Nada hay tan grato para un espíritu melancólico como realizar a solas, avanzada la primavera, una discreta excursión botánica, entregarse a un paseo despreocupado pero vigoroso, llevado por la deliciosa brisa que lame las laderas de las colinas; vagabundear a placer lejos de los senderos, estudiar con júbilo la raíz aérea que crece en un bosque o la hoja atrapadora de insectos que acecha entre el oleaje de oro de un prado. Y si la fatiga extravía nuestros pasos nada importa sino gozar —como ahora gozo— del aroma del majuelo y del canto exultante del aligrís.
—¿Se ha perdido usted?
Al volverme me encontré ante alguien con aspecto de anticuado pescador. La sotabarba y el viejo sombrero de palma trenzada a mano enmarcaban unos rasgos que desprendían cierta viva simpatía.
—Me atrevería a decir que sí —contesté—, si no supiera que la vecina ciudad de R., donde vivo, apenas dista una decena de kilómetros.
—Nunca oí hablar de ella, señor.
Me asombraron esas palabras, pero no podía pasar por alto que su mirada era franca y que parecía, también, acostumbrado a la sorpresa de los forasteros.
—Con todo —prosiguió—, le ruego que pase la noche protegido entre nosotros. Usted sabe que no puedo abandonarlo a su suerte.