Tales of Mystery and Imagination

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Eva María Medina Moreno: Ser el otro

Eva María Medina Moreno



¿Me sucedió algo que quizá,
por el hecho de no saber cómo vivir,
viví como si fuese otra cosa?
Clarice Lispector, La pasión según G.H.


Es una mujer corriente, pero hay algo en ella que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a escrutarla de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo; acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta negra oculta un cuerpo consumido, nada atractivo. Pelo castaño, largo, separado por una línea central recta. Nariz aguileña, trozos de carne casi inexistentes moviendo su boca. ¿Es esto lo que busco? No, creo que no. Oigo el sonido del zoom acercándose a unos ojos que parpadean. ¡Su mirada, es su mirada! Que ha vuelto de un lugar árido, oscuro, frío, muy frío. Mis ojos se dirigen a ella, abstrayéndose del resto de realidad cercana. Un, dos, tres. Ya está, ya es mía.
La mujer de chaqueta negra y nariz aguileña grita. Sus ojos, de un azul muy claro, casi blanco, me acechan preguntándome qué ha pasado. No contesto y salgo.

Llego a otro andén. Ruido de raíles chirriantes. El tren estaciona. Se abren las puertas. El movimiento de la masa me introduce en el vagón.

Cuando el espacio se desahoga, me fijo en un chico que está de pie, agarrado a la barra metálica. Me atrae, algo me atrae. Me sujeto a la misma barra y me oigo: moreno, nariz chata; no, no es eso. Los ojos, la boca. Tampoco. Miro sus manos. Entonces surgen las imágenes, tiesas, arrítmicas, de unos dedos enguantados negros sobre otros marrones. La misma atmósfera pesada. Siento que mis dedos se mueven, intentando rozar los del chico. No me lo puedo quitar de la cabeza.

En la calle, lo veo hablando con un amigo. Me quedo detrás. Doy pasos cortos, miro con frecuencia el reloj y me apoyo en la pared.

Lo miro, examinando a modo de autopsia cada detalle, radiografiando su interior para extraer aquello que busco. Tenso los dedos, los aprieto, los estiro. Su figura dentro de mi pupila; ocupándola, haciéndose más grande; negra, cada vez más negra.

Gregory Benford: World's end

Gregory Benford



WORLD'S END. Sic transit gloria Monday.


Émile Zola: Angeline ou la maison hantée

Émile Zola
Émile Zola por Manet

I
Il y a près de deux ans, je filais à bicyclette par un chemin désert, du côté d'Orgeval, au-dessus de Poissy, lorsque la brusque apparition d'une propriété, au bord de la route, me surprit tellement, que je sautai de la machine pour la mieux voir. C'était, sous le ciel gris de novembre, dans le vent froid qui balayait les feuilles mortes, une maison de briques, sans grand caractère, au milieu d'un vaste jardin, planté de vieux arbres. Mais ce qui la rendait extraordinaire, d'une étrangeté farouche qui serrait le coeur, c'était l'affreux abandon dans lequel elle se trouvait. Et, comme un vantail de la grille était arraché, comme un immense écriteau, déteint par les pluies, annonçait que la propriété était à vendre, j'entrai dans le jardin, cédant à une curiosité mêlée d'angoisse et de malaise.

Depuis trente ou quarante ans peut-être, la maison devait être inhabitée. Les briques des corniches et des encadrements, sous les hivers, s'étaient disjointes, envahies de mousses et de lichens. Des lézardes coupaient la façade, pareilles à des rides précoces, sillonnant cette bâtisse solide encore, mais dont on ne prenait plus aucun soin. En bas, les marches du perron, fendues par la gelée, barrées par des orties et par des ronces, étaient là comme un seuil de désolation et de mort. Et, surtout, l'affreuse tristesse venait des fenêtres sans rideaux, nues et glauques, dont les gamins avaient cassé les vitres à coups de pierre, toutes laissant voir le vide morne des pièces, ainsi que des yeux éteints, restés grands ouverts sur un corps sans âme. Puis, à l'entour, le vaste jardin était une dévastation, l'ancien parterre à peine reconnaissable sous la poussée des herbes folles, les allées disparues, mangées par les plantes voraces, les bosquets transformés en forêts vierges, une végétation sauvage de cimetière abandonné dans l'ombre humide des grands arbres séculaires, dont le vent d'automne, ce jour-là, hurlant tristement sa plainte, emportait les dernières feuilles.

Longtemps, je m'oubliai là, au milieu de cette plainte désespérée qui sortait des choses, le coeur troublé d'une peur sourde, d'une détresse grandissante, retenu pourtant par une compassion ardente, un besoin de savoir et de sympathiser avec tout ce que je sentais, autour de moi, de misère et de douleur. Et, lorsque je me fus décidé à sortir, ayant aperçu de l'autre côté de la route, à la fourche de deux chemins, une façon d'auberge, une masure où l'on donnait à boire, j'entrai, résolu à faire causer les gens du pays.

Il n'y avait là qu'une vieille femme, qui me servit en geignant un verre de bière. Elle se plaignait d'être établie sur ce chemin écarté, où il ne passait pas deux cyclistes par jour. Elle parlait indéfiniment, contait son histoire, disait qu'elle se nommait la mère Toussaint, qu'elle était venue de Vernon avec son homme pour prendre cette auberge, que d'abord les choses n'avaient pas mal marché, mais que tout allait de mal en pis, depuis qu'elle était veuve. Et, après son flot de paroles, lorsque je me mis à l'interroger sur la propriété voisine, elle devint tout d'un coup circonspecte, me regardant d'un air méfiant, comme si je voulais lui arracher des secrets redoutables.

Enrique Anderson Imbert: Las últimas miradas

Enrique Anderson Imbert



El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

Tobias Wolff: Bullet in the Brain

Tobias Wolff



Anders couldn't get to the bank until just before it closed, so of course the line was endless and he got stuck behind two women whose loud, stupid conversation put him in a murderous temper. He was never in the best of tempers anyway, Anders - a book critic known for the weary, elegant savagery with which he dispatched almost everything he reviewed.

With the line still doubled around the rope, one of the tellers stuck a "POSITION CLOSED" sign in her window and walked to the back of the bank, where she leaned against a desk and began to pass the time with a man shuffling papers. The women in front of Anders broke off their conversation and watched the teller with hatred. "Oh, that's nice," one of them said. She turned to Anders and added, confident of his accord, "One of those little human touches that keep us coming back for more."

Anders had conceived his own towering hatred of the teller, but he immediately turned it on the presumptuous crybaby in front of him. "Damned unfair," he said. "Tragic, really. If they're not chopping off the wrong leg, or bombing your ancestral village, they're closing their positions."

She stood her ground. "I didn't say it was tragic," she said. "I just think it's a pretty lousy way to treat your customers."

"Unforgivable," Anders said. "Heaven will take note."

She sucked in her cheeks but stared past him and said nothing. Anders saw that the other woman, her friend, was looking in the same direction. And then the tellers stopped what they were doing, and the customers slowly turned, and silence came over the bank. Two men wearing black ski masks and blue business suits were standing to the side of the door. One of them had a pistol pressed against the guard's neck. The guard's eyes were closed, and his lips were moving. The other man had a sawed-off shotgun. "Keep your big mouth shut!" the man with the pistol said, though no one had spoken a word. "One of you tellers hits the alarm, you're all dead meat. Got it?"

Félix J. Palma: Maullidos

Félix J. Palma



A Juan Bonilla, que padeció su primera parte.


Desde la terraza no puedo verlo, así que no sé qué tamaño tiene, ni de qué color es. Lo único que sé es que cada noche, encaramado al tejado, maúlla mi nombre a la luna. No soy ningún experto en gatos, pero creo que debe de estar en celo porque emite esos maullidos desconsolados tan parecidos a los sollozos de los niños pequeños. Bien mirado, podría decirse que suena incluso aterrador. Al oírlo, no puedo evitar pensar en el lamen­to de esos seres pálidos que, en las películas de terror, siempre encierran en los sótanos. Y cada vez estoy más convencido de que maúlla mi nombre.
Me gustaría tener una segunda opinión, claro. Alguien a quien decirle: ¿Oyes, ese gato no está llamándome? Pero Virginia me abandonó hace casi dos meses, antes de que comenzaran los maullidos, con el mismo sigilo con el que apareció en mi vida. Un día cualquiera, salió a comprar sus lechugas para repoblar mi deforestada nevera y ya no volvió, pese a que esa misma mañana, con su cuerpo trenzado al mío, me había asegurado que ahora que me había encontrado jamás me abandonaría. Tras su huida, lamenté que los dos meses de pasión que habíamos pasado encerrados en mi apartamento, ajenos al mundo exterior, no hubiesen dejado algo más útil que la felicidad, como un número de teléfono, una dirección, o unos apellidos que sumar al nombre que, una vez desapareció, me apliqué a balbucir a cada hora como un hechizo que ya no la invocaba. Pero ella había planteado así las cosas: dos almas desnudas, cepilladas de identidades e impurezas cotidianas, ardiendo la una en la otra. Quería que me bastase únicamente con su cuerpo, con sus ojos verdosos, con su cabello mojado, que nada supiera yo de lo que ella era cuando no estaba conmigo. Quería un amor fuera del mundo, incluso del tiempo, liberado de la costra de las circunstancias, un amor sólo de carne y huesos y piel eléctrica. Ya habría tiempo para lo demás, para aquello que nos volvería mundanos, sabidos, otros. Para aquello que probable­mente nos desbarataría. Y yo acepté aquellas condiciones, que no hicieron sino presentarla ante mis ojos como ella quería: un espíritu del bosque, una criatura feérica, últi­mo pespunte de un linaje mítico jalonado de hadas, fau­nos y elfos, y de la que lo único que debía saber era que me amaba como nadie me había amado nunca y como nadie lo haría jamás. Aunque de haber sospechado que un buen día desaparecería, le hubiese exigido hasta la dirección de su dentista. Así podría ir a buscarla a algún sitio más fácil de encontrar que un bosque encantado.
Virginia, la mujer que nunca me dejaría, se fue una tarde cualquiera de hace dos meses Y desde que se fue no logro dormir por las noches. La oscuridad se estira sobre la ciudad, y yo, desde mi cama, vigilo el mundo, que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entra, ñas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamen­te imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al teja­do y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.

Richard Matheson: Lemmings

Richard Matheson



"Where do they all come from?" Reordon asked.
"Everywhere," said Carmack.
They were standing on the coast highway. As far as they could see there was nothing but cars. Thousands of cars were jammed bumper to bumper and pressed side to side. The highway was solid with them.
"Here come some more," said Carmack.
The two policemen looked at the crowd of people walking toward the beach. Many of them talked and laughed. Some of them were very quiet and serious. But they all walked toward the beach.
Reordon shook his head. "I don't get it," he said for the hundredth time that week. "I just don't get it."
Carmack shrugged.
"Don't think about it," he said. "It's happening. What else is there?"
"But it's crazy."
"Well, there they go." said Carmack.
As the two policemen watched, the crowd of people moved across the gray sands of the beach and walked into the water. Some of them started swimming. Most of them couldn't because of their clothes. Carmack saw a young woman flailing at the water and dragged down by the fur coat she was wearing.
In several minutes they were all gone. The two policemen stared at the place where the people had walked into the water.
"How long does it go on?" Reordon asked.
"Until they're gone, I guess," said Carmack.
"But why?"
"You ever read about the Lemmings?" Carmack asked.
"No."
"They're rodents who live in the Scandinavian countries. They keep breeding until all their food supply is gone. Then they move across the country, ravaging everything in their way. When they reach the sea the keep going. They swim until their strength is gone. Millions of them."
"You think that's what this is?" asked Reordon.

Salomé Guadalupe Ingelmo: Para que sobreviva la estela en el mar de arena

salome guadalupe ingelmo, escritora para la infancia, escritora de fantasía, escritora de cuentos, literatura infantil, Ediciones Torremozas


“España y Marruecos firman tres convenios para reformar Alhucemas”, lee en voz alta. La noticia le arranca un gesto de satisfacción. Aún recuerda lo complicado que fue para él acabar en Marruecos su estudio sobre las aves migratorias. Supone un alivio saber que para los jóvenes el camino será más fácil.
El entusiasmo dura poco. Sus ojos reparan en otro titular que le desconcierta: “pasados 64 años de la desaparición del Saint-Exupéry, un piloto alemán confiesa haber derribado el avión del escritor en Toulon”.
El viejo ornitólogo abre la ventana y deja que la brisa inunde su biblioteca. El cielo nocturno está plagado de estrellas. Cada vez que una de ellas titila, imagina que se trata de un guiño, un gesto que nadie más en la tierra puede interpretar, un gesto dirigido sólo a él.
Han pasado ya muchos años sin tener noticias suyas, sin que nadie le haya referido un encuentro casual, una improbable anécdota acontecida en el desierto. Pero no importa; él sabe que sigue allí. “Lo esencial es” siempre “invisible para los ojos”.

No logra ver nada. La tormenta es sobrecogedora. La arena le hiere los delicados párpados. Se introduce impúdicamente en su boca, en su garganta. Le impide respirar. Sólo entonces comprende que ha sido una imprudencia alejarse tanto del campamento sin ninguna compañía. Lo comprende demasiado tarde. Para cuando decide que será más juicioso detenerse en lugar de seguir caminando a ciegas, está totalmente desorientado. Se acurruca a los pies de una duna y se cubre con la sahariana. En esa minúscula e improvisada matriz, echo un ovillo, espera a que el desierto se calme.
Cuando todo acaba, el bulto cubierto de arena forma ya parte del desolado paisaje. El ornitólogo se decide finalmente a salir de su escondrijo. Sólo entonces el escarabajo que se pasea sobre la chaqueta descubre el engaño. Su sorpresa es tal que el trabajo de todo el día se le escapa de entre las patas y rueda pendiente abajo.
No reconoce el paraje en el que se encuentra, y tampoco sabe cómo volver junto a sus compañeros. Lleva caminando varios días, pero no podría precisar cuántos. Ni siquiera está seguro de encontrarse aún en Marruecos. El campamento no está demasiado lejos de la frontera, así que bien podría haberla atravesado ya. Nada queda de los escasos víveres con los que lo abandonó, lo mínimo indispensable para unas cuantas horas de observación. Se siente muy débil y la deshidratación empieza a provocarle alucinaciones. No pocas veces se sorprende corriendo tras quiméricos camellos, malgastando las escasas fuerzas que aún le quedan. Ésas que parecen escaparse en cada golpe de tos seca que le sobreviene –cada hora que pasa, con mayor frecuencia–. Hasta que una mañana decide no dar un paso más. Es inútil: siente que el final se aproxima. Mejor aceptarlo serenamente. Mientras pierde el conocimiento se dice que, en el fondo, esa forma de morir es tan mala como otra cualquiera.

Aloysius Bertrand: Le Cheval Mort

Aloysius Bertrand selfportrait
Aloysius Bertrand selfportrait


Le fossoyeur: - Je vous vendrai
de l'os pour fabriquer des boutons.
Le pialey: - Je vous vendrai de
l'os pour garnir le manche de vos
poignards.
La Boutique de l'Armurier.


La voirie! et à gauche, sous un gazon de trèfle et de luzerne, les sépultures d'un cimetière; à droite, un gibet suspendu qui demande aux passants l'aumône comme un manchot.



Celui-là, tué d'hier, les loups lui on déchiqueté la chair sur le col en si longues aiguillettes qu'on le dirait paré encore pour la cavalcade d'une touffe de rubans rouges.

Chaque nuit, dès que la lumière blémira le ciel, cette carcasse s'envolera, enfourchée par une sorcière qui l'éperonnera de l'os pointu de son talon, la bise soufflant dans l'orgue de ses flancs caverneux.

Et s'il était à cette heure taciturne un oeil sans sommeil, ouvert dans quelque fosse du champ de repos, il se fermerait soudain, de peur de voir un spectre dans les étoiles.

Déjà la lune elle-même, clignant un oeil, ne luit plus de l'autre que pour éclairer comme une chandelle flottante ce chien, maigre vagabond, qui lape l'eau d'un étang.

Dino Buzzati: Lo scarafaggio




Rincasato tardi, schiacciai uno scarafaggio che in corridoio mi fuggiva tra i piedi (restò là nero sulla piastrella) poi entrai nella camera. Lei dormiva. Accanto, mi coricai, spensi la luce, dalla finestra aperta vedevo un pezzo di muro e di cielo. Era caldo, non riuscivo a dormire, vecchie storie rinascevano dentro di me, dubbi anche, generica sfiducia nel domani. Lei diede un piccolo lamento. "Che cos'hai?" chiesi. Lei aprì un occhio grande che non mi vedeva, mormorò: "Ho paura". "Paura di che cosa?" chiesi. "Ho paura di morire". "Paura di morire? E perchè?"
Disse: "Ho sognato..." Si strinse un poco vicino. "Ma che cosa hai sognato?" "Ho sognato ch'ero in campagna , ero seduta sul bordo di un fiume e ho sentito delle grida lontane...e io dovevo morire."
"Sulla riva di un fiume?" "Sì" disse "sentivo le rane... cra cra facevano". "E che ora era?" "Era sera, e ho sentito gridare". "Bè, dormi, adesso sono quasi le due." "Le due?" ma non riusciva a capire, il sonno l'aveva già ripresa.
Spensi la luce e udii che qualcuno rimestava giù in cortile. Poi salì la voce di un cane, acuta e lunga; sembrava che si lamentasse. Salì in alto, passando dinnanzi alla finestra, si perse nella notte calda. Poi si aprì una persiana (o si chiuse?). Lontano, lontanissimo, ma forse mi sbagliavo, un bambino si mise a piangere. Poi ancora l'ululato del cane, lungo più di prima. Io non riuscivo a dormire.
Delle voci d'uomo vennero da qualche altra finestra. Erano sommesse, come borbottate in dormiveglia. Cip, Cip, zitevitt, udii da un balcone sotto, e qualche sbattimento d'ali.
"Florio!" si udì chiamare all'improvviso, doveva essere due o tre case più in là. "Florio!" pareva una donna, donna angosciata, che avesse smarrito il figlio.
Ma perchè il canarino di sotto si era svegliato? Che cosa c'era? Con un cigolio lamentoso, quasi la spingesse adagio adagio uno che non voleva farsi sentire, una porta si aprì in qualche parte della casa. Quanta gente sveglia a quest'ora, pensai. Strano, a quest'ora.

Horacio Quiroga: La tortuga gigante

Horacio Quiroga



Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

_Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le date plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de queroseno.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacia dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

Neil Gaiman: Kiss




I’m dead. I’ve missed you. Kiss … ?




Miguel de Unamuno: El hacha mística

Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla
Miguel de Unamuno por Joaquín Sorolla


Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también el océano de lo desconocido crece a nuestra vista escalamos la montaña del conocimiento.

Dedicose a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas de los más antiguos restos del hombre.
Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no seria hombre.

Descubrió un día una nueva caverna a orilla del mar. Penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.
Del cual creía que ha salido la cruz. “Es un símbolo del Sol”, se dijo. El hacha aquella, lejos de pesarle, parecía como si le alzase, le exaltara, le empujara al cielo. Era como un imán que tendía a lo alto, al reino del sol del medio día. Un pastor, al quien encontrarle cuando salió de la caverna le mostró el hacha, le dijo: “!Es una piedra de rayo!”. Los pastores y las gentes del campo creen que esas hachas de sílice que se recogen para guardarlas en nuestros museos como objetos prehistóricos, son piedras que caen con el rayo. «¡Supersticiones!», pensó nuestro investigador; pero al sentir que el hacha seguía atrayéndole a lo alto, empujándole hacia arriba, se dijo: «Quién sabe... acaso tira hacia la matriz del rayo con que vino ... » Y es que ya no sabia ni lo que se pensaba.

Movido ya de un misterioso empuje, fuera ya de sí y como loco, echó a andar siempre hacia lo más alto, cuesta arriba. Y así llegó al pie de Gredos.

José María Merino: Cien

José María Merino


Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.


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