Tales of Mystery and Imagination

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Niccolò Ammaniti: Ti sogno con terrore


Niccolò Ammaniti



Ti sogno,...
Perché continuava a sognarlo?
Perché il suo subconscio si ostinava a tirarlo fuori?
Un coniglio da un cappello a cilindro.
Et voilà!
Giovanni.
Tutte le notti. Regolare. Un orologio.
Se ne era andata lontano. Lontano.
Aveva messo più di duemila chilometri di distanza tra lei e lui. Chilometri di campagne e di paesi e di città e di fiumi e di montagne e mare. Ora viveva in un altro posto. In un mondo diverso. Vedeva altra gente. Non aveva più niente da spartire con lui.
Eppure...
L'ultima volta che lo aveva sentito era stato tre mesi pri­ma, al telefono. Roba di vecchie bollette non pagate, risolta in cinque minuti.
Ti mando i soldi, quante? Va bene, non ti preoccupare.
Eppure...
Eppure continuava a sognarlo. Giovanni.
Francesca Morale si alzò dal letto. Si sentiva stanca, affa­ticata e imbarazzata da quel piacere che si era presa inco­scientemente. Odiava quel perverso lavorio che faceva il suo cervello ogni notte appena la coscienza moriva, uccisa dal sonno.
Ricordava tutto molto bene.
Quella notte erano stati a sciare in uno strano posto. Pote­va essere un'isola? Capri? Coperta di neve. Al posto dei fara­glioni iceberg azzurri affilati come lame. Metri di neve copri­vano la piazzetta, i tavolini, le scale della chiesa.
Si rincorrevano, affondavano nel manto candido, si tira­vano su. Poi sprofondavano in una fossa di ghiaccio. Una lu­ce diffusa e azzurra rischiarava la loro tana. La loro tana da orsi. Sentiva ancora nel naso l'odore di selvatico e d'escre­menti che riempiva quel buco.
Là dentro avevano fatto l'amore.
Non in maniera normale, come ogni cristiano dovrebbe fare. Lui l'aveva afferrata con le sue mani rozze, gettata a ter­ra e se l'era sbattuta da dietro. Come una cagna. L'aveva in­sultata dicendole che era una puttana e martellata. Immobi­lizzata per i capelli. Affogata nella neve.
In definitiva era stata stuprata.
Ti è piaciuto! Ti è piaciuto! Ti è piac...
Che cosa fastidiosa!
Le era piaciuto.
Francesca andò in bagno. Si gelava là dentro. Le matto­nelle bianche e umide. Quel terribile neon giallo.
Un languore sensuale le ristagnava addosso, nella carne, nonostante il freddo pungente, rendendola indolente e pigra.
Poggiò le mani sul lavandino e si guardò nello specchio.
Il sogno le balenava davanti ancora vivido, come in un film porno di quarta.
Aveva la faccia sbattuta. Stanca. Le narici dilatate e rosse. Gli occhi gonfi e le occhiaie. Come se non avesse dormito.
Hai la faccia... la faccia di una che ha fatto sesso. Semplice, pensò.
Si toccò i seni. Erano gonfi come quando aveva le sue co­se. I capezzoli turgidi e doloranti e scuri come se fossero sta­ti strizzati da mollette. Viscido tra le gambe.
Sentiva ancora addosso le manate di Giovanni.
Si bagnò la faccia con l'acqua fredda.
E aspettò che l'ondata passasse. Che il sogno si dissolvesse.

Luis Sepúlveda: Cambio de ruta


Luis Sepúlveda



El martes 17 de mayo de 1980 el ferrocarril Antofagasta-Oruro dejó la estación chilena emprendiendo un viaje rutinario. El convoy estaba integrado por un vagón postal, otro de mercancías y dos de pasajeros, de primera y segunda clase respectivamente.

Viajaban muy pocos pasajeros, y la mayoría de ellos bajó en Calama, a mitad del largo camino hasta la frontera con Bolivia. Los que quedaron, cuatro en el vagón de primera y ocho en el de segunda, se dispusieron a dormir estirados en los asientos, agradablemente mecidos por el balanceo del tren que con fatigosa lentitud treparía los tres mil y tantos metros hasta llegar a los pies del volcán Ollagüe y al pueblo del mismo nombre.

Allí, los pasajeros que desearan seguir viaje a Oruro debían tomar un tren boliviano, y el expreso Antofagasta-Oruro seguiría unos cien kilómetros más por territorio chileno hasta parar en Ujina, final del viaje. Por qué el expreso se llamaba Antofagasta-Oruro, y no simplemente Antofagasta-Ujina, es algo que nadie entendió jamás y el asunto permanece así todavía.

Era un viaje aburrido. La pampa salitrera murió hace demasiado tiempo y los pueblos abandonados hasta por los fantasmas de los mineros no ofrecían ningún espectáculo digno de mención. Hasta los guanacos, que a veces languidecían de tedio mirando el paso del tren con expresión idiota, eran aburridos. Uno ve uno y con los ha visto todos.

De tal manera que dormir a pierna suelta una vez agotadas las botellas de vino y las conversaciones constituía la mejor perspectiva del viaje.

En el vagón de primera viajaban una pareja de recién casados que deseaban conocer Bolivia _planeaban llegar hasta Tiahuanaco_, un comerciante de lencería con asuntos pendientes en Oruro, y un estudiante de peluquería que había ganado el pasaje de ida y vuelta hasta Ujina en un concurso de radio. El futuro peluquero viajaba no muy convencido de si semejante premio recompensaba con justicia el haber respondido bien las veinte preguntas del concurso «El cine y usted».

En el vagón de segunda trataban de dormir un boxeador de la categoría welter que en tres días más habría de enfrentar en Oruro al campeón amateur boliviano de la misma categoría, su manager, el masajista y cinco hermanitas de la caridad. Las monjas no pertenecían a la delegación deportiva y se quedarían en Ollagüe para hacer unos ejercicios de retiro espiritual.

Marina Colasanti: A moça tecelã

Marina Colasanti



       Acordada ainda no escuro, como se houvesse o sol chegado atrás das beiradas da noite. E logo sentava-se no tear.

        Linha clara, para começar o dia. Delicado traço cor da luz, que ela ia passando entre os fios estendidos, enquanto la fora a claridade da manhã desenhava o horizonte.

        Depois lãs mais vivas, quentes lãs iam tecendo hora a hora, em longo tapete que nunca acabava.

        Se era forte demais o sol, e no jardim pendiam as pétalas, a moça colocava na lançadeira grossos fios cinzentos do algodão mais felpudo. Em breve, na penumbra trazida pelas nuvens, escolhia um fio de prata, que em pontos longos rebordava sobre o tecido. Leve, a chuva vinha cumprimentá-la à janela.

        Mas se durante muitos dias o vento e o frio brigavam com as folhas e espantavam os pássaros, bastava a moça tecer com seus belos fios dourados, para que o sol voltasse a acalmar a natureza.

        Assim, jogando a lançadeira de um lado para o outro e batendo os grandes pentes do tear para frente e para trás, a moça passava seus dias.

        Nada lhe faltava. Na hora da fome tecia um lindo peixe, com cuidados de escamas. E eis que o peixe estava na mesa, pronto para ser comido. Se sede vinha, suave era a lã de leite que entremeava o tapete. E à noite, depois de lançar seu fio de escuridão, dormia tranquila.

        Tecer era tudo o que fazia. Tecer era tudo o que queria fazer.

       Mas tecendo e tecendo, ela própria trouxe o tempo em que se sentiu sozinha, e pela primeira vez pensou como seria bom ter um marido ao lado.

       Não esperou o dia seguinte. Com capricho de quem tenta uma coisa nunca conhecida, começou a entremear no tapete as lãs e as cores que lhe dariam companhia. E aos poucos seu desejo foi aparecendo , chapéu emplumado, rosto barbeado, corpo emprumado, sapato engraxado. Estava justamente acabando de entremear o último fio da ponta dos sapatos, quando bateram à porta.

Sergio Gaut vel Hartman: Lugares

Sergio Gaut vel Hartman



LE sucedía con frecuencia: el tren acababa de partir y no habría otro servicio antes de media hora. Permaneció de pie sobre el área gris rugosa imaginando un monstruo de veinticinco minutos acechándolo en la soledad de la estación. Mató el tiempo leyendo inscripciones imbéciles dibujadas sobre el cobertizo de madera, titulares crípticos de una rea­lidad que no lo contenía. Grupos de música suburbana ven­cidos por el barro; amenazas de fellatios y sodomizaciones; juramentos de venganza por amor a unos colores; sugeren­cias de fármacos eléctricos, prometiendo felicidad bajo lunas azules. No hace falta que mate el tiempo, pensó: en este lugar el tiempo llega muerto. Podría rematarlo, a lo sumo, quizás. Sería bueno rematarlo. Caminó una y otra vez a lo largo del andén, sin prestar demasiada atención a las parejas que se acariciaban en las sombras. También había dos, no, cuatro borrachos. Obreros ya no quedan, se dijo, sólo parejas y borrachos. Nadie regresa a su hogar desde el trabajo. No hay trabajo. Tampoco hogar. Había dos bancos despintados, que alguna vez fueron verdes, volvien­do a su desnudez primigenia gracias a las inscripciones hechas con navajas y cortaplumas. Un modelo en escala de las otras, escritas a conciencia. En una de las idas y vueltas, como si con eso hubiera podido disparar algún mecanismo para acelerar la llegada del tren, se detuvo ante la planilla de horarios del ramal. Faltaban trece minutos. Por lo que podía recordar esa línea no se caracterizaba por su tenden­cia a honrar el horario. Doce minutos, que bien podían ser diecisiete. La planilla lucía como si hubiera sido ubicada tras el cristal astillado ese mismo día, aunque podía decirse que el golpe contundente que había dibujado la tela de araña lo decoraba con eficiencia. Varios colores resaltaban determinadas columnas, indicando si la formación corres­pondía al tramo del circuito que empalmaba con la vía principal, o si se trataba de un transbordo en la localidad cabe­cera. Tal vez todas fueran la misma cosa. Carecía de las cla­ves para descifrar los códigos de colores. De todos modos, era inútil tratar de interpretar las combinaciones y el único dato relevante era el que informaba que el tren debía llegar en nueve minutos, o trece. A él no le interesaba resolver el método por el cual se podía llegar al mismo punto de parti­da desde el este o el oeste, indistintamente, y se preguntó por qué razón alguien desearía efectuar tal maniobra. Fastidiado por su propia incapacidad para encontrar un rin­cón iluminado —la novela que estaba leyendo llegaba al desenlace— y a punto de dar la espalda al tablero vidriado, un dato inusual repiqueteó en la periferia de su atención. En la lista había una estación que no había oído nombrar y por la que, estaba seguro, no había pasado nunca, aunque recor­daba ese recorrido por haberlo hecho en tramos parciales. Entre Los Álamos y Sargento Gómez había nacido Santa María. Estaba resaltada en tostado rojizo y ese color, en el vértice inferior izquierdo del horario, indicaba: estación próxima a inaugurarse, servicio a habilitarse a la brevedad. Trató de visualizar el tramo, recuperar imágenes de un barrio precario entrevisto a la carrera. Tal vez un complejo de viviendas baratas construidas por el Banco de Fomento y Desarrollo con los materiales menos nobles del universo. Aún pensando en Santa María caminó hasta el borde del andén y siguió con la mirada la flecha plateada de las vías en la dirección en la que debería divisarse el tren. Seis minutos. Una luz amarilla, fluctuando en el límite mismo de la visión, indicaba que tal vez llegaría a horario. Santa María. Buscó un sitio en el que los faroles fueran capaces de iluminar lo suficiente, abrió el bolso, sacó el mapa. Santa María. Plano 361, tal vez. Estaba en el 361, por lo menos, y sólo habría 6 estaciones entre Andrés Rotundo y Santa María. Siguió la línea del trazado del ferrocarril con el dedo y adivinó, más que ver, que se bifurcaba después de Los Álamos: era otro ramal, u otro servicio del ramal. O lo sería, cuando las autoridades del ferrocarril decidieran habilitarlo e inaugurar la estación. Santa María podía estar en el mismo municipio que Los Álamos, o en otro, como Sargento Gómez. Por cierto, en el mapa no existía. Pero ese mapa ya tenía dos años, y la planilla del horario podía ser de esa misma semana. Había unos tres kilómetros y medio, tal vez cuatro, entre las dos estaciones. No era ilógico que la Empresa hubiera decidido crear un lugar de parada nuevo. Santa María debía estar en algún punto próximo al arroyo Las Ranas, donde el mapa indicaba, a ambos lados de las vías, extensiones de veinte o treinta hectáreas sin urbanizar. Se habría urbanizado aceleradamente, pensó, y no habían hecho más que rendirse ante la evidencia. La bocina del tren entrando a la estación sonó, gimnástica, y lo sobresaltó. Guardó el mapa con precipitación, desmañada­mente (algunas hojas se doblaron y quedaron marcadas para siempre) y trepó a la formación aún antes de que ésta se detuviera, saboreando el sabroso descubrimiento.

Edgar Allan Poe: The Gold Bug

Edgar Allan Poe


What ho! what ho! this fellow is dancing mad!
He hath been bitten by the Tarantula.
All in the Wrong.

MANY years ago, I contracted an intimacy with a Mr. William Legrand. He was of an ancient Huguenot family, and had once been wealthy; but a series of misfortunes had reduced him to want. To avoid the mortification consequent upon his disasters, he left New Orleans, the city of his forefathers, and took up his residence at Sullivan's Island, near Charleston, South Carolina.

This Island is a very singular one. It consists of little else than the sea sand, and is about three miles long. Its breadth at no point exceeds a quarter of a mile. It is separated from the main land by a scarcely perceptible creek, oozing its way through a wilderness of reeds and slime, a favorite resort of the marsh-hen. The vegetation, as might be supposed, is scant, or at least dwarfish. No trees of any magnitude are to be seen. Near the western extremity, where Fort Moultrie stands, and where are some miserable frame buildings, tenanted, during summer, by the fugitives from Charleston dust and fever, may be found, indeed, the bristly palmetto; but the whole island, with the exception of this western point, and a line of hard, white beach on the seacoast, is covered with a dense undergrowth of the sweet myrtle, so much prized by the horticulturists of England. The shrub here often attains the height of fifteen or twenty feet, and forms an almost impenetrable coppice, burthening the air with its fragrance.

In the inmost recesses of this coppice, not far from the eastern or more remote end of the island, Legrand had built himself a small hut, which he occupied when I first, by mere accident, made his acquaintance. This soon ripened into friendship --for there was much in the recluse to excite interest and esteem. I found him well educated, with unusual powers of mind, but infected with misanthropy, and subject to perverse moods of alternate enthusiasm and melancholy. He had with him many books, but rarely employed them. His chief amusements were gunning and fishing, or sauntering along the beach and through the myrtles, in quest of shells or entomological specimens;-his collection of the latter might have been envied by a Swammerdamm. In these excursions he was usually accompanied by an old negro, called Jupiter, who had been manumitted before the reverses of the family, but who could be induced, neither by threats nor by promises, to abandon what he considered his right of attendance upon the footsteps of his young "Massa Will." It is not improbable that the relatives of Legrand, conceiving him to be somewhat unsettled in intellect, had contrived to instil this obstinacy into Jupiter, with a view to the supervision and guardianship of the wanderer.

José Emilio Pacheco: Cuento de espantos

José Emilio Pacheco



Violó la cripta a medianoche. Halló su propio cadáver en el sarcófago.


Ambrose Bierce: One summer night

Ambrose Bierce



The fact that Henry Armstrong was buried did not seem to him to prove that he was dead: he had always been a hard man to convince. That he really was buried, the testimony of his senses compelled him to admit. His posture -- flat upon his back, with his hands crossed upon his stomach and tied with something that he easily broke without profitably altering the situation -- the strict confinement of his entire person, the black darkness and profound silence, made a body of evidence impossible to controvert and he accepted it without cavil.

But dead -- no; he was only very, very ill. He had, withal, the invalid's apathy and did not greatly concern himself about the uncommon fate that had been allotted to him. No philosopher was he -- just a plain, commonplace person gifted, for the time being, with a pathological indifference: the organ that he feared consequences with was torpid. So, with no particular apprehension for his immediate future, he fell asleep and all was peace with Henry Armstrong.

But something was going on overhead. It was a dark summer night, shot through with infrequent shimmers of lightning silently firing a cloud lying low in the west and portending a storm. These brief, stammering illuminations brought out with ghastly distinctness the monuments and headstones of the cemetery and seemed to set them dancing. It was not a night in which any credible witness was likely to be straying about a cemetery, so the three men who were there, digging into the grave of Henry Armstrong, felt reasonably secure.

Two of them were young students from a medical college a few miles away; the third was a gigantic negro known as Jess. For many years Jess had been employed about the cemetery as a man-of-all-work and it was his favourite pleasantry that he knew 'every soul in the place.' From the nature of what he was now doing it was inferable that the place was not so populous as its register may have shown it to be.

Outside the wall, at the part of the grounds farthest from the public road, were a horse and a light wagon, waiting.

Alejandro Jodorowsky: Después de la guerra

Alejandro Jodorowsky


El último ser humano vivo lanzó la última paletada de tierra sobre el último muerto. En ese instante mismo supo que era inmortal, porque la muerte sólo existe en la mirada del otro.


Howard Chaykin: I couldn’t believe




I couldn’t believe she’d shoot me.


Juan Benet: Fábula novena

Juan Benet



El criado, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance, por el que había pasado:
_Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
_¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? _preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.
_No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo, bastante viejo por cierto.
_¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
_Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.
_Entonces no hay duda, es ella _dijo el comerciante, y tras recapacitar unos minutos añadió_: Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrada en el mismo o parecido sitio procura saludada a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mí recibida y agasajada como toda dama de alcurnia se merece.
Hízolo así el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
_Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca

Will McIntosh: Dry Bite

Will McIntosh



Josephine had been up all night, her heart pounding, thinking about this day, about whether she would survive it. Now, out on the road and exposed on all sides, she was so scared she could barely breathe.

“Down,” Bella hissed.

Josephine dropped into the weeds lining the road. She stayed perfectly still, except for her chest, which was rising and falling as quickly as a butterfly flapping its wings. Bella’s face was inches from hers, the barrel of her M16 between them. “On the hill,” she whispered. She moved her eyes to the right, to indicate direction.

Ever so slowly, Josephine lifted her head, looked past the brush and scattered trees toward the top of the hill.

There were five of them, just standing there, looking around as if they were out admiring the view. Two were men, or had been when they were alive. One had foot-long yellow spines where his fingers and toes had been. The back of his head was a huge bald dome. The other man was stretched, maybe eight feet tall, and most of his body was covered in thorns. The three women weren’t any easier to look at. At least, thank God, none of them had wings.

Josephine couldn’t help but study their faces. She’d lived in Burlington her entire life, so, often, she recognized someone among the stingers. They were never who she was looking for, though; never Stan or Michael.

And what if one time they were? Would that be a good thing? No, it would be a nightmare. Yet she couldn’t help looking.

One of the stingers squatted, grabbed some vines, and started sliding down the steep slope leading to the road. The others followed, their movements fluid, almost graceful.

“Shit,” Josephine whispered.

Bella looked up the hill. “I say we run for it. This isn’t great cover, and it’ll take them a few minutes to get down that slope, so we’ll have a head start.”

“Okay.” It wasn’t a hard decision; every cell in Josephine’s body was telling her to run.

José Luis Zárate: Declaración

José Luis Zárate


...fui yo. ¿Quién más hay en esta maldita luna? Fue tan sencillo manipular los tanques de oxigeno. Ya no soportaba más, los silencios, los reproches, la feroz indiferencia, y cuando le pedía un poco de atención, un par de minutos de charla, siempre, siempre, se colocaba la dichosa escafandra, ponía una esclusa entre nosotros y antes de salir me dirigía las únicas palabras del día:
—¿Sabes? Necesito salir a tomar aire...


Dino Buzzati: Una cosa che comincia per elle

Dino Buzzati



Arrivato al paese di Sisto e sceso alla solita locanda, dove soleva capitare due tre volte all'anno, Cristoforo Schroder, mercante in legnami, andò subito a letto, perché non si sentiva bene. Mandò poi a chiamare il medico dottor Lugosi, ch'egli conosceva da anni. Il medico venne e sembrò rimanere perplesso. Escluse che ci fossero cose gravi, si fece dare una bottiglietta di orina per esaminarla e promise di tornare il giorno stesso.
Il mattino dopo lo Schroder si sentiva molto meglio, tanto che volle alzarsi senza aspettare il dottore. In maniche di camicia stava facendosi la barba quando fu bussato all'uscio. Era il medico. Lo Schroder disse di entrare. " Sto benone stamattina" disse il mercante senza neppure voltarsi, continuando a radersi dinanzi allo specchio. " Grazie di essere venuto, ma adesso potete andare." "Che furia, che furia!" disse il medico, e poi fece un colpettino di tosse a esprimere un certo imbarazzo. " Sono qui con un amico, questa mattina. "
Lo Schroder si voltò e vide sulla soglia, di fianco al dottore, un signore sulla quarantina, solido, rossiccio in volto e piuttosto volgare, che sorrideva insinuante. Il mercante, uomo sempre soddisfatto di sé e solito a far da padrone, guardò seccato il medico con aria interrogativa.
"Un mio amico " ripeté il Lugosi " Don Valerio Melito. Più tardi dobbiamo andare insieme da un malato e così gli ho detto di accompagnarmi. "
" Servitor suo " fece lo Schroder freddamente. " Sedete, sedete."
" Tanto " proseguì il medico per giustificarsi maggiormente " oggi, a quanto pare, non c'è più bisogno di visita. Tutto bene, le orine. Solo vorrei farvi un piccolo salasso. "
" Un salasso? E perché un salasso? "
" Vi farà bene" spiegò il medico. " Vi sentirete un altro, dopo. Fa sempre bene ai temperamenti sanguigni. E poi è questione di due minuti. "
Così disse e trasse fuori dalla mantella un vasetto di vetro contenente tre sanguisughe. L'appoggiò ad un tavolo e aggiunse: " Mettetevene una per polso. Basta tenerle ferme un momento e si attaccano subito. E vi prego, di fare da voi. Cosa volete che vi dica? Da vent'anni che faccio il medico, non sono mai stato capace di prendere in mano una sanguisuga ".
" Date qua " disse lo Schroder con quella sua irritante aria di superiorità. Prese il vasetto, si sedette sul letto e si applicò ai polsi le due sanguisughe come se non avesse fatto altro in vita sua.
Intanto il visitatore estraneo, senza togliersi l'ampio mantello, aveva deposto sul tavolo il cappello e un pacchetto oblungo che mandò un rumore metallico. Lo Schroder notò, con un senso di vago malessere, che l'uomo si era seduto quasi sulla soglia come se gli premesse di stare lontano da lui.
" Don Valerio, voi non lo immaginate, ma vi conosce già " disse allo Schroder il medico, sedendosi pure lui, chissà perché, vicino alla porta.

Manuel Peyrou: La confesión

Manuel Peyrou


En la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran D'Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa, pues su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.

-¿Por qué mentiste? -preguntó Giselle D'Orville-. ¿Por qué me llenas de vergüenza?

-Porque soy débil -repuso-. De este modo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.

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