La nieve cae sobre la fila de sombríos hábitos que son engullidos uno a uno por la boca insaciable, ferozmente abierta. Cae sobre las ramas retorcidas de los robles, sobre las tumbas desatendidas, sobre las inscripciones amordazadas por el musgo y los líquenes, sobre las cruces abatidas. Y él sabe que los monjes no son monjes y que la abadía en ruinas de la que apenas queda una ojiva hambrienta no es una abadía. Y sabe que en esas tumbas no yacen cuerpos, que los cuerpos siguen caminando lejos. Pero el poeta no puede apartar la vista de una en particular, una en apariencia idéntica a las demás y sin embargo tan diversa… A su alrededor no crecen zarzas y ortigas sino rosas. Tuvieron color un día, durante un breve espacio de tiempo, pero ahora ya nadie podría adivinar cuál fue. Aunque intenta ocultar su rostro bajo la capucha, la fría piedra llama. Él abandona la fila interminable. Se acerca a la lápida resignado, como se acerca siempre a un amor que se resiste a creer eterno. No ha pasado tanto tiempo, sin embargo apenas es visible ya la familiar fecha.
Ella coloca una cruz sobre el 15 de marzo en el calendario. Aún hace frío. Hace siempre frío en esa casa. No puede seguir esperando un milagro de la primavera; él jamás abrirá las ventanas.
Sabe que las rosas nacen sujetas a un destino de muerte. Su fugaz belleza le turba. No logra disfrutar de ella mientras dura: no deja de pensar que han de marchitarse y ese pensamiento envenena el gozo del momento. Cuando las mira, aun lozanas, él sólo consigue ver pétalos resecos. Por eso las cultiva una y otra vez sin demasiado entusiasmo. Y cuando sus pétalos comienzan a volverse plomizos y a caer pesadamente víctimas de ese juego macabro de las preguntas, no se sorprende. Se dice desde el primer día que de ellas habrán de quedar sólo las espinas. Los pétalos resecos yacerán alrededor de las flores desnudas, deshojadas. Se acumularán en montones tristes. Y él, sin necesidad de contarlos, sabrá que, una vez más, por supuesto son pares. Por eso proyecta salvarlas y salvarse. Proyecta protegerlas y protegerse de la insidiosa primavera.
La tormenta de nieve la sorprende cerca de la cima. Los pedazos de hielo arrancados por el viento le hieren los párpados tiernos. A través de los remolinos blancos, no muy lejos, vislumbra una forma gigantesca, un enorme arco de piedra, el ingreso a un gélido jardín perennemente en calma, lleno de rosas de hielo. Crecen en hileras ordenadas, unas tras otras, todas igualmente bellas y perfectas, igualmente eternas y eternamente dormidas. Al fondo, el poeta vestido de monje siembra nuevas cosechas. Mete la mano en un saco que cuelga de su cuello y lanza el contenido a puñados sobre la mullida nieve que cubre el suelo. Las palabras escritas en tinta negra trazan improbables parábolas en el aire y caen sobre el manto blanco como atraídas por una fuerza irresistible. Por unos segundos sobre la insólita página se leen herméticos mensajes que sólo el jardinero puede entender, pero el frío es tal que las inusuales semillas inmediatamente empiezan a palidecer y se convierten en nuevas plantas de hielo.
En el monasterio de nieve, en lo alto del pico, en el lugar más apartado e inaccesible que ha encontrado, el poeta cultiva jardines de escarcha y carámbanos, rosas de hielo en la nieve.
Aunque no la ha visto antes, apenas la divisa a lo lejos la reconoce y tiembla. Ella avanza cubierta con una ligera túnica, descalza. No teme el frío. Su piel pálida funde el hielo y derrite la nieve. Sus pies penetran sin esfuerzo alguno en el espeso manto. Avanza dejando a su paso un reguero de huellas profundas, de nieve quemada, un camino abierto en el blanco intacto.
Por un instante sus miradas se cruzan. Entonces ella acerca lentamente sus finos dedos a la flor ignorando las agujas de frío vidrio. El ardiente rojo fluye tímidamente al principio y a oleadas después. Las rosas lo beben ansiosas, se empapan de él. Y no son ya blancas rosas de hielo, sino rosas rojas de fuego. Y él, que prohibió hace mucho la entrada a la primavera en su jardín, olvidado el temor a quemarse, las devora una tras otra con fruición.
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