viajaban muy pocos pasajeros, y la mayoría de ellos bajó en Calama, a mitad del largo camino hasta la frontera con Bolivia. Los que quedaron, cuatro en el vagón de primera y ocho en el de segunda, se dispusieron a dormir estirados en los asientos, agradablemente mecidos por el balanceo del tren que con fatigosa lentitud treparía los tres mil y tantos metros hasta llegar a los pies del volcán Ollagüe y al pueblo del mismo nombre.

Allí, los pasajeros que desearan seguir viaje a Oruro debían tomar un tren boliviano, y el expreso Antofagasta-Oruro seguiría unos cien kilómetros más por territorio chileno hasta parar en Ujina, final del viaje. Por qué el expreso se llamaba Antofagasta-Oruro, y no simplemente Antofagasta-Ujina, es algo que nadie entendió jamás y el asunto permanece así todavía.

Era un viaje aburrido. La pampa salitrera murió hace demasiado tiempo y los pueblos abandonados hasta por los fantasmas de los mineros no ofrecían ningún espectáculo digno de mención. Hasta los guanacos, que a veces languidecían de tedio mirando el paso del tren con expresión idiota, eran aburridos. Uno ve uno y con los ha visto todos.

De tal manera que dormir a pierna suelta una vez agotadas las botellas de vino y las conversaciones constituía la mejor perspectiva del viaje.

En el vagón de primera viajaban una pareja de recién casados que deseaban conocer Bolivia _planeaban llegar hasta Tiahuanaco_, un comerciante de lencería con asuntos pendientes en Oruro, y un estudiante de peluquería que había ganado el pasaje de ida y vuelta hasta Ujina en un concurso de radio. El futuro peluquero viajaba no muy convencido de si semejante premio recompensaba con justicia el haber respondido bien las veinte preguntas del concurso «El cine y usted».

En el vagón de segunda trataban de dormir un boxeador de la categoría welter que en tres días más habría de enfrentar en Oruro al campeón amateur boliviano de la misma categoría, su manager, el masajista y cinco hermanitas de la caridad. Las monjas no pertenecían a la delegación deportiva y se quedarían en Ollagüe para hacer unos ejercicios de retiro espiritual.

Marina Colasanti: A moça tecelã

Marina Colasanti



       Acordada ainda no escuro, como se houvesse o sol chegado atrás das beiradas da noite. E logo sentava-se no tear.

        Linha clara, para começar o dia. Delicado traço cor da luz, que ela ia passando entre os fios estendidos, enquanto la fora a claridade da manhã desenhava o horizonte.

        Depois lãs mais vivas, quentes lãs iam tecendo hora a hora, em longo tapete que nunca acabava.

        Se era forte demais o sol, e no jardim pendiam as pétalas, a moça colocava na lançadeira grossos fios cinzentos do algodão mais felpudo. Em breve, na penumbra trazida pelas nuvens, escolhia um fio de prata, que em pontos longos rebordava sobre o tecido. Leve, a chuva vinha cumprimentá-la à janela.

        Mas se durante muitos dias o vento e o frio brigavam com as folhas e espantavam os pássaros, bastava a moça tecer com seus belos fios dourados, para que o sol voltasse a acalmar a natureza.

        Assim, jogando a lançadeira de um lado para o outro e batendo os grandes pentes do tear para frente e para trás, a moça passava seus dias.

        Nada lhe faltava. Na hora da fome tecia um lindo peixe, com cuidados de escamas. E eis que o peixe estava na mesa, pronto para ser comido. Se sede vinha, suave era a lã de leite que entremeava o tapete. E à noite, depois de lançar seu fio de escuridão, dormia tranquila.

        Tecer era tudo o que fazia. Tecer era tudo o que queria fazer.

       Mas tecendo e tecendo, ela própria trouxe o tempo em que se sentiu sozinha, e pela primeira vez pensou como seria bom ter um marido ao lado.

       Não esperou o dia seguinte. Com capricho de quem tenta uma coisa nunca conhecida, começou a entremear no tapete as lãs e as cores que lhe dariam companhia. E aos poucos seu desejo foi aparecendo , chapéu emplumado, rosto barbeado, corpo emprumado, sapato engraxado. Estava justamente acabando de entremear o último fio da ponta dos sapatos, quando bateram à porta.

Sergio Gaut vel Hartman: Lugares

Sergio Gaut vel Hartman



LE sucedía con frecuencia: el tren acababa de partir y no habría otro servicio antes de media hora. Permaneció de pie sobre el área gris rugosa imaginando un monstruo de veinticinco minutos acechándolo en la soledad de la estación. Mató el tiempo leyendo inscripciones imbéciles dibujadas sobre el cobertizo de madera, titulares crípticos de una rea­lidad que no lo contenía. Grupos de música suburbana ven­cidos por el barro; amenazas de fellatios y sodomizaciones; juramentos de venganza por amor a unos colores; sugeren­cias de fármacos eléctricos, prometiendo felicidad bajo lunas azules. No hace falta que mate el tiempo, pensó: en este lugar el tiempo llega muerto. Podría rematarlo, a lo sumo, quizás. Sería bueno rematarlo. Caminó una y otra vez a lo largo del andén, sin prestar demasiada atención a las parejas que se acariciaban en las sombras. También había dos, no, cuatro borrachos. Obreros ya no quedan, se dijo, sólo parejas y borrachos. Nadie regresa a su hogar desde el trabajo. No hay trabajo. Tampoco hogar. Había dos bancos despintados, que alguna vez fueron verdes, volvien­do a su desnudez primigenia gracias a las inscripciones hechas con navajas y cortaplumas. Un modelo en escala de las otras, escritas a conciencia. En una de las idas y vueltas, como si con eso hubiera podido disparar algún mecanismo para acelerar la llegada del tren, se detuvo ante la planilla de horarios del ramal. Faltaban trece minutos. Por lo que podía recordar esa línea no se caracterizaba por su tenden­cia a honrar el horario. Doce minutos, que bien podían ser diecisiete. La planilla lucía como si hubiera sido ubicada tras el cristal astillado ese mismo día, aunque podía decirse que el golpe contundente que había dibujado la tela de araña lo decoraba con eficiencia. Varios colores resaltaban determinadas columnas, indicando si la formación corres­pondía al tramo del circuito que empalmaba con la vía principal, o si se trataba de un transbordo en la localidad cabe­cera. Tal vez todas fueran la misma cosa. Carecía de las cla­ves para descifrar los códigos de colores. De todos modos, era inútil tratar de interpretar las combinaciones y el único dato relevante era el que informaba que el tren debía llegar en nueve minutos, o trece. A él no le interesaba resolver el método por el cual se podía llegar al mismo punto de parti­da desde el este o el oeste, indistintamente, y se preguntó por qué razón alguien desearía efectuar tal maniobra. Fastidiado por su propia incapacidad para encontrar un rin­cón iluminado —la novela que estaba leyendo llegaba al desenlace— y a punto de dar la espalda al tablero vidriado, un dato inusual repiqueteó en la periferia de su atención. En la lista había una estación que no había oído nombrar y por la que, estaba seguro, no había pasado nunca, aunque recor­daba ese recorrido por haberlo hecho en tramos parciales. Entre Los Álamos y Sargento Gómez había nacido Santa María. Estaba resaltada en tostado rojizo y ese color, en el vértice inferior izquierdo del horario, indicaba: estación próxima a inaugurarse, servicio a habilitarse a la brevedad. Trató de visualizar el tramo, recuperar imágenes de un barrio precario entrevisto a la carrera. Tal vez un complejo de viviendas baratas construidas por el Banco de Fomento y Desarrollo con los materiales menos nobles del universo. Aún pensando en Santa María caminó hasta el borde del andén y siguió con la mirada la flecha plateada de las vías en la dirección en la que debería divisarse el tren. Seis minutos. Una luz amarilla, fluctuando en el límite mismo de la visión, indicaba que tal vez llegaría a horario. Santa María. Buscó un sitio en el que los faroles fueran capaces de iluminar lo suficiente, abrió el bolso, sacó el mapa. Santa María. Plano 361, tal vez. Estaba en el 361, por lo menos, y sólo habría 6 estaciones entre Andrés Rotundo y Santa María. Siguió la línea del trazado del ferrocarril con el dedo y adivinó, más que ver, que se bifurcaba después de Los Álamos: era otro ramal, u otro servicio del ramal. O lo sería, cuando las autoridades del ferrocarril decidieran habilitarlo e inaugurar la estación. Santa María podía estar en el mismo municipio que Los Álamos, o en otro, como Sargento Gómez. Por cierto, en el mapa no existía. Pero ese mapa ya tenía dos años, y la planilla del horario podía ser de esa misma semana. Había unos tres kilómetros y medio, tal vez cuatro, entre las dos estaciones. No era ilógico que la Empresa hubiera decidido crear un lugar de parada nuevo. Santa María debía estar en algún punto próximo al arroyo Las Ranas, donde el mapa indicaba, a ambos lados de las vías, extensiones de veinte o treinta hectáreas sin urbanizar. Se habría urbanizado aceleradamente, pensó, y no habían hecho más que rendirse ante la evidencia. La bocina del tren entrando a la estación sonó, gimnástica, y lo sobresaltó. Guardó el mapa con precipitación, desmañada­mente (algunas hojas se doblaron y quedaron marcadas para siempre) y trepó a la formación aún antes de que ésta se detuviera, saboreando el sabroso descubrimiento.

Edgar Allan Poe: The Gold Bug

Edgar Allan Poe


What ho! what ho! this fellow is dancing mad!
He hath been bitten by the Tarantula.
All in the Wrong.

MANY years ago, I contracted an intimacy with a Mr. William Legrand. He was of an ancient Huguenot family, and had once been wealthy; but a series of misfortunes had reduced him to want. To avoid the mortification consequent upon his disasters, he left New Orleans, the city of his forefathers, and took up his residence at Sullivan's Island, near Charleston, South Carolina.

This Island is a very singular one. It consists of little else than the sea sand, and is about three miles long. Its breadth at no point exceeds a quarter of a mile. It is separated from the main land by a scarcely perceptible creek, oozing its way through a wilderness of reeds and slime, a favorite resort of the marsh-hen. The vegetation, as might be supposed, is scant, or at least dwarfish. No trees of any magnitude are to be seen. Near the western extremity, where Fort Moultrie stands, and where are some miserable frame buildings, tenanted, during summer, by the fugitives from Charleston dust and fever, may be found, indeed, the bristly palmetto; but the whole island, with the exception of this western point, and a line of hard, white beach on the seacoast, is covered with a dense undergrowth of the sweet myrtle, so much prized by the horticulturists of England. The shrub here often attains the height of fifteen or twenty feet, and forms an almost impenetrable coppice, burthening the air with its fragrance.

In the inmost recesses of this coppice, not far from the eastern or more remote end of the island, Legrand had built himself a small hut, which he occupied when I first, by mere accident, made his acquaintance. This soon ripened into friendship --for there was much in the recluse to excite interest and esteem. I found him well educated, with unusual powers of mind, but infected with misanthropy, and subject to perverse moods of alternate enthusiasm and melancholy. He had with him many books, but rarely employed them. His chief amusements were gunning and fishing, or sauntering along the beach and through the myrtles, in quest of shells or entomological specimens;-his collection of the latter might have been envied by a Swammerdamm. In these excursions he was usually accompanied by an old negro, called Jupiter, who had been manumitted before the reverses of the family, but who could be induced, neither by threats nor by promises, to abandon what he considered his right of attendance upon the footsteps of his young "Massa Will." It is not improbable that the relatives of Legrand, conceiving him to be somewhat unsettled in intellect, had contrived to instil this obstinacy into Jupiter, with a view to the supervision and guardianship of the wanderer.

José Emilio Pacheco: Cuento de espantos

José Emilio Pacheco



Violó la cripta a medianoche. Halló su propio cadáver en el sarcófago.


Ambrose Bierce: One summer night

Ambrose Bierce



The fact that Henry Armstrong was buried did not seem to him to prove that he was dead: he had always been a hard man to convince. That he really was buried, the testimony of his senses compelled him to admit. His posture -- flat upon his back, with his hands crossed upon his stomach and tied with something that he easily broke without profitably altering the situation -- the strict confinement of his entire person, the black darkness and profound silence, made a body of evidence impossible to controvert and he accepted it without cavil.

But dead -- no; he was only very, very ill. He had, withal, the invalid's apathy and did not greatly concern himself about the uncommon fate that had been allotted to him. No philosopher was he -- just a plain, commonplace person gifted, for the time being, with a pathological indifference: the organ that he feared consequences with was torpid. So, with no particular apprehension for his immediate future, he fell asleep and all was peace with Henry Armstrong.

But something was going on overhead. It was a dark summer night, shot through with infrequent shimmers of lightning silently firing a cloud lying low in the west and portending a storm. These brief, stammering illuminations brought out with ghastly distinctness the monuments and headstones of the cemetery and seemed to set them dancing. It was not a night in which any credible witness was likely to be straying about a cemetery, so the three men who were there, digging into the grave of Henry Armstrong, felt reasonably secure.

Two of them were young students from a medical college a few miles away; the third was a gigantic negro known as Jess. For many years Jess had been employed about the cemetery as a man-of-all-work and it was his favourite pleasantry that he knew 'every soul in the place.' From the nature of what he was now doing it was inferable that the place was not so populous as its register may have shown it to be.

Outside the wall, at the part of the grounds farthest from the public road, were a horse and a light wagon, waiting.

Alejandro Jodorowsky: Después de la guerra

Alejandro Jodorowsky


El último ser humano vivo lanzó la última paletada de tierra sobre el último muerto. En ese instante mismo supo que era inmortal, porque la muerte sólo existe en la mirada del otro.


Howard Chaykin: I couldn’t believe




I couldn’t believe she’d shoot me.


Juan Benet: Fábula novena

Juan Benet



El criado, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance, por el que había pasado:
_Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
_¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? _preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.
_No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo, bastante viejo por cierto.
_¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
_Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.
_Entonces no hay duda, es ella _dijo el comerciante, y tras recapacitar unos minutos añadió_: Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrada en el mismo o parecido sitio procura saludada a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mí recibida y agasajada como toda dama de alcurnia se merece.
Hízolo así el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
_Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca

Will McIntosh: Dry Bite

Will McIntosh



Josephine had been up all night, her heart pounding, thinking about this day, about whether she would survive it. Now, out on the road and exposed on all sides, she was so scared she could barely breathe.

“Down,” Bella hissed.

Josephine dropped into the weeds lining the road. She stayed perfectly still, except for her chest, which was rising and falling as quickly as a butterfly flapping its wings. Bella’s face was inches from hers, the barrel of her M16 between them. “On the hill,” she whispered. She moved her eyes to the right, to indicate direction.

Ever so slowly, Josephine lifted her head, looked past the brush and scattered trees toward the top of the hill.

There were five of them, just standing there, looking around as if they were out admiring the view. Two were men, or had been when they were alive. One had foot-long yellow spines where his fingers and toes had been. The back of his head was a huge bald dome. The other man was stretched, maybe eight feet tall, and most of his body was covered in thorns. The three women weren’t any easier to look at. At least, thank God, none of them had wings.

Josephine couldn’t help but study their faces. She’d lived in Burlington her entire life, so, often, she recognized someone among the stingers. They were never who she was looking for, though; never Stan or Michael.

And what if one time they were? Would that be a good thing? No, it would be a nightmare. Yet she couldn’t help looking.

One of the stingers squatted, grabbed some vines, and started sliding down the steep slope leading to the road. The others followed, their movements fluid, almost graceful.

“Shit,” Josephine whispered.

Bella looked up the hill. “I say we run for it. This isn’t great cover, and it’ll take them a few minutes to get down that slope, so we’ll have a head start.”

“Okay.” It wasn’t a hard decision; every cell in Josephine’s body was telling her to run.

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