«No había previsto que ese recuerdo me iba a
atenaza!
de forma tan mala. Creo que es por el olor de las quemaduras, creo que no es natural que unos hombres
maten a otros con fuego» Una temporada de
machetes, Jean Hatzfeld
—¡Papá! —gritó una voz a mi espalda.
Me volví, me acuclillé y esperé con los brazos
abiertos a mi hijo, que corría hacia mí con una sonrisa radiante en su rostro.
Nos abrazamos durante varios segundos, sintiendo el roce de nuestra piel
contra las ropas, respirando el olor de nuestros cuerpos recién bañados. Mi
mujer caminaba tras el niño, con las manos entrelazadas en el regazo. Descubrí
en su mirada preocupación y me incorporé para besarla en los labios. Una de
las cámaras situada en las torres de acceso se giró para inmortalizar el
momento. Acaricié el pelo de mi hijo, sonreí. Ella se limitó a apoyar su
rostro contra mi cuello, aspirar mi olor, abrazarme.
—Es tarde —dije, liberándome por un instante de
su abrazo. De pronto me sentía molesto por su contacto—. Deberíamos entrar.
Nos situamos en una de las doce colas de acceso
al recinto, el niño agarrado a mi mano derecha, mi mujer acariciando
discretamente mi mano izquierda. Aún tendríamos que esperar varios minutos para
llegar hasta las taquillas, pequeños cubículos de cristal y aluminio donde
operarios anónimos que nunca aparecían en las pantallas, vestidos con ridículos
trajes verdes y blancos, nos entregarían nuestros billetes.
—¿Qué veremos hoy, papá? —preguntó mi hijo, y yo
me encogí de hombros.